miércoles, 30 de mayo de 2012

- Relato 4 José Ignacio Ramírez Pino

Ojos pasajeros

“¿Qué querrán esos ojos verdes?”, piensa Mario. Desde hace rato se encuentra sentado en las escaleras de un centro comercial. Afuera llueve. En sus poco más de 35 años de vida, jamás usó el paraguas. ‘Jamás’ es una palabra excesiva. Seguramente habrá olvidado aquel día en el que una compañera de clase le rescató de una repentina tormenta camino de la facultad. Ella no tenía los ojos verdes. Si la volviese a ver, probablemente no la reconocería. Aunque aquellos 200 metros bajo la lluvia, aderezados de un silencio mezclado con el salpicar de torpes palabras, esa noche le impidió conciliar el sueño. Al día siguiente, cuando el sol volvió a gobernar, los sentimientos se habían desvanecido. Con el paraguas sucedió como con esa chica, jamás volvió a usarlo. Las estupideces parece que nunca vienen solas.
-Hola. –Ella sube las escaleras. Lleva un colgante con su nombre, Carmen. Apenas habrá llegado a la mayoría de edad hace unos días. Le ha sonreído. No es como aquella sonrisa del pasado fin de semana en la discoteca. “Esta noche no duermo solo”, pensó entonces. Más bien es un cumplido blanco.
-Hola. –Mario saca las dos sílabas como puede. Ella se ha dado cuenta y duda. Ya no lo mira. Tampoco sonríe, pero los ojos verdes siguen ahí. Al menos, Mario los ha grabado en su disco duro. No se atreve a girarse y a seguir los pasos de la chica. Probablemente se haya marchado ya escalera arriba. Habrá desaparecido para siempre. Mario se vuelve. “Hijo mío, no puedes ser más malo para disimular”, le había dicho su abuela un día en el que trataba de mostrar indiferencia ante una tableta de chocolate-. Hola. –Ahora la palabra, acompañada por un movimiento de la mano, sale con más convicción, pero quizá excesivamente edulcorada-.
-Hola. –Carmen se ha sentado unos peldaños más arriba. Ha vuelto a sonreír y con el gesto se le han iluminado los ojos. Mario advierte que el tejido de unas mallas azules envuelve sus piernas. Lleva puesta una larga camisa, cuyos botones superiores están siendo sometidos a una dura prueba de resistencia-.
Mario recompone su posición. “Tú disimula, que todo el mundo se va a dar cuenta de lo que quieres”. Las palabras de su madre asaltan repentinamente su cabeza. Desde la distancia –la abuela murió hace cinco años y la madre vive a mil kilómetros-, parece que la familia escruta cada uno de sus gestos. En casa había ensayado cientos de veces. Se había convertido en una obsesión. Por más que se esforzaba delante del espejo, el reflejo siempre le devolvía una figura de movimientos y poses artificiales.
Carmen, dominando desde la parte alta de la escalera, repara en el extraño comportamiento de ese chico, que se parece bastante más a su padre que a Adrián, su antiguo novio, al que dejó después de haberlo sorprendido en una fiesta con las manos puestas sobre los pechos desnudos de Diana. Tantos secretos, despertaron en su amiga un irrefrenable deseo hacia el protagonista de aquellas confidencias. Él tampoco puso reparos en consumar la infidelidad. Hay veces que no sabemos lo que hacemos.
-¿Tienes hora? –Del repertorio de sandeces que fluyen en su sesera, a Mario no se le ocurre otra excusa mejor para justificar una nueva mirada a esos ojos verdes. Se ha dado cuenta, comienza a ruborizarse y desvía la atención hacia la carpeta que ella posa encima de sus rodillas. El descubrimiento de la torpeza hace que la sangre fluya con más rapidez a su rostro.
-Es la una y media. –Carmen responde sin apartar los ojos de su móvil. Cuando alza la vista, apenas distingue el azorado perfil de ese híbrido entre Adrián y su padre. “¡Sois los dos iguales!”, le grito una vez a su novio en plena discusión. El muchacho nunca supo si aquello era un insulto o un cumplido.
-Gracias. –La tímida respuesta de Mario apenas llega a los oídos de la chica. Tiene el cordón del botín suelto. Mientras se lo amarra, ella escapa de su visión periférica. El bajo de los pantalones vaqueros está mojado, al igual que los cordones de las zapatillas. Siente que la chica ha desparecido, se gira y se encuentra con los ojos verdes. Esta vez no hay sonrisa, pero la mirada es penetrante. Atrapa el momento. “Fue como una slow motion. Como cuando ves la bala acercarse paso a paso y al protagonista esquivarla con movimientos lentos. Luego, todo se acelera y vuelve a la velocidad normal”, relatará a su amigo Jesús días después-. Gracias -repite, al tiempo que se pregunta qué querrán esos ojos verdes que no paran de observarle.



-¿Te molesta? –Mario acaba de pasar el brazo por encima del hombro de Lucía, su compañera de clase. La gente del instituto ha salido este sábado para vivir la noche. Comprarán unas litros, beberán hasta mezclar la realidad con la ficción y al día siguiente tendrán un divertido tema para comentar con los amigos. Pecados de juventud que se eternizan en la vida.
-No… Claro que no. –Ella, que atrapa fuertemente la cintura de Mario, tiene los ojos verdes-. ¿Por qué me iba a molestar? –Le planta un beso a Mario sobre la mejilla y nota que este se revuelve incómodo. Ella relaja ligeramente la presa-. ¿Pasa algo?
-No… Nada. –Mario es encuentra a menos de un palmo de aquellos ojos. Uno tiene en el iris una mota ligeramente más oscura. Los párpados caen y al levantarse dejan ver un hilillo rojo sobre el blanco del globo ocular-. No pasa nada. Todo está bien. –La mirada de Mario salta de verde a verde. La cuarta de distancia se ha reducido. Los labios de su compañera permanecen ligeramente separados. Los párpados vuelven a caer y se levantan con extrema lentitud. El labio inferior es algo más grueso. Los ojos verdes han desaparecido y las distancias apenas son perceptibles.
-¡Mario! –Una inoportuna mano le ha agarrado el hombro y tira bruscamente hacia atrás. Los ojos de la chica surgen súbitamente, cada vez más pequeños-. Mario, tío. ¿Qué haces? -La pregunta la realiza Jesús, su amigo de la infancia con el que ha compartido guardería, colegio y ahora instituto-. Suelta pelas, tío, que vamos a comprar unas litros.
-¿Tú eres tonto? –Mario agarra fuertemente a su colega por el brazo y lo lleva aparte. La presión crece por momentos y la crispación aumenta en el semblante. –Tú no estás bien de la cabeza, ¿verdad?
-¿Qué haces? Tío, que eso duele. –El aliento huele a tabaco, lo que provoca que Mario se separe.
-¿Qué coño quieres? –Le zarandea del brazo.
-¿De verdad que te gustaría saberlo? –Jesús comienza a exhibir los trazos de una sonrisa, gira el cuello y dirige la mirada hacia donde se encuentra Lucía. Apenas a unos ocho metros, ella sigue la escena en solitario. Un poco más allá, la pandilla se mueve como una masa confusa, doblada entre gritos, risas y empujones, sin saber si avanzar, retroceder o quedarse quieta. Los efectos del alcohol aparecen incluso antes de ingerirlo.
-Te parto la cara. –Mario tiene agarrado a su amigo por el cuello de la camisa-. ¿Me oyes? Te la parto. –Aprieta casi con tanta fuerza los dientes como los dedos. Las cabezas están a punto de chocar.
-Tranquilo, tío. Es broma. –Jesús no pierde la sonrisa. Le da un beso en la boca a Mario.
-Definitivamente, tú eres tonto. –Aparta al compañero de un empujón y con el dorso de la mano se limpia los labios-. Tú eres tonto, seguro. –Escupe al suelo y va hacia Lucía.
-¿No querías un besito? –Jesús se incrusta en la masa de la pandilla entre abrazos y empujones de los colegas. Alguna de las chicas, con estridentes carcajadas, no puede reprimir las lágrimas. Otra golpea repetidas veces con la palma de la mano un escaparate que revela el irreal cuadro de un espectáculo hormonal.
-Lo siento. –Mario está junto a Lucía. Ha puesto sus manos en la cadera de esta. Ella opta por los hombros de él.
-No te preocupes. –Los ojos verdes se posan en los de Mario y viajan rápidamente a sus labios.
-Este tío es tonto. –Mario desliza las manos hasta rodear la cintura de su compañera. El trecho persiste. Lucía clava la vista en su boca. Inmediatamente, de soslayo, observa a la pandilla. Mario la acompaña en el recorrido visual. En medio de la masa, se distingue a Jesús-. Y encima es amigo mío. –Las miradas confluyen otra vez. Mario trata de aproximar a su compañera, pero los ojos verdes permanecen a una prudente distancia.



