viernes, 30 de marzo de 2012

Relato 2 de Enrique Morales Fernández

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–Uff, no sé, no sé.

Carmen no se decidía. Faltaba poco para que dieran las tres de la tarde. Podía percibir de modo difuso que el policía encargado de la rueda de reconocimientos tenía hambre y ganas de marcharse ya, pero ya.

–Tengo mis dudas.

Miraba y remiraba a los cinco tipos “Dios qué pintas más chungas”. Resopló, volvió a resoplar.
–Estooo... seguro que no me ven, ¿verdad?
–Señorita le vuelvo a repetir que es imposible de que le vean, no le pueden ver. –Repitió en tono cansino el agente, que abría la boca una y otra vez como si fuera un pez aburrido.

Carmen pensó que después de todo en el bolso no llevaba tanto dinero, apenas treinta y cinco euros, y una sombra de ojos y un carmín rojo ocre del todo a cien. Además en el bolso iba un preservativo Durex sabor piña (estaba caducado, pero ella no lo sabía). Aunque eso no lo declaró en la denuncia. “¿Quién me mandará a mí a meterme en estos líos?” pensó lánguidamente. “Joder, podría estar ahora entrando en la facultad que he quedado con el Toni”.


Tenía dudas. Los cinco hombres, vestidos casi igual, eran muy parecidos. El robo fue rápido, un típico tirón. No da mucho tiempo en mirarle la cara a un tipo que te está arrastrando como una muñeca con cara de tonta.
–¡Qué sueltes el bolso, cabrona!
–¿Pero qué haces, tío¡

Empezó a recordar... “¿pero qué haces, tío!” vaya pregunta estúpida, qué va a hacer un tío con pinta quinqui que lleva cincuenta metros arrastrándote por el asa del bolso... pues robarte el bolso... so tonta... podría haber gritado (era pleno día), haber pataleado... pero hacerle a tu quinqui particular una pregunta retórica es lo más tonto que había hecho en... en... por lo menos los últimos dos días.

Estaba bloqueada. Pidió permiso para hacer una llamada telefónica. El policía hizo un gesto de indiferencia. Él odiaba estas ruedas de reconocimiento.

Carmen se alejó de la ventana de la sala de reconocimiento. Cogió su teléfono móvil y llamó a su consejera particular.
–Patu, tía, estoy en un lío.
–¿Quién es?
–Patu, soy yo, Carmen. Oye, que estoy en un lío. Esta mañana me han robado el bolso y me han llamado para un reconocimiento del chorizo. Y es que a mí me parecen todos iguales. ¿Qué hago?
–Yo qué sé tía. Bueno, dile al policía que ya lo has reconocido, y señalas al que te dé la gana. Es que si no vas a quedar como una tonta.
–Ummmm....
–Carmen, ¿estás?
–Sí, tía. Estoy pensando... es que no quiero quedar como una tonta.
–No te comas el coco. Si la policía ha puesto a esos tíos ahí es porque son todos unos macarras.
–Es verdad, claro. Gracias, tía. Besitos.

Carmen, con decisión firme miró a los cinco hombres que estaban en fila delante de una pared blanca. Su dedo señaló a uno. El policía resopló aliviado. Carmen se sintió poderosa, como un César que con su dedo pulgar podía mandar sobre la vida y la muerte de los gladiadores.

Minutos después volvió a sonar el teléfono de Patu.
–Dime, Carmen.
–Patu, no soy Carmen, soy tu hermano Alberto. Oye, llama rápidamente a papá. Que esta mañana he ido a pagar una multa y resulta que me han metido en una rueda de reconocimiento, y una loca me ha acusado de haberle robado el bolso o yo que sé. Patu, date prisa que me llevan a prisión, Patu date pri... –Se cortó la comunicación. 

Fin. 

Enrique Morales F. 

-Relato2 Fernando Morago

                                                                 

