jueves, 6 de septiembre de 2012

Relato 4 - Lucía Baltar González


 —¿Ya compraste las entradas? —Pregunta Iván al volver del baño­­— Esta peli es cojonuda, la recomiendan los del curro.
—Sí, sí. Y esta vez invito yo que siempre acabas pagando tú. —Mara acaba de conseguir trabajo de recepcionista en una empresa de cosméticos. Lleva varios meses en paro, y han quedado esta noche para celebrarlo.
—¿Sabes de qué va?
—Qué voy a saber si me has traído al cine sin saberlo.
—Es de un tipo que es adicto al sexo.
—Anda, otro como tú. —Sonríe y le coge del brazo—.
—Cariño, si me fueran las mujeres todo serían fiestas y orgías de placer contigo.—Iván abandonó la idea de salir con el género femenino a los siete años. Por aquel entonces se enamoró perdidamente de su profesora Mariola. Enamoramiento que duró apenas unos días, el tiempo en que tardó en aparecer en escena el novio de su profesora, al que prestaría más atención de ahí en adelante.— Además, un poco de movimiento en la cama no hace daño a nadie. Y hablando de todo esto, ¿ningún maromo a la vista? Mira que no es sano ni una cosa ni la otra. Es tan mala la adicción, como la abstinencia.
—Déjame en paz. Sabes que no me gusta hablar de eso.
—¡Ay Chica!… tú siempre tan reservada. Necesitas a alguien te que dé un poco de caña.
Mara piensa en la belleza y en lo sobrevalorada que está. Para ella el mundo convierte en bello aquello que es minoritario, y exalta la grandeza  en lo más absurdo. Como aquel niño recién nacido que es feo, porque es feo y no hay por dónde cogerlo, y todos dicen lo guapo que es. Mentirosos. La mentira está incluida y servida en el menú diario de la existencia humana. Pandilla de gilipollas blandengues lameculos que estamos hechos. “Cásate con un millonario, hija, que luego te divorcias y eres rica” solía repetirle su madre cada vez que la veía salir de alguna relación defectuosa, que no amorosa. A sus treinta y dos años, Mara ya tiene claro al menos una cosa, el apego aniquila cualquier sentimiento relacionado con el amor. Por eso necesita tiempo. No entiende qué manía es esa de tener que emparejarse constantemente con cualquier mamarracho seguidor de la fórmula uno y de las tías buenas de las pelis porno.

—Ya verás. —Iván trajo a Mara de vuelta a la realidad—. Te voy a presentar a alguien.
  
*        *     *

¿Vienes a la cama? — Hace unos años que Mara dejó de salir de fiesta para acostarse con alguien. Ahora es distinto. Salir implica pasarlo bien con sus amigos, bailar, beber y llegar pronto a casa. Por eso le aterra tanto estar de nuevo a solas, desnuda, frente a otro cuerpo desconocido.
—Ya voy, deja que termine en el baño. Ya salgo.
Está temblando en el cuarto de al lado. Saca un cigarro del bolso y lo enciende como si fuera el último resquicio de oxígeno que hubiera en la tierra. Piensa en aquella frase que dice aquello de “fumar perjudica gravemente su salud” y recuerda a su padre muriendo de cáncer de pulmón. Luego tose, termina el cigarro, se lava los dientes y sale del baño.
—¿Qué estabas haciendo? Ya empezaba a preocuparme.
Mara introduce una pierna entre las sábanas y luego la otra. Se adapta poco a poco a la temperatura del interior de la cama y coloca su lencería de forma cómoda. Va bien depilada  y por una vez se alegra de seguir los consejos de su madre “hija, ve siempre depilada y con ropa interior limpia, no vaya a ser que un día tengas un accidente y te encuentren con un calcetín agujereado y piernas de oso”. Mara siempre discute con su madre por cosas como esa y ahora se encuentra perdida en un piso que no conoce, con una persona que no conoce, y por la que no siente nada. Se aproxima lentamente y susurrándole al oído dice. —Te aviso, nunca me quedo a dormir en casas ajenas. 


