viernes, 20 de abril de 2012

Relato 3 - Carlos Castro Rincón


UNA COSA SIN IMPORTANCIA

A Eliecer Aché

Inexorablemente, en la sala de interrogatorios de la Comisaría de Chacao, el silencio, que había florecido como un tumor en el aire de una tarde calurosa, se quebró.
–Nombre y apellido, ciudadano –dijo, intimidante, el inspector Perdomo.
–Ernesto Cazal –dijo Ernesto, y se aclaró la garganta.
–Aquí tengo una denuncia en su contra. Explíqueme: ¿cómo fue a parar ese libro a sus manos sin pasar por la caja de la librería? ¿Por telequinesia?
A Ernesto se le escapó una carcajada nerviosa.
–¡Ciudadano!
–No sé, no sé. Aquí el policía eres tú, ¿no?
–¿Se la tira de cómico, eh?
–Pues, sí. A veces.
–¿Cree que porque era un librito de poesía no es una falta grave? ¿Pero en qué coño estaba pensando?
–Bien bueno. Ahora un policía me va a venir a hablar de moral a mí.
–No estoy hablando de moral, ciudadano. Estoy hablando de ley. El robo es delito.
–¿Ley? ¿Qué ley? Ay, sí. ¿Tú nunca has robado nada?
–Aquí el delincuente es usted. Y las preguntas las hago yo.
Sin saber muy bien por dónde, un gato entró en la sala. Ambos lo miraron como una cosa sin importancia.
–Ustedes sí que son hipócritas, de verdad –dijo Ernesto.
–Eso que acaba de hacer, ciudadano, se llama ánimo de ofensa a la autoridad. Empeora las cosas.
–Carajo, “telequinesia”, “ánimo de ofensa”. ¿Pero es que ustedes estudian de verdad?
–Sí, nosotros estudiamos. Tanto así, que ahorita mismo usted me recuerda al pobre Lazarillo de Tormes.
–¿Cómo es la vaina? No me jodas. ¿Un policía que es amante de la literatura?
Y así, una cosa llevó a la otra. Sin darse cuenta, hablaron de gran parte del Siglo de Oro, de la fuerte crítica social en El Quijote (y su innegable vigencia), de lo caritativa que fue Viridiana y lo mierda que fueron esos vagabundos con ella; hasta se entretuvieron un rato en mencionar el mayor número de sinónimos de ladrón que supieran, a ver quién ganaba (los atracador, bandido, caco, cuatrero, y expoliador del inspector vencieron por un pelo a los mangante, manilargo, ratero y saqueador de Ernesto, vilipendiado licenciado en Letras por un policía).
Llegados a cierto punto, el muchacho llegó a hacer énfasis en que el verdadero atraco era leer esas porquerías que hacía Dan Brown, acaso para redimir un poquito su falta. Y citó otros autores, otros títulos de “inmundicias” que se venden como pan caliente o cocaína en Las Mercedes. A propósito, el inspector señaló: “Hay títulos de libros que son una tortura de lo estupendos que son, títulos más crueles que la propia tortura policial: Primavera con una esquina rota, Blanco nocturno, Mr. Vértigo, De qué hablamos cuando hablamos de amor, El largo adiós”.
–¿Y qué me dices de El jardín de senderos que se bifurcan, Amanecí de bala, Si una noche de invierno un viajero, Me alquilo para soñar, La insoportable levedad del ser? –replicó Ernesto. 
Esta recíproca cavilación les arrancó una sonrisa a los dos.
–Parecías un chamo cualquiera, Ernesto. Jamás hubiera pensado que detrás de ese ladroncito de libros se escondiera un ferviente admirador de Dostoievski.
–¿No me vas a decir que tus colegas también saben quién es Dostoievski?
–No, no. Si escuchan esa palabra seguramente pensarán que se trata de alguna marca de moto, o de un burdel nuevo.
Inesperadamente, el gato se subió en la mesa, se acostó, levantó una pata y empezó a lamerse la entrepierna. Lo único que se oyó durante unos segundos fue el frotar y el frotar de su áspera lengua, limpiándose laboriosamente los genitales. Cuando por fin terminó, miró a ambos con indiferencia y se marchó.
–Ernesto –dijo el inspector Perdomo.
–Dime.
–Roba tranquilo. Quisiera verte más seguido por aquí. No es fácil encontrar, ni en el entorno policial ni en el del hampa, como verás, a gente para conversar sobre estas cosas.
–Dale.
–Ernesto, otra cosa antes de que te vayas, disculpa.
–Qué.
–Yo nunca he robado nada.
–No te creo, Perdomo. Pero tranquilo, igual no importa.

-Relato 3. Verónica Yesa Ávila


THE UNFORGIVEN
  • No sé qué voy a decir...
Simone y Río iban camino a Málaga. 
  • Llevas una semana preparando tu discurso, ¿Dónde llevas el dossier?-Río no quería despegar los ojos de la carretera.
  • Lo llevo en el maletín, junto a todos los casos estudiados.-Simone miraba el horizonte mientras hablaba muy despacio, abstraída.
  • ¿Te encuentras bien? ¿Quieres que paremos a descansar un rato?-Río miraba intermitentemente a Simone.
  • Por favor, creo que necesito bajarme del coche-Simone palidecía a cada palabra.
La pareja llevaba un año saliendo. A veces discutían por quién fregaba los platos, otras competían por llevar la razón en cualquier conflicto trivial, la mayoría de las veces sólo se escuchaban para discutir. Ella estaba envejeciendo, todos los días un poco durante ese año. Él estaba engordando.
  • No puedo hacerlo, no puedo presentarme allí y soltar mi discurso, no soy nadie-Simone reflexionaba tumbada en la cama.
  • Otra vez con esas, hemos llegado hasta aquí y mañana a primera hora darás la conferencia, como Río que me llamo.-cambiaba de canal sin cesar.
  • Esta vez no voy a poder, no es como antes, esta vez no...
Río se levanta y deja el mando en la cama. Apaga el televisor. Mira un momento a Simone, tumbada boca arriba. Abre la boca pero no emite ningún sonido. Se gira y entra en el pequeño aseo. Se mira en el espejo, se rasca la barba, se pone de perfil y hace círculos sobre su incipiente barriga. Se desviste y se mete en la ducha. Balbucea sin que se le entienda.
Simone oye el mar, cierra los ojos. Se ajusta los auriculares y sube el volumen. Inspira y espira con los ojos cerrados. 
  • Un vino tinto, por favor. ¿Tú quieres algo?
  • Cerveza. 
  • Tinto y cerveza, por favor.
Río se sienta en la barra a esperar. Simone se coloca detrás de él, observando. El camarero sirve las bebidas.
  • ¿Van a pedir algo más?-el camarero mira a ambos a los ojos.
  • Vamos a cenar, ¿me puede traer una carta?
  • Aquí la tiene, tomen asiento y ahora paso a tomarles nota.-les señala la zona de las mesas.
  • Gracias-Río coge los vasos.
Se sientan en la mesa. Él hace de hombre, ella no deja de ponerle ojitos. Él le coge la mano, ella lo mira fijamente. Ninguno habla. Él mira la carta y le suelta la mano. Ella se queda mirando su mano, la gira hacia un lado y hacia otro, lo mira a él.
  • ¿Para ti ensalada mediterránea?, yo voy a pedir solomillo al whisky-sin separar los ojos de la carta.
Simone no habla, sólo lo observa como petrificada.
  • ¿Tienes la tarjeta?, me dejado la cartera en la habitación-continúa mirando la carta.
  • Este restaurante tiene la mejor tarta de queso que he probado en mi vida. Solía venir aquí con mi padre. Te va a encantar.-sonríe.
Simone mira a su alrededor, el restaurante es muy elegante, la clientela distinguida, nada que ver con el bar donde trabajaba, un local pequeño de un pueblo de costa. Los sábados por la noche se llenaba de adolescentes ebrios, hormonados y maleducados; adolescentes y drogodependietes pidiendo “algo suelto para coger el bus a Chipiona”. 
Él llama al camarero y pide para los dos. Le da la carta, bebe un trago y vuelve a sonreir.
-¿Te gusta el sitio?-vuelve a tomarle la mano.
Ella observa a la pareja que está a su derecha. Son atractivos y esbeltos. La chica se toca el pelo y sonríe refinadamente, toma pequeños sorbos de vino. El chico la mira con deseo pero manteniendo la compostura. Hacen piececitos por debajo de la mesa. Los mira y se mira, los mira y lo mira.
-¿Me estás escuchando? ¿Qué estás mirando?-Río empieza a molestarse por el desinterés de Simone.
  • ¡Eh!-le da un toque en el hombro.
Simone reacciona mirándolo a los ojos, seria.
  • ¿Quién eres tú y qué has hecho de mí?-Río se queda atónito frente a las palabras de Simone.
  • Aborrezco cada ínfimo lunar de tu asqueroso y blanquecino saco de grasa.-a Simone se le inundan los ojos. Tras esa afirmación, se le derrama una lágrima.
Simone mira el reloj, son las ocho. Mira a su izquierda y a su derecha buscando. Coge el móvil y escribe un mensaje de texto. “Sient lod ayer, te necesito. ILY.
Un hombre con traje de chaqueta negro y corbata azul sube a la tarima. 
- Simone, ¿podemos empezar?
  • Sí, claro...-Simone responde dubitativa.
  • ¿Podemos esperar unos minutos? Tengo que hacer una llamada.-con voz dulce y suplicante, como la de una niña.
  • Sólo un par de minutos.-el hombre termina cediendo a su mirada.
Simone llama por teléfono pero nadie contesta. Lo intenta tres veces sin respuesta. Se acerca al hombre del traje negro temblorosa. El hombre se gira.
  • ¿Algún problema? Está temblando...-el hombre le mira las manos.
  • Parece que está sudando.-hace el intento de tocarle la frente pero Simone se retira.
  • No me encuentro muy bien pero no se preocupe. Ando mal de salud últimamente.-esquivando la mirada.
  • No quiero ofenderla, pero tiene mal aspecto. Esta conferencia es muy importante, estamos aquí para motivar y ofrecer esperanzas a nuestros oyentes, hacerles ver que sus problemas tienen solución. No está usted en condiciones de dar esperanzas a nadie en ese estado.- el hombre comenzaba a enfurruñarse.- Debió usted haber avisado si lleva unos días así, hubiéramos solicitado la colaboración de otra persona.
  • Lo siento mucho señor Montaigne, no sé como compensarlo en estos momentos, me siento muy apenada con la situación.-su respiración se dificultaba.
  • Señorita, me parece que usted nos ha engañado y que aún no está curada. Voy a llamar ahora mismo a una ambulancia. Salga de la sala, por favor.-educado pero firme.
  • Espere un momento, por favor, estoy curada. No he engañado a nadie, a nadie...- se le van las fuerzas hasta que se desmaya.
Abre la habitación e introduce la tarjeta. Entra rozando la pared. Deja las maletas y va al baño. Enciende la luz. Echa un vistazo a toda la habitación y sale a la terraza. Se sienta allí y enciende un cigarrillo. Mira al mar. Se levanta y entra. Cierra el balcón, se tumba en la cama, mira el reloj. Se levanta de la cama y abre su maleta. Revuelve la ropa buscando algo. Coge una esponja y gel. Enciende la luz del baño, se acerca al espejo. Se mira la cara de cerca y se estira la piel de debajo de la barbilla, la de debajo de los ojos. Se acerca más al espejo, tanto que lo empaña con su respiración. 
Luego se aleja, se coloca el pelo, se levanta el pecho y encoge la barriga. Se observa ambos perfiles y saca morros. Llaman a la puerta.
  • Ábreme, soy yo, Río. 
  • ¡Un momento!
  • He traído pizza. Para ti la de atún y champiñón.
  • Cerveza, se te ha olvidado la cerveza.-Simone lo mira con cara de enfado.
  • ¡Mierda! ¿Otra vez tengo que salir?-Río suelta las pizzas en la mesita malhumorado.
  • Si quieres cerveza, sí.
Rio se resigna: Me llevo las llaves.
  • Corre que la pizza se enfría.
Río sale de la habitación apresuradamente, Simone enciende el televisor y se tumba en la cama. Coge un trozo de pizza. Saca de su maleta una botella de vino. Coge un vaso del baño y se sirve. Se levanta de la cama, apaga la televisión. Se bebe el vino de un trago. Saca su portátil y lo enciende. Le da al play de su reproductor de audio, suena “The Unforgiven” de Metallica.
Se balance al ritmo de la música con el vaso y la botella. Se llena constantemente el vaso, bebe rápido. Se para un momento, suelta el vaso y la botella, y se lanza hacia la maleta de Río. Se pone de rodillas, la tumba en el suelo. Mira a la puerta de vez en cuando. Busca entre su ropa, primero con cuidado, luego frenéticamente.
  • ¡Aquí está mi regalo!- se le iluminan los ojos mientras saca una caja envuelta con papel rojo. Lee la dedicatoria: “Ya hace un año y seguimos juntos. TQ”. Quita el envoltorio con cuidado y descubre una caja de zapatos. Abre la caja extrañada.
  • No me pondría esto ni muerta. Encima no es mi número.
Mira a la botella medio vacía, mira a su alrededor, mira su reflejo en la pantalla del ordenador mientras suena la canción “never free, never me”. Coge la caja de zapatos, abre la terraza y la tira al vacío. Río abre la puerta y se sorprende al encontrarla en la terraza.
  • ¿Qué estas haciendo ahí?-pregunta mientras cierra la puerta con la cerveza en la mano.
  • Nada importante, cariño. Trae esa cerveza.