Vuelve a apartar la vista y disimula contemplar más allá. “Mario, hay veces que se te notan hasta los pensamientos”. El eco de las palabras de su padre le llena de inquietud. Mario es incapaz de sostener la mirada. En cambio ella, que ahora abraza la carpeta, mantiene impasible las retinas verdes sobre un Mario que está cada vez más incómodo. Son unos ojos que muestran curiosidad, pero no interés. “Por un momento, pensé que ella quería algo conmigo”, le contará unas horas después a Jesús, entre caña y caña, poco antes de verse tambalearse delante del espejo, completamente desnudo, acariciado por la amiga de una chica que jadea con Jesús en la habitación de al lado.
La lluvia cesa. La oscuridad comienza a desaparecer. Un rayo que talla el cielo, acompañado por un trueno lejano, advierte que la tormenta sigue ahí. Quizá por ello Mario y Carmen no se mueven del lugar. Siguen sentados en las escaleras.
-Vaya tormenta. –Mario, nuevamente paralizado ante aquellos ojos, trata de romper la ausencia de palabras. Por respuesta no obtiene más que una sonrisa y el eco de ese silencio. La sensación de nerviosismo es parecida a la que experimentó en las oposiciones. “No pasa nada. Estás preparado. Sólo tienes que hacerlo lo mejor posible”, se repitió entonces, una y mil veces, tratando de aplacar con la razón unos presagios que amenazaban con tirar por tierra horas y horas de estudio, además de su futuro.
-Parece que ya ha pasado. –La apreciación de Carmen separa a Mario de sus pensamientos y lo reintegra a la inmortalidad de un instante en el que vuelve a convergir con los ojos verdes. Ella inclina el cuerpo hacia delante y posa la barbilla sobre la carpeta, que no ha dejado de abrazar.



-Me llamo Mario. –Los largos silencios siempre le obligan a decir cualquier cosa. Esta vez, como la excepción que confirma la regla, sale airoso con tres palabras más pertinentes que meditadas.
-Yo soy Sonia. –La interlocutora es una chica de 12 años, cuatro menos que Mario. Tiene los ojos verdes. Grandes, bien colocados en una cara redondeada, algo blanquecina, lo que hace destacar unos labios cuyos proporcionados grosores despiertan hasta los aletargados ánimos-. Me llamo Sonia. –repite la chica. Mario se ha quedado paralizado. Ella duda hasta que se decide y le da dos besos. No son esa clase de besos que estallan en el aire. Más bien pertenecen a esa otra categoría que linda con la intimidad-.
-Llevo tiempo queriéndote conocer. –Mario recuerda la primera vez que la vio. Fue en la Velada del barrio, con la estridente música de los coches locos de fondo. Entonces entendió el significado del amor a primera vista. Lo que ignoraba es que estaba especialmente predispuesto para ello después de una ruptura reciente.
-¿Y eso? –La chica realiza una de esas preguntas de las que se conocen la respuesta, pero cuya contestación alimenta el ego y la autoestima.
-Me gustas mucho. –Mario se muestra tan seductor como convincente. Pero es tan mentira como las de las teleoperadoras que te llaman al móvil para realizarte una oferta irresistible de otra compañía. “Mira, guapa. Quiero conocerte porque hace unas semanas la chica con la que salía me dejó. Se supone que rompimos de común acuerdo. Y andaba desde entonces loco por llenar ese hueco. Además, tienes unos ojos muy parecidos a los de ella. En cierto sentido, me recuerdan a los de ella”. Si Mario llega a mostrarse sincero, estas hubiesen sido sus palabras. Pero, nadie se encuentra obligado a declarar en su propia contra.
-¿Sí? –Sonia tira del hilo. Ya ladea la cabeza, muestra una sonrisa solícita y juguetea con su pelo.
-Sí. –Mario, más centrado en la tarea de comparar esos ojos verdes con los de su ‘ex’, no entra al trapo, aunque sí se atreve a coger la mano de su interlocutora con un par de dedos.
Después de varios días sin verse, volverán a encontrarse en las puertas del instituto. Ella saldrá rápidamente del colegio para tropezarse, como por casualidad, con Mario. Él le preguntará qué hace por allí y Sonia le confesará que quería verle. Charlarán el uno del otro. Ella le contará que trae loca a una compañera de clase, pues no para de hablarle de él. Mario improvisará que no puede dejar de pensar en su iris verde –aunque en realidad a quien no puede quitarse de la cabeza es a su antigua novia-. Y en estas, llegará el momento de la despedida. Los labios se recrearán pausadamente en las mejillas para entrelazarse luego por casualidad. Cuando Mario abra los ojos, los verdes de ella habrán desaparecido para siempre.



-Uno nunca puede fiarse. Con este tiempo… -Mario interrumpe la frase. Su móvil comienza a vibrar en el bolsillo. Es Jesús. “Tío, no te olvides de lo esta noche”, le dice. “Te recojo, nos tomamos unas cervezas y luego vamos a ver qué es lo que pescamos por ahí”. El plan es perfecto-. Perdona –Mario le habla a la chica, aunque encuentra vacío el espacio que ocupaba ella en la escalera. Alarmado, la busca con la mirada. Está seguro que escalera abajo no se ha podido marchar. Lo habría notado. Aunque, con el móvil en la mano, la atención se diluye. Días después se dará cuenta cuando, caminando, se pase de largo su casa y repare en ello un par de kilómetros más adelante. Claro que algo tendrá que ver en el despiste el alcohol ingerido, al igual que la conversación con una conocida que tratará de convencerle para que la rescate y se marche con ella lejos. “Te prometo que no te vas a arrepentir”, le asegurará.



Rosa es una de las niñas de la pandilla con la que jugaba después del colegio a policías y ladrones en el parque. De eso hace casi 25 años. Llevaban mucho tiempo sin verse o al menos sin hacerlo y saludarse. Bien por culpa del uno, bien de la otra, el caso es que otras veces habían simulado como si no se conocieran. Pero hoy ha sido diferente. Los antiguos amigos de la pandilla han quedado. Jesús lo organizó todo. Después de repasar las vidas de unos y otros desde el mediodía, y de regar con cerveza el almuerzo, cada cual se había ido por su lado. Mario, no sabe muy bien cómo, ha acabado con Rosa en la terraza de un bar tomándose la última.
-Quién nos iba a decir que, después de tanto tiempo, íbamos a estar tú y yo aquí, medio borrachos, compartiendo una cerveza. –La apreciación de Rosa va más dirigida a sí misma que a Mario, quien aún aguanta medianamente sobrio.
-Yo no estoy borracho. Todavía no te he tirado los tejos. –Mario mueve distraído el vaso. Lo hace girar y la espuma vuelve a surgir en la cerveza.
-¿Ah, no? –Ella le mira con toda la intensidad que puede.
-No. –Mario reconoce el color verde. Mantiene la mirada. Esos ojos en el pasado le hicieron perder el sentido. Con apenas doce años, había quedado completamente enamorado de Rosa-. Aún no te he dicho que me muero por besar tus labios. –Se le acaba de ocurrir soberana tontería y alimenta el juego sin saber muy bien hacia donde se dirige-.
-Bésame. –Rosa cierra los ojos, junta sus labios y los ofrece en una mueca muy cinematográfica-. Bésame –repite. Mario mira el vaso de cerveza y lo apura. Ella levanta los párpados-. ¿No me vas a besar? –El tono de la pregunta indica que está ofendida, pero la sonrisa delata que se trata sólo de un juego-.
-Más tarde. Después de veinte años, supongo que podrás esperar, ¿no? –La ironía adorna de vez en cuando las palabras de Mario sin que este asuma totalmente el control de lo que dice. Se trata de algo así como un deje natural.
-No, no puedo esperar. –Rosa ha vuelto a cerrar los ojos, a juntar los labios y a ofrecerlos. En otro tiempo, los latidos del corazón de Mario se hubiesen multiplicado como las visitas de un hashtag a punto de convertirse en trending topic. Hoy permanece en unas 70 pulsaciones por minuto.
-¿Qué? –Rosa ha despegado los párpados. Utiliza sus ojos verdes, como antaño, para tratar de seducir con la mirada. -¿Qué? –vuelve a preguntar Mario algo incómodo.
Ella se levanta, rodea la mesa y se para junto a él. Le coge por la barbilla y deja un beso en sus labios. En una nueva acometida, Mario siente una lengua que busca una obertura para penetrar en su boca. De forma instintiva, se retira. Poco a poco los ojos se abren y dejan ver unas pupilas verdes. Salvo una leve excitación, no siente nada. Con mucho menos, otros ojos verdes le hicieron perder el sueño un par de semanas atrás.