*        *     *


—¿Cómo fue la otra noche? Al final te largaste con el guapo de la fiesta. —Iván siempre consigue que el rostro de Mara cambie de color al ritmo de un semáforo que va a ponerse en rojo—.
—Déjalo ya, tío. Solo fue un rollo de una noche.
—Voy a pensar que tienes un problema.
El único problema de Mara es sentirse ajena a la realidad de su tiempo. Es como si perteneciera a otro lugar, o a otra vida. Nunca ha ido al ritmo de las personas que le rodean. Llega tarde a todos sitios, incluido al funeral de su padre. Siente que no pertenece a nada y que nada le pertenece. Le da asco la masa que le bloquea. Se cansa de todo el mundo - hasta de sí misma- y le repugna reconocerlo. Está harta. Harta de buscarle el sentido a todo lo absurdamente ridículo de la especie humana. Carencias. Carencias. Carencias multiplicadas por decenas. Explicaciones sin orden ni objetivo. Palabras. Palabras. Palabras. 


*        *     *


El día que su padre se fue de casa ella hizo una promesa. No enamorarse. Jamás. Bajo ninguna circunstancia pasaría lo que pasó su madre. Desde entonces ha transcurrido el tiempo, los años, los novios a los que nunca quiso, las estrías, la caída de tetas, la grasa acumulada en el vientre, el culo aplastado, las ojeras, la piel arrugada. Y aún así, a pesar de la distancia temporal, sigue siendo la misma niña de quince años con aparatos, granos y piel brillante. Entonces piensa que es hora de seguir luchando y recuerda la frase que leyó en un poema la semana pasada “la realidad no dura mucho tiempo”. Y decide plantarse. Dejar de creerse, decrecer y salvarse. ¡Qué coño!. Aún está a tiempo de extinguirse entre las llamas del credo sin querer controlar absolutamente todo el incendio.

Relato 3 - Lucía Baltar González


—¡Dame el arma!

Fernando despertó de súbito. Se había quedado dormido con la tele encendida. Tenía los ojos resecos, los labios pegajosos y rastros de saliva en la cara. Movía el cuello con rostro dolorido girando la cabeza de un lado a otro formando círculos. El pijama le quedaba estrecho y marcaba la silueta de un cuerpo con exceso de grasa. Mientras intentaba moverse para ponerse en píe, los pliegues de la ropa se amoldaban a la piel sobrante de una manera nefasta. Frente a él, sobre una mesa de madera gastada, había restos de pizza fría y varias cervezas tiradas. El cuarto en el que estaba carecía de ventilación directa ya que no había ventanas, lo cual provocaba el color opaco de las paredes con restos de sudor rancio y de alquitrán. Al conseguir levantarse, Fernando tropezó con uno de los zapatos y maldijo en alto su mala suerte. Buscó el mando y apagó la tele. Deslizó las piernas, una a una, hasta alcanzar la estantería. Agachó la cabeza, observó lo poco que había en ella, dos o tres libros muy usados, un móvil, pilas sueltas, una taza con las sobras de un café frío, carpetas de pequeño grosor, alguna que otra botella de alcohol, cigarros, y marcos vacíos sin fotografías. Fernando dirigió la mirada hacia los marcos durante un instante, luego, con la mano en la barbilla, cerró los ojos unos segundos y los abrió de nuevo para coger la cajetilla de cigarros.

—Acabarán matándome si no lo hago yo antes. —Dijo acercándose al sillón y sentándose de nuevo—.

Encendió el cigarrillo con la mano derecha, inhaló todo el humo que podían aguantar un par de pulmones de cincuenta y cuatro años, y treinta y cinco siendo fumadores. Cerró los ojos de nuevo y no se movió hasta escuchar la alarma del móvil.

