lunes, 11 de junio de 2012

Relato 4. Rosa Estrada

EL ÚLTIMO ENCUENTRO
 
 Hace ya mucho tiempo, y sin embargo, aquellos recuerdos siguen aún vivos en mí, mientras que el resto, durante años, quedaron guardados en un recodo de mi memoria.
   Mi pueblo _ Formado en principio por dos aldeas construidas ambas alrededor de una iglesia, con el tiempo se fue edificando desde cada una de ellas, en hilera y en sentidos opuestos como si quisieran abrazarse, dejando libre una amplia zona central solo salpicada de un lado por la escuela y la comisaría, y un extenso campo de fútbol, del otro _Era, y sigue siendo, un pueblo perdido en la sierra camino de ninguna parte y solo destino de los que lo añoran.
    Lo veo ahora como un documental de la época _Hay colores dentro de su perímetro. Veo el color del barro, con el cual elaboraban los adobes para construir las paredes , el amarillo de la paja con el cual hacían sus techos, los vestidos multicolores de sus pobladores sobretodo el viernes , día  del mercadillo del pueblo_ Mujeres reunidas alrededor de la radio con la cabeza gacha, zurciendo, cosiendo, viendo el mundo pasar a través de los visillos del cierro de la estancia, una estancia cerrada en una sociedad aislada, donde todo el mundo es vigía y se siente vigilado.
    Un estado de abandono, de ignorancia y de retraso en el que abundaban supersticiones e historias truculentas de ahogados en el pantano, cuyos cuerpos salían a flote al tercer día invariablemente, de reyertas con navaja a la puerta del restaurante y a la luz de la única farola de la plaza, de traiciones, de odios, de venganzas que contaminaban el aire haciéndolo espeso. Historias contadas por mi abuelo _ El cabello canoso y ondulado, además de su carita dulce habían hecho que fuera una de las personas más queridas del pueblo_  y  en las noches de verano, en el zaguán, con la familia en torno a él. Historias también de fantasmas. Mi abuelo creía en ellos, porque tuvo una hermana vidente _ Mi tía Clara, de quien se decía había tenido contacto con  espíritus  de sus antepasados_ cuya gracia  “como él la denominaba”, no había heredado nadie de la familia. Contaba la historia de un espíritu que se apareció a unos vecinos, que regresaban de la fiesta patronal de un  pueblo cercano y habían sufrido un accidente y otra que me gustó mucho: La del fantasma que se aparecía a los vecinos del pueblo, momentos antes de morir, para ayudarles a soportar el último trance. El abuelo decía que los que van a morir hablan con alguien que los demás no ven, que guardan las pausas como escuchando a su interlocutor. En principio se creía que el enfermo deliraba, pero cuando se comprobó que la situación se repetía, no tuvieron dudas. Desde entonces la visita al enfermo muy grave, seguía siendo un acto de caridad para algunos, pero también una búsqueda de espectáculo “para otros”. La aparición en principio, asustaba al enfermo, pero mientras hablaba se iba serenando y confrotando y al final tenía una muerte dulce.
    Podría ser la muerte, pero no lo creo, decía. La muerte no va a socorrer a nadie en un accidente, debe tratarse del mismo fantasma. No pretenderemos que un pueblo tan pequeño, tenga dos, comentaba jocoso. _ ¡No! Ya lo tengo- ! Como somos dos aldeas tenemos cada una  el nuestro.
Tú si que eres un fantasma, abuelo. Es una historia irreal pero tan hermosa que merecería se cierta, como son ciertas todas las verdades descabelladas. Ojalá pudiese corroborarla pero aquí no se muere nadie.
Ten paciencia, igual tienes suerte y nos azota una nueva peste como la de hace más de 200 años y disipas tus dudas.
¡ Eres icorregible abuelo!
Mejor aún, yo estoy muy viejo, ¿entiendes?... Te reservé un sitio de privilegio al borde d emi cama desde podrás presenciarlo todo y hasta podrás tomar apuntes.
Conociéndote, abuelo, eres capaz en tu lecho de muerte, de fingir una conversación con el fantasma con tal de burlarte de mí.