                                                                 D/s
                    
-¿Qué, te gusta?
-Pues sí, está muy bien. Buen culo, resistente. –Bruno sorbe golosamente el descafeinado-. Tiene un no sé qué...
-Una buena monta sí que tiene, te lo garantizo yo. –La vanidad de Paco se impone, quiere dejar claro que él ya la ha probado.
-Así que tú ya te la has revoleado ¿O ella a ti? –intenta estar a tono con la chabacanería de Paco.
-Vamos, no jodas.
Bruno se incomoda cuando habla con otros hombres sobre mujeres. El tono jocoso y despreciativo con el que se desarrollan las conversaciones de barra sobre ellas y la cómplice falta de respeto que se desprende de esos comentarios le exasperan porque ponen de manifiesto la lucha de todo hombre por demostrar que él, precisamente él, es inmune a la certeza interior de la necesidad de su existencia para que su mundo tenga sentido y no se tambalee. Bruno tiene su propia manera de ver el universo femenino, de relacionarse con las mujeres y con el sexo. Las admira, las respeta, y es formal, considerado, compasivo y benevolente con ellas.
-Pero me la tuve que quitar de encima.
-Ya veo-. Bruno no acaba de creerlo. Sospecha que ella se dio cuenta pronto de lo equivocado que había sido dejarse follar por un tipo así.
-¿Quieres una cervecita, reina?
Eso de reina también le desagrada profundamente. Que algunas lo sean no es razón suficiente para decírselo. Ni bonita, ni maja, ni corazón ni ninguna de esas majaderías con que algunos mamarrachos se dirigen a las mujeres.
-No gracias, Paco. –La mujer, al final de la barra, vuelve a concentrarse en el periódico que está leyendo.
La edad ha pasado ya el recibo de la presbicia pero, si su vista se va cansando lentamente de lo que hay que ver en esta vida, la frescura de Alicia desmiente a las gafas. Bruno tiene razón. Aquella tarde y antes del primer arreón púbico de Paco, cuando él pasó de los besos al manoseo, se dio cuenta del error cometido al dejarse caer en brazos de aquel individuo. Pero el alcohol, el hachís, la debilidad y la falta un señor como Dios manda, se aliaron para el triunfo de la labor de zapa desplegada por Paco. Alicia daría lo que fuera por conocer lo que pasa por la cabeza de ese hombre cuando la mira tan serio. Pero si no sabe lo que piensa, esos ojos le están diciendo algo que Alicia reconoce claramente. Tienen un enorme ascendiente, un predominio moral sobre ella. Dan vida a una mirada serena, poderosa, acariciadora, decidida, y clara. Se introduce por las pupilas de Alicia de tal modo que se apodera de todo su ser hasta que, con un breve e intenso escalofrío previo en el perineo, llega ya fresca hasta las puntas de las uñas de sus pies. En contraste, la mirada de Paco, encuadrada por la incipiente y notoria papada, se le antoja la de un sapo con barba desaliñada. No es que Paco sea feo del todo pero, indiscutiblemente, mirar no es lo suyo.
-Es una gatita complaciente. –Paco sigue con su cantinela.
-No está mal eso, no.
-Ahí donde la ves, tan chulita e insolente… Pues es de lo más manejable y obediente.
Bruno ya lo ha leído en el gesto de Alicia. Paco es un pobre ingenuo, ambos lo saben. Ella se lo ha dicho todo al bajar los ojos.
-Te la presento.
-Déjala en paz, ya te he dejado bien claro que no quiere tomarse nada con nosotros.
-Tú tranquilo, verás cómo la engatuso y viene. Si te apetece le endosamos un par de whiskies, nos fumamos unos canutos y nos la tiramos los dos.
Bruno le sujeta por el brazo firmemente cuando hace ademán de levantarse con intención de ir hacia Alicia.
 -Siéntate, me pones enfermo cuando estás en este plan. No quiero que te la traigas. Déjala.
Paco vuelve a sentarse. Está molesto con la actitud de Bruno. No sabe por qué admira a este hombre tan seco y amable a la vez. Pero se siente influido por su personalidad, como hipnotizado. Y no se puede decir que sean amigos. Paco piensa que Bruno no tiene cabida para la amistad. Sin embargo desea su compañía, disfruta con la sensación de ser humillado por él. Es algo instintivo, visceral, inverosímil. No es más listo, ni más alto, quizás un poco más guapo. Ni siquiera es mejor arquitecto que él, y lo tiene contratado en el estudio. En este momento está tan abochornado que sólo se le ocurre alejarse de Bruno.
-Joder, Bruno, eres un pejiguera de cojones. Voy a mear-. Vuelve a levantarse y se aleja con jactancia. El porte bravucón se lo brinda a Alicia y a Bruno.
Con Paco momentáneamente fuera de juego, Bruno la sorprende observándole. Ella vuelve a humillar la mirada. Alicia sí sabe cuál es el don divino de Bruno. Porque Bruno tiene ángel. Es algo que escapa a lo físico, a la personalidad, algo más profundo que provoca una irresistible atracción hacia él, desata la humildad, la entrega absoluta a su persona, a sus deseos, a su protección y su cuidado. Veneración, acatamiento, devoción.
A su vuelta, Paco se detiene un momento para decirle alguna tontería a Alicia que no le hace demasiado caso.
-¿Basilio, qué te debo? –Bruno hace una seña al camarero.
-Ni se te ocurra cobrarle, apúntamelo, Basilio.
-De eso nada. Pago yo. –Instantáneamente Paco deja de porfiar y guarda silencio. El camarero coge el billete que le ofrece Bruno.
En la calle las nubes comienzan a engullir la luz de lo que ha sido un día espléndido. A unos metros del bar, Bruno se detiene.
-Espera aquí un momento, Paco. Tengo que volver al bar.
Bruno entra en la cafetería, se dirige al lugar que ocupaba mientras estuvo allí con Paco y recoge una agenda de piel de la repisa inferior de la barra. Escribe algo, arranca la hoja, la dobla, se acerca a Alicia que se pone de pie cuando llega hasta ella y alarga el brazo para recibir reverencialmente la nota. Bruno se dirige hacia la puerta, se vuelve.
-Ya puedes levantar la vista – la acaricia con la mirada.
 Cuando Bruno ha salido ella lee: “Mañana, a la caída del sol, te quiero aquí, en el mismo sitio, leyendo el periódico. Con falda.”


Que tiene que ponerse una falda está claro pero, ¿debe pintarse, llevar medias o pantis, tacones…? La nota sólo dice con falda. Sería demasiado insolente arreglarse más sin que se lo haya indicado, tomar alegremente iniciativas. A la peluquería irá a retocarse un poco, sin cambiar de peinado hasta que él no se lo diga, si se lo dice. Que esté en el bar mañana por la tarde, con una falda, y no mirarle directamente, es lo único que sabe que desea el señor del bar. A Alicia le encantaría conocer qué más quiere él pero, sin su permiso, no se atreverá a preguntar. Ella no marca los tiempos, sólo cumple deseos. Ni siquiera puede estar segura de si quiere lo que ella puede ofrecerle ni si le parecerá adecuado que lo haga. Como la caída del sol es un momento tan indefinido, Alicia está desconcertada. “¿Qué hora es exactamente a la caída del sol? El sol cae durante un buen rato. Desde mediodía.” Piensa que el atardecer, en esta época del año, puede comenzar sobre la seis. Espera que no sea antes.
Está muy nerviosa, necesita contarlo, así que enciende el ordenador y entra en el chat de costumbre. Mucho amo a la caza. Le ofrece un privado a Celina.
-¿Y qué vas a hacer?
-Iré. Tú no le has visto ¡Qué poderío!
-Mujer, si es así como dices... Pero como siempre ten cuidado, no sabes nada de él
-Tampoco sé nada de los pajilleros que conozco por internet, que no saben cómo tratarnos. Sólo les va darnos unos fustazos, atarnos, humillarnos, usarnos por todos los huecos y de todas formas, y largarse a casa a seguir dejándose manejar por sus mujercitas. Son unos frustrados que se desahogan con nosotras –sentencia Alicia-. Eso sí, que los tratemos con respeto. Que si amo esto, que si amo lo otro, que encendamos la cam y nos pongamos unas pinzas en los pezones, tócate aquí o allí, ponte esto, quítate lo otro…, para salir por patas en cuanto oyen el menor ruido y piensan que su maruja los puede pillar. No tienen idea de lo que significa todo esto
-Mujer, hay de todo.
-Poco, muy poco, yo no he tenido el gusto. Y no lo dirás por el tuyo que ha pasado ya por unas pocas de la comunidad –Alicia piensa en el desconocido de la cafetería-. Ya no hay amos que sepan de verdad llenar nuestro vacío, si es que los ha habido. Un mirlo blanco quiero yo.
-¿Y éste sí?
-¿Cuántos llevas tú este año? ¿Cuatro, cinco?- Alicia no conoce a esta mujer. Sólo ha visto su foto en el perfil.
-Cuatro, cuatro. Ya sabes que a mí unos buenos azotes me dejan nueva y dispuesta a todo.
- Sí, claro. La parafernalia está muy bien. Pero yo necesito algo más –no sabe cómo expresar que ella está dispuesta a entregar su cuerpo y su voluntad a un hombre que la domine de verás, que no se escude en numeritos eróticos ni falsa disciplina. Que cuide de ella, la oriente, la dome a su placer, la corrija con cariño e inteligencia, la eduque, le descubra cosas nuevas, explore sus límites y la impulse a crecer para él, para los dos-. Ya sabes, nada de amitos al uso ni aficionados al cuero solamente.
-No pides tú poco.
-Pido lo que de verdad quiero, lo que necesito. Yo ya no estoy para poner el culo al primero que se haga el dominante.
-Ya. Ya lo sé-. Celina insiste -¿y éste te lo va a dar?
-­Una corazonada. Todo ha sido distinto. No me ha estado tanteando por el messenger, ni en un chat. Simplemente, con toda naturalidad, me ha dado una orden. Sin pose ni aspavientos.
-Y la vas a cumplir.
-Por supuesto. A las seis estoy allí.