Relato 2- Francisco Javier Martín López

Otra lengua para vivir



―Echaba de menos esto, hermanos ―dijo Diego, uno de los mejores amigos de Antonio. En la mesa, humeaban tres cafés con bailys recién servidos. En realidad no eran hermanos, pero podrían serlo.

Hacía tiempo que no se veían, varios meses, a decir verdad casi un año, y cada uno de ellos se había adaptado a la jungla a su manera. Urbana, la jungla urbana, después de cuatro años con recesiones y escaso trabajo. Tan sólo faltaba Paquito porque tenía ensayo de trompeta, pero a Paquito ya lo verían otro día. Ahora estaban juntos de nuevo, por una tarde, un “cafelazo” en aquella terraza abierta al mar a la que solían ir en Algeciras, en una de las puntas al sur de Europa, justo donde el “Charco” separa los dos continentes: África, la antigua África, la del origen, podía verse al fondo con el cielo despejado, más allá del horizonte; una majestuosa cordillera neblinosa a menos de veinte kilómetros de distancia. Para las aves no hay fronteras, numerosas especies migran cada año entre los dos continentes, el Estrecho de Gibraltar es zona de paso. La terraza estaba en lo alto de una pequeña colina conocida como Parque del Centenario, pegada al borde de un acantilado de poca altura. Los tres amigos habían frecuentado ese café a menudo, para ellos era un lugar simbólico ritualizado. Allí se encontraban cada vez con el campo, con el azul salvaje y con las olas, allí desconectaban de la ciudad al menos por un efímero espacio de tiempo.

―Esto es vida ―dijo Antonio.
―Sí… ―susurró Alejandro, con la mirada fija en el oleaje. El agua azotaba las piedras salientes. Los barcos petroleros se veían pequeños a lo lejos. Luego miró a sus amigos―. Bueno, ¿qué hay de vosotros? Tú, Diego, ¿sigues con esa guarrilla con la que estabas saliendo?
Al instante, los tres rompieron a reír a carcajadas.
―Illo, cabrón ―pudo decir al fin Diego con las mejillas encendidas.
―Lo siento, Diego, tenía ganas de decirlo…
―Que ahora es mi novia… ―contestó Diego, que sonreía con el orgullo apenas rozado por la risa.
―Ya, hombre, ya… Tú sabes que es broma.
―Sí, pichita… pero cojones, es mi novia.
―No, en serio, ¿cómo te va, Diego? ―repitió Alejandro.
―Pues ahora estoy pensando en echar currículos por Marbella, y por todo lo que es la costa.
―Aha. ¿Y por qué Marbella?
―No sé, por probar, yo lo que quiero es trabajar, ¿sabes lo que te digo? Yo no tengo problemas en irme a dónde sea, si sale trabajo… Eso es así. A ver… yo estoy bien aquí. Pero macho, aquí tú sabes cómo está la cosa.
―Ya… Bueno, ya tienes acabado el módulo de cocina, puede que en verano te salga algo –dijo Alejandro.
―¿Y tú qué, Álex? ¿Cómo te va? ―dijo Antonio.
―Pues bien... Ahora mismo no me sale nada de lo mío, aunque el Trabajo Social hace falta. Me han dicho que en Gibraltar necesitan a gente, lo que pasa es que piden inglés. Y yo la verdad es que de inglés: “hello”, “holidays”, “banana” y no me pidas mucho… Si no me sale nada, puede que me vaya a Granada a estudiar otra cosa.
―¡Dios! ―dijo Antonio riendo―. Si supieras inglés no veas que pelotazo… Yo también tengo que aprender bien inglés de una vez por todas, me cago en la puta. Igual me voy a Londres a dejar que me exploten un tiempo.
―Te van a explotar igual, te vayas donde te vayas ―dijo Alejandro―. Londres…
―Sí. Bueno, estoy mirando páginas en Internet; a Londres o donde encuentre. De camarero o llevando maletas, en un hotel o pelando papas… Necesito salir fuera. Tengo que trabajar en lo que sea y aprender otros idiomas. Mi padre se ha quedado parado y mi madre lleva así ya dos años. Necesito salir. Aquí no hay nada que hacer. Nada.

Antonio se acercó la taza de café a los labios: amargo y con un dulce atildado de alcohol; y luego alzó la mirada. Poca gente, “mejor, más tranquilo”, pensó. Se fijó en los movimientos de la chica que servía delante, a dos mesas de distancia. Estaba de espaldas, llevaba el pelo castaño recogido en una coleta y, al inclinarse a dejar las bebidas, Antonio bajó la vista automáticamente al pantalón vaquero que ceñía la curva de un bonito culo.
―No está mal la camarera ―dijo.



―¿Y qué es lo que haces? ―preguntó Ana. Con una mano, se apartó un mechón de pelo de la cara y miró a Antonio. Estaba tumbada en la cama, su propia cama, boca arriba, a su lado. Aún eran las diez de la mañana, así que todavía quedaba tiempo antes de que tuviera que volver al trabajo, su turno en la cafetería no empezaba hasta las cuatro de la tarde.
―Ahora me dedico a la vida ―dijo Antonio.
―¿Qué?
La habitación olía a cereza. El cuello de Ana, a sudor y vainilla: sus poros abiertos segregaban instinto. A Antonio le gustaba el olor de Ana.
―Es mi trabajo. Vivo. Y luego escribo.
―¿Mmm? ―el pecho desnudo de la joven se movía al ritmo de una respiración serena y acompasada―. ¿Y qué escribes?
―Cosas que merecen la pena escribirse. Ahora dime tú, ¿qué haces, además de poner cafés con elegancia? ―Ana sonrió mirando al techo.
―Estudié turismo, aquí en Algeciras. Este verano me quiero ir a trabajar a la costa francesa para practicar el idioma.
―Mmm… ―Al instante, Antonio se acercó de repente al cuello de Ana impulsado por una fuerza irracional incontenible, hundió despacio la nariz en sus cabellos hasta apenas rozarle la piel con la punta… y aspiró lentamente el olor que desprendían sus poros: vainilla húmeda abierta en hebras de azafrán por pinzas de escorpión en caza. Entonces el tiempo quedó suspendido… y los dos, envueltos de repente en una burbuja de feromonas o gas butano.
―Me gusta tu olor ―susurró Antonio. Luego se apartó lentamente y volvió a tumbarse. Ana permaneció quieta con el corazón palpitándole acelerado. Por un momento, sintió un enorme deseo de lanzarse sobre Antonio.
―Eres una chica inteligente.
―¿Por qué?
―Porque sabes...
―¿Qué sé?
―Sabes lo que quieres. Y vuelas.
―¿Vuelo?
―Sí. Mucha gente vuela últimamente. Yo también estoy pensando en irme fuera, puede que a Londres.
―Haces bien. Aquí cada vez está peor.
―No sé si eso es bueno para el país. Que se vayan tantos pájaros.
―Es lo que hay… no queda otra ―dijo Ana, y seguidamente deslizó la mano hasta el pecho de Antonio y empezó a acariciarle el torso con las uñas―. Tú eres un chico listo. Demasiado.
―¿Ah, sí?  
Antonio sonrió antes de pasar la mano, firme, por el vientre de Ana.