De nuevo, caen unas gotas. Chocan con la cubierta metálica y amortiguan ligeramente el sonido de la radio que, a modo de hilo musical, envuelve al centro comercial. Comienza a hacerse tarde y Mario se dispone a marcharse. Antes echa una última ojeada, con la esperanza de que la chica de los ojos verdes aparezca por cualquier lado. Justo a su espalda, sentada, se encuentra ella. Casualidad o no, tiene su atención puesta en Mario. Este, al sentirse observado, desvía la mirada, se desata los cordones de uno de los botines y los ata de nuevo. “Si me giro y vuelvo a encontrarme con sus ojos, voy y me siento junto a ella”, piensa. No está muy convencido, como aquella vez que trató de persuadirse a sí mismo de que sería capaz de romper con un ligue de verano. “Te levantas, te acercas y se lo sueltas. Asunto acabado”, se dijo entonces y se repite ahora.
Con un mal distraído gesto –su mente recupera la letanía familiar: “disimulas peor que un pervertido delante de un sex-shop”, le soltó una vez su abuelo-, se gira y no encuentra más que la decepción, pues la chica está concentrada revisando el contenido de su carpeta. Ella, al saberse contemplada, vuelve a centrar su atención en Mario. Las miradas se cruzan y se mantienen durante un par de segundos perpetuos hasta que un latigazo recorre el cuerpo de Mario y le obliga a buscar con los ojos otro reclamo. Se topa con una chica joven, rubia, con unos pantalones vaqueros ceñidos a su figura y una camisa que invita a imaginar lo que hay más allá. Pero no tiene los ojos verdes.
En su mente sigue impresa la instantánea de esa mirada. Hace unos meses un virus entró en su portátil. Cada cuarto de hora, aparecía en la pantalla un mensaje: “La Policía ha detectado contenidos pornográficos en su equipo. Si en tres días no paga la multa de 100 euros, procederemos a bloquear su ordenador y perderá toda la información”. Como aquel mensaje de entonces, no puede deshacerse de estos ojos verdes de ahora. Acabó formateando el disco duro.
Mario se gira para comprobar que sigue ahí. Y sigue. Y le acaba de sonreír. Y siente el nerviosismo recorrer su cuerpo. Respira hondo. Se convence. Al fin y al cabo, sólo se trata de intercambiar unas palabras con una chica. “Lo haré –piensa-. Me levantaré, me acercaré a ella, le sonreiré y me presentaré. Hablaremos durante un rato. Ya es casi la hora de comer. Le invitaré a almorzar, por qué no. Después tomaremos un café. Nos lo pasaremos bien. Charlaremos y reiremos. Me contará sus cosas. Me hablará de la facultad y de sus proyectos de futuro. Y yo… Yo, mejor, no diré nada. Sólo lo justo para que la conversación continúe. Sin darnos cuenta, la noche se echará encima y la acompañaré a casa…”.
Mario se levanta y comienza a subir los primeros peldaños que le separan de la chica. Un móvil suena. Carmen rebusca en su bolso y lo coge. Empieza una conversación en la sólo deja oír algunos monosílabos. Se levanta. Baja las escaleras poco a poco, dejando caer el peso de su cuerpo de forma alternativa de una a otra pierna. Los monosílabos dan paso a algunas frases. Se detiene al pie de las escaleras, mira hacia arriba y se encuentra con los ojos de Mario. Retoma los monosílabos, suelta alguna carcajada y vuelve a enlazar un par de frases. Camina. Mario la sigue con la vista y vuelven a tropezarse las miradas. La figura de la chica se pierde debajo de las escaleras, pero su voz es aún perceptible. Los altavoces del centro comercial realizan un estruendoso anuncio a sus clientes. La voz de Carmen desaparece; sus ojos verdes, también.

Relato 3 - Ricardo Martínez


El Héroe
Marcos se tumba en su cama boca arriba, contemplando las diminutas grietas del techo. Suspira. Busca algo a su alrededor, y finalmente agarra un deteriorado cómic de su mesita de noche. Se trata de La Broma Asesina, de Alan Moore. Pasa las páginas con gesto pensativo, deteniéndose en todas y cada una de las viñetas durante largo rato. Vuelve a suspirar. Perezosamente consulta el reloj de su mesita: Marca las 16:30, 24º centígrados. Resoplando, Marcos vuelve a tumbarse en la cama. De pronto, un leve zumbido atrae su atención. Se baja de la cama y busca su mochila. Cuando la abre, el zumbido suena con mayor intensidad. Rápidamente extrae el contenido de la mochila para dar finalmente con su BlackBerry morada. Con ella en la mano, vuelve a tirarse sobre la cama. Mira la pantalla fijamente y teclea de forma frenética. Esboza una sonrisa.

***
  • ¿Pero qué dices, Marcos? ¿Tú te has visto?
  • Siempre igual, joder -Marcos ojea distraídamente un cajón lleno de cómics. La dependienta de la tienda los observa de cerca con rictus serio-. ¡No todos los súper héroes están cachas!
  • No, Pedro, pero todos los héroes tienen algo: Dinero, tecnología, fuerza, carisma... ¿Qué tienes tú?
  • ¡Ganas de hacer algo, coño! Esta ciudad se va a la mierda y la Policía no hace nada por nosotros...
  • ¿Y qué piensas hacer, pirado? -Pedro agarra un ejemplar de Spiderman y lo levanta con una mano- ¿Vais a ir por ahí, volando entre telarañas?
  • No te enteras de nada, joder...
  • Claro que me entero. Yo también estoy hasta los huevos de Germán y sus colegas, también van a por mí, ¿No te acuerdas? Pero ponernos unas mallas y una capa no los va a asustar... Más bien todo lo contrario.
  • Que no es por Germán, tío... Ya sabes por lo que es...
  • Pues no, ¿Por qué?
  • Han vuelto a asustar a mi madre. La banda de colombianos esa...
  • Joder, ¿Pero qué les ha hecho tu madre para que no la dejen en paz?
  • ¿Qué les va a hacer la pobre? Nada. Se meten con ella porque sí, porque es joven y está sola.
  • Qué cabrones, tío -deja el cómic de Spiderman de vuelta en el cajón- Llevas razón, hay que hacer algo... ¿Has hablado con la Policía?
  • Pues claro, varias veces... pero pasan.
  • Joder... Pues sí, deberíamos hacer algo. Por tu madre. Pero ya te digo, el rollo súper héroes...
  • ¿Pero quién ha hablado de súper héroes, Pedro? Solo digo que deberíamos apuntarnos, no sé, a karate o lo que sea. Algo con lo que poder defendernos y cuidar de los demás...
  • ¿Karate? -Pedro esboza una sonrisa con gesto pensativo- Me mola. Me mola mucho.
***
  • ¿Qué? ¿En qué hospital? -Marcos agarra su mochila y sale corriendo de su casa. Para al primer taxi que se le cruza y se precipita a su interior.
  • Al Reina Sofía, por favor.
***
Marcos se baja del taxi y accede a paso ligero al interior del hospital. Tras preguntar en recepción la habitación en la que se encuentra su madre, se dirige con gesto ausente hasta allí.
  • Hola, mamá...
  • Marcos -la mujer trata de incorporarse en la cama con gesto de dolor. Su rostro está lleno de cortes y moratones. Súbitamente comienza a llorar-. Marcos, hijo mío...
  • ¿Han sido ellos? ¿Los de barrio?
  • Marcos, por favor, no hagas ninguna tontería.
  • Luego vuelvo, mamá.
***
Marcos abre los ojos. Aturdido mira a su alrededor. Se encuentra en una habitación de hospital. Con gesto de dolor se trata de incorporar, sin conseguirlo.
  • Buenos días Marcos.
Una enfermera de mediana edad le habla desde la puerta de la habitación.
  • No te preocupes, sobrevivirás, aunque te han dado una buena paliza. Mira que ir a provocar a un grupo entero... ¡Qué inconsciente! ¿No eres muy mayorcito para ir haciéndote el héroe por ahí?
Lentamente, Marcos dirigió su mirada a la enferma y sonrió ampliamente.

lunes, 28 de mayo de 2012

Relato 4 Consuelo Alcayde


PALOMAS





Conducía apurando los últimos segundos de cada semáforo como un alcohólico la copa que se promete será la última, en cada escapada  ganaba a un  desafío perenne  e inconsciente, semáforos rojos quedaban atrás. A sus cuarenta y dos años por fin tenía un coche  elegido por capricho, una de las ventajas de su nueva soltería, Blanca y él se habían divorciado el año pasado y a Raúl, el hijo de ambos que  estaba a punto de cumplir los dieciocho, la posibilidad de conducir el nuevo deportivo  de su padre había sido más que suficiente para que lo apoyara en  tal decisión.






Serían las nueve de la mañana, la llamada de su padre lo había sorprendido. “No he dormido en toda la noche, ven a recogerme, no me encuentro bien, esto es como la otra vez.” Que su padre lo llamara lo dejó completamente descolocado. Le pidió disculpas a un alumno que en ese momento  llamaba a la puerta y salió precipitadamente de la universidad.

Trataba inútilmente  de recordar cuándo fue la última vez que hablaron por teléfono, tal vez la semana pasada pensó, o la anterior. Nunca lo había hecho al despacho,  ni al despacho ni a cualquier otro sitio, su padre era de los que aún se  resistían a las ventajas de la telefonía móvil o de cualquier otro artefacto moderno, como les contestó  la última vez que   le rogaron que   por favor lo   utilizara, aunque solo fuera para cosas importantes. Germán había observado la caja donde el teléfono permanecía sin estrenar y cambió  de conversación como si sintonizase otro canal.

Llamó a la puerta, no tenía llaves de la casa. Escuchó un andar tan detenido que le hizo pegar la oreja contra la puerta, no quiso llamar de nuevo, lo alteraría y después  tendría  que disculparse, disculparse por alterarlo y  disculparse  por  disculparse, sería  la misma cantinela de siempre. Aún recordaba el día que dejó las llaves en el aparador de la entrada.






-¿Es eso lo que piensas hacer? ¿Filosofía? ¿Y de qué vas a comer cuando termines, me lo puedes decir? Supongo que esa amiguita tuya,  cómo se llama, Clara, te habrá animado a hacerlo.

-Blanca papá, Blanca. Y no es una amiga, sabes de sobra que es mi novia, llevamos un año saliendo juntos.

-¡Un año, un año! ¡Y en un año todo lo que has vivido en esta casa se te ha olvidado! Esa chica te ha lavado el cerebro.

-No se me ha olvidado nada, padre, precisamente por eso.

-¿Precisamente por eso? ¿Qué quieres decir? Habla.

-Contigo es imposible hablar padre, no llegaremos a nada, será un monólogo como siempre, prefiero callarme.

-Pues habla, te he hecho una pregunta.- Eloy permanecía callado apretando los labios intentando mantener  la presión fermentada  de   las palabras que se le agolpaban en la  boca. -¡Habla, joder!

-Estudiaré filosofía.

-¡Tienes una obligación conmigo! Las empresas no se dirigen solas, sabes? ¿Crees que porque ahora seas mayor de edad  estás preparado para pensar en lo que te conviene?

-La empresa no es mi obligación, es la tuya, no te equivoques.- Consiguió decir a la vez que aspiró para tomar aire.