Alicia siente un inmenso vacío, un hueco infinito en sus entrañas. Tiene tanto miedo como ilusión. Está inquieta, tensa, insegura. Está convencida de que esto es otra cosa, que aquí puede encontrar algo más de lo que hasta ahora ha podido conocer. No entiende cómo hay gente que todavía califica su forma de enfrentarse a las relaciones sexuales y personales como una aberración. Ella sabe que no es frivolidad. Cada uno es como es y le gusta lo que le gusta. En realidad no es por gusto, es algo íntimo, una forma de ser y de vivir. No trata de convertirse en la chacha, el capricho ni la puta de nadie. No lo necesita, ha triunfado en la vida, es atractiva, tiene su propio bufete, es independiente y toma sus decisiones libremente. Sólo pretende llegar a ser la esclava de quien sepa someterla. Con todo lo bueno y profundo que tiene la servidumbre, el sentimiento de la entrega total. Conocer a alguien a quien serle fiel como un perro, desvivirse por él como un perro. Servir a otro es la más alta manifestación de amor, no es algo indigno ni aberrante. Muchas santas lo han sido por su vocación de servicio. “A mí santa, santa, no me hacen.” Tiene mucho que ofrecer, desde su voluntad hasta su inteligencia. Y su cariño, la entrega, la humildad, el deseo, la valentía, la confianza ciega que lucha por surgir de su alma. Quiere colocarlo todo en una bandeja de plata y ofrecerlo como la cabeza del Bautista. Según ella, todos necesitaríamos un buen amo. “Claro que eso no sería bueno, no quedaría ninguno. Y a mí quién me acogería. Quita, quita.” A medida que se acerca al lugar de la cita un indescriptible vértigo que aumenta a cada paso se apodera de ella. Quizás tenga razón Celina, no sabe lo que se va a encontrar. El anhelo puede jugarle una mala pasada, crear una quimera, un espejismo, de lo que bien pudiera ser sólo una broma de ejecutivos de barra.
La cafetería está en la acera de enfrente. Distraída cruza la calle sin advertir que un coche se acerca rápidamente. El conductor frena a tiempo. A través del parabrisas Alicia ve como Bruno observa su reloj. Ella sigue su camino. Ni una palabra, ni una seña. Menos cinco. Llega a tiempo, según su propio horario. Cuando él entre en el bar estará leyendo el diario que ha comprado en previsión de que algún cliente esté hojeando el del bar. No quiere defraudarle, lo poco que tiene que hacer lo hará bien.


La estrategia de Bruno no pasaba por verla en persona esta tarde, sólo quería comprobar si cumplía sus indicaciones, pero sin hacer acto de presencia. Volver mañana y asegurarse de que ella está allí a la misma hora y de la misma manera. Entonces sí entablará conversación. Pero el incidente del coche le obliga a cambiar de planes. Ha visto algo en la actitud, la forma de desenvolverse de ella, como si no le hubiera importado que él la arrollara con el coche, que le convence de que no es necesario mantenerla en vilo un día más. Aparecerá por el bar, no le dirigirá la palabra.
Con medias y falda, imperceptiblemente maquillada, sentada en el mismo taburete, la espalda erguida, zapatos de medio tacón, las piernas juntas y el periódico en las manos, Alicia percibe la presencia de Bruno antes de que éste atraviese la puerta. Se le tensa el ánimo. La excitación se manifiesta en sus pechos, en la vulva. Bruno se instala a su derecha, coloca el bolso y apoya los brazos sobre la barra. Manos distinguidas, sin vello, dedos finos. Con la misma elegancia Bruno pide un descafeinado. No la mira, ella no levanta la vista, no hace el más mínimo gesto. Pausadamente Bruno vierte el contenido del sobre de azúcar sobre el café, lo mueve, coloca la cucharilla en el plato y toma un sorbo. Las palabras del periódico entran por los ojos de Alicia sin que pueda percibir su significado, el tiempo se estira como chicle. Varios minutos después, cree oír un susurro.
-Levántate, quiero verte –Bruno ha decidido hablar con la mujer.
Alicia se incorpora despacio, se yergue, está rígida, tiene que relajarse, mostrarse encantadora para que él pueda tasar su cuerpo, apreciar sus atributos; revelar su repertorio de virtudes, el muestrario de sus posibilidades. Ahora está en el discreto mercado de carne entre los dos. Se ajusta discretamente la ropa. Tiene que exhibirse, bailar sólo para él en veinte centímetros cuadrados. Los brazos como plumas, cierra despacio el diario, guarda las gafas, pierde la mirada sobre las botellas de la estantería de detrás de la barra, se coloca el cabello detrás de las orejas, adelanta una pierna. Como si estuviera aburrida, se gira para poder observar la calle a través de la cristalera. De espaldas a Bruno, sube lentamente los brazos hacia la cabeza, se recoge muy despacio el pelo con las manos y lo deja caer en una flotante onda sobre los hombros. Bruno sigue observándola mientas se acerca a la máquina expendedora, los zapatos semiplanos colaboran con el sugerente movimiento de las firmes nalgas de Alicia. Camina despacio, derecha, decidida. Intuye la mirada de Bruno en su espalda y cómo los pezones se imponen al leve tejido del sujetador. Con el paquete de tabaco en la mano se vuelve, siente el momento culminante, ahora seis pasos de frente hacia él, con la vista en el suelo pero la cabeza alta.
-Siéntate.
-Gracias.
-No sabía que fumaras.
-No fumo.
-Me llamo Bruno ¿y tú?
-Como usted quiera.
-No me trates de usted.
-Perdón, señor. Me llamaré como tú quieras.
-Ya veremos. Dime tu nombre.
-Alicia, me llamo Alicia, señor.
-Me gusta. Alicia.
-Gracias, señor.
-¿No estás tomando nada?
-No. No tenía instrucciones. En la nota no decía nada.
-¿Quieres alguna cosa un café, una cerveza…?
-Un café –Si por ella fuera se tomaba dos whiskies dobles. Pero no sería adecuado comenzar de esa manera. O cerveza o café.