Ya tenía el billete de avión comprado. Antonio decidió celebrar una fiesta de despedida antes de irse a Londres e invitó a su grupo de amigos a casa. Solía celebrar ese tipo de cenas en el patio, con Marta, Paquito, Félix, Borja, Lorena, Alejandro, Diego, Diana y, muchas veces, también María. Sobre todo en verano, cuando hacían barbacoas y pasaban las horas charlando y contando chistes hasta bien entrada la madrugada, entre carnes al fuego, mojitos y varios litros de cerveza fresca. Pero ese verano sería distinto, ese verano lo pasaría fregando platos en un restaurante cualquiera del país de Güilifó, personaje al que de niño había admirado por su intrépido espíritu viajero. Trataría de perfeccionar el idioma y de imbuirse en la atmósfera cosmopolita de la capital. Ya había buscado trabajo por Internet, tenía la dirección de la empresa y se había puesto en contacto con ella. “Fregar platos no es tan difícil”, se decía. Quería leer a D. H. Lawrence, Poe y Shakespeare en la lengua original, y también a Dickens. Quería sentir el peso de los huesos por la noche, el cansancio de los músculos al salir del trabajo y desplomarse agotado sobre la cama, quería sentir la explotación; y luego escribirlo, escribirlo todo, seguir escribiendo. Deseaba comprender el comportamiento humano un poco más cada día y seguir escribiendo.
―Paquito, toca la trompeta ―dijo Antonio. Paquito en las barbacoas era el alma de la fiesta.
―Eso, Paquito, tócanos algo. ¡Que eres un artista! ―dijo Marta.
―Y después tienes que contarnos el chiste de la tortuga –dijo Alejandro.
―Algo de tu disco… ―pidió Lorena.
―Sí, sí, ahora os toco algo. Espérate que la saque de la funda.
―La trompeta, ¿eh? No nos vayas a sacar otra cosa ―dijo Alejandro, desatando la risa.
―Yo te saco la trompeta o si quieres te saco otra cosa ―contestó Paquito, que con unas cuantas cervezas ante este tipo de comentarios se viene a arriba―. Por mí no hay problema.
―No, no, Paquito. Déjalo, que no hace falta. Nosotros nos conformamos con la trompeta ―dijo Lorena sin parar de reír.
―Bueno, vale.
Paquito desenfundó la trompeta, dorada y reluciente a la luz del foco que alumbraba el patio, se la llevó a los labios como si besara a una antigua amante y empezó a sonar una de sus íntimas melodías. Paquito le arrancaba notas con un hondo soplo que acariciaba al cuerpo de metal por dentro llenándolo de alma… y la trompeta derramaba el sonido como si fuera una herida. Al instante, todos se quedaron absortos, mirándolo solamente, mientras Paquito hablaba con los ojos cerrados una melancólica lengua en mitad de la noche. Antonio pensó de repente que amaba aquel lugar, aquel momento y a aquella gente. “Ahora mismo soy feliz”, pensó. “Ahora mismo. En este fugaz instante. Este momento contiene el Universo”. Observó a sus amigos como si los viera más reales que nunca. El aire que respiraba parecía tener más consistencia. Y un pensamiento atravesó fluctuante la ingravidez de su consciencia: “pronto volaré a Reino Unido”. Entonces se imaginó lejos de allí. En una solitaria habitación de un piso compartido por personas desconocidas en una calle cualquiera de Londres. “Por unos meses. O tal vez más. Quién sabe”. Antonio sintió nostalgia. Una extraña nostalgia. Ya no está en su patio con sus amigos, sino en otro mundo, en otra ciudad con otras gentes, viviendo una vida distinta. Sintió una profunda soledad ante el universo, la soledad de un Zaratustra que se busca ante su destino. El sonido de la trompeta se deslizó débil como un último hilo de sangre hasta apagarse. Silencio. Aplausos.
―Ahora toca algo más alegre, Paquito ―dijo Marta―. Que nos vamos a poner aquí todos tristes.
―Tócanos un pasodoble ―dijo Borja con voz pícara.
―¿Un pasodoble? ―contestó Paquito. A Paquito le encantaban los pasodobles, los había tocado cientos de veces en ferias y fiestas populares. Formaban parte de su repertorio más dicharachero. Le encantaban. Paquito cuando se emociona no sabe contenerse, aprieta tanto la trompeta que derrocha pulmón y casi deja escapar el hígado. Por eso mismo había sufrido una lesión en el labio de la que no acababa de recuperarse a pesar de la rehabilitación y el tratamiento.
―Sí, venga, que yo sé que a ti te gustan ―dijo Alejandro―. Pero no te pases, que son más de las doce.
―Vamos, Paquito ―insistieron todos.
―Venga, vale ―concedió Paquito entusiasmado.

      Paquito empezó a tocar un pasodoble con la trompeta. Poco a poco, se fue animando tanto que pareció olvidar por completo que estaba en el patio de Antonio. Sopló la trompeta a pulmón abierto y los rugidos del instrumento rompieron la paz nocturna, amenazando seriamente el sueño de los vecinos.  

―Paquito, ¡que te vas a dejar el labio! ―dijo Antonio. Pero Paquito seguía imbuido en su trompeta sin hacer caso y sin mirar a nadie.
―Paquito, que te va a dar algo. Mira la cara como la tiene, apretá como un tomate, que parece que va a ehplotá ―dijo Borja.

El patio de Antonio estaba cercado por una alambrada cubierta de una estera de mimbre que impedía la visibilidad desde el exterior. Paquito se maltrataba el labio cuando, de repente, por entre las fibras secas de la estera que cubría la alambrada, asomó la cabeza un hombre vestido de uniforme. El hombre miró a todos con los ojos abiertos buscando respuestas.
―Anda, mira quién es, pero si es Paquito ―dijo el policía local―. Paquito, hombre…
―¡Hola, José Manuel! ―lo saludó Paquito, al tiempo que todos rompieron a reír a carcajadas. El policía no pudo evitar dejar escapar una sonrisa.
―Paquito es muy tarde ya para tocar la trompeta. Me han llamado los vecinos. Se escucha desde la esquina.
―Sí, José Manuel, no te preocupes. Lo siento...
―Bueno, Paquito.
―Ya no voy a tocar más.
―Bueno…
―No te preocupes ―dijo Paquito.
―Muy bien, Paquito. Eso espero.
―¡Hasta luego, José Manuel!
―Hasta luego.

A Paquito lo conocía todo el pueblo; era una persona muy querida. Paquito era un gran amigo de Alejandro, Diego y Antonio. Esa noche comieron pinchitos de pollo, chuletas de cerdo y longanizas hasta hartarse, y bebieron cerveza, ginebra y mojitos de la mano de Diego ―él los preparaba como nadie, sabe mezclar el ácido con el azúcar logrando un equilibrio casi perfecto, lo aprendió en la escuela de hostelería―. Bebieron y rieron sentados entorno a la mesa del patio hasta que casi se hizo de día.



―Somos emigrantes ―dijo Antonio―. Diego también lo es, aunque dentro de España.
―¿Tienes ganas de irte? ―le preguntó Alejandro.
Antonio había hecho una visita a Alejandro para charlar entre cervezas una última tarde antes de marcharse. Su amigo vivía con los padres, pero en ese momento habían salido de casa y estaban solos. Charlaban sentados en sendos sillones entorno a la mesa baja del salón, sobre la cual descansaban dos latas de cerveza frías.
―Por una parte sí… y por otra no ―contestó Antonio.
―Entiendo. Pero bueno, son sólo unos meses.
―No lo sé. Igual me canso y me vuelvo antes de tiempo. Pero quién sabe.
―¿Qué quieres decir?
―Una vez que me vaya, no sé dónde acabaré. Ni cuándo volveré…
―Puede ser. Pero tú aquí tienes a tu familia.
―Sí, claro… ya lo sé. Pero nunca se sabe. Tengo ganas de dar una vuelta por Europa. Y aprender otras lenguas.
Entonces Alejandro miró a Antonio como si no fuera a verlo en mucho tiempo.
―A ver si puedes estar para la fiesta de mi cumpleaños, que es después del verano.
―A ver… Ojalá.
―De todas formas, Londres no está tan lejos; vas y vienes en pocas horas.
―Sí.
―Pues yo voy a hacer el máster. Lo que me da apuro es el dinero. Yo no puedo estar toda la vida viviendo de mis padres. ¡Pero qué voy a hacer, si no tengo trabajo!
―Adelante. Si lo tienes claro, adelante. Yo ya no puedo seguir viviendo de mis padres. Ni quiero. Ya es hora de buscarme la vida. Ahora me toca a mí.
―A mí no me gusta… nada. En cuanto me salga algo, quiero independizarme. Que voy a cumplir veinticuatro años.
―Ya.
Antonio miró intensamente los ojos de Alejandro, luego paseó la mirada por los muebles del salón hasta detenerse en la pantalla del televisor, que estaba apagado. Se quedó mirándolo fijamente.
―Aquí hace falta gente, tío ―dijo Antonio, y apartó la vista del televisor―. Hace falta gente que luche. Gente que levante el país. ―Antonio miraba a su amigo completamente concentrado―. Hace falta defender el Estado social. Impedir que acaben con la sanidad, la educación, las pensiones y los derechos laborales. Hace falta gente preparada, gente que plante cara en este combate. En esta España de mentiras, cuervos y corruptos. En esta Europa de buitres, banqueros y ladrones.
―A ver… –dijo Alejandro. Y se rascó la barbilla con el dedo―. La solución individual a corto plazo es irte fuera. Está claro… Si estás formado. Pero la solución social a largo plazo se construye aquí. Aquí dentro.
―Sí.
Antonio cogió la lata de cerveza y le dio un largo trago. Seguidamente, Alejandro hizo lo mismo.
―No nos queda otra que la lucha. Y fuerte. Está claro… ―dijo Alejandro.
―Sí…
Alejandro le dio otro trago a la cerveza, pero ahora por su cabeza volaban otras inquietudes:
―Oye, ¿qué pasa con esa chavala de la cafetería? ¿Has vuelto a quedar con ella? –dijo Alejandro.



Antonio cogió el avión y voló a Londres. En el avión, recordó la cena con los amigos. “Una buena despedida”, se dijo. Llevaba el sonido de la trompeta diluido en la mente sonando de una forma casi imperceptible. Intentó imaginarse el piso que le esperaba. Una habitación compartida con baño común para toda la planta. "Ya encontraré algo mejor cuando lleve algún tiempo". Se imaginó su trabajo. Se vio fregando platos en la cocina de un restaurante. Y por la noche, escribiendo; o con un libro de Poe en inglés abierto entre las manos intentando leerlo. Se imaginó sentado a una mesa en un bar pintoresco que ya se ocuparía de encontrar paseando por las calles, tomándose un café o una cerveza mientras observa con curiosidad el modo de vida de aquellas gentes, sus gestos, sus formas, su carácter, su comportamiento; eso podría hacerlo en los días libres. Y las mujeres, las mujeres de allí. Cómo serían… Antonio se acordó de Ana; pensó que posiblemente en aquel momento ella también estaría lejos, en un hotel cualquiera de la costa francesa, poniendo cafés, haciendo camas o quizá limpiando. Recordó su melena suelta descansando sobre sus hombros y la respiración serena de su pecho, alterada apenas por un gesto suyo repentino. Recordó la noche que pasaron juntos; y también la mañana.
Se acordó de su olor a vainilla y de sus uñas, y quiso escribirlo.