—Bienvenida, jornada laboral. —Dijo apagando la alarma, encendiendo otro cigarro y dándole la última calada antes de coger las llaves del taxi y salir a trabajar—.  


                                                                               * * * 


A kilómetros de allí, una mujer de veintitrés años temblaba dentro de un coche.

—Muy bien, Sofía. Le voy a explicar detenidamente lo que tiene que hacer. Primero arranque el motor, y una vez realizada esa parte, sáquenos de la zona de estacionamiento y diríjase hacia la salida más cercana. —Sofía gira la llave, quita el freno de mano, aprieta el embrague, mete primera y lo suelta poco a poco a la vez que va acelerando—. En cuanto estemos en marcha, quiero que nos lleve siempre en dirección Sevilla/Cádiz.

—Sabe que no soy de aquí, ¿verdad? Sabe que puedo equivocarme, ¿no?

—Usted tranquila, yo le indico con tiempo. Ya sabe que en el examen dispone de diez minutos de conducción autónoma, y  quince de conducción guiada, ¿verdad? 

—Sí, sí… claro que lo sé, pero es que… es que es la quinta vez que me examino, y ya no sé qué más hacer para aprobar. —Rafa, su profesor de autoescuela que está sentado a su lado, le mira insistentemente y le indica con la mano y sin que le vea el examinador, que pare de hablar—. 

—De momento, lo mejor que puede hacer es concentrarse en la carretera y estar tranquila.

Sofía es de Canarias y aunque lleve dos años viviendo en Sevilla, aún no ha perdido el acento de las islas. Llegó a la capital andaluza sin un duro pero con la oferta de un trabajo digno y fijo. Es por este trabajo que ha podido pagarse las tasas y renovaciones del carné de conducir, y asistir paralelamente a la universidad.

—Va usted muy bien. Ahora, en la siguiente rotonda, recuerde fijarse en el cartel que indique la salida Sevilla/Cádiz.

Sofía se iba aproximando lentamente a la rotonda, y al llegar a ella, se saltó la salida indicada por el examinador. Con rostro intranquilo, tomó la decisión de seguir dando una segunda vuelta a la rotonda.

—A ver, Sofía, como veo que sigue un poco nerviosa, y ya han pasado los primeros diez minutos, vamos a pasar a la conducción guiada. Por lo tanto, ahora tiene que seguir mis indicaciones. Intente salir de la rotonda usando la tercera salida. Si quiere, cuéntelas en alto.

—A ver. Uno. —Sofía señala con la mano derecha la primera salida—. …dos… ¡Tres! ¡Por aquí!

—Muy bien. Ahora quiero que siga recto, y que en el momento en el que exista la posibilidad de cambio de dirección, proceda a realizarlo. 

—Vale.

El coche de la autoescuela frenó al aproximarse a un semáforo en rojo. A su lado había un taxista cincuentón con cara demacrada y bastante corpulento. El taxi iba vacío pero ya había alguien haciendo señales al otro lado de la calle. Eran dos personas jóvenes, probablemente pareja —iban de la mano—. Se veían felices y revoloteaban de un lado a otro de la acera. Al llegar a la puerta del taxi, subieron y se sentaron. En ese instante, el examinador dirigió su atención a los jóvenes y reconoció a la mujer  justo cuando el semáforo cambió de color, y Sofía metía primera para proceder al cambio de dirección a la derecha.

—Pero… ¡¡¡pero!!! No puede ser… —Gritaba el examinador—. Sofía ¡frena! —Sofía parecía paralizada—. ¿Me oyes? Maldita sea… por lo que más quieras ¡sigue a ese taxi!

El examinador se casó con la joven que estaba en el taxi hace dos años. Fueron de luna de miel a Berlín y no tenían hijos.

—Sofía, si sigues a ese coche y no lo pierdes, por dios, que te apruebo ahora mismo. —Gritaba otra vez el examinador—.

—No puede hacer eso. —Decía Rafa—. ¿Qué dice? ¿Está loco? ¿No ve que estamos en medio de un examen?