Los presagios de Bruno se van cumpliendo. Al igual que Alicia, él también auguró que en ella había madera, que las secretas actividades del destino que los habían hecho coincidir, podían dar lugar a una interesante peripecia. Harto de neuróticas, de gordas descontentas, de insatisfechas, frustradas, desesperadas, marujas aventureras del ciberespacio y entregadas a media pensión, llevaba casi un año sin mantener una relación como las que él sentía como propias. Alguna que otra historia vainilla, nada más profundo que uno o varios revolcones ordinarios, superficiales, sin lograr una mayor vinculación ni entendimiento. Desde sus primeros escarceos de adolescente Bruno había sentido la vehemente llamada de la dominación. Sospechó al principio que eran sólo tendencias sexuales, inclinación al sexo duro, los juegos, las fantasías y, en la medida de lo posible y de sus partenaires, dio rienda suelta a sus instintos. El fracaso de su matrimonio se debió al reconocimiento por parte de Bruno de su verdadera condición. Como salir del armario. No resistió más. Convenció a su mujer de las delicias del sexo de ese tipo y consiguió que ella participase en sus juegos. Su mujer disfrutaba como la que más durante las sesiones, pero Bruno se dio cuenta de que para ella aquello era un simple juego, que no sentía, no le salía del alma y, fuera del dormitorio, la mujer que durante unas horas había sido se desdibujaba, se desintegraba, y él perdía la intimidad, se alejaba. No podía exigir que fuera otra.
Bruno sufrió lo indecible cuando se dio cuenta de que no amaba a su esposa, de que no podría amar a nadie que no se abandonase a él. No era suficiente la ficción, necesitaba la realidad de una entrega total. Alguna hubo después de su separación que le colocó al borde del abismo del amor. Fue un doloroso espejismo, en el fondo aquello fue impostura. Convencido de que debería conformarse con relaciones superficiales y esporádicas se aventuró en las impredecibles e inseguras aguas de la red. Allí conoció a muchas que se decían sumisas. Más de una se hizo fija de su fusta, pero no pasó de ahí. Esperaba algo más que sexo límite, la carne es un aditamento imprescindible, aunque inútil por sí solo. Bruno se sentía desorientado en el desierto. Luchó para convencerse de que era puro egoísmo o de que estaba desquiciado. Cuando descartó la enfermedad y aplastó los conflictos de conciencia, se dio cuenta de que no era vanidoso, ni ruin ni egocéntrico, que lo que él pretendía era un tipo diferente de entrega. Quería dedicar todo su afán, su esfuerzo, su persona a quien quisiera ser guiada, orientada, cuidada, querida, a quien quisiera ponerse en sus manos. A ella se lo haría fácil. La amargura del vacío le obligó a hacer el voto de no volver a quedarse con la miel en los labios. Era mejor no tocar la droga de su inclinación, que saborear la insatisfacción que le producía quedarse en la superficie. Aunque había renunciado, íntimamente sabía que en algún lugar del mundo debía existir una mujer que sintiese lo que el necesitaba para hacerla feliz.
Y ahora tiene delante a su presentimiento con el nombre de Alicia que le insinúa que ahora sí. Imposible concretar qué indicios le llevan a justificar esa conclusión, una nueva aventura, a asumir de nuevo el riesgo de fracaso. Pero algo le dice que debe saltar al vacío. Quizás los ojos de Alicia que adivinó ayer.
-Mírame –La sencillez y la sinceridad de la expresión de Alicia, derrotan al intenso gris verdoso de su iris.
-Eres muy guapa.
-Gracias, señor.
-No me llames señor ¿Qué quieres, Alicia?
-Lo mismo que usted. Perdón, que tú.
-¿Sabes lo que quiero?
-Lo siento, señor. Quería decir que querré lo que usted quiera.
-Veo que tienes tablas, que sabes de qué va esto. Te he dicho que no me llames ni señor ni de usted ahora.
- Sé cómo soy y qué siento, sí.
-Aparte de lo que a mí me apetezca ¿Qué quieres Alicia? Mírame a los ojos.
-Quiero querer lo que tú quieras, deseo desear cumplir tus deseos. Que me ayudes a conseguirlo. Quiero llegar a conocerme, a superarme, llegar al límite de mí, de mi cuerpo, de mis emociones –Alicia está a punto de llorar, escucha su voz repitiendo la retahíla de lugares comunes que ha expresado en muchas ocasiones, pero en este momento siente que por vez primera en toda su vida habla ella, es sincera-. Se me hace muy difícil decir estas cosas hablándote de tú. Me siento ridícula porque puedas pensar que lo que oyes es una cantinela. No sé como demostrar que ahora siento lo que digo.
-Sigue.
-Tengo experiencia, sí. Pero estoy desengañada de tanto fingimiento, de tanta falsedad, tanta superficialidad, de tanto desahogado. Aún no he sido la mujer que deseo ser, no la que creo ser ni la que los demás piensan que soy, sino la que sé que soy. Quiero que alguien me quiera así y quererle como yo puedo hacerlo.
-¿Estás convencida de que podrás pagar el tributo?
-Sí –sólo un hilo de voz sale de su garganta.
-Sssssssssh-. Bruno se levanta, pone su mano en la mejilla de Alicia, la acaricia, la desliza con suavidad hasta la nuca, acerca los labios y la besa delicadamente en los ojos. Los mismos que segundos antes se habían sumergido en la abisal mirada del diablo.