-Relato 3 Consuelo Alcayde


PACTO





Los  García eran el  prototipo, importado de Estados Unidos, de familia ideal. Al éxito profesional de Juan se le sumaba la exquisita  belleza de su esposa Marta. Se casaron  muy jóvenes, un accidente sin importancia había sido la causa, parecía ser que ella había quedado embarazada casi por un milagro, pues como contaron a los padres de ella, no se habían dado apenas cuenta de cómo sucedió. El resultado fue que siete meses después de una espléndida boda pagada íntegramente por los padres de Marta, nació Pepito, nombre que le pusieron en honor al padre de ésta,  lo que significó que la cuenta de la  costosa boda, junto a la de la celebración del bautizo, había  sido saldada. Tres años más tarde nació Blanca, ahora tiene nueve.

En estos momentos, a punto de llevar trece  años de casados, el triunfo profesional  de Juan puede haber llegado a lo más alto: ser nombrado el primer socio accionista europeo de  “Up Air”, una de las compañías aéreas americanas  más importantes de USA.

Ayer noche  llegaron  a Madrid desde Chicago, sede de la compañía, Mr y Mrs Smith. Juan fue a recogerlos solo, Marta y él habían discutido una vez más, y aunque finalmente llegaron  a un acuerdo, tuvo que excusarla diciendo que Marta  se había sentido indispuesta desde por la mañana, estaba agotada de toda la semana, y se había tenido que meter en la cama, como argumentó Juan con gesto de  resignación, ante la pregunta de Alice Smith.

Robert  Smith   es el actual  socio principal y mayor accionista de “Up  Air”, y  fue el que contrató a Juan hace ya más de cinco años, cuando decidieron probar a  ampliar la compañía por  Europa. Los interesantes resultados económicos conseguidos por  Juan a la cabeza de las oficinas  en España y la afición común por el golf, han hecho pensar  que será la oficina de  Madrid donde Juan es director, la primera sede oficial en Europa de  la compañía. Por eso, la reunión anual de este año se celebra por primera vez en Madrid.

El sábado tienen previsto almorzar  los cuatro solos en el Club de Golf y  después ellos dos jugarán un partido con otros socios que han   llegado de Inglaterra. Marta pasará la tarde con Alice porque a Alice le apetece ir de tiendas y aunque ella también  hubiera preferido jugar al golf, Juan le ha sugerido que sería más interesante que acompañara a Alice, ya que así,  además de distraer a la esposa del jefe, cosa que Robert le agradecería muchísimo, ella tendría ocasión de practicar su inglés que en tan pocas ocasiones tiene de hacerlo.



Para el domingo a las 13.30 se ha organizado un espléndido brunch en el restaurante Goya del  hotel Ritz, al que asistirán todos los directores de las oficinas europeas y los demás  socios americanos. Allí se dará a conocer el nombre del afortunado. Y aunque los indicios apuntan al Señor García, al matrimonio se le ve algo nervioso pues como Juan le ha comentado a Marta en más de una ocasión, con estos americanos nunca se sabe.





Marta se ha levantado temprano, prepara una mochila para Pepito y una maleta de Hello kitty para Blanca.     



-Hola.

-Hola.

-¿Queda café?

- Algo, mira en la cafetera.

-Hoy almorzamos con los Smith.

-Ya lo sé, lo hablamos ayer,¿no? Acabo de terminar de preparar las cosas de los niños. El partido de Pepito es a las diez, date prisa.

-¿El partido?

-Sí, Juan, el partido. Quedamos en que  tú lo llevarías, sabes que para él es importante que lo veas en la final.

-Bueno, sí. Te dije que lo llevaría pero comprenderás que esta mañana no estoy yo para partiditos del niño.

-Para Pepito es importante Juan, pensé que había quedado claro anoche. Espero que  lo que hablamos  no se te haya olvidado ya.

-No, pero no creo que sea tan imprescindible  que vayamos a verlo precisamente hoy, tengo cosas mucho más serias  en las que pensar. Ya, ya lo sé, pero puedes pensar en tus cosas mientras haces que te interesas por él, ¿no te parece? Además, estás acostumbrado a hacerlo, por lo menos conmigo te ha funcionado.

-Ya empezamos, te repito que hoy me tengo que centrar en mis asuntos.

-Querrás decir nuestros asuntos.

-Sí, claro, por eso mismo, son asuntos que nos atañen a los dos.

-Como todo lo demás Juan, pero parece que se te olvida que somos cuatro. ¿Crees que tu hijo tiene edad para entender que su padre se olvide de su final?

-Lo creo y deberías de entenderlo tú también.

-No, si lo entiendo, te entiendo. Pero tu hijo no tiene edad para ser más comprensivo con tu trabajo que tú con sus cosas.

-No seas idiota, ¡no irás a comparar!

-No, no comparo, no hay comparación. Pero no te preocupes, de lo dicho ni caso. Yo me  quedaré en el partido y me llevaré a Blanca. Almuerza tú con Alice y Robert y me escusas nuevamente. Ellos comprenderán.

-¡Estás loca! No puedes hacerme esto, Alice querrá charlar contigo, eres la única que habla inglés como ella, sabes que cuando alguien no la entiende se siente ofendida y además, espera que vayáis de tiendas juntas.

-Yo esperaba que tú cumplieras tu parte y acabas de demostrarme que no te enteraste de nada, o mejor dicho, que me dijiste que sí para hacer después lo que te diera  la gana, como siempre.

-Lo que me da la gana no, mi responsabilidad.

-Ah.

-¿Qué haces?

-Deshago las maletas de los niños. Iba a llevar a Blanca a casa de mis padres, se quedaría con ellos hasta el lunes que la dejarían en el colegio.

-¿Y con tu hijo?

-Pensaba que tú llevarías a tu hijo al partido y allí nos veríamos. Él ya ha hecho planes con Borja para irse a su casa el resto del fin de semana, he hablado con la madre de Borja hace un momento y me ha dicho que sin problema. No tendríamos  problemas de niños hasta el medio día del lunes que los recogeré a medio día del colegio.

También te dije ayer y espero que no se te haya olvidado ya,  que el lunes por la mañana tengo que llevar los papeles.Pero no pasa nada, vuelvo a organizarlo todo otra vez y tú haz lo que quieras.

-No seas histérica Marta, todo te lo tomas a la tremenda. Pensemos un poco.

-Pensar ¿qué?

-Está bien. Lo hacemos como tú dices, tal vez sea mejor.

-Como yo digo no, como habíamos quedado. Si tienes intención de no cumplir algo más  es mejor que me lo digas ahora.

-¡Joder  Martita, todo te lo tomas en serio, qué exagerada!

- Sí.







El partido ha sido emocionante. En los últimos minutos Borja metió el gol que desempató el partido. Juan los felicitó efusivamente pero sin acercarse mucho para no mancharse los zapatos.

-¡Bien hijo, bien! Aunque deberías haber sido tú el que marcases ese gol.

-¿Pero estás contento papá?

-Claro, ¿habéis ganado, no?  

-Se nos hace tarde Marta, venga, vamos.

Marta le dio la mochila a Pepito, saludó a los padres de Borja y con un disimulado abrazo para que su hijo no se molestara delante de los compañeros le dijo al oído: “eres un campeón, estoy orgullosa de ti”.







-¡Querida, qué delgada estás!

-Hola Alice, Robert, ¡Qué de tiempo! Tú estás guapísima Alice.

-Tiene razón Marta, realmente los años no pasan para ti Alice. –Dijo Juan.

-Tampoco por vosotros- Dijo Robert mirando a Alice de arriba abajo. Elige tú la comida Juan, estas en tus dominios.

-Bien- dijo Juan,-¿Vino blanco para empezar Alice?



Marta miró el reloj disimuladamente, ya no sabía de qué hablar. Alice apenas contestaba. A pesar de haberle dicho que estaba guapísima la encontraba bastante cambiada. Se le había puesto cara de pato, bueno, boca de pato pero sin pico. Su labio superior apoyaba sobre el inferior  de manera esparramada, como si le pesase muchísimo, cada vez que abría la boca parecía que emplease una energía desmesurado, como si de tanto esfuerzo por callar se le hubiera dado de sí el muelle que la ayudaba a mover los labios. Y  todavía quedaba la tarde de compras.

Robert y Juan animados con el vino no habían parado de charlar sobre la empresa, fundamentalmente  sobre los cotilleos del la empresa. Robert sonreía, Juan era un tipo ameno y de presencia impecable. Le daba palmadas en el hombro, le decía que se sentía  orgulloso de haber sido su descubridor. Alice también  habló poco con Juan, pero  pasó revista a todo su atuendo y le advirtió a Marta que no podían olvidar ninguna de las tiendas donde él se encargaba la ropa.

-Mi  Robert tiene  que llegar a Chicago con  ese aire tan europeo de tu marido Marta, será  la envidia de mis amigas.

Marta asintió con la cabeza y Robert que la observaba le sirvió una nueva copa de vino pero ella le dijo que ya tenía suficiente.

-¿Te encuentras bien hoy Marta?

-Sí, sí Robert, perfectamente, pensaba en los niños. Gracias.

-Verdad, los niños ¿qué tal están?

-Muy bien Robert. Esta mañana  hemos ido a ver un partido de fútbol de Pepito, era la final, se sentía feliz.

-¡Qué maravilla! Nosotros no nos perdemos ni una actuación de Kitty, está en la escuela de arte dramático, va a ser muy buena actriz.

-No le hagáis caso, exagera.- Dijo Alice.





Marta por fin llegó a casa. Se quitó los zapatos y se tumbó boca a arriba en la cama de Blanca, Juan todavía no había llegado. Escuchó las llaves en la cerradura cerca de las dos de la mañana.Él la vio dormida y no se atrevió a despertarla. La casa olio a perfume barato.





La sala preparada para el Brunch se veía impresionante. Una exquisita selección de aperitivos como tortilla, croquetas, pimientos de Guernica,  cremas frías  y calientes adornaban todo el bufé. Las ensaladas de trigueros, calabaza, remolacha y hasta una de cocido madrileño se podían servir en pequeños cuencos facilitados por atentos camareros. Los platos fríos de rosbif o pechuga de pavo y los  calientes como el medallón de merluza o el pastel de rape eran las estrellas de todo lo que presentaba el bufé. Los buñuelos de nata y la tarta de manzana daban el final dulce al acontecimiento, pero por  supuesto, los sunny o scrambling  eggs , salchichas, tocino, panqueques, tostadas y zumos no faltaron,  hubiera sido una descortesía o peor, un insulto a los que hoy, les daban de comer.

Juan estaba inundado de satisfacción. Su nombramiento y bienvenida como nuevo socio fue emocionante, todo el mundo parecía satisfecho y llenos de admiración, que el primer socio europeo fuera un español era un éxito para todos los de la oficina.

Juan se mostraba encantador. Lo primero que hizo al escuchar su nombre fue besar a Marta sensualmente delante de todos y le dijo entre sus brazos:

-Lo conseguí Marta, lo conseguí. Marta no dijo nada, apretó los labios y su mirada se cruzó con la de Robert  mientras  Juan,  a lo  George Clooney  saludaba a todo el mundo.