-¿Qué no me equivoque? Pues es la empresa la que te da de comer y la que te pagará los estudios, siempre que no sea esa mariconada.

- Nunca  me haré cargo de la empresa.

-¿Pero quién te has creído que eres para hablarme así?

-Tu hijo, desgraciadamente.- Escuchó de su boca. El vómito había empezado, sabía que ya no podría  contenerlo.-El problema es que jamás me has visto como tal, para ti soy una manera más de conseguir tus propósitos, como  tus empleados pero con nombre, al menos del mío si  te acuerdas, ni eso dejaste que lo eligiera mamá, claro que mamá  también fue otro medio.

-¡A tu madre no la metas en esto! No quiero que hables de ella.

-Nunca has querido que hablemos de ella. ¿Por qué no puedo ni  nombrarla? ¿Sigues odiándola porque no cumplió tus expectativas? ¿Es eso lo que me pasará a mi o es  porque me parezco demasiado a ella?

-¡No sabes nada! ¡No entiendes nada!

-¿Y cómo quieres que lo entienda? Das por hecho cosas que son hipótesis, vives en la suposición padre y no sé cuándo me verás a mí, no soy tu proyecto, ni tu  continuación, ni ella.  

 -Vete, no quiero hablar más. No será mi empresa  la que te mantenga mientras estudias. ¿De qué vas a…








Germán abrió  la puerta sorprendiéndole con la última palabra de aquella conversación en su cabeza. “Vivir”, escuchó   de su padre  antes de dejar las llaves sobre el aparador de la entrada y marcharse con Blanca.Todavía permanecían allí.

-¿Qué pasa padre? No he entendido nada por teléfono. Estaba trabajando, no he avisado  que me iba.

-Te he dicho que me encontraba mal. Queríais que os llamara, ¿no?, pues eso he hecho.

-Sí, claro-. Eloy, se acercó dificultosamente para darle un beso, notaba que desde su espalda, como  un imán, algo lo arrastraba hacia el lado opuesto donde se encontraba su padre, le rozó la frente con los labios,  lo notó destemplado.- ¿Desde cuándo tienes fiebre?

-No lo sé. No me he dado cuenta, pero llevo unos días más cansado de lo normal, ¿qué día es hoy, domingo? ¿Has llamado a Raúl? ¿Vas a almorzar con nosotros?

-Padre-dijo con una voz de ventrílocuo que él mismo no reconoció. -Voy a llamar a tu médico, seguro que Felipe nos atenderá.







La consulta estaba llena, les habían dado cita inmediatamente  por ser un paciente de hacía muchos años y ahora les tocaba tener paciencia.  Eloy  ayudó a su padre a sentarse  y cuando la luz de la sala de espera les  durmió los ojos a ambos sintió la mano de su padre que se agarraba a su pierna como una  vieja raíz de un robusto árbol. Germán quiso decirle algo, abrió la boca durante unos segundos y la cerró al tiempo que aflojaba la mano, no dijo nada.






Felipe llevaba tratando a Germán algo después de que el doctor Valatela le   encontrara  “algo raro pero inapreciable” hacía ya siete años. La tranquilidad con que aquel doctor le había  dado el diagnóstico  a Germán  hizo que éste no le diera mayor importancia   y no dijera  nada hasta un día que almorzaba con su nieto, que  empezó a sentirse mareado. Raúl llamó a su padre y entre los dos lo llevaron a urgencias, allí le detectaron un tumor en la próstata y desde entonces el doctor Martínez, Felipe para sus pacientes, lo había estado llevando hasta que se recuperó totalmente.

-¿Y Blanca, cómo está?  Hace tiempo que Raúl no me cuenta nada de ella.

-Está bien papá.

-Quiero que venga, ¿por qué no ha venido?

-Papá, sabes que Blanca y yo ya no estamos juntos.

-¿Y por qué no estáis juntos? Eres idiota.- Esa si era la típica respuesta de su padre, ahora se podría quedar algo más tranquilo. Eloy pensó para sus adentros cómo podría explicar por qué se había separado de Blanca si realmente si ni siquiera él lo sabía. Por aburrimiento tal vez. Se acordó que tenía que llamar Raúl, habían quedado para comer y en ese mismo momento su móvil lo expulsó de sus pensamientos.    






Raúl fue la posibilidad de reconciliación entre padre e hijo, un modo de negociar  la biografía que escribían juntos pero con palabras en diferentes idiomas que los confundían   a cada  intento de aproximación. La inseguridad  que tenía el uno en el otro hizo que esa reconciliación  quedara  reducida a reencuentros familiares donde el peso de los recuerdos adormecía la necesidad que ambos tenían camuflándola entre orgullo y sentimientos de culpa. Eloy además, trataba siempre de racionalizar esas sensaciones  de necesidad afectiva argumentándose que eran debilidad. Se cambiaron las formas de relacionarse, un nuevo posicionamiento pero la misma situación, como una novela que se repitiese  a sí misma. Al menos cambió un elemento, un narrador externo llamado Raúl. Si hubiera sido chica a Eloy le hubiera gustado llamarla Esperanza, pero después  pensó que fue una suerte que naciera niño, Esperanza  era una palabra demasiado larga para decirla a menudo.






-Abuelo, ¿podemos decirle a papá que venga a nuestra cueva?

-¡Pues claro! Ahí mandas tú, eres el único que tienes el poder de permitir o rechazar  la entrada.

-¿Crees que le gustaría venir?

-Estoy seguro que sí, salvo que tenga mucho trabajo y no consiga encontrar el camino,  ya sabes, cuando empezamos a hacernos mayores nos volvemos muy despistados.

-Ya, siempre me dice que no tiene tiempo, yo creo que no le gusta jugar conmigo.

-A ver Raúl, ¿te gusta ver la tele?

-Sí, claro, no seas tonto abuelo.

-Y cuando un día de esos que llueve mucho y pasas el día entero viendo la tele porque no se puede salir, ¿qué te pasa?

-¡Pues que me aburro de la tele!

-¿Y qué haces?

-No sé, nada.

-¿Entonces, te gusta ver la televisión sí o no?

-Sí pero…

-Pues eso Raúl, a tu padre le gusta jugar contigo, lo que sucede  es que pasa muchas horas trabajando y acaba tan aburrido que no se da cuenta de lo aburrido que está y ya no sabe qué hacer.

-Pero entonces ¿por qué cuando yo le digo que si jugamos me dice que está cansado?

-Porque está tan  cansado que ya  no le apetece nada, ni siquiera pasarlo bien.

-¿Pero estar contento cansa abuelo?








Raúl adoraba a su abuelo. Germán lo entretenía con historias que él  transformaba  a su antojo convirtiendo a máquinas y empleados en alienígenas a los que “Raúl el guerrero”  derrotaba dejando al mundo libre de peligros. Su abuelo, con la voz teñida de azules lo transportaba a  una cueva estelar dónde él era el defensor  y guardián  de todo lo que un día  sería su reino. Y siguió abrigando finales felices para esas  historias  hasta que sus padres se separaron.  El divorcio, acabó con sus sueños infantiles y con  los almuerzos familiares de los domingos, pero  Blanca siguió llevando a su hijo a casa de Germán  para que almorzase con él  hasta que Raúl tubo autonomía suficiente, y entonces  nieto y abuelo empezaron a quedar cuando les apetecía, que solían ser los domingos, pero solos. Raúl se convirtió en el punto de unión  de  de un círculo sin cerrar. 






-Raúl, hijo, te iba a llamar ahora. No voy a poder recogerte hoy.

-No importa papá, por eso te llamaba, tengo que hacer un trabajo con unos compañeros y me viene mejor quedarme en casa de  mamá.

-Ah, bueno. Había pensado  que te podrías acercar tú a ver al  abuelo y  quedarte allí conmigo.- Raúl notó que la voz de su padre  vibraba como el  tubo  de escape de un coche  destartalado.

-¿A casa del abuelo? ¿Es que le pasa algo?

-No lo sé. Está destemplado y  parece desorientado. Estoy  en la consulta de Felipe con él.- La voz de su padre volvió a sonarle metálica.

-Voy para allá. Se lo diré a mamá.

-No Raúl, aquí vamos a estar un buen rato, haz el trabajo con tus compañeros y después si quieres  te vienes para acá.

-¿Seguro papá?

-Sí hijo, tu abuelo seguro que lo prefiere también.-  La enfermera los acompañó hasta la puerta  y Felipe estrechó la mano de los dos con afecto.






-Eloy lo siento, tu padre está minado. No sé cómo puede tenerse en pie. Empezaremos a hacerle pruebas mañana mismo.- “Minado” había sido la expresión que utilizó el médico por teléfono. Su padre tenía el hígado minado como un país en guerra.

Eloy no pudo más que asentir con la cabeza aunque Felipe no podía verlo. Cuando colgó, su padre lo miraba  con ojos tan profundos que sintió miedo de caer dentro de ellos.

-No quiero más  pruebas hijo, me gustaría decirte algo. Me temo que he esperado demasiado tiempo en encontrar el momento y ahora es el peor de todos.

-Padre, no tienes que decirme nada, estás cansado, anda, vamos al dormitorio, te ayudaré a desvestirte, deberías descansar.

-No, me quedo en el sillón mejor, así estaremos juntos.- Eloy no se atrevió a insistir, jamás había escuchado  en las palabras de su padre el deseo de estar juntos. Sintió un dolor en el estómago y pensó que no habían almorzado todavía.

-Está bien papá, voy a preparar algo para comer, tu nieto vendrá luego a verte.

-Eloy, tu hijo es un gran chico.

-Lo sé papá.