Recuerda Alicia los primeros besos de Bruno mientras éste le sirve el azúcar en el café. Hace tres años de aquello, es sábado. El aroma de una mañana espléndida inunda el porche.
-Tres ya. Tres años –dice Alicia.
-Sí, Ela-. Poco después de conocerla, Bruno decidió cambiarle el nombre, aunque a veces, cuando debe corregirla, la llama Alicia.
-Hoy vamos a recoger a mi hijo y a comer donde Basilio.
-Estupendo.
-Termínate el café, voy a leerte un rato.
-Voy, voy –Ela se bebe de un trago el cuarto de taza que aún le queda. No va a perder ni un minuto. Él quiere leer para ella. Sabe que lo hace como recompensa por que se ha portado bien esta semana, porque hoy es su aniversario y, sobre todo, porque sabe que la adora.
Bruno ajusta el mosquetón de la correa a la argolla del collar de cuero de Ela. Esta mañana Bruno quería que se pusiera un collar de lujo, uno ancho y alto como un collarín, con pequeñas tachuelas de acero, que obliga a su cuello a estar totalmente estirado. Ela se quita la bata de seda negra, sólo lleva unas medias sujetas por las ligas a un ajustado corsé también negro.
-Vamos –dice.
-Sí, señor.
Bajo el toldo del jardín Ela se echa en el césped, con las patas traseras recogidas, los antebrazos y las manos apoyadas en la estera. Adora estas mañanas, estos momentos, su vida con Bruno. Hoy, está segura, volverán sobre su libro favorito. Bruno le hace cosquillas en la cabeza con la mano en la que lleva engarzado el lazo de la correa. Sentado en su sillón de mimbre, Bruno lee con voz suave.
-“…Saltó cerca de ella un conejo blanco… Pero cuando el conejo se sacó un reloj del bolsillo del chaleco, lo miró y echó a correr, Alicia se levantó de un salto, porque comprendió de golpe que ella nunca había visto un conejo con chaleco, ni con reloj que sacarse de él y, ardiendo de curiosidad, se puso a correr tras el conejo por la pradera, y llegó justo a tiempo para ver cómo se precipitaba en una madriguera que se abría al pie del seto.”
                                                   Fernando Morago

                              Espartinas, 29 de marzo de 2012



Relato 2 - Carlos Castro Rincón

El coñazo (o Aquí nunca se sabe)

A Elías Jiménez, 
mi Laurence Sterne carupanero

Los autobuses de Caracas —arrastrando la convulsión, el incesante jadeo— son casi todos unas bestias moribundas. Hay uno en particular, en el que desde luego no estamos nosotros (porque estamos trajinando con los ojos de frase en frase en un cuento y no en el pleno e impresionante acontecimiento de la vida, que es inescrutable), que marcha ahora mismo por la Autopista Caracas-La Guaira, y en el que solamente van dos mujeres sentadas frente a dos hombres.
—¿Y el chofer? ¿O se maneja solo?
—Cierto. Y el chofer. Perdón.
Digamos que es de tarde. En un buen rato es que va a caer la noche.
—¿Caer la noche?
—Sí, y nadie la recogerá del suelo. ¿Puedo seguir?
—Dale.
Una de las mujeres, pongamos que se llama Gertrudis (aunque también podría llamarse Ramona, o Emeregilda) es… desoladoramente fea.
—¿Una soberana mamarracha?
—Exactamente.
La otra, que seguramente lleva por nombre Helena, o Beatriz, o Laura, o Andrea (quedémonos con Helena), tiene una belleza que es —siendo ridículos pero también descaradamente precisos— un caudaloso río sin orillas. Tiene un cuerpo ondulante, de palidez fogosa, mezcla de rojo y nácar, con unos ojos infinitos.
—Un hembrón, pues, sin tanta palabrería.
—Ajá.
Los dos hombres no ameritan tanto detenimiento: son par de lugares comunes. Pero como esta historia necesita diferenciarlos, imaginemos que uno parece andino (responde al nombre de Anastacio) y el otro parece oriental (y responde demasiao al nombre de Elías).
Ninguno de los cuatro pasajeros se conoce, aparentemente.
El autobús va entonces acercándose a Boquerón 1, un túnel de casi dos mil metros de oscuridad absoluta (sólo por hoy, generalmente esto no pasa; no se sabe si es una falla, un descuido o un corte eléctrico inesperado: aquí nunca se sabe).
—Y a nadie le importa.
—O así parece.
Total que penetran en un abismo (construido por el gobierno del dictador Marcos Pérez Jiménez) que se sentiría más o menos como si pasáramos a través de esto (el de la derecha):


La costumbre, desde luego, y no él, hace que de repente el chofer encienda el par de faros. Con esto empieza a brotar en su plano visual la fila de ojos de gato pegados al asfalto, ojitos que se va tragando por debajo uno a uno el autobús, y también surge en su garganta (la del chofer, no la del autobús, por si acaso) un potente y nicotínico…
—La palabra nicotínico no está en el Diccionario de la Real Academia Española.
Un potente y nicotínico gargajo verde y marrón que escupe por su ventanilla.
—¿Belmont?
—No, Cónsul.
—¿Estaba abierta?
—¿Qué?
—La ventanilla.
—Sí.
—Menos mal. Qué asco.
Entretanto, el chofer no enciende las luces de adentro para aprovechar y rascarse discreto y sabroso las bolas. Y como era uno de esos hombres que hacen todo a la machimberra, como dice mi abuela Ana, y no pueden atender dos cosas a la vez (escroto y vía), tuvo varios reveses con el volante, lo que sacudía peligrosamente en zigzag al autobús de vez en cuando.
—Benditos sean los ojos de gato.
—Sí, señor.
Los cuatro pasajeros quedaron entonces por unos minutos inmersos en una negra circunstancia derramada así:


 Y de pronto, se oye un golpe durísimo y seco, lo que equivaldría, si esto lo estuviera contando mi querida Martha, a un “rolitranco de coñazo enooorme”.
—¿Cómo sonó?
—¡PACÁN!
El peso insostenible de las cosas invisibles. Entonces el autobús termina de pasar por el túnel y la luz crepuscular recobra en un dos por tres su potencia e invade completamente este insólito momento: Anastacio tiene un cachete ardiendo de rojo y de dolor (con la bonita marca definitiva de una mano).
—¿”Bonita marca definitiva”?
—Sí. Déjame en paz.
Se ven los cuatro las caras (se escrutan, mejor dicho). Se quedan callados, como cuando uno está en un ascensor con un gentío y se huele de pronto un silencioso y mortífero peo, y nadie dice nada y simplemente se limita uno a apurar su piso con la frente sudorosa.
Y se ponen a pensar.
Gertrudis: “Seguro que el gocho* este le metió mano a la buenota pretenciosa. Ella por supuesto se arrechó y le dio su coñazo por abusador”.
Helena (Uf, Helena): “Segurito que este gocho desgraciado intentó meterme mano, y como estaba oscuro y este perol se movía mucho, se equivocó y tocó a la loca zarrapastrosa esta y ella le dio su tremendo coñazo. Bien hecho. Falta de respeto”.
El pobre Anastacio, sobándose disimuladamente: “Ahí está, seguramente que el hijoeputa este con cara e’ diablo le metió mano al mujerón. Uy, claro, y ella creyó que jui yo y le clavó el coñazo al más pendejo”.
Y el avión de Elías: “Ja ja ja… si en Boquerón 2 tampoco hay luz le vuelo otro coñazo a este gocho hueleverga”.
Pero en Boquerón 2 (¿afortunadamente?, ¿desafortunadamente?) había una iluminación perfecta.
—¿Ya?
—Sí. ¿Qué esperabas, un cuento policial que girara alrededor del misterioso coñazo?
—Pues sí.
—No. Las grandes hazañas me deprimen.

* Gocho es un término con el que se suele identificar a las personas nacidas en los de los Andes venezolanos, y existe la apreciación entre una parte de quienes lo reciben de tener una connotación despectiva, entendiéndose con él que las personas son torpes, fáciles de engañar y carentes de cultura.