-Realmente hacen una pareja encantadora, un modelo para la firma- le dijo Robert a Alice.





Juan abrió la puerta de la casa y la dejó pasar, no era tarde pero la casa ya estaba a oscuras.

-Estoy agotado, ¿Quieres una última copa Marta?

-No gracias, quiero descansar.

-Podríamos hacerlo juntos, el beso que te he dado allí me ha recordado muchas cosas.

-Y a mí, espera. Marta abrió el escritorio del salón y le dio unos papeles a Juan. Ten, a mi tu beso me supo firma.



Juan tenía urgencia por abrazar a Marta, no podía aguantar ni un minuto más, ese beso en el momento de su triunfo le había despertado la necesidad de verla nuevamente rendida en sus brazos, deseaba que lo desease como el primer día, necesitaba ver aquellos ojos que no paraban de mirarle atentamente cuando él hablaba, deseaba sentir la tranquilidad que le proporcionaba verla excitada, vibrar con la ilusión febril en sus ojos y firmó. Firmó el convenio, única condición que ella le había pedido tres meses atrás, si quería que permaneciera a su lado hasta conseguir su objetivo. Por fin lo había hecho.

-Te deseo Marta, eso de no estar ya casados me pone cachondo, ¿a ti no?

Marta se dejó besar y cuando Juan se desabrochó la camisa el olor del  el pecho de su marido la hizo contrariarse, él la cogió en brazos y la llevó al dormitorio.





-Bien, lo conseguiste. Juan encendió un cigarro

-Sí, lo conseguimos. Pero no he llegado hasta aquí sola, esto ha sido cosa de los dos, como tu nombramiento. Eso tampoco lo conseguiste tú solo, no es tan malo admitirlo. Marta miró el cuerpo desnudo de su…de Juan y comprendió que lo que ahora encontraba en él podía hacerlo en cualquier otro.

-Lo admito Marta, como tú debes admitir que también  has conseguido tu objetivo, el fin justifica los medios, ¿no?

-Tal vez para ti, pero no olvides que nosotros somos el medio, Juan.




jueves, 19 de abril de 2012

- Relato 3 José Ignacio Ramírez Pino

Lectoras

La luz situada en la parte superior del portal apenas ilumina. Una mujer abre la pequeña cremallera delantera de su gran bolso y saca una llave. Agacha la cabeza casi a la altura de la cerradura, mete la llave, abre y entra. Se detiene frente a los buzones. Una tarjeta insertada en uno de ellos indica el nombre de los habitantes de la vivienda. Arriba, un tachón realizado con bolígrafo rojo oculta la identidad de uno de los propietarios; abajo, se lee perfectamente “Gloria González Blanco”.
Gloria suelta en el suelo el bolso y los cuadernos que lleva debajo del brazo. Abre el buzón. Mete dentro del bolso cartas, varios folletos publicitarios y los cuadernos. Sube los primeros escalones. Entra en una de las viviendas de la tercera planta. Enciende la luz del pasillo y lo recorre hasta llegar al dormitorio. Sobre una cama de matrimonio, deja el bolso. Pone la radio.
Abre un cajón de la cómoda. Saca un rotulador rojo y tacha el viernes en el calendario que hay al lado. Devuelve el rotulador a su punto de origen, pero se detiene. Saca del cajón un marco plateado. Un hombre con traje exhibe una amplia sonrisa debajo de un prominente bigote. A su lado hay una mujer delgada con mejillas sonrosadas y finos labios. Su pelo, castaño y ensortijado, cae por debajo de los hombros. Los pechos apenas levantan medio palmo el vestido de novia blanco que ciñe su cuerpo. Gloria deja la imagen y el rotulador en el cajón.
Vacía el contenido del bolso: publicidad del gimnasio Curves, de un centro comercial, de una pizzería y de una óptica; dos cuadernos tamaño A4 con portada azul, en la que se lee “Academia Victoria – Guía del Profesor”; un buen puñado de boletines de notas con el encabezamiento “IES Álvarez Quintero”; un libro de Lengua y Literatura; una rebeca; un pañuelo de seda; una cartera…
Mete la cartera en la mesita de noche, el pañuelo en la cómoda y la rebeca en el armario. Junto a la ventana, hay una pequeña mesa de escritorio. Allí, coloca el libro y amontona los boletines de notas del instituto. Abre un cajón y guarda los cuadernos de la academia. Arruga los anuncios de la óptica, la pizzería, el centro comercial y se detiene para mirar el del gimnasio. Los primeros van a parar a la papelera; el último lo deja encima del escritorio junto a un libro, una novela. En la portada aparece el dibujo de un espadachín que rebana el cuello de su oponente con la mano derecha, mientras que con la izquierda dispara una pistola. A la espalda, detrás de otro caballero, un par de góndolas aparecen sobre el agua. Un palacio se adivina entre la niebla.
A unos kilómetros de la casa de Gloria, la claridad de la luna entra por la ventana de un dormitorio. La luz de la habitación está encendida. Un libro con portada marrón, desnuda de letras e imágenes, se encuentra sobre el tocador. Reflejada en el espejo, aparece una mujer morena, cuyo negro flequillo cae hasta casi entorpecer la mirada de dos grandes ojos negros. Al lado de la comisura que junta dos carnosos labios tiene un lunar. Lleva una camiseta morada y un pantalón de chándal negro con adornos blancos. Sobre uno de los abultados senos, una placa identificativa indica: “Curves / Ariadna Criado / Entrenadora”. En un bloc de notas, escribe con bolígrafo rojo: “Ari, se acabó el viernes”.


Suena el despertador. Son las ocho de la mañana. Gloria abre los ojos, se gira y tira de la sábana hasta taparse la cabeza. Así, oculta, permanece unos instantes. Deja la cama y levanta la persiana. La luna aún sigue ahí, aunque por el este comienza a amanecer. A tientas, llega hasta el cuarto de baño, enciende la luz y se asea. En la cocina, enciende la radio, prepara la cafetera y saca del frigorífico un par de donuts. Se come uno de ellos, se sirve el café y le da un bocado al segundo. Con dos sorbos, acaba la taza. Los restos del donut desaparecen en su boca.
Gloria se marcha a su cuarto. Hace la cama. Coge un bolso del armario y mete allí la cartera, el pañuelo de seda y el libro. Apaga las luces y barre la casa. Metódicamente, acumula la suciedad en pequeños montoncitos, uno en cada habitación, y los recoge. Apaga la radio.
Agarra el bolso y va hacia la salida. Se mira en el espejo de la entrada. Las redondeadas mejillas de Gloria sobresalen de una cara blanquecina en la que se dibujan unos finos labios. El pelo ensortijado cae sobre los hombros. Gloria se aproxima al espejo. Pasa los dedos corazón de sus manos por encima de las ojeras. Ladea la cara y examina el lateral de uno de sus ojos. Luego repite la operación en el lado contrario. La piel permanece tersa.
En la calle, espera hasta que aparece el autobús. Después de cinco paradas, se baja. Sus pies le llevan a un paseo custodiado por olmos. Lo cruza entre las sombras hasta llegar a una plaza. En el centro hay una amplia fuente. Alrededor, varios bancos, algunos de los cuales están situados bajo naranjos y limoneros. Observa todo el entorno, echa un vistazo en dirección al lugar donde se intuye el sol y se dirige hacia uno de los bancos. Está bajo un naranjo. Allí, un señor lee el periódico.
-Buenos días. –Gloria habla con tono amable.
-Buenos días. –El señor baja el periódico y mira a la visitante por encima de las gafas.
-¿Qué dice?
-Nada bueno, como siempre. –El lector del periódico da por concluida la conversación.
Gloria se sienta en el extremo del banco. Abre el libro. En la parte superior de la página 13, dos espadachines pelean bajo una gran nevada. Comienza a leer. Consume el relato vorazmente. Se detiene en una de las elipsis y levanta la vista. Un par de niños juegan con una pelota. Una chica con patines pasa por delante. Una señora pasea a un perro. Un chico, con camiseta de tirantes y pantalón corto, irrumpe en la plaza a la carrera. Los pectorales, a juego con el resto del musculoso cuerpo, sobresalen ligeramente por el lateral de la ajustada camiseta. Rodea la fuente y se marcha en dirección al paseo de los olmos. Otra chica, que también ha seguido con la mirada al corredor, lee un libro al otro lado de la plaza, en el banco situado enfrente de Gloria. Es morena, lleva gafas de sol y, sobre estas, le cae el flequillo. Tiene entre sus manos un libro de cubiertas marrones.
-Con Dios. –El lector del periodo concluye su tarea y se despide.
-Adiós, que pase una buena tarde. –Las palabras suenan joviales. El señor observa a Gloria durante un par de segundos y se aleja con el periódico doblado bajo el brazo.
Ella pone el marcapáginas en el lugar donde detuvo la lectura y comienza a pasar hojas hasta que llega al principio del siguiente capítulo. Coloca ahí el señalador y retoma el relato en el punto en el que lo había dejado. Página a página recorre la historia. Una ilustración detiene la lectura y seguidamente levanta la vista por encima del libro. Al otro lado de la plaza, la otra lectora hace lo mismo. En aquel rostro se distingue algo parecido a una sonrisa. La chica se levanta las gafas. Gloria baja los ojos y casi se oculta tras el libro. Lee un par de páginas y regresa a la anterior, donde estaba la ilustración. Retoma las mismas líneas.
A lo lejos las campanas de una iglesia suenan una sola vez. Gloria continúa hasta la siguiente elipsis. Cuenta cinco hojas para acabar el capítulo. Cierra el libro, lo mete en el bolso y se marcha en dirección al paseo de los olmos. Un rayo de sol cae directo sobre sus ojos y pone la mano por delante. Se para, se gira y mira en dirección a la plaza. La otra lectora le observa.