¡Diablo de criatura esta!, dijo entre risas.
    Olvidé el tema durante cierto tiempo, pero un día ocurrió un hecho que iba a ser determinante en mi vida. Mi amiga Olga _ Ella era mi amiga de toda la vida y nunca me negaba nada _ y yo, regresábamos en bicicleta de tomar un baño en la poza. Yo más pequeña, iba de “paquete” en el asiento posterior de la bicicleta. La carretera se hacía cuesta abajo y circulábamos a demasiada velocidad , por lo que Olga iba frenando poco a poco, introduciendo su pie por el espacio libre que había ocupado el guardabarros delantero de su vieja bicicleta. Había minorado la velocidad, pero no lo suficiente ante la proximidad de una curva. Supe entonces que íbamos a sufrir un accidente horrible _ Tal vez se agudizó mi intuición en aquel momento y el hecho de pensar que iba a ser fatal me aterró. Me oriné encima_Olga, también lo supo e instintivamente hundió el pie en la rueda delantera, frenando de golpe y haciéndonos saltar hasta la ladera por la que rodamos varios metros pendiente abajo hasta una zona de ramas y matorrales.Teníamos arañazos y magulladuras por todo el cuerpo y yo, además un tobillo hinchado. Olga me ayudó a incorporarme hasta dejarme al pie de un eucalipto cercano mientras iba al pueblo a pedir ayuda _ Me dijo que regresaría antes del anochecer a sabiendas de que, por mucha prisa que se diese llegaría siendo noche cerrada_ Lo esperé sentada con la espalda recta apoyada en el eucalipto. Entonces fui entrando en un sopor mezcla de cansancio y de sueño. De pronto siento como que alguien me observa y giro brúscamente mi cabeza a la izquierda y veo una figura ensombrecida de pie, al frente. No consigo ver su rostro que esconde bajo un sombrero grande. Lleva una especie de túnica muy holgada que le cubre el cuerpo, desde el cuello a los pies. Se va acercando pero no parece caminar_ Diría que venía como flotando al ras del suelo y extrañamente percibo un extraño olor a moras y no sentí miedo ni llegué a sentirlo incluso_ Cuando instantes después tuve la certeza de saber quién era y que podía estar viviendo mis últimos instantes, pareció leerme el pensamiento.
No temas, no te va a ocurrir nada. He visto el accidente y he venido a socorrerte. Estabas inmóvil y rompiendo una norma, me he dejado ver para prestarte ayuda.
¿ No voy a morirme entonces?
¡Cómo se te ha ocurrido!. Claro que no.
    Me inspeccionó el tobillo y presionó con sus dedos distintas zonas de la pierna magullada como suelen hacerlo los médicos y enfermeros.
No te preocupes, no tienes nada serio. Con un antiinflamatorio y algún analgésico que te recete Don Julio te curarás enseguida.
Ya veo que conoces a Don Julio, el médico, pero ¿Quién eres tú? ¿De dónde vienes? ¿Por qué estás ahora aquí?.
Odas las preguntas tienen su respuesta, pero a su debido tiempo. Prepárate, tu padre y el médico están a punto de llegar y yo estoy a punto de marcharme. Y se marchó.
    Cuando mi padre llegó con cara de preocupación, yo no paraba de gritarle.
¡ Le he visto padre! ¡Le he visto!
¿ A quién has visto?
¡Al fantasma! ¡ Al fantasma!
    Mi padre me miraba incrédulo_ Pensaba que deliraba.
Bueno descansa, hija mío, está muy débil, mañana hablamos.
    A la mañana siguiente esperé ansioso la llegada del abuelo. No tardó en llegar.
¿Cómo te encuentras?
¡ Le he visto abuelo! ¡Le he visto!
Sí, ya me ha contado tu padre.
Te noto un tanto incrédulo ¿Acaso no crees lo que te dice tu nieta?
Claro que sí, lo que ocurre es que estabas aturdida, querías que apareciese y tu subconsciente ha hecho el resto.
¡Caramba! Ahora te doy una prueba de veracidad, ¿No lo crees?
Bueno, la verdad, es que tu cara de moribunda, lo que se dice moribunda no tienes.
No sigas por ahí que te conozco, además también se le apareció a los del accidente.
Sí, en aquel accidente murieron dos personas y otras dos estuvieron muy cerca. Uno de ellos heridos dio detalle de su presencia. Solo aparece en situaciones extremas y esta del accidente, fue “solo” muy grave. Lo tuyo es otra excepción.