Carlos Castro Rincón

Relato 2 - Ricardo Martínez Cantudo


Wild Man Blues

Con el corazón galopando desbocado por el pecho, Guzmán se desplomó en uno de los asientos del vagón al que acababa de acceder. No estaba seguro de si aquél era su sitio en concreto, pero en aquellos momentos bien poco le importaba. La visión de aquella mujer, aquella ninfa, aquella diosa, había obnubilado sus sentidos y eliminado por completo su capacidad de raciocinio... además, aquel tren regional no solía utilizarse mucho, y menos durante el viaje de las cuatro de la tarde. Woody Allen y su New Orleans Jazz Band parecían haber montado una auténtica juerga en el interior de su mp3, como si al haber percatado la arrebatadora presencia de la Mujer de los Labios Rojos hubieran acelerado el ritmo de sus melodías. Aún agitado, Guzmán se arrancó los auriculares y, con la manga de su camisa, se limpió el sudor de la frente. Nervioso, se levantó para otear el interior del tren en ambas direcciones: La había perdido de vista, pero aún podía percibir su aroma, una deliciosa mezcla de fresas y vainilla. Su lado más animal ardía en deseos de buscarla, quitarle su precioso vestido azul por la cabeza y hacerle el amor contra la pared del vagón, hasta que se derritieran exhaustos en un sudoroso abrazo. Sin embargo, el lado racional había dominado desde siempre a Guzmán, recordándole la ciática que le impediría tener sexo de pie y la vergüenza que sentiría al dejar al descubierto su flácido y blanquecino cuerpo, por no hablar del reparo que le causaba entrar en contacto con sudor ajeno. Eso era precisamente lo que más confundía a Guzmán: Siempre se había considerado un hombre corriente, con los pies pegados al suelo, sin pretensiones románticas ni deseos almibarados. La soltería le sentaba a las mil maravillas, y había conseguido mantener a raya sus impulsos más lascivos al amparo del porno que sin mucha dificultad encontraba en Internet. No, Guzmán no era uno de esos locos que perdían la cabeza por una mujer... Pero ella había llegado para cambiarlo todo. Cuando la vio por primera vez, la Mujer de los Labios Rojos intentaba subirse al vagón con una pesada maleta. Casi inconscientemente, Guzmán volvió a bajar el escalón que separaba el tren del andén y cogió el equipaje de la mujer. Pesaba más de lo que esperaba, por lo que el arranque de masculinidad puso a prueba su ciática. Ella subió al vagón tras él, le dio las gracias y éste le tendió la maleta. Durante una milésima de segundo sus manos entraron en contacto, instante en el que la apática mirada de Guzmán se detuvo en los preciosos labios rojos de la mujer. Ella sonrió tímidamente, y él balbuceó un “de nada” estúpidamente. Calificarla de “guapa” hubiera sido rebajar su belleza a un estrato de vulgaridad. Su pelo oscuro y ondulante, sus carnosos labios rojos como la sangre y su piel fina y nívea le otorgaban un halo de candidez y de pecado al mismo tiempo. Un fino vestido azul de tirantes cubría su precioso y delicado cuerpo, y unas enormes gafas de sol negras ocultaban sus ojos. Más misterio aún.
  • ¿Billete, por favor?
La perezosa voz del revisor sacó a Guzmán de su ensimismamiento. Casi sin darse cuenta, habían llegado a la siguiente parada. Despistado, sacó el billete de su tarjeta y se lo entregó. El revisor lo marcó con un bolígrafo y continuó su camino hacia el siguiente viajero. Se dio cuenta de que estaba sólo en el vagón 3 y ni siquiera se había percatado. Abochornado por su comportamiento, decidió volver a ser el de siempre y continuar su trayecto como a él le gustaba: disfrutando de una buena novela. Cogió su maletín de piel y sacó su flamante libro electrónico. Aquel cacharro había sido el regalo que su hermana le había hecho por su cumpleaños. “Así no tendrás que ir por ahí cargado de libros” le dijo. El peso de los libros en su maletín nunca le había molestado, más bien le reconfortaba, pero apreciaba el gesto de su hermana y decidió que aquel día era tan bueno como cualquier otro para darle una oportunidad al aparato. En su MP3, Woody Allen había vuelto a calmarse, y su clarinete conducía a la New Orleans Jazz Band a través de la sensacional In The Evening, con su pausado ritmo. Perfecta para leer. Un buen libro y un buen disco de jazz: los mejores amigos de Guzmán conseguirían extirpar de su mente la imagen de los preciosos labios rojos de aquella mujer... O eso es lo que él creía. A largo de su intento de lectura, Guzmán descubría horrorizado cómo su mente le llevaba una vez tras otra a pensar en la Mujer de los Labios Rojos, a imaginarla desnuda, sentada en su cama, sonriéndole. Intentando alejar de su mente una incipiente erección, se propuso pensar en ella de otra manera, preguntándose sobre su vida personal e intelectual. A juzgar por los escasos segundos en los que había maravillado con su presencia, la Mujer de los Labios Rojos aparentaba ser inteligente y sofisticada. Seguramente sería profesora de universidad, o psicóloga, o propietaria de una tienda de vinilos antiguos. Sí, eso sería estupendo. Cuando se casara con ella, podría dejar su estúpido trabajo de la oficina, y vivir junto a ella de su negocio. Limpiaría los discos mientras ella atendía a los clientes, le prepararía exquisitos platos, y, al atardecer, justo después de cerrar, harían el amor al son de Miles Davis.
  • ¡Hey! ¿Está ocupado?
¿Cómo podía haber vuelto a ocurrir? ¿Cuánto tiempo llevaba pensando en ella? Distraídamente, observó al tipo que le preguntaba por el asiento desde el pasillo.
  • N-no, no, está libre.
  • Gracias... -el hombre se sentó a su lado. Era alto y musculoso, y vestía de una forma que parecía que estaba hecha para intimidar a la gran cantidad de hombres de aspecto corriente que poblaban el planeta: una camisa blanca de cuello “Mao”, unos vaqueros ajustados y unos zapatos oscuros de puntera absurdamente larga. Con el ceño fruncido, el hombre consultó la hora en un descomunal reloj metálico que se ceñía su fuerte muñeca izquierda. Guzmán sentía que la presencia de aquel tipo invadía su espacio personal, borrando por completo la atmósfera de paz que hasta ese momento había reinado en el vagón 3.
  • ¡Anda! Que Ipad más chulo... ¿No tiene colores?
    Y encima, era de “esa” clase de tíos. No es que Guzmán se considerase una persona asocial, pero por lo general no le gustaba que le hablasen en el transporte público. El tren, el metro o el autobús eran para él una especie de retiro espiritual urbano, un lugar en el que dedicarse a la lectura y la música sin que nadie le importunase. Y, desde luego, si alguien tenía que venir a hablarle, debería haber sido la Mujer de los Labios Rojos, con su dulce y musical voz, y no uno de esos tipos a los que les encanta entablar conversación en los lugares más incómodos, como el tren, el ascensor o desde el orinal contiguo de un baño público.
    Se quitó los auriculares para contestar a su pregunta.
  • No es un Ipad. Es un libro electrónico -mostró la pantalla al hombre-. Solo sirve para leer libros.
  • ¿Solo puedes leer libros con eso? -el tipo rebufó burlonamente- ¿No sabes que con un Ipad puedes leer libros, ver películas y demás? ¡Ese trasto está antiguo!
  • Ya, pero es peor para la vista...
  • ¿En serio? -el hombre enarcó una ceja, incrédulo- Bueno, tampoco he leído muchos libros en el Ipad...
  • Ya -contestó Guzmán esbozando una sonrisa y dando por finalizada la conversación.
  • Así que te gusta leer... -el tipo hundió la cabeza desvergonzadamente sobre el libro electrónico- ¿Y qué lees?
  • El amor en los tiempos del cólera -contestó Guzmán, rebulléndose incómodamente en su asiento.
  • ¡Coño! Eres un tío romántico. Eso está bien... seguro que te llevas a todas las tías de calle.
  • Hum... -Segundo intento de de Guzmán de acabar con la conversación.
  • A mí es que no me van esas mariconas -el tipo estiro sus largas piernas y las dejó caer sobre el asiento de enfrente-. Créeme, en cuanto te cases, la parienta te quitará las ganas de leer libros románticos... Porque no estás casado, ¿Verdad?