Ariadna se levanta. Lleva puesto un pijama blanco, sujeto por los hombros con tirantes de encaje a juego con los adornos del escote. La parte superior cae a modo de campana por encima de un pantaloncito también blanco. Se dirige al tocador. Allí está el libro de cubiertas marrones y el bloc con una nota: “Ari, disfruta del sábado”. Bosteza, levanta los brazos y deja ver el ombligo. Estira el torso. Recupera la posición recta, dobla el tronco, estruja los pechos en las rodillas y posa en el suelo las palmas de las manos, justo delante de unos dedos, cuyas uñas están pintadas de morado.
Mira el reloj despertador. Marca las ocho y diez. Acaba de amanecer. Se pone la camiseta, unas mallas, los botines y sale de la casa. Corre durante 30 minutos. Regresa, se ducha y desayuna: un vaso de leche, un de zumo de naranja, un plátano, un par de rebanadas de pan tostado con aceite y azúcar, medio tazón de cereales y casi un litro de agua.
Ariadna se viste con vaqueros y una camisa. Mete dentro del bolso el libro de tapas marrones, coge las gafas de sol y vuelve a salir. Hay un taxi en la parada de la esquina. Le indica al conductor que va al centro de la ciudad. El coche se detiene en una amplia avenida. Ariadna paga al taxista y va en dirección a la plaza. Hay una fuente en el centro. Varios animales de formas imaginarias echan agua por la boca y rodean una figura femenina. La estatua, sentada en una columna, lleva el pelo recogido en un moño. La fina túnica que cubre el cuerpo permite apreciar todas sus curvas.
Ariadna se dirige al banco donde estuvo sentada una semana atrás. Un grupo de quinceañeras llega al lugar antes y lo ocupa. Echa un vistazo alrededor. Una mujer de pelo castaño ensortijado está sentada en un banco bajo la sobra de un naranjo. Lee un libro. Al lado, en medio de dos limoneros, hay un asiento libre. Ariadna se dirige hacia aquel lugar. No deja de mirar a la lectora. Cuando llega a su altura se detiene.
-Hola. –Ariadna se levanta las gafas de sol y sonríe. Del bolso saca el libro de cubiertas marrones. Con la otra mano, aparta el flequillo de sus ojos.
-Hola. –El saludo sale silbado. Gloria se aclara la voz y traga saliva-. Hola –repite.
-¿No nos conocemos? –La pregunta no suena convincente. Ariadna se quita las gafas, las pliega y las engancha por una patilla en el escote.
-No creo… No lo sé.
-Me habré confundido. –Se sienta en el otro extremo del banco.
-Seguramente.
Ariadna tensa los músculos de su cara y exhibe un mohín. La otra lectora mete los ojos en el libro. Ariadna mira la portada: sobre un débil fondo anaranjado, el dibujo de un espadachín lanza un tajo mortal al cuello de su oponente.
-Yo le suelo quitar la cubierta de papel. –Ariadna le muestra a la vecina de banco la tapa marrón desnuda de su ejemplar.
-¿Cómo? –Gloria observa el otro libro. Sus ojos van rápidamente de la cubierta a la cara de su interlocutora.
-Mira. –Ariadna se acerca y le enseña el volumen abierto por la página 83. La sombra de tres hombres ataviados con sombrero, capa y espada se antepone a los trazos del Panteón de Agripa. Ve que la otra lectora desvía su atención sobre su propio ejemplar, también abierto por la página 83.
-Leemos el mismo libro. –Es una afirmación que suena a pregunta.
-Roma, la Ciudad Eterna –responde Ariadna-. Buen sitio para iniciar una aventura. –Ariadna rompe rápidamente el silencio que sigue a su comentario-. ¿Has estado alguna vez allí?
-No.
-Yo tampoco, pero me gustaría. Unas vacaciones, una habitación, Roma…
La otra lectora sonríe y vuelve a sumergirse en las páginas del libro. Ariadna se separa un poco y hace lo propio. Lee tres páginas y se interrumpe. Mira a su acompañante y se aproxima nuevamente.
-Me llamo Ari. –Tiende la mano firme.
-¿Qué?
-Ari. Me llamo Ari –Acerca la mano hasta casi tocar la de la otra lectora.
-Gloria. –Coge la mano que se le ofrece y aproxima su cara a la de Ariadna-. Yo soy Gloria. –Le da dos besos-. ¿Ari?
- Sí, de Ariadna. –Con uno de los dedos aparta el flequillo de los ojos.
-Ariadna –repite la interlocutora.
-La hija de los reyes de Creta.
-Ariadna… ¿Quién me calienta, quién me ama todavía? –Gloria recita-. ¡Dadme manos ardientes! –Se detiene, mira al cielo y luego a su acompañante-. ¡Dadme un brasero para el corazón!
-¿Y eso? –Ariadna se aproxima a Gloria hasta que sus rodillas se rozan levemente-. ¿Es un poema?
-Lamento de Ariadna, de Nietzche.
-¿Cómo sigue?
-Tendida en la tierra, estremeciéndome… -La boca enmudece-. No recuerdo más.
-Suena bien. –Ariadna recuesta la parte superior de la espalda sobre el banco y repasa con la vista los tirabuzones del pelo de Gloria.
Entre el rumor de la gente, una única campanada suena. Gloria se incorpora, introduce el libro en el bolso y se pone de pie. Ariadna mete rápidamente su ejemplar en el bolso, se sienta sobre el filo del banco, coloca las manos a ambos lados de sus piernas y frena el movimiento.
-Encantada de conocerte.
-Encantada. –Ariadna acepta la mano tendida de Gloria y la estrecha. Mira el bolso de su compañera de lectura-. ¿Crees que la historia saldrá bien?
-No lo sé.
-Lo veremos en Venecia –dice Ariadna.
-Lo veremos.
-Adiós. –Ariadna se levanta y saluda con la mano. Mira a Gloria, que se marcha en dirección al paseo de los olmos. El pelo ensortijado cambia de volumen a cada paso. Ariadna deja la plaza, sale a la avenida y pide un taxi. Regresa a casa, almuerza y se echa la siesta.


El radio despertador suena súbitamente: “Buenos días, Andalucía. Son las ocho de la mañana. Un sábado más…”. Gloria apaga el aparato y sale de la cama. La primera claridad del amanecer entra a través de las rendijas de las persianas. Las sube y el azul del cielo se presenta ante sus ojos. Mira al horizonte. Así permanece durante unos segundos. Va a la cocina, enciende la radio y prepara la cafetera. Tras pasar por el cuarto de baño, se dispone a desayunar: café y un paquete de galletas.
Gloria va a su cuarto y hace la cama. Del armario saca el bolso. Allí guarda la cartera y el libro, cuyo marcapáginas señala aproximadamente la mitad de la novela. Limpia la casa, apaga la radio, coge el bolso y sale a la calle. El autobús se aproxima a la parada. Corre para alcanzarlo y llega a tiempo.
-Por poco. –Un señor de unos 70 años, sentado detrás del conductor, se dirige a Gloria. Deja ver una dentadura perfecta.
-Ah… Hola... Sí.
-¿Tienes prisa?
-No… No quería perder el autobús. –Gloria habla de forma entrecortada-. Nunca se sabe si el siguiente va a tardar mucho. -Alterna las palabras con la respiración.
-Yo hace tiempo que no corro para coger el autobús, ¿sabes? –El hombre se desplaza al asiento contiguo, junto a la ventana-. Siéntate, hija.
-No gracias. Estoy bien de pie. –Mira al fondo del autobús-. Voy para allá. Aquí creo que estorbo. –Un frenazo le hace tambalearse. El chófer ha estado apunto de atropellar a un perro. Gloria agarra fuertemente la barra.
-Siéntate, hija. Te vas a caer. –El señor indica con una de sus manos el asiento-. Yo estoy jubilado, ¿sabes? Porque yo he trabajado mucho. –Observa cómo Gloria se sienta-. Desde los catorce he estado luchando para sacar a mi familia adelante. –Mete la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, coge la cartera y muestra varias fotografías-. Esta es mi señora. Murió hace ocho años. Y esta es mi nieta. Ahora voy a la casa de mi hija para verla, ¿sabes?
Gloria escucha el monólogo con una sonrisa. Después de cinco paradas, se despide del hombre y baja del autobús. Del bolso saca el libro. Atraviesa el paseo de los olmos hasta llegar a la plaza. Está muy limpia. El suelo se encuentra mojado. Mira el banco situado bajo el naranjo. Hay una chica sentada que le hace un gesto con la mano a modo de saludo. Lleva gafas de sol. Hay un par de bancos libres al otro lado de la plaza. El sol empieza a iluminarlos directamente. La mirada de Gloria se centra de nuevo en la chica, que se ha levantado. Gloria se dirige hacia allí.
-Hola, Gloria. –El par de palabras suenan cantarinas.
-Hola, buenos días. ¿Qué tal estás, Ariadna? –Gloria pone una de sus manos en el hombro de la otra lectora y le da dos besos. Observa que el flequillo se le ha metido por debajo de las gafas. Con un dedo, lo saca de ahí. Ariadna muestra los labios en forma de mueca.
-Tú, bien, ¿verdad?
-No te creas. La semana ha sido un poco difícil. –Gloria se ha sentado y Ariadna hace lo propio.
-¿A qué te dedicas?
-Soy profesora. Enseño en un instituto por la mañana y tres tardes a la semana doy también clases en una academia.
-Deja algún trabajo para las demás, mujer.
Gloria exhibe algo parecido a una sonrisa, abre el libro y comienza a leer. Mira de reojo a Ariadna y ve que le sigue observando. Continúa la lectura y, antes de pasar una nueva página, vuelve a mirar a su acompañante. Esta lee.
Una chica con patines pasa por delante. Ariadna la sigue con la mirada. Un perro tira de la correa por la que una señora le sujeta. La mujer forcejea con el animal. El musculoso corredor pasa por delante de las lectoras y se les queda mirando. Ariadna saluda con la mano. El deportista continúa hasta la fuente, se refresca y mira de nuevo a las lectoras. Ariadna le da un codazo a su compañera. El corredor sigue su marcha en dirección al paseo de los olmos, no sin antes echar una nueva ojeada al banco.
Gloria devuelve la mirada al libro y luego posa sus ojos en Ariadna. Lleva unas ajustadas mallas negras. Tiene las piernas cruzadas. La que se apoya en el suelo, deja ver el trazo de las dos partes de los gemelos. El bíceps femoral cae en forma de un amplio arco.
-¿En qué trabajas, Ariadna?
-Ari.
-¿Qué?
-Ari. Llámame Ari. –Se levanta las gafas de sol. Tiene dos grandes ojos negros. –Soy entrenadora. Trabajo en un gimnasio para mujeres. Si quieres te pasas por allí algún día.
-Algún kilo sí que tengo que bajar. –Gloria aplana el vientre con su mano.
-No quiero decir que estés gorda. –Ariadna recorre el cuerpo de su acompañante de abajo arriba-. Yo te veo bien.
-Desde que me casé, he subido peso. Ahora tengo casi diez kilos más. –Gloria muestra un pellizco de grasa de su cintura.
-¿Estás casada?
-Lo estaba. Nos divorciamos hace casi un año.
-Vaya, lo siento.
-No pasa nada.
- Yo… -Ariadna hace desaparecer los ojos negros bajo las gafas-. Yo… -Sonríe-. Deberías venir al gimnasio. Te lo pasarías bien. –La voz sale a trompicones.
-No sé. –Gloria abre el libro-. Prefiero la lectura, –dice sin levantar la vista. Gira el cuello. Ariadna la observa.
Las sombras de la plaza van desapareciendo paulatinamente, mientras que otras parten del mismo lugar para trazar nuevas formas sobre el suelo. A lo lejos, entre el rumor de las conversaciones, el sonido de una campanada se deja oír. Gloria mira su reloj, coloca el marcapáginas en el libro y lo mete en el bolso. Se levanta.
-¿Te vas? –Ariadna muestra su ejemplar de marrones cubiertas-. ¿No sigues leyendo?
-Quizá más tarde, en casa. Ahora me tengo que ir.
-¿Has llegado a Venecia? –Ariadna se ha levantado y se aproxima a Gloria.
-Sí. –Le da dos besos a la otra lectora-. Allí estoy.
-Ya me contarás.
-Lo haré. –Los dedos de Ariadna le presionan el brazo. Mira a ese lugar y después a los ojos que hay tras las gafas negras-. Adiós, Ariadna.
-La Serenísima. –Ariadna se levanta las gafas y suelta a Gloria, que se separa-. ¿Has estado allí alguna vez?
-Quizá en sueños.
-Ten cuidado, los sueños se hacen realidad. –Ariadna aparta uno de los tirabuzones del hombro de Gloria y lo echa hacia la espalda.- San Marcos, los canales…
-Los gondoleros… -Los ojos de Gloria se iluminan y deja escapar una risa.
-Y los gondoleros. Podríamos ir juntas.
-¿A Venecia? –Gloria se separa de la otra lectora-. Adiós, Ariadna. –Inicia el camino en dirección al paseo de los olmos.
-Ari. Por favor. –Levanta la voz-. ¡Llámame Ari!
-Hasta el sábado. –Gloria se gira y levanta una de sus manos. –Adiós, Ariadna.
-¿Nos vemos el sábado entonces? –Las palabras salen gritadas.
Gloria sigue su camino. Sube al autobús. Después de cinco paradas, llega a casa. Abre la puerta, suelta el bolso, va a la cocina y enciende la radio.