—Da igual lo que digan, como no sigan a ese taxi de mierda, me bajo ahora mismo del coche y me comprometo a que no le dejen aprobar el carné en su puta vida.

—Pero, ¿por qué les seguimos?

—Esa que ven ahí, tan sonriente, es mi futura ex mujer. Y yo, un cornudo de mierda.

Minutos más tarde, el taxista detuvo el coche y la joven pareja descendió rápidamente. Sofía intentó frenar para no golpearle, pero no lo hizo a tiempo e intervino el profesor. Entonces todos miraron al coche de la autoescuela y la mujer reconoció al marido, que la miraba sin separar los ojos de ella. En ese instante, la mujer retrocedió sobre sus pasos, entró al taxi de nuevo, y le gritó que se alejara lo máximo posible. Con movimientos lentos, el taxista miró hacia atrás y observó a la chica dentro del coche de la autoescuela. Permaneció paralizado unos segundos. La mujer joven comenzó a gritar más fuerte a medida que veía cómo el marido salía del coche y se acercaba a ella. El taxista descendió del coche entre insultos y plegarias por parte de la mujer joven, y se acercó a Sofía. Se aproximó tanto y tan rápido, que Sofía se asustó.

—Perdona que me acerque de esta manera tan extraña, pero te pareces tanto a alguien que conocí hace algún tiempo. —Sofía lo mira inquieta, y se aleja unos centímetros del  taxista desconocido—.

Mientras tanto, el examinador y su mujer comienzan a gritar en medio de la calle y el otro joven permanece apartado.

—Te pareces tanto a ella. —El taxista continuaba hablando con rostro pálido. —

En ese momento, el examinador se sube al coche de autoescuela y le dice a Sofía que está aprobada y que pueden irse. Sofía permanece quieta unos instantes, mira al taxista, mira al examinador, mira a Rafa, se mira al espejo retrovisor, y se desmaya.



Relato 2 - Lucía Baltar González


—Yo no quería, mamá, de verdad que no quería echarle helado en los pantalones para que pareciera que se hubiera cagado. Mamá, que no, que son cosas de Pablo y de Alex. Que tengo seis años, que ya sé elegir entre el bien y el mal. —Los ojos de Juan miraban aleatoriamente de un lado a otro, primero a su madre, y una vez estirado y gastado el tiempo de súplica,  miraba a su padre sin fijar nunca la atención demasiado tiempo en un único interlocutor—. Papá, ¿a que tú me entiendes?

- Que voy a entenderte yo, alma de dios. Si a estos niños de hoy en día no hay quién les entienda. ¿Helado derretido? ¿Pero a ti no te han enseñado nada las monjas esas que se llevan todos los meses mi maldito sueldo?


El colegio de Juan era privado por capricho de su madre, Francisca, y las deudas que arrastraban mes a mes las cubría Paco, su padre, trabajando once horas diarias en un puesto que absorbía su sangre, su tiempo y su vida. No eran épocas felices para familias como esta, pero al menos tenían una casa, comida y algo en lo que soñar para el futuro. Un sueño de una vida mejor en la que Juan se convirtiera en doctor, arquitecto o ingeniero. Su madre había estudiado también en un colegio de pago de monjas Isalinas. Allí había aprendido a ser útil, casta y debidamente apta para la vida de ama de casa, fiel esposa y amante dispuesta a dar placer al marido en cuanto él quisiera abrirle las piernas y alcanzar el cenit de la esencia humana.


— De momento vas a estar castigado en tu cuarto todo el fin de semana. Y nada de helado en un mes, ¿entendido?