  • No... -La ansiedad crecía en Guzmán, atrapado en aquel minúsculo espacio entre la ventana y el enorme brazo de aquel tipo tan molesto. “¿Es esto es un castigo divino, Dios? ¿Sueño con la Mujer de los Labios Rojos y me mandas a un completo imbécil?” Guzmán no se consideraba en absoluto una persona de fe... pero sí era ese tipo de ser humano impertinente que solo acudía a Dios para poner hojas de reclamaciones. Era consciente de ello, pero poco le importaba... y menos en un momento como ese.
  • Pues entonces acepta este consejo... ¡No te cases! Fóllate a todo lo que puedas y, cuando te canses, continúa leyendo tus libros románticos... o haciendo lo que te dé la gana -El tipo miró furtivamente hacia la puerta del vagón y bajó levemente la voz-. Para que te hagas una idea, mi mujer está en el vagón de al lado y yo aquí contigo. ¿Tú te crees que eso es normal? -el elocuente e incómodo silencio exigía a gritos una pregunta interesada por parte de Guzmán. Agotado, levantó los ojos de su libro: Iba a ser imposible seguir leyendo.
  • ¿Y por qué? -su voz emanaba indiferencia.
  • ¡Porque está hablando con su madre por teléfono! Estoy seguro de que se pasarán el viaje entero parloteando, y paso de estar allí... ¡Me pondría la cabeza como un bombo!
    Claro, mucho mejor venir a joder a otro, ¿Verdad?”
  • Hombre, por hablar por teléfono con su madre...
  • ¡Ja! Se nota que no conoces a esa bruja... ¡Me tiene manía, te lo digo yo! El otro día llego a mi casa, y allí estaban las dos tomando un cafelito. Uno llega reventado de estar todo el día currando, y en vez de encontrarme a mi mujer esperándome con una cervecita, tengo que soportar la cháchara de la suegra. ¡Vamos hombre...! ¿Y sabes de qué hablaban?
  • Eh... No.
  • ¡De mí, de qué va a ser! Nada más entrar, escucho a la vieja “Tú vales más que él, deberías aspirar a más...” ¡Será puta! Ella no respondió nada, o no se lo escuché, y claro cuando se dieron cuenta de que había llegado se callaron.
Incómodo, Guzmán dejó de mirar al tipo. Durante unos segundos de silencio, pudo escuchar cómo Woody Allen y su banda continuaban con la juerga a través del leve murmullo de los auriculares de su mp3, aún encendido y sobre su regazo.
  • Hombre, a lo mejor no hablaban de ti...
  • ¡Coño! ¡Lo que me faltaba! -el enfado del tipo crecía desmedidamente- ¿Me estás diciendo que tiene a otro y que lo sabe hasta su madre?
  • N-no, no, no quería decir eso...
  • Joder, porque eso sería lo que me faltaba. Desde luego, a ésta le gusta tontear con otros, de eso no tengo duda. Está muy buena, ella lo sabe, y le gusta pavonearse por ahí... ¡Como a todas!
  • Ajam...
  • Créeme, no estoy paranoico. ¡Pero si la hemos tenido hace un rato precisamente por eso!
Otra larga historia se avecinaba... y Guzmán sabía que no podría hacer nada por evitarlo. Tal vez debería levantarse e irse a otro vagón, pero lo cierto era que aquel hombre le intimidaba, parecía bastante violento. ¿Cómo soportaría ese mastodonte un despecho? Además, pronto llegaría a su destino... ¿Cuánto tiempo llevaba montado en ese tren? Pensó en cómo afrontar una nueva conversación con ese hombre. “Piensa en ella...” Todo fue más dulce cuando el rostro de la Mujer de Labios Rojos apareció ante él. Intentó evitar sonreír bobaliconamente.
Sin prestar atención a Guzmán, el tipo continuó su perorata:
  • Te cuento lo que ha pasado: Resulta que me he liado un poco con un par de colegas tomando una caña. Cuando llego a casa, resulta que la histérica de mi mujer se había ido sin mí para la estación... ¡Se ha pillado un taxi, con lo que pesa la maleta, y se ha venido para acá sola!
    Una mujer y una maleta. No... imposible.”
  • ¿Qué he hecho yo? Venirme para el tren echando hostias. Me llega a decir que se va antes y no tendría que haber venido corriendo... en fin. Llego al tren, me subo y cuando llego a nuestro asiento me la encuentro de morros. ¿Y sabes qué me dice? “Gracias por dejarme tirada en casa” ¡Yo a ella! ¿Puedes creerlo?
    Guzmán gruñó quedamente, intentando dar de forma estúpida algún tipo de respuesta.
  • Pues claro, me ha cabreado -continuó el tipo-. Yo le he dicho que se dejara de chorradas, que íbamos perfectamente de tiempo y que me tenía que haber esperado para cargar con la maleta. ¿Y sabes qué me suelta? “No te preocupes, por suerte hay hombres distintos a ti... me han ayudado a subir la maleta”. ¿Te lo puedes creer? ¡Tonteando por ahí con cualquiera!
    Demasiada casualidad... No puede ser. Cualquiera menos ella. Cualquiera menos él”
  • Hombre... -Guzmán carraspeó, tenso- Si solo le han ayudado a subir...
  • Eso es lo que ella quiere que crea... Pero no. Por Dios, si hasta se ha pintado los labios de rojo, como una furcia...
    Sus labios. Había hablado de sus labios. Había insultado a sus labios. Eso era más de lo que Guzmán podía soportar. Wild Man Blues sonaba débilmente a través de sus auriculares, pero la melodía, rítmica y con cierta furia latente inundó el cerebro de Guzmán, que cada vez la escuchaba más alto. Temblaba de rabia, el corazón le latía con fuerza y sus ideas se atropellaban. Cerrando tanto los puños que casi le dolía, se levantó bruscamente del asiento, dejando caer al suelo su flamante libro electrónico. Estupefacto, el enorme tipo miró boquiabierto el libro, y después a Guzmán.
  • ¿¿Pero quién se cree usted que es?? -Guzmán se notaba la boca seca, y casi no reconocía su voz- ¿¿Cómo puede hablar así de su propia mujer?? Los tipos como usted son los que dejan en mal lugar al género masculino -No sabía qué estaba diciendo, pero no podía parar. “Labios de furcia”
  • Un ejecutivo palurdo e hipermusculado -siguió, imparable-, con el cerebro derretido de horas de gimnasio y charlas estúpidas sobre fútbol y Fórmula 1 que no tiene un segundo para atender a su mujer. Pues bien, caballero, déjeme que le diga dos cosas: Sí, soy un romántico, creo en el amor definitivo y en el respeto mutuo, y definitivamente sí, su suegra lleva razón: ¡¡Ella vale más que usted!!
Guzmán perdió el equilibrio y se agarró al respaldo de su asiento para no caerse. El tren estaba frenando.
- “Próxima parada: Posadas. Next Stop: Posadas” -rezó una femenina voz a través de los altavoces del tren.
Había perdido el control y lo sabía, había insultado directamente a un desconocido. A un desconocido muy grande, y aparentemente muy fuerte. Éste le observaba desde su asiento, pálido y con el pecho bombeando cada vez más rápido. Se levantó lentamente sin dejar de mirar a los ojos a Guzmán.
  • Cariño, ¿Qué pasa?
Era su voz. Su dulce voz. Era la Mujer de los Labios Rojos. Se había quitado las gafas de sol, y sus enormes y oscuros ojos observaban la escena. Guzmán, pese al miedo, sintió como su furia y su miedo eran aspirados por el vórtice negro de los ojos de aquella mujer.
  • Vamos, que es nuestra parada, ayúdame con la maleta -la mujer reparó por primera vez en Guzmán-. ¡Ah, es usted! Muchas gracias por echarme una mano antes. ¡Vamos, Antonio!
Aterrado, Guzmán dedicó una tímida sonrisa a la mujer. Contra todo pronóstico, el enorme tipo se dio la vuelta y salió de la zona de los asientos. A su paso se oyó un crujido: Bajo su enorme pie se encontraba el libro electrónico de Guzmán. Lejos de disculparse, el hombre, aún pálido, dirigió una mirada asesina a Guzmán. Ambos salieron del vagón, del tren y de su vida.
Aturdido y bañado en sudor, Guzmán se agachó para recoger sus cosas del suelo y se volvió a sentar. La pantalla de su libro electrónico estaba destrozada, pero teniendo en cuenta que su cara podría haber corrido su misma suerte al fin y al cabo no era para tanto. Volvió a colocarse sus auriculares, y desde el fondo del mp3 sonaba Hear me Talkin'To Ya, que con su pausada melodía anunciaba el final del disco, una canción perfecta para descansar en un asiento de tren, observando el atardecer de los campos andaluces a través de la ventana. Poco a poco, Guzmán había recuperado la tranquilidad, la compostura y el raciocinio. Esbozó una sonrisa pensando en cómo, durante apenas una hora de su vida, una mujer lo había cambiado por completo. Había sentido deseos animales, había soñado despierto y había peleado por amor. Seguramente no volvería a ver en su vida a la Mujer de los Labios Rojos, pero de alguna forma sentía que ella le había besado apasionadamente, y la marca de su carmín permanecería intacta, para siempre, en algún lugar de su mente y su corazón.
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