Los pitidos continuos del despertador rebotan en el dormitorio. La habitación está casi en penumbra. La tenue luz de las farolas callejeras apenas deja ver los contornos redondeados del cuerpo de Ari. Enciende la lámpara del cuarto. La revuelta cabellera morena casi roza una espalda completamente desnuda. Unas musculadas piernas recorren el oscuro pasillo. En ese extremo, las bragas blancas que lleva es lo único que se intuye con cierta nitidez. Ariadna, tras ir al baño, regresa a su habitación. A medida que avanza por el pasillo su cuerpo se va iluminando. Realiza unos ejercicios de estiramientos en el dormitorio y coge del perchero la ropa de deporte. Se calza los botines. Tras 45 minutos de carrera, llega a casa, canta bajo la ducha y desayuna. El libro de cubiertas marrones se encuentra a su lado.
Ariadna selecciona la ropa que se va a poner: un pantalón corto y una camiseta rosa. Tras vestirse, se observa en el espejo del tocador. Se pinta los ojos, pone cuidadosamente rimel en sus pestañas, empolva ligeramente las mejillas y tiñe de rosa los labios. Sobre el aparador, el bloc deja ver una nota: “Ari, hoy va a ser un gran día”. Coge las gafas de sol y las sujeta por una patilla sobre el escote. Mete dentro del bolso el libro y sale a la calle.
Un taxi deja a Ariadna en la avenida que se encuentra al lado de la plaza. Apenas hay gente, por lo que el sonido de la fuente se oye perfectamente. Ariadna va hasta allí, mira durante unos instantes la estatua, coge un poco de agua con el cuenco de sus manos y la deja escapar entre los dedos. Las gotas restantes las extiende por ambos brazos. Mira el banco situado bajo en naranjo. Está libre, como casi todos. Algunas hojas de azahar han caído sobre este. Va hasta allí, limpia con su mano el banco, se sienta. Saca el libro del bolso y una botella de agua. Bebe.
Un coche de caballos pasa entre las sombras de los olmos. La chica de pelo castaño ensortijado camina detrás del carruaje. Ariadna le hace un gesto con la mano. La otra lectora se aproxima con paso ligero. Cuando llega a su altura, Gloria muestra una hilera de dientes blancos entre dos delgados labios pintados de rojo.
-Hola, buenos días. ¿Qué tal estás, Ariadna? –Dos parejas de besos estallan en el aire.
-Tú, bien, ¿verdad? –Con una mirada, recorre el cuerpo de Gloria. Le da un breve abrazo.
-Sí. Parece que hoy va a hacer calor.
-Eso parece. –Ariadna observa que su compañera se sienta y ella hace lo mismo. Saca del bolso el libro y lo abre-. Yo creo que la misión va a ser abortada.
-¿Cómo?
-La misión. –Ariadna se retira el flequillo de los ojos y señala el libro-. La misión. Algo pasará y eso impedirá que la hagan.
-No sé. –Gloria coge uno de sus tirabuzones-. Yo creo que sí lo conseguirán, aunque me parece que quedarán pocos vivos.
-No hay gloria sin sacrificio. –Ariadna le da un leve golpe con el codo.
-Veámoslo. –Gloria muestra el libro, lo abre y comienza a leer.
La plaza comienza a llenarse de gente. Una chica en patines está a punto de caer. Un grupo de quinceañeras hablan entre risas sentadas en el banco situado al otro lado. Un deportista detiene su carrera en la fuente. Se refresca sin dejar de mirar a las lectoras. Ariadna le dice algo al oído a Gloria. Las dos miran al musculoso sujeto, que se recrea entre las gotas de agua. Inicia la carrera y se va por el camino de los olmos. Por allí, dos  dos señoras conversan animadamente con el abanico entre las manos.
-Mira. –Gloria ve una ramilla de azahar que acaba de caer sobre el banco, justo al lado de su compañera. Pasa el brazo por delante de Ariadna. El seno izquierdo de Gloria queda engullido por el derecho de Ari. Coge la rama de azahar, la huele y se la da a la otra lectora, que mira a los ojos a su compañera. La respiración hace que el pecho de Ariadna suba y baje dentro de la camiseta rosa. Gloria sonríe. Ari acerca su mano para coger el azahar, pero se detiene a medio camino. Tras la pausa, casi imperceptible, sigue la trayectoria hasta que, con sus dedos, toma el tallo y deja posar la mano sobre la de Gloria. Ariadna ahoga una risa. Los músculos faciales de Gloria se relajan poco a poco.
-¿Qué? –La voz sale por los labios de Gloria casi como un susurro.
-Nada. –Ari retira lentamente su mano y se lleva a la nariz la rama de azahar-. Nada. -Mira por encima de las hojas.
Gloria recupera el libro, lo abre y retira el marcapáginas. Ariadna deja sobre sus piernas la rama de azahar e imita los movimientos de su compañera. Ari lee tres páginas, pero luego retrocede a los dos anteriores para continuar en el mismo punto. Los minutos pasan. Gloria mira a su compañera de reojo y ve que el libro está clavado en la página 297 desde hace rato. Apenas se proyecta ya la sombra del naranjo sobre las cabezas de las lectoras. La brisa hace rato que desapareció.
-Me tengo que ir. –Gloria cierra el libro, lo mete en el bolso y se dispone a levantarse.
-Aún es pronto, ¿no? –Ariadna deja el dedo índice de su mano izquierda atrapado entre las páginas 296 y 297. Posa el pulgar firme sobre la contraportada. Los otros tres dedos, sobre la portada, completan la presa.
-Casi es la hora de comer. –Gloria mira su muñeca. Sobre la piel ligeramente morena se dibuja en blanco la silueta de un reloj que hoy no lleva-. Nos vemos el sábado que viene. –Se levanta y se inclina sobre su compañera para dejarle dos rápidos besos sobre las mejillas.
-¿Nos vemos el sábado? –Ariadna, con el índice y el pulgar, le ha cogido la mano.
-Nos vemos el sábado. –Gloria lleva la mano libre hacia uno de los tirabuzones y lo atrapa con uno de sus dedos.
-Adiós, entonces.
-Adiós. –Gloria inicia la marcha, el brazo se estira hasta que libera la mano de la presa de la otra lectora. Se detiene, se gira y realiza un gesto de despedida.
-Adiós. –Ariadna levanta un poco el tono de voz. La melena ensortijada de Gloria cae sobre la espalda. La blusa blanca estampada con arabescos rojos se mete dentro del pantalón, que se ciñe sobre la celulitis y baja hasta casi ocultar el talón de unas zapatillas rojas. Gloria se pierde entre los olmos que dan sombra al paseo.
Ariadna se levanta, sale a la avenida y con un golpe de mano detiene un taxi, que le lleva a casa. Cuando llega, se dirige a la cocina. Se prepara una ensalada. La camiseta rosa muestra bajo el sobaco las marcas del sudor. Aparta el almuerzo sobre la mesa y va a su habitación. Saca del armario una bata blanca de seda. Ari se mete en el cuarto de baño y se ducha. Deja caer el agua sobre su cuerpo durante largo rato antes de enjabonarse. Se seca y se mira en el espejo. Escruta su rostro. Con las yemas de los dedos, estira suavemente la piel debajo de los ojos. Se enfunda la bata blanca, recoge la ropa que se acaba de quitar y la mete en la lavadora.
Ariadna recupera el libro que dejó en la mesita de noche y se lo lleva a la cocina. Con la mano derecha, lo hojea. Con la izquierda, se ayuda del tenedor para llevarse a la boca la primera porción de ensalada. Coge el vaso de agua y mira su interior. Mueve el contenido circularmente. No hace nada, únicamente observa el agua. La mano derecha sigue en su tarea de pasar hojas del libro. Lo abre por las primeras páginas y centra ahí su atención. Inicia la lectura, pero sus párpados caen lentamente. Acaba el almuerzo, mete el vaso, el plato y el tenedor en el fregadero, toma el libro y se marcha a su habitación.
La luz del exterior apenas penetra en el cuarto. Sube ligeramente la persiana y retira la sábana de la cama. Ari deshace el nudo del cinturón y la bata resbala sobre su desnuda piel hasta que cae al suelo. Coge el libro y se mete en la cama. Se acomoda, lleva la sábana hasta la altura del pecho y abre la novela. Pasa las páginas hasta detenerse en una, en cuya parte superior se reconoce el dibujo de una mujer que duerme con la cabeza puesta sobre el pecho de un hombre. Comienza a leer, pasa a la siguiente página, sigue la lectura y se detiene. Vuelve a la página anterior, lee y nuevamente se para. Cierra el libro, pasa con suavidad la mano por el lomo. Lo mira y lo deja a un lado. La lectora cierra los ojos y desliza la mano izquierda sobre su cuerpo.