Juan sabía la verdad pero no quería confesarla. Él no había sido el culpable del asunto del helado, o al menos, no el único culpable. Detrás de la trama, el origen se hallaba en Laura, una mente de escote indiscreto y maldad dulcemente potenciada. La idea principal era conseguir que Manu, el chico al que le tiraron el helado, llamara la atención de las monjas para poder entrar con los demás, Laura, Alex, y Pablo, a la cocina, y robarles lo poco de comida deseable que había en un lugar tan desolado y sórdido como ese. Al fin y al cabo, de allí salían los peores menús conocidos y por conocer del planeta, o eso pensaban ellos. Claro está que les pillaron en el primer intento de fuga, antes incluso, de comenzar la fase de manchar a Manu con el helado de chocolate. Todos habían puesto en marcha excusas prefabricadas y memorizadas para el caso en el que el plan fallara. Estaban hartos, aburridos y asqueados de las clases, de la profesora Lucinda, y de la madre superiora con sus castigos que incluían el saqueo, sin permiso, de los balones con los que jugaban en el recreo. Buscaban alguna emoción, algo distinto y divertido. Venían de un mundo fabricado en blanco y negro y, como repetían sus padres incesablemente, de poco valor. Juan iba a tener un hermano, y eso suponía una noticia fresca para él y sus amigos, algo nuevo de lo que hablar y preguntar. Solían reunirse debajo de un árbol a la hora del recreo donde hablaban de las semillas de sus padres, de la tierra de sus madres y de cigüeñas con picos largos, y patas delgadas. Cada día volvían a sus casas con una certeza nueva y un millón y medio de dudas por resolver.


—Mamá, sigo sin entender cómo se ha metido ahí mi hermanito. ¿Habrá entrado por tu boca?—Preguntaba Juan con los ojos muy abiertos y el cuerpo estirado—. Tal vez haya entrado mientras tú dormías y no te dabas ni cuenta.  ¡Oh! ¡No!… — Mirando al cielo con rostro asustado—. ¿Podría pasarme a mí? Mira que duermo con la boca abierta, que siempre me echas la bronca por lo mismo ¡Mamá! ¡Dime que no me va a pasar a mí! —Entonces era cuando Francisca, su madre, entraba en un ataque de risa irresistible lanzando carcajadas en direcciones opuestas de este a oeste, y de norte a sur de la casa, contagiando de pánico al rostro pálido de Juan, que esperaba impaciente como un parado en la cola del paro. Una vez recuperada la madre, tranquilizaba dulcemente a Juan—. Claro que no, hijo… ¿cuándo se ha visto que un hombre pueda quedarse embarazado? Y si un hombre no puede quedarse embarazado, ¿cómo le iba a suceder entonces a un niño?

Al cabo de unos segundos, Juan respiró hondo y se tranquilizó. Estaba bien, pero que muy bien, saber que no podía quedarse embarazado. De momento se conformaba con plantar semillas reales en tarros con tierra y regarlos todas las mañanas. Un tiempo más tarde, Miguel nació y Juan recibió la noticia estando en el colegio. El padre había ido a recogerlo para que conociera a su nuevo hermano.

—¿Ha dicho algo ya? —Miraba curioso a su padre mientras devoraba una palmera de chocolate y un batido—.

— ¿Quién?

—El bebé… ¿Quién va  ser? ¿Ha preguntado por mí? ¿Sabe quién soy yo?

—Juan, los bebés tardan en empezar a hablar, y además, no nos conoce.

—¿Cómo no nos va a conocer si todos los días le dábamos un beso de buenas noches a la barriga de mamá?

—Porque aún no nos ha visto con sus ojitos.

—No entiendo nada, papá. Tener un hermano apesta si no sabe que soy su hermano. —Y dándole vueltas y más vueltas a su pequeña cabeza continuó el interrogatorio—. ¿Qué cosas se pueden hacer con él? En el colegio me han dicho que se hacen caca todo el día, y se mean, y como que vomitan, o algo así, y ensucian todo, y chupan y chupan sin parar ¿Es verdad que se beben leche de mamá? —El padre mueve la cabeza con un gesto de afirmación—. Puag, que asco.