 -Se parece mucho a ti.- Eloy no fue capaz de resistir la mirada de su padre, le dio la espalda para dirigirse a la cocina mientras le contestaba.

-Más bien se parece a ti padre. Cuando os veo charlar  me pregunto si alguna vez he estado hablado tanto tiempo contigo como lo hacéis vosotros. Y si yo hablo con él lo suficiente, no sé.- La tarde se oscurecía, un viento tormentoso traía nubes que se empujaban unas a otras amontonándose como en una bulla intentando  entrar en el estómago  de Eloy.-Es tarde padre, no has comido en todo el día ¿qué te apetece tomar?

-Hay tiempo.

-Si ya es casi la hora de cenar, papá por favor, deberías tomar algo…

-Hay tiempo para ti, para los dos. Y ojalá lo sea también para que hables con Blanca, jamás te  ha dejado Eloy, siempre está ahí cuando la necesitas, ¿te has preguntado por qué? No dejó de traerme a Raúl cuando os separasteis, no ha dejado de preocuparse por ti nunca. Yo, bueno, tuve celos de ella al principio, tenía miedo de que te abandonase y celos de que no lo hiciera, tu madre…tu madre nos abandonó y yo…

-Papá, ahora no por favor.

-Ahora ya no es el momento, pero no puedo esperar más, te debo algo, algo que siempre  me has pedido y siempre te he negado. Demasiado orgulloso para hacer el esfuerzo,  demasiado asustado para intentarlo.

-Ya no me interesa papá, no te preocupes, estás cansado. Eloy no podía soportarlo, comprobar cómo su padre estaba sufriendo para  decirle algo, se sentía incómodo, le dolía verlo así, no podría aguantar  verlo disculparse, ya no, sería más fácil estar con él con la frialdad acostumbrada, así podría controlarse, si no derraparía.

-Eras un niño Eloy, tu madre nos abandonó sin explicaciones, ni una palabra, ni una señal que yo percibiera… un bote de pastillas vacío y nada.






Lo despertó el parloteo insistente de esas aves que tenían la maldita costumbre de anidar en el hueco de la persiana. Desmesurada energía  tan temprano, necesita unos minutos de silencio para encontrarse a solas con su ansiedad, una vez equilibrado el reencuentro ya  podría competir con la de los demás.

 ¿Por qué  se le llamaba arrullo al sonido que emitían esas malditas palomas? Para distraerse de sus  propios pensamientos Eloy   tenía un sistema que comenzó a utilizarlo desde muy joven,  formulaba una hipótesis de cualquier cosa y  se dedicaba a darle vueltas en la cabeza hasta formarse su propia teoría, la mayoría de las veces descabellada, pero a él lo dejaban tranquilo, más que nada porque  conseguía su objetivo, evadirse de su realidad. Pero esta vez  su manía de racionalizarlo todo no le dio el resultado que  deseaba.

La ceremonia había sido sencilla. Blanca no se había separado de Germán en los quince días anteriores a la incineración y se encargó de organizarlo todo mientras  padre e hijo trataron  de volver a la rutina caminando sobre zancos que todavía los mantenían a un par de metros del suelo.






-Papá, te llamo por si te apetecía almorzar hoy conmigo. Me gustaría presentarte a alguien.

-¿A alguien? ¿Ese alguien tendrá un nombre, no?

-Bueno, sí, Espe.

-Jajaja, ¿Esperanza?

-¿Y por qué te ríes?  

Por nada hijo, es que estoy contento.

-Ah, vale. Y bueno, ¿qué?

-Me parece estupendo solo que…

-¿Qué papá? ¡Venga!

-Que había quedado con tu madre para hablar de algunas cosas, de papeleos y eso. Aunque imagino que puede esperar.

-Ni se te ocurra padre, no seas tonto. Ya te la presento otro día, ¿vale?

-De acuerdo hijo, podríamos comer juntos el domingo, ¿te parece?

-Vale, se lo pregunto a Espe, a ver si puede. Oye:

-¿Qué Raúl?

-Te quiero papá.








Eloy salió con tiempo de sobra  para encontrarse con Blanca, dejó el coche aparcado y se puso a caminar  mientras la esperaba. Había llovido bastante este invierno, las  jacarandas rabiosas de color  llenaban la avenida. El viento deshacía las nubes y  arrancaba las  de flores de los árboles, pringando las aceras con las  pisadas de los peatones. Una bolsa de basura competía revoloteando con  palomas buscando el equilibrio cuando un excremento de ave  le calló en el hombro. Eloy sonrió, no podía  entender  cómo un ave tan sucia pudiera ser símbolo de armonía. ¿Por qué nos empeñaríamos en hacerlo todo tan confuso? Pero esta vez  no sintió necesidad de racionalizar.





 