En el exterior, el sol acaba de asomarse, aunque algunas nubes amenazan con no dejarlo ver. El termómetro de la cocina marca 12 grados. Gloria está en la salita. Tiene el ensortijado pelo recogido en una cola alta, que oscila de hombro a hombro con cada movimiento. Bate rápidamente el azúcar hasta que se diluye en el café. Da un pequeño sorbo. En la mesa tiene una tostada, aceite, un vaso con zumo de naranja, un puñado de galletas y varias lonchas de pechuga de pavo sobre un plato. Da un gran mordisco a la tostada y se lleva a la boca una de las lonchas. Mastica rápidamente y traga. La taza de café llega a sus labios y casi apura su contenido. Deja rápidamente el continente sobre la mesa y mueve la mano hasta que la palma toca sus labios. Abre la boca, sopla, agita la mano bajo la nariz y saca la lengua. Con gesto decidido, agarra el vaso de zumo y lo bebe hasta la mitad. Acaba la tostada y un par de galletas, una tras otra. Vacía la taza de café y el vaso de zumo. Una loncha de jamón de york viaja a su boca. Empieza a recoger el desayuno, pero antes echa una ojeada por la ventana. El sol no se ve, el viento agita los árboles y los pájaros han desaparecido. Por el fondo, una gran nube negra avanza.
Gloria mira el reloj. Son las ocho. Se ducha rápidamente y se viste. Llueve en la calle. Apenas se percibe. La lectora friega, recoge, abre el frigorífico y examina su interior. El cajón de las frutas está repleto, el de las verduras también. Cierra y vuelve a posar los ojos en el reloj. Al lado, se encuentra el calendario. Con un boli rojo, tacha el jueves y el viernes. Las gotas, impulsadas por el viento, chocan con los cristales. Un trueno rompe lejano.
Gloria va a su cuarto, coge el libro, lo hojea y se arregla. Un nuevo trueno estalla en el exterior. Va a la salita, se sienta y deposita el libro sobre las rodillas… El reloj marca las nueve. Gloria se levanta y se asoma por la ventaja. Todo está cubierto. Camina por el pasillo de la casa, arriba y abajo. Llega hasta la cocina y consulta el reloj de pared. Marca las nueve y veinte. Se va a su cuarto, abre el armario y mira por detrás de la ropa. Abre el primer cajón, lo cierra; abre el segundo, lo cierra; abre el tercero. Se incorpora y mira detrás de la puerta. Coge de allí el paraguas, agarra el bolso y sale de la casa. El libro queda sobre la mesita de noche.
Cuando llega a la calle, la lluvia arrecia. Va a la parada del autobús. Una señora se resguarda bajo un paraguas y rodea con su brazo el hombro de un niño que se aprieta contra ella.
-Parece que tarda el autobús. –La señora trata de alcanzar con la mirada el fondo de la calle.
-Todavía no viene. –Gloria sigue con la vista la dirección indicada por su interlocutora.
-El hombre del tiempo dijo anoche que el riesgo de lluvia era mínimo.
-Sí –Gloria mira al niño, cuyo cuerpo se sacude nerviosamente-. Hace frío, ¿verdad? –El chico levanta la cara, pero no dice nada.
-Es muy tímido, -aclara la señora.
Al fondo aparece la silueta del autobús. Apenas llueve ya, aunque el viento racheado arrastra las gotas atrapadas en las hojas de los árboles.
-Buenos días. –Gloria saluda al chófer y pasa el bonobús sobre el lector, que marca el dinero restante en la tarjeta y la hora-. ¡Las diez menos cuarto!
-El tráfico, cuando lleve, ya se sabe, -dice el conductor.
Gloria localiza un sitio junto a la ventana. Limpia el cristal y mira al exterior. El viento sigue, pero no hay lluvia. Un rayo de sol supera tímidamente las nubes. La ventana se vuelve a empañar. Gloria, con uno de sus dedos, dibuja sobre el vaho algo que se asemeja a la “G”. Lo borra. Apenas se ve por el cristal. La señora de la parada, sentada un poco más adelante, se quita el chaleco. La lectora, cuyos tirabuzones parecen algo desordenados, escribe en la ventanilla una “V” invertida.
El autobús se para y baja de él. No llueve, pero abre el paraguas. Camina por el paseo franqueado de olmos. Las gotas viajan por el aire y se estrellan sobre Gloria. Llega a la plaza. Está completamente vacía. Los naranjos no tienen azahar. Los bancos lucen la madera ennegrecida por la acción del agua. La fuente del centro permanece en silencio. Un par de pájaros tratan de beber en uno de los charcos. Gloria recorre con la vista los alrededores. Una chica se encuentra bajo un balcón. Viste un chubasquero que le llega por debajo de las rodillas y una capucha que le protege la cabeza de la lluvia. Está acompañada por un chico que lleva la camiseta totalmente empapada. Pegada a su cuerpo, la prenda marca los músculos del pecho y las abdominales.
-¡Gloria! –La voz proviene de debajo del balcón-. ¡Gloria! –La mujer del chubasquero agita su mano. Se quita la capucha y deja ver una cara sonriente, con los labios pintados ligeramente en rosa, las mejillas apenas coloreadas y un flequillo negro que le tapa uno de los ojos- ¡Hola, Gloria! –Habla casi al oído con el deportista, señala a Gloria y el chico se despide.
La lectora camina rápido hacia donde se encuentra su compañera. El corredor pasa por su lado al trote, le dice “hola” y se marcha por el paseo de los olmos.
Las lectoras se saludan con un abrazo. Las manos aprietan la espalda, los cuerpos se aproximan hasta que los pechos de Gloria desaparecen entre los de Ariadna. Dos besos chasquean en las mejillas.
-Pensé que no ibas a venir. –Ari frota la espalda de Gloria.
-Tenía que acabar de leer el libro.
-Yo también.
-¿Y ese chico? –Apunta con la mano el paseo de los olmos.
-Nadie. –Ariadna desvía la mirada-. Es el que ha estado por aquí otros sábados.
-Eso me ha parecido. ¿Qué quería?
-Nada. Sólo se paró un momento para charlar.
-Sólo para charlar. –La afirmación de Gloria lleva cierto tono de pregunta.
-Sí, sólo eso. –Ariadna realiza movimientos nerviosos-. ¿Te has mojado mucho?
–Retira un tirabuzón que cae en la frente de su compañera.
-No mucho. ¿Y tú?
-Tampoco.
Gloria ve que una gota cae desde el pelo por el rostro de Ariadna y desciende hasta saltar sobre su hombro. El cuello está algo mojado. Abre el chubasquero de la otra lectora y le echa un vistazo a su cuerpo. El suéter morado traza el contorno de los pechos de Ari. El pantalón vaquero muestra dos tonos, más oscuro por abajo, y los botines parecen que se han zambullido en varios charcos.
-Ari, ¡estás chorreando!
-No, sólo son unas gotas. –La voz acaba en un leve temblor.
-Vamos a ese bar.
Piden dos descafeinados. Ariadna va al cuarto de baño. Se saca el chubasquero y lo sacude. Con papel higiénico se quita las gotas de agua de la cara y los brazos. Acciona el secador y realiza equilibrios para poner debajo sus mulos. Tiene completamente pegado el pantalón. Una gota cae al suelo desde la campana del vaquero. Cuando llega junto a Gloria, dos humeantes tazas esperan. Ari saca el libro y lo pone encima de la mesa. Su acompañante mira en el bolso, lo revuelve.
-No lo he traído. –Gloria sonríe.
-No importa. Podemos leer juntas. –Ari deja oír una risa.
Las manecillas del reloj de pared del bar comienzan a pasar. Ariadna habla. De vez en cuando aparta el flequillo de sus ojos. Gloria juguetea con uno de sus tirabuzones, sonríe y asiente. Dos nuevos descafeinados llegan a la mesa. Ambas refugian las manos alrededor del calor de la taza. Ariadna le cuenta a la otra lectora toda su vida. Gloria apenas deshilacha la suya.
-Son las dos. –Gloria mira el reloj que está situado justo delante de ella.
-Vaya, se ha hecho más tarde que nunca.
-No hemos leído nada. –Pone su mano sobre el libro.
-Es verdad. –Ari posa la mano sobre la de su compañera.
-Me tengo que ir. –Gloria se levanta, rebusca en el bolso y saca la cartera-. Yo pago.
-No. –Ari tiene un billete de 20 euros en la mano-. Déjame que te invite yo.
-Otro día. –Gloria le da diez euros al camarero.
-Por favor. –Ari le quita el dinero, lo mete en el bolsillo delantero de la camisa de Gloria y le da el billete azul al camarero. Cuando mira a su acompañante, está como ausente y tiene los brazos cruzados por delante del pecho-. ¿Tienes frío? –Ariadna le pasa el brazo por encima de los hombros y se aproxima.
-No. No es eso. –Gloria detiene el cariñoso gesto interponiendo sus manos entre ella y la otra lectora. Los pechos de Ari se estampan en la palma de sus manos. Gloria se separa bruscamente–. Adiós, Ariadna. –Se dirige hacia la puerta.
-¿Nos volveremos a ver el sábado?
-Seguramente.
-Estaré por aquí. –Ari se quita el flequillo de los ojos. Gloria la mira durante unos segundos.
-¿Por qué no te cortas ese flequillo?
-Porque… -Parece que piensa. Coge el pelo entre sus dedos y le mira-. No lo sé. Mi peluquera dice que me queda bien.
-¿Vas a la peluquería?
-De vez en cuando. Imagino que igual que tú. –Ari golpea ligeramente con el dorso de su mano los tirabuzones de Gloria.
-¿Yo? Creo que sólo fui a la peluquería el día que me case.
-¿De verdad?
-No te miento. –Abre la puerta-. Lo dicho, Ari. Hasta el sábado.
-Adiós. No olvides traerte el libro.
-Espero que no. Hoy, con tanta lluvia, al final...
Ariadna mira hacia la mesa donde estuvieron sentadas. Va hasta allí. Un paraguas está colgado a la espalda de una de las sillas.
-Menos mal que esta mañana no se te olvidó el paraguas. –Ariadna se lo da a la otra lectora.
-Menos mal. –Gloria sonríe-. Gracias, Ari. –Va a salir-. Hasta el sábado.
-Adiós, Gloria. –Ariadna sostiene la puerta. Cae una fina lluvia. Ambas se paran bajo el dintel-. Espera. Tengo una cosa para ti. -Ariadna saca de su bolso un objeto rectangular envuelto en papel de regalo rojo algo arrugado-. Toma. –Con una mano ligeramente temblorosa, le acerca el presente.
Gloria se ayuda de la uña para levantar la cinta adhesiva que mantiene firme la envoltura. Después de varios intentos, lo consigue y retira el papel. Se trata de un libro: Amantes.
-¿Para mí? –Gloria sonríe y ladea ligeramente la cabeza. Su ensortijado pelo cae sobre el hombro.
-Espero que te guste.
Gloria abre el paraguas y le ofrece el brazo a su compañera. Ari le mira por un instante a los ojos, dirige su atención al brazo y enlaza el suyo con el de Gloria. La lluvia se intensifica. Las lectoras salen del refugio, sortean varios charcos y se marchan en dirección al paseo de los olmos.