La conversación continuó con el mismo sabor y el mismo destino hasta llegar al hospital. Juan no recordaba haber estado allí en varios años. La última vez que entró en él, fue a consecuencia de una intoxicación. Se bebió un jarabe entero de fresa porque decía que estaba exquisito —Había aprendido esa palabra recientemente— y que no podía desaprovechar la oportunidad de disfrutarlo para él solito, a excepción, claro está, de su pez, ya que su limitada generosidad le llevó a compartirlo con él. Lo que nunca supo Juan es que el pez apareció muerto al día siguiente, y que fue eficazmente reemplazado por el que podría haber pasado por su hermano gemelo.

Entonces entraron en la habitación de la madre, donde estaban esperándoles sus abuelos y el recién llegado Miguelito. Al verlo, Juan se asustó y se acercó con miedo. Estiró el brazo y tocó con un dedo la mano de su hermano, el cual, no le soltó durante varios minutos. En ese momento, Juan miró atentamente al rostro de Miguel y dijo claramente — Papá, ahora que ya me ha visto, y que ya le he visto, quiero que sepas que me gustan los bebés y que si necesitas ayuda para plantar más semillas en el vientre de mamá, puedo ayudarte, pero me tienes que decir cómo.

Relato 1 - Lucía Baltar González


Carlos sale de trabajar cada día a la misma hora, exactamente a las ocho y media. Son las doce de la noche y aún sigue en el despacho. Marta, su hermana y compañera de trabajo, le ha dejado un post it pegado a la pantalla del ordenador con una carita sonriente. Con desgana,  lo rescata y lo guarda en el cajón de su mesa de trabajo. Marta y Carlos son, además de hermanos, amigos. Ambos heredaron el despacho de su padre cuando murió hace dos meses. Él es un abogado asqueado de su profesión, y ella entró a trabajar en el despacho hace un año por problemas económicos.  Es la tercera vez en la misma semana que Carlos no va a cenar a su casa. Allí le esperan su novia Raquel, con la que lleva viviendo pocos meses, y el perro que tienen ambos. Carlos está nervioso, las manos le tiemblan perceptiblemente, y no deja de moverse de un lado a otro de la minúscula habitación con vistas a un edificio ocupado. Espera una llamada impaciente, la misma que lleva esperando tres días seguidos. Tiene un tic en el ojo derecho y un clip en la mano con el que juguetea constantemente. Está agotado frente a la pantalla de un ordenador que apenas emite sonido. Escucha ruidos provenientes de la calle, alguien dice en un francés etílico una frase incomprensible, y se oye el choque violento del cristal de una botella contra el suelo. Carlos no se inmuta ni se mueve al oír a una mujer gritando su nombre. 

–¿Estás ahí? –La  voz de la mujer se escucha cada vez más fuerte–. Tío, ábreme la puerta de una vez, que aquí abajo hace un frío que pela. 

Carlos sigue inerte, congelado. Mira el teléfono y respira entrecortadamente. 

–¿Carlos? –La mujer mira hacia el suelo, parece nerviosa, tantea el terreno y coge una piedra pequeña, la lanza contra la ventana y espera unos segundos–. ¡Ábreme joder! Se me están congelando los huesos y no traigo la llave encima. Sé que estás ahí… ¡Abre!   

Al escuchar el golpe contra la ventana, Carlos se levanta y se asoma para ver quién está abajo. Indeciso, sonríe y se aleja para abrirle la puerta. 

–¿Qué haces todavía aquí? –Pregunta ella buscando algo en su bolso. Saca un pañuelo, se quita las gafas y las limpia con él–. Raquel me ha llamado. Está preocupada. Dice que hace tres días que no vas a casa a cenar, que llegas muy tarde de madrugada y que apenas le hablas. –Inquieta, saca el teléfono del bolsillo de su pantalón y se lo da al hermano–. Escríbele diciéndole que estás bien, porque… estás bien, ¿no? –busca un cigarrillo, lo saca y lo enciende–. ¿No habrás…? 