martes, 22 de mayo de 2012

Relato 2. Rosa Estrada

                                              EL QUIEBRA HUESOS

-    ¡Pablo llama a la ambulancia! ¡ Ligero ,hombre! Matías está quebrado, allà abajo.
   Los operarios descendían apresurados de los andamios por la improvisada y tosca escalera de madera; los más ágiles escogieron las sogas. Sobre los trozos de madera y tablas de pino, yacía un hombre de bruces, inmóvil, gimiendo, sin que nadie se animase a tocarlo,pues ni bien intentaban tocarlo, los gritos eran desgarradores. Veinte minutos después se oyó el sonido estridente de la sirena de la ambulancia que corría alocadamente por las calles de Bambamarca para llegar al lugar del hecho y el médico después de una exhaustiva investigación se dio cuenta que Pablo tenía varias y dolorosas fracturas óseas.
-   ¡No sé qué pasa con ese hombre!,decía Don Joaquín , cuando prestaba declaración ante la Compañía de Seguros. Es la séptima vez que Matías se accidenta  en nuestra firma, durante once años de servicio .Hasta parece el mismo “demonio”, pues siempre se rompe los huesos. Y en una exclamación desconsolada exclamó:  ¡ Creo que ya es tiempo para que se jubile!.
   Matías no podía quedar cesante sin el consentimiento del “Sindicato de Construcciones Civiles, pues era un empleado responsable, con más de diez años de trabajo, aunque había sufrido varios accidentes de consideración, que lo habían recluido varias semanas en los hospitales. En algunos casos, los médicos ajustaron sus huesos de manera deficiente, y el infeliz, tenía que ser fracturado nuevamente para volver sus huesos a la posición normal. Le habían puesto el nombre de “Quiebra huesos”, y las radiografías que él poseía eran mas que suficientes para constatar una de las más tristes historias del sufrimiento humano.
   Veinte días después de ese último accidente, Matías obtenía el alta del hospital y se presentaba nuevamente para tomar servicio. El  capataz lo miró con cara de desconfianza y algo desconsolado
-    ¡ Hombre de Dios! ¿Por qué no se jubila de una buena vez? ¿Qué adelanta trabajar en ese estado?, si vive más tiempo en el hospital que  en el trabajo.
-   ¿Qué voy hacer Don Joaquín? Tengo mujer y 5 hijos. Lo que me daría mi Plan de Pensiones no alcanzaría para comer.
Se encogió de hombros con aire entristecido
-    Comprendo su situación, pero no puede continuar así.
-    Puede que sea mi destino, no digo que no, pero si Dios quiere que sea así . ¿Qué voy hacer? ¡Un día de esos se termina, aunque sea con la muerte!
-    ¡ Vamos hombre!. No se haga ilusiones que hasta ese extremo no llega la cosa. 
-    Gracias por todo Señor. Usted  a pesar de tener un carácter fuerte es un alma simple y laboriosa.
   Don Joaquín se quita el sombrero y se pasa la mano por los cabellos, luego con decisión da un ligero empujón a Matías, como queriendo disimular su buena intención)
-  ¡Camine hombre! Desde hoy en adelante,usted quedará trabajando en la garita, apuntando a los empleados y controlando los camiones de carga.
-    Que Dios se lo pague Señor.
-    ¡De esta vez, creo que usted del suelo no pasa!.
-    No diga eso Señor.
   Matías asumió la nueva tarea totalmente abatido y parecía oìr una voz íntima que le predecía constantemente un nuevo fatalismo, con nuevos dolores y quebraduras de huesos. Ya comenzaba a ceder ante la mala suerte y el cansancio de cada día, sintiendo miedo al futuro. Sin embargo,  ninguna persona reaccionaba tan favorablemente ante las quebraduras de huesos.El organismo  de Matías tenía apuro para reconstituir sus huesos, a tal punto, que algunas veces, parecía corregir los dictámenes médicos y acertaba en su conformación anatómica. En  fracturas que debían alcanzar varios meses para repararlas, le bastaban algunas semanas para rehacerlas. Los médicos examinaban con mucho cuidado la parte ósea recuperada, alarmados ante el tiempo invertido por la naturaleza, en donde las suturas eran coherentes y la cura asombrosa. Y por lo tanto, el resultado siempre era el mismo:  ¡Apto para el servicio!
   Hacía mucho tiempo que Matías soñaba con la jubilación por invalidez, y más tarde se ayudaría con pequeños servicios para alcanzar la atención de su familia. Pero siempre le dominaba un complejo; en aquella existencia desgraciada.
-    Buenos días Matías. ¡Pero qué bien te veo hombre! Y sólo han pasado tres meses
desde que te cambiaron de puesto.
-    Buenos días Don Luis.¿ Cómo está usted? Hace mucho que no venía a darnos  
un vueltita.
-    Fui  a la capital con la familia. Me alegra ver que te va bien en tu nuevo puesto.
-   No me puedo quejar señor, si hasta engordé 5 kilos, pero hay algo que no me deja tranquilo .Me parece que oigo a una voz íntima, la de mi conciencia, la que  me predice a cada instante una nueva desgracia , con nuevos dolores y    fracturas de huesos.
-  Ja ja ja...¿ Pero qué estás diciendo?
( en ese instante)
-   ¡Matías abra  la puerta del fondo; el camión  va a entrar por allí!
¡ Apúrate hombre!
-   ¡ Ahora voy Don Joaquín!, hasta luego Don Luis, ya lo veré en otro momento.
-   ¡Ve con Dios!
-   !Cojo las llaves y abro la  puerta Don Joaquín!
(Abre la puerta y hace señas con las manos al chòfer)
-   ¡Adelante!, ¡El camino está libre !.
-   ¡ Salgan todos del camino, gritó el chófer.
-   ¡Puedes entrar! ¡ No hay nadie!, respondió Matías.
  El pesado vehículo roncó fuerte y el chófer pisó firme el acelerador...de pronto se escuchó un fuerte estampido y los neumáticos delanteros reventaron, fue entonces cuando el motor paró.
De pronto:
-    ¡AY! , ¡ Ayúdenme! , ¡Ayúdenme por favor!, ¡Me muerooooooooooooo!
-    ¡Matías!, ¡Matías! ¿ Dónde estás?
-    ¡ Me muero!, ¡Me muerooooooooooooo!
-  ¡Dios Santo!, ¡No puede ser! .¡Este hombre se está desangrando!, ¡Llamen a la ambulancia!. ¡No te muevas Matìas!, ya verás que de esta también te libras...
-    !Ay!, ! Ay!..No lo creo señor, los caños galvanizados  no sólo han roto mis huesos, sino también han destrozado mis vísceras. ¡Me estoy muriendo!
-    ¡ No se queden parados! ¡Llamen a la ambulancia!.¡Está echando  sangre por la boca!
   Se escucha la sirena de la ambulancia
-    ¡Hàganse a un lado señores! ¡ Èste hombre está muy mal herido!, dijo el médico.
(conducen a Matías al hospital!)
Don Joaquín murmurando manifestó: ¡Ocho quebraduras de huesos! ¡Santo Dios! ¡Jamás vi una cosa así! ¡ Eso hasta parece cosa de satanás!.Me siento frustrado en mis buenas intenciones...  Y yo que quise ayudarlo.
-   ¡Vamos hombre! No es tu culpa. Es su destino..
   En la habitación del hospital Matías yace tendido en la cama conectado a varios aparatos y en estado de coma.
   En  voz alta Matías expresó:  ¿Cómo es posible que me encuentre tan reconfortado y sin  dolores después de haber sufrido semejante accidente?. De seguro estoy en un moderno hospital bajo los cuidados de médicos renombrados. Incluso ya no  tengo las ataduras de los moldes de yeso que tanto me incomodan después de cada quebradura de huesos.
   Al darse la vuelta en la cama, se sorprendió al ver a un anciano de cabellos blancos, que con gestos de bondad lo calmó.
¡Matías; tranquilízate, tu conformación en la vida terrenal te liberó de las culpas del pasado.
   Y ante el asombro de Matías prosiguió el anciano bondadoso. 
De ahora en adelante, cuando vuelvas a tu nueva vida, tendrás menos peso y más aprendizaje espiritual. Ahora estás en armonía con la Ley que  transgrediste en el pasado, pues aceptaste resignado lo que te tocó vivir hasta hoy. Los huesos de tu cuerpo físico se quebraban bajo el determinismo de la Ley, pero tu alma se fortaleció en la prueba redentora.
  Matías arreglaba los huesos bajo el influjo magnético que salía de las manos del  venerable anciano, su memoria se iba aclarando  y su mente le presentaba cuadros muy nítidos. Acontecimientos extraños, pero que él presentía que los había vivido  en otros lugares, se iban proyectando a modo de películas cinematográficas. Confuso pero consciente se vio transfigurado en otro hombre; era un robusto español tostado por el sol, arbitrario , de mal genio, agresivo, cruel y vengativo. Algunos hombres del mismo temperamento lo rodeaban con respeto y temor, mientras él transmitía instrucciones severas. Se llamaba Manuel Gonzalez – el contrabandista – y tenía el hábito perverso de vengarse de los contrarios. Sus andanzas y bandidajes los ejercía en las fronteras de España y Portugal, y su placer era ajusticiar a sus enemigos, arrojándolos desde los altos peñascos, gozando al verlos despedazarse contra las rocas y quebrándoles todos los huesos.
   Entonces Matías volvió los ojos humedecidos hacia el venerable anciano y reconociendo de quién se trataba, le agradeció ,como lo hace un niño cuando comete una imprudencia. Una dulce paz le invadió el corazón, mientras de su ser se desvanecía el remordimiento, que hacía muchos años vibraba pesadamente en lo más íntimo de su alma. Inclinó la cabeza lentamente y con gran alivio expresó:
-   ¡Gracias Dios mío!.
   
           

lunes, 21 de mayo de 2012

Rosa Estrada. Relato 3 :Muertes Sangrientas

              Caminaron de regreso lentamente, abriéndose paso entre cables de  micrófonos y cámaras de televisión de los periodistas que esperaban apostados en la puerta de la sala.
               Una vez, ya en la calle, sortearon a los que aún permanecían de una multitud de curiosos que se había concentrado desde una hora antes rodeando el cordón policial que circundaba la puerta principal del edificio de los juzgados, pendientes de la resolución del caso.
   Libres del tumulto, el comisario se arregló el cabello y aflojó el nudo de su corbata.
-  ¿ Le llevo a casa Sr. comisario?
-   No, gracias, prefiero ir dando un paseo.
-   Le acompaño.
           Después de varios minutos sin mediar palabra, el sargento sacó un paquete de cigarrillos y con él en la mano, le golpeó el brazo izquierdo en ademán de ofrecérselo, el comisario cogió uno, sacó su encendedor del bolsillo interior de su chaqueta, lo prendió, dio una enorme bocanada y antes de terminar de exhalarla, humo y palabras brotaron de su boca:
-   Presiento que algo se nos ha escapado – dijo restregándose los ojos por el humo del tabaco- peor aún, sospecho que alguien nos ha utilizado.
-   Perdone Sr. comisario pero el caso está resuelto. Se acabó. Váyase a   casa, dese un buen baño de agua caliente y duerma tranquilo.
-   He estado observándola durante el juicio, se la veía nerviosa, me ha bajado la cabeza, avergonzada, como a un niño al que le han sorprendido haciendo una travesura y ha intentado disimular moviendo las manos, fingiendo buscar algo inexistente encima de la mesa entre el grueso de folios de sus abogados. ¿Por qué ? Porque ha intuido en mi mirada algo que teme y que yo solo sospecho.
-   Usted se hace las preguntas y se las contesta. Todo son conjeturas, lo cierto es que ella ha sido condenada por el asesinato de su esposo, las pruebas la incriminan, lo ha confesado todo ¿Qué más quiere?
-   En principio, ella se declaró inocente. Dejó de quererle, es cierto, y también sabía que él tenía una amante y no confesó todo, como tú afirmas, sino que se fue ratificando todo el hecho que nosotros le expusimos, tal vez porque en un momento dado, por algún motivo que se nos escapa, comprendió quién era el verdadero asesino.
-   Sí, claro – le interrumpió – y entonces decidió cargar con las culpas y pasar el resto de su vida en la cárcel dejando libre al verdadero asesino. ¡Ayyy Sr. Comisario!
-   Sí, tú búrlate, pero los estudios dicen que, aunque verdaderas atrocidades se cometen a veces por sujetos con graves transtornos psicológicos,  otros, y una gran mayoría, se cometen por dinero o por amor.
-   Ella quería librarse de su esposo, le había pedido el divorcio y él se lo negaba porque no podía consentir que una mujer de clase media-baja que se tropezó en su camino y a la que acabó queriendo, se fugase con su profesor de tenis- dijo el sargento.
-   Sí, un tipo que había practicado muchos deportes y que no había destacado en ninguno. También fue un hábil tirador de pistola durante el ejército.
-   ¿ Qué intenta insinuar Sr. comisario? No tenía acceso al arma homicida, que pertenecía a la propia víctima, además, el disparo fue efectuado desde el asiento de atrás del auto, hasta mi hijo pequeño hubiese dado en el blanco. Y ¿Cómo abrió la puerta del garaje y la del coche? No, no tenía motivos, disfrutaba de una posición privilegiada, un trabajo que le gustaba y bien remunerado en aquel club de la  alta sociedad y una amante rica y hermosa que satisfacía sus deseos ¿Por qué estropearlo todo con un asesinato?.
-   Para liberarla del sometimiento de su marido. Podía haber llegado al garaje y aprovechando que algún coche entrara o saliera, se introdujese en él y aguardarle tumbado en el asiento de atrás del coche. Sólo tenía que esperar que llegase, empezase a conducir y una vez allí, amenazarle con el arma y ordenarle que condujese hacia un lugar apartado donde dispararle a quemarropa. Allí le dejó en medio de un charco de sangre con el cuerpo tendido sobre los asientos delanteros .
-   No, fue ella, que cogió un segundo juego de llaves y la pistola que la víctima guardaba en el primer cajón del escritorio de su despacho. Ella le mató, tenía su amante y, sin embargo, no podía tolerar que le abandonase por una prostituta y esto acabó por desquiciarla.
-   También esta prostituta pudo...
-   El sargento no dejó que terminara la frase.
-   Ya quedó claro, que aunque en un principio él la frecuentaba para satisfacer sus deseos, luego se convirtió en una amiga, alguien en quien confiar sus secretos.  Estaba solo y en ella encontró apoyo.
-   Le conocía muy bien, yo diría más que su propia esposa, y nos dio detalles de su vida  y sus movimientos justo hasta el día anterior a la tragedia, de ese día dijo no saber nada.
-   Era su única amiga, además no tenía un móvil y ¿Qué me dice del arma? ¿Fue a su casa a robársela?.
-   Recuerda que ella declaró que unos días antes él le confesó sus sospechas de que alguien intentaba matarle, pudo por eso, llevar la pistola consigo como defensa. Es fácil que te arrebaten las llaves y el arma cuando estás sin ropa.
-   Cualquiera puede ser un asesino, solo basta con que se den las circunstancias oportunas.
-   Según esta teoría pudo serlo uno de los empleados que se consideraba explotado, el vecino con el que tuvo una discusión, en fin...
   Así siguieron avanzando por la avenida, callados con la cabeza gacha, como dos amigos que regresan de una juerga empapados en alcohol y que uno de ellos ayuda al otro a mantenerse erguido, pero el comisario iba repasando de nuevo los detalles del suceso.
-   ¡La carta!, gritó de pronto, zafándose del brazo del sargento mientras emprendía una carrera en busca de un taxi. ¡Vamos, tenemos un asesino suelto al que debemos apresar enseguida!
-   ¿Cómo? No entiendo nada, ¿Qué carta? ¿Qué asesino?, dijo aturdido el sargento.
    Cuando llegaron, el señor de la casa estaba ausente, el mayordomo les invitó a pasar y mientras esperaban, el comisario estuvo merodeando, entró en el dormitorio y se puso a observar la colección de postales que decoraban la estancia, después, de uno de los cajones del escritorio, sacó un álbum enorme de la colección de sellos, lo repasó minuciosamente. Poco después el mayordomo anunció que el señor había regresado y que les atendería enseguida.
    El comisario cerró y guardó  todo y se dirigió al salón. Allí aguardaron su llegada.
-   A qué se debe el honor de su visita Sr. comisario.
-   No me andaré con rodeos: Ud. asesinó a su padre y su madre lo ha protegido como ha hecho siempre y ud. lo ha permitido.
-   ¡Mentira! Ha protegido a sus amante, él es el verdadero asesino. Lo hizo por dinero para fugarse con ella y alejarla de mí, que soy el único que siempre lo ha querido, ellos no han hecho mas que utilizarla, mi padre para exhibirla en cenas de gala, en noches de fiesta y en conciertos de ópera. -   ¡Malditos sean!
-   Ya veo que no siente ninguna simpatía por ambos. Ud. le asesinó pero cometió un error.
   La víctima guardaba todas las cartas provenientes del extranjero en el cajón del escritorio de su casa, algunas sin sobre, los sobres cuyos sellos fueron su objeto de colección. En aquella ocasión regresó a casa con la única carta de todas las del correo del día copn el objeto, como siempre de ofrecérsela a su hijo, El asesino la vio entre todos aquellos folios y no pudo reprimir la tentación de recoger el sobre con el sello y posteriormente tiró la carta con el resto d ellos documentos. El sello de una carta de Perú, que supongo que es el que guarda en una de las últimas páginas de su colección con la pintura de las Ruinas de Machupicchu y que, seguramente, Ud. ha  limpiado minuciosamente para eliminar los restos de sangre.
El chico se dejó caer en el sofá y reclinó su cabeza sobre los brazos apoyados en las rodillas. El comisario se quedó unos instantes de pie observándolo con los brazos cruzados , hasta que el joven comenzó a hablar.
-   Yo no quería que ella se inculpase, pero al final accedí porque necesitaba que la policía dejase de vigilarme a cada momento para poder terminar la misión que me había propuesto y que al fin he podido culminar.
    El comisario quedó inmóvil, y cogiéndole de las solapas y alzándole hasta colocarle de puntillas sobre el piso con la cara pegada la una a la otra, le gritó:
-   ¿ Qué has hecho, maldito asesino?
   En ese momento sonó el móvil del comisario, pero tuvo que ser el sargento quien contestase, arrebatándoselo de la chaqueta.
-   Sí, dígame.
-   Sr. comisario, le llamo de la jefatura, malas noticias, ha aparecido un cadáver flotando en el río. Se trata del amante de la acusada. Presenta un disparo a quemarropa en la cabeza.
    El sargento no contestó y el comisario solo tuvo que verle la cara para confirmar que, efectivamente, el asesino había culminado su misión.