Él mismo lo dijo: “rompiendo una norma”.
Sí, una norma que, al parecer, ha roto ya dos veces que nosotros sepamos. Lo que creo es que como somos un pueblo tan pequeño, alguien considera que no tenemos la categoría suficiente y por eso nos envían un fantasma de segunda clase.
Abuelo, eres imposible. Contigo no se puede.
    Al día siguiente, el médico vino a casa para inspeccionarme y aproveché la ocasión para contarle lo sucedido y preguntarle si conocía a ese personaje misterioso que posiblemente fuese médico y que me había hablado de él_Se sorprendió y me contó que el único médico que había en el pueblo fue su antecesor  y ya había fallecido_ Se burló de mí por hacer caso de las habladurías y supersticiones que durante muchos años, gente ociosa del pueblo se había dedicado a propagar. De pronto frunció el ceño, atusó pensativo su perilla como intentando recordar algo que había olvidado y dijo:
- Aunque, ahora que lo mencionas, mi antecesor me contó que hubo un médico en el pueblo que no tenía más medicina que la de ayudar a buen morir a todos sus enfermos en el fatídico año de la peste y que la enfermedad también acabó con su vida. Fue enterrado como el resto en una fosa común, detrás del cementerio actual donde hoy se encuentra el campo de moras. El campo con las mejores moras de la zona-
¡Ya lo tenía! No conocía su identidad, pero sabía quién era. ¡Era él!.
    Desde entonces me preguntaba: ¿Quién ? ¿Por qué a mí? ¿Había heredado la “gracia” de la que hablaba el abuelo? “Todas las preguntas tienen sus respuestas, pero a su debido tiempo”recordé_Estaba convencido que tendría mi última cita con él_ Y procuré llevar una vida lo más acorde posible con los dictados de mi conciencia, debía aprovechar el tiempo que me quedaba porque no quería presentarme sin nada que ofrecer, seguro  que tendría que rendir cuentas. Tenía que hacerme merecedor del favor que se me iba a conceder.
    Al poco tiempo dejé el pueblo para estudiar la secundaria en un internado de la ciudad – un internado de las Madres Dominicas al que habían ido también mis primas por considerarse que sería bueno para nuestra formación _   y regresaba en vacaciones para pasarlas en familia. Aquel verano, el abuelo había caído enfermo y cuando me despedí para regresar a la ciudad, presentí que era la última vez que nos veíamos y fingí una despedida convencional.
Hasta pronto, abuelo, cuídate y ve preparando alguna historia interesante para cuando regrese.
Me temo que no habrá más historias y la mía se está terminando.
    Dijo el final de la frase forzando una sonrisa para estarle importancia y para escrutar mi reacción. Yo sabía que solo temía su muerte por el dolor que iba a causarnos y sacando fuerzas de flaqueza, le esperé.
Abuelo, no te pongas trágico, no te pega nada.
    El abuelo y yo congeniábamos. Era el mejor contador de cuentos del mundo. A pensar de tener un sentido del humor tan acusado que le llevaba a hacer chistes incluso en los momentos adversos, aprendí de él a tomarme la vida en serio aunque parezca un contrasentido, y sobretodo aprendía  no dramatizarla.
    Al poco tiempo, mis padres me avisaron que el abuelo se moría. Partí enseguida y cuando llegué, parecía que todo el pueblo estaba congregado en su habitación  pero yo tenía mi lugar al borde de su cama. “Te reservaré un sitio de privilegio” había dicho premonitorio.
    Me senté, cogí su mano y se giró hacia mí con los ojos entornados pero su rostro ya no tenía expresión, después los abrió desorbitados y yo me recliné hasta el lecho y rodeé mi cabeza con el brazo a la altura de los míos, no quería ve ni oír nada porque  ese momento le pertenecía exclusivamente y yo sentía un enorme respeto. Entonces apretó mi mano hasta producirme daño al tiempo que yo percibía, cada vez con más fuerza, un intenso olor a moras.