–¿Qué? –Le interrumpe él, quitándole el cigarro a la hermana, y llevándoselo a sus labios–. ¿No habré qué? 

–No la habrás llamado, ¿verdad? 

–¿Y si lo hubiera hecho? 

–Bah, que no,… tío, no serías capaz. 

–Es mucha pasta, Marta. Tiene derecho a saberlo. Además, tú misma lo dijiste. Papá quería que lo repartiéramos. 

–No, Carlos, papá estaba mal, enfermo, deliraba, mezclaba las palabras, los recuerdos. Al final, ya no sabía si hablaba dirigiéndose a mí, o a ella. 

–Por eso mismo, la quería. 

–La queríamos todos, joder. Pero eso no le da derecho a nada. Se fue, se piró,… Para mi murió el día que se largó. –De repente observa cómo su hermano dirige la mirada al teléfono que está sobre la mesa y mira hacía él con gesto extraño–. ¿La has llamado? No me puedo creer que la hayas llamado. 

–No ha hecho falta. Se me ha adelantado. Llamó hace tres días. 

–¿Ha tenido la cara de llamarte? ¿Aquí? ¿Al trabajo de papá? –Se aleja unos pasos y habla bajito, casi susurrando–. ¿Sabe que… ha muerto? 

–Sí, y dice que no quiere nada. 

–Esa lo que… es una mentirosa. Seguro que ha llamado porque uno de tus tíos le habrá dicho algo de la pasta. 

–Joder Marta, déjalo ya. Es tu madre. 

–Y tu madre también, pero yo no la recuerdo en el funeral de papá ¿Tú sí? Seguro que ahora viene a pedirnos la pasta. Andará mal de dinero, fijo.  

–Y si fuera así, ¿no se la darías? 

–No. –Permanece firme, mordiéndose los labios, con postura defensiva–. ¿Tú sí? 

–He quedado con ella ahora, por eso sigo aquí. No paro de darle vueltas. No sé qué hacer, ni lo que haría papá. 

–Sencillo. No abrirle la puerta jamás. Y otra cosa, me largo antes de que venga esa arpía y me ensucie con su veneno putrefacto. No sé qué vio papá en ella. Y ya no importa. 

–Quédate. No me dejes solo. No sé por dónde me saldrá. –Suspira y pone una cara de dolor al sentir el clip atravesándole la piel de la mano–. 

–Yo sí. Te mentirá, te dirá lo que quieres oír, y luego se irá con un cheque bajo el brazo hasta que vuelva a quedarse sin pasta. 

–No seas así, al menos intenta estar en contacto. 

–Sí, cuando necesita dinero, y más ahora que papá no está para negárselo. En fin, me rajo de aquí, no quiero encontrármela. –Recoge sus cosas, le da dos besos al hermano y se aleja cerrando la puerta–. 

Se queda solo, tembloroso y sudando. Se acerca a la ventana y piensa en su padre. Mientras tanto, lanza un sonido de dolor al levantarse un nuevo trozo de piel con el clip que tiene en la mano. Se gira buscando un punto de apoyo. Se sienta, se acerca al ratón del ordenador y abre una carpeta en la que encuentra un documento llamado “para cuando muera”. No se ha atrevido a enseñárselo a su hermana, y no está preparado para abrirlo todavía. Cansado, apaga el ordenador, remueve algunos papeles, recoge el maletín, se levanta y se pone la chaqueta. Ya es hora de abrirse el cuello de la camisa y quitarse la corbata. La introduce también en el maletín. Abre el cajón donde estaba guardado el post it de su hermana, ve la carita sonriente y estira el brazo buscando otro post it en blanco. Toma un bolígrafo y, dibujando letras en el papel, escribe una frase corta. Coge todas sus cosas, se acerca a la puerta del despacho, la cierra desde fuera y pega el post it sobre ella. Desde allí puede leerse claramente: NO VUELVAS. Mira unos segundos el papel, y se va.