domingo, 20 de mayo de 2012

-Relato 4. Rocío Rojas-Marcos


-Yo un menta poleo, por favor. -Desde hacía meses no tomaba café, pero esto tampoco había logrado templarla. Rosalía sentía que sus pensamiento siempre iban por delante, como si una acumulación de ideas se le atolondrasen en la cabeza cuando a su alrededor las cosas se sucedían a ritmo normal. Era consciente de que la vida, según la entendía algunos días, iba a 33 revoluciones por minuto. Su problema era que no se daba cuenta de que el ritmo normal del tocadiscos de la vida era a 45, ella creía que si corría adelantaría, pero aún no sabía a quien. “No gracias, no puedo quedarme, tal vez otro día”. Siempre tenía algo que hacer, como si estuviese huyendo de algo, como en una de esas películas de road movie en la que los protagonistas están en continuo movimiento. Pero algunas tardes, cansada, cuando se dejaba caer en el sillón dando por terminado el día, era consciente de la prisa permanente en que vivía. Entonces pensaba que su vida se parecía a la de una ola, si se detenía para pensar donde iba, moría. Esa tarde había quedado con un antiguo amigo, por llamarlo de algún modo, al que no veía desde hacía casi tres años. Raúl se había ido a vivir a Chile intentando buscarse la vida, o al menos “buscar algo”, le dijo el día que se despidieron, “por aquí las cosas que encuentro se parecen bastante a la nada más absoluta”. Había vuelto a pasar unos días de vacaciones y ayer la llamó para tomar café-.

-¿Ahora bebes esas mariconadas? -preguntó Raúl burlándose de ella. Raúl era ingeniero. Cuando se marchó a Chile llevaba casi un año sin encontrar trabajo. Tenía treinta y cuatro años, los mismos que ella, y no quería seguir viviendo más tiempo en casa de sus padres “¿A qué hora llegaste anoche, hijo?” No podía soportarlo más. Eran buenos con él y le habían repetido una infinidad de veces que no tenía que marcharse, que entre las pensiones de los dos había suficiente para todos, pero Raúl necesitaba respirar aire fresco, una sensación parecida a la de abrir una ventada en pleno invierno, cuando el aire frío se mete en la habitación y en un segundo te deja de doler la cabeza cargada por la calefacción-. ¿Ya no te metes café en vena?

-Y tú sigues igual por lo que veo, la misma lengua viperina. ¡Qué ganas tenía de verte! Ya estaba aburrida de tener que acordarme de ti por la foto de tu perfil de facebook. -Rosalía estaba nerviosa, intentaba disimular el temblequeo de las manos frotándoselas con fuerza la uno contra la otra, pero cada vez que quería llevarse la taza a la boca notaba como temblaba el líquido dentro. Esa tarde antes de salir de casa se había arreglado a conciencia. La pintura de labios estaba casi seca cuando subió la barra para ponérsela. “Debe hacer tres años que no me pintaba los labios”. Los pantalones eran nuevos, le quedaban especialmente estrechos pero estaba cómoda porque se sentía guapa. La camisa hacía tiempo que no se la ponía, el botón del pecho le tiraba y era muy incómodo estar todo el día pendiente de que no se le abriese. Esa tarde parecía que no le importaba demasiado-. Podías haber ido cambiando la foto así hubiera parecido que te veía a menudo.

-Yo también tenía ganas de una charla tranquila contigo, por facebook no contabas nada, has podido casarte y tener tres niños en este tiempo y lo único que ponías era “¿qué tal estás? Yo por aquí como siempre trabajando y escribiendo cuando tengo un rato” y tonterías de ese tipo.

-Tampoco tú te has explayado demasiado, no exageres, de todas formas no tenía mucho más que contarte. -Rosalía notó como le saltaba el botón de la camisa al girarse en la silla para cruzar las piernas. Lo notó y no hizo nada por arreglarlo. Miró a Raúl a la cara mientras intentaba disimular la soledad que la había estado acompañando en su vida desde que él se marchó. Cuando recordaba los tres últimos años de su vida se sentía como uno de esos monjes cartujos que hacer voto de silencio. Ni una palabra, si no hubiese sido porque tenía que ir a trabajar estaba segura de que hubiesen pasado días sin cruzar palabra con nadie. No quería que Raúl lo supiese, así que simplemente sonrió y dio un sorbo de su taza intentando no derramarla-.

-No me has dicho por qué ya no tomas café. -Cuando aterrizó hace un par de días, Raúl creía que después de tanto tiempo había logrado olvidarse de Rosalía, pero al dar un paseo cerca de su casa la tarde anterior sintió que los dedos tecleaban solos su número de teléfono, no tuvo que ir a la agenda del teléfono para buscarlo, hacía mucho que no la llamaba y recordó cada cifra como si la hubiese tecleado ayer. Ella era la otra razón por la que decidió marcharse a Chile-. A lo mejor por eso no te he reconocido al darte un beso al llegar, he extrañado tu olor, no olías a café.

-O será que tengo colonia nueva.





Cuando se conocieron las cosas no había comenzado con muy buen pie. Fue en la fiesta de cumpleaños de Miguel, un primo de Rosalía. Él los presentó, pero Raúl no le prestó mucha atención porque estaba intentando irse de allí acompañada por otra de sus primas. Laura siempre había sido la guapa de la familia y allí estaba otra vez atrayendo a los tíos de la fiesta como mosquitos a una luz. Rosalía estuvo mirando a Raúl desde lejos toda la noche. Era un tío guapo, como diría una amiga suya parecía un romano. Muy ancho de hombros, luego supo que era por jugar al waterpolo, pero esa noche se lo imaginaba como un Johnny Weissmuller cualquiera, cargándola a la espalda por las lianas de la selva de la fiesta, sacándola de allí. Tenía el pelo muy rizado y entonces lo llevaba largo, casi le tapaba los ojos. La segunda o tercera vez que quedaron, eso no lo recuerda, Rosalía le preguntó si no le incomodaba y él sin vergüenza ninguna le dijo “sí, pero me acostumbro, lo que pasa es que es un arma letal con las mujeres, todas queréis decirme algo sobre mi flequillo” Esa tarde Rosalia se sintió más estúpida de lo normal, era otra más en el saco de ese Tarzán de segunda división. La noche de la fiesta mientras lo miraba desde lejos vio como se le caía la cartera en una de las vueltas de baile. Se acercó y cuando fue a dársela, él estaba besando a su prima Laura así que Rosalía se metió la cartera en el bolsillo de la chaqueta y reculó hasta salir de la fiesta. Había bebido mucho. Por lo visto no tenía otra cosa que hacer en aquél sitio, buscó su bolso por habitaciones llenas de gente sin ropa y ropa sin dueño. Todo tirado por el suelo. Tuvo que rebuscar entre pantalones, sujetadores y todo tipo de prendas desperdigadas por cualquier esquina. Cuando logró encontrarlo se marchó de allí tan sola como había llegado. A la mañana siguiente al ver la cartera sobre su mesilla de noche recordó la putada que le había hecho a ese pobre hombre. Llamó a su primo y le pidió el número de Raúl “qué primita a ti también te gustó, creía que tú no eras de esas”. De esas cuáles son, pensó, pero prefirió ni preguntar, mejor no saberlo.

-Hola ¿Raúl? -Rosalía andaba nerviosa por el salón de su casa, como los conejos de los anuncios de pilas, le faltaba los platillos en las manos. Había puesto el manos libres del teléfono así que se escuchó la voz de Raúl atronando, como si fuese Dios omnipresente hablando en el salón de su casa-.

-Sí, hola ¿quién eres? -Aún estaba durmiendo. La voz ronca de aguardientoso de casino hizo que Rosalía sintiese asco. En ese momento no recordaba qué le había gustado ayer de él-.

-Soy una prima de Miguel, ayer perdiste la cartera en la fiesta y la tengo yo, cuando la encontré ya no estabas. -Era mentira pero necesitaba escudarse como fuese y le había salido con total naturalidad-.

-Joder, gracias, menos mal que la encontraste, hubiese sido un lío gordo. -Se le fue relajando la aspereza de la voz y ya sonaba más templada. Rosalía giraba sobre sus pies sintiendo como las notas de las palabras retumbaban en las esquinas de las paredes-.

-¿Dime como te la devuelvo?

-Claro, te invito a un café de agradecimiento. Dame un par de horas que vuelva a ser persona y quedamos cerca de tu casa. -Raúl se sentó en el filo de la cama mientras decía esa última frase. Buscó un papel y apuntó la dirección de una cafetería-. De acuerdo allí nos vemos.

Luego, las citas se fueron acercando más entre ellas hasta que terminaron viéndose todas las tardes después de trabajar. Cada día con una excusa más peregrina. Nunca asumieron que eso podía ser una relación real. Rosalía tenía terror a que Raúl un buen día le dijese que la dejaba, prefería fingir que entre ellos no había nada más que dos personas que se entendían pero sin cuerdas que los ahogasen. Ella sabía que era mentira, pero la tarde que Raúl le dijo que se marchaba a Chile se agarró con fuerza a su propia mentira. La apretaba con tanta fuerza mientras se la repetía de vuelta a casa que llegó a estrangularla, como cuando de niña decía muchas veces seguidas una palabra hasta que dejaba de entenderla. A pesar de todo, esa tarde le sirvió de salvavidas, aunque efectivamente hubo un momento en que dejó tener sentido, se convirtió en un significante sin significado.






-!Aleluya hoy sí contestas¡ ¿te apetece quedar para tomarnos ...una de esas cosas que bebes? No se como llamarlo. -Raúl se acababa de despertar, estaba aprovechando sus vacaciones a conciencia y cada día quedaba con algún amigo. La noche anterior había sido el cumpleaños de Miguel, el primo de Rosalía, pero ella no había ido. La llamó desde allí más de veinte veces seguidas pero no le respondió el teléfono-.

-

-Vale, a las dos en la cafetería de debajo de tu oficina, allí estaré, besos.


Rosalía trabaja en una editorial revisando textos desde que se licenció. Sabe que es una afortunada porque con la que está cayendo ella sigue teniendo trabajo. Han despedido a tres de sus cuatro compañeros lo que supone que el trabajo que antes era a repartir ahora lo hace todo ella sola, pero más callada que en misa. Palabra a palabra, frase por frase, sabe hacer su trabajo y lo hace como una hormiga. Para trabajar nunca tiene prisa. Sabe dominar esa voz que acelera sus pensamientos y se concentra en la pantalla del ordenador mientras siente como a su alrededor la oficina desaparece. Hay días que recuerda la escena del Mago de Oz en que Dorothy es tragada con todo lo que la rodea por el tornado, ella se siente la cámara en esa escena.





-¿Qué te pasó ayer? ¿por qué no contestaste el teléfono en toda la noche? -Raúl estaba ya sentado en la cafetería donde habían quedado para comer. Rosalía tenía solo una hora y debía volver a la oficina. Él se acababa de duchar, aún tenía el pelo mojado y la camisa olía a limpio, a campo mojado un día de lluvia. Rosalía sintió un escalofrío al acercarse a darle un beso.

-Yo también quiero un martini igual que el suyo -dijo mirando al camarero. Se sentó despacio, apoyó los codos en la mesa y la cara sobre las manos. Bajó la mirada y empezó a hablar muy despacio, mientas en su cabeza se agolpaban los pensamientos, la voz que la asaltaba día y noche desde hacía casi tres años ahora estaba gritando. Tres años, de todo en su vida hacía tres años últimamente-. Lo siento, no tenía ganas de ir a esa fiesta, ya la conozco y no me gusta.

-Podías haberme mandado una mensaje al menos.

-Sí, de verdad que lo siento pero me metí en el cine y lo puse en silencio, al salir se me olvidó y hasta esta mañana no lo he visto.

-Me voy la semana que viene otra vez, se acaba lo bueno. -Raúl había encontrado trabajo cuando no hacía ni un mes que había llegado a Chile. Trabajaba en una empresa constructora que estaba restaurando un antiguo barrio de Santiago. Ni soñaba con volverse de allí, tenía trabajo, un piso pequeño pero muy bonito con vistas sobre un campo de golf, y un grupo de amigos con el que se sentía muy cómodo. Rosalía era la única piedra en su camino a hacer las américas. Lo había intentado pero nada le había cuajado. Empezaba bien, quedaba con mujeres guapas, siempre se le habían dado bien las primeras citas, pero en cuanto se despertaba un par de veces con ellas en su casa y notaba que se empezaban a dejar ropa interior colgada de la percha de las toallas del cuarto de baño, algo lo empujaba a dejarlas. En esas situaciones se imaginaba a Rosalía sentada a su lado en el sillón del salón. Siempre igual, mirándolo imperturbable, con la intensidad de un rayo. Cuando vio la película X-men pensó que el personaje de Tormenta lo hubiese podido hacer perfectamente Rosalía, aunque competir con Hale Berry era difícil-.

-Claro, así son las cosas, casi no nos hemos visto, entre unas cosas y otras. Aunque sea cuéntame cómo vives -dijo Rosalía sin poder mirarlo, sabiendo que si casi no se habían visto no era por casualidad. Había estado haciendo todo lo posible por evitarlo. Tenerlo ahí enfrente en ese momento y no poder tocarlo, no poder besarlo, le dolía como si una mano le estuviese atravesando la barriga y retorciéndole las tripas-.

-Te puedo hacer un resumen. Me gusta mi trabajo, el piso es pequeño pero muy cómodo, tiene mucha luz y cuando llego de trabajar me suelo sentar a leer mirando por la terraza. Solo se ve el verde del césped de un campo de golf. Tengo buenos amigos y es una ciudad muy cómoda, tranquila y abarcable en bici. Al menos por donde yo me muevo.

-¡Qué bien, me alegro muchísimo por ti! Por fin has logrado encontrar tu sitio y te has montado una vida. -Rosalía tenía ganas de ponerse a llorar, estaba aturdida y se escuchaba hablar en estéreo. Desde fuera, como si tuviese puesto unos auriculares y su voz le volviese amortiguada. Mientras terminaba la frase se soltó la coleta y dejó que el pelo le resbalase por la mejilla, intentando disimular que los ojos se le estaban rebosando de lágrimas-.

-Sí, la verdad es que estoy contento, solo... -Raúl se paró en seco. Le dio miedo seguir. No quería desnudarse allí en medio.

-¿Solo qué? -dijo Rosalía mirándolo directamente a los ojos por primera vez desde que había entrado en la cafetería.

-Solo que no estás tú ¿te vienes?

Y sin más llegó el silencio. La voz gritona que venía aporreando los nervios de Rosalía desde hacía tres años se quedó muda, muda en ese segundo. Solo una pregunta hizo falta para el fundido en negro de la tranquilidad.