Relato 4 de Joaquín Jáuregui


Relato 4 de Joaquín Jáuregui 


- Hola, soy Natalia y vengo del Perú – hace mucho tiempo que no sentía ese calor en el rostro, las manos mojadas por el sudor; Caminó hasta el final de la sala y encontró un puesto vacío.
Mientras caminaba, podía sentir las miradas del resto, los nuevos compañeros, miradas de Hienas hambrientas, las mismas miradas, que le echaron sus cinco hermanas, cuando ganó el año anterior, el premio a la mejor alumna del colegio y se transformó en el orgullo de sus padres, la mismas miradas, que le dieron sus hermanas cuando los padres le regalaron unos hermosos patines por ese premio.
-          Permiso, dice ella con su entonación cantadita, permiso, vuelve a decirle al muchacho de la mesa de al lado, que tiene su mochila en un banco que está vacío.
Cuando se sienta, vuelve a mirar al resto de la sala, y pudo ver las miradas que venían en fila desde el primer sitio hasta la última fila.
Se sintió como en esas películas americanas, que veía de niña, donde siempre hay una víctima.
-          ¿qué hace una peruana en este colegio de Santiago de Chile? – pregunto José María con un tono despectivo, éste era el típico alumno problema, que molesta a todo el mundo y que jamás nadie se atrevía a levantarle la voz.

José María, había tenido una infancia traumática, con mucha violencia en su casa; además, nunca terminaba el año académico, sin que no lo expulsen de algún colegio.
-          pues aquí, llegando del Perú, mi padre es Cónsul de Perú aquí en Chile – responde de manera inocente la chica, Natalia siempre ha sido muy dulce y jamás ha tenido problemas con sus compañeros, ni en los estudios ni mucho menos en conducta.
-          que tu padre es Cónsul ¿ y eso que es?, bueno da lo mismo, lo gracioso es que eres peruana.- hace unos años a José María, lo habían expulsado, de un colegio, por tener problemas con una profesora que tenía algunas dificultades al hablar, ahora sentía que tenía un nuevo material para burlarse.
-          ¿enserio te causa gracia Perú? – pregunta Natalia – si quieres cuando salgamos a recreo podemos ir a tomar una bebida y te cuento cosas de Perú, también si quieren, en verano pueden ir varios a pasar las vacaciones a mi casa de Perú, - dijo con mucha ternura y en señal de amistad.
-          Bueno vale, responde José María, que en ese momento estaba impactado, miles de recuerdos giraron por su cabeza, nunca nadie le había invitado algún lado y mucho menos contarle sus cosas, lo que despertó en él un lado que ni siquiera él mismo conocía  y no le quedó más remedio que decir que sí.
Cuando llegó el recreo, José María tardó en salir, y cuando lo hizo se dio cuenta, que todos los compañeros, estaban rodeando a Natalia, escuchando cosas que contaba de Perú.
José María, sintió un poco de vergüenza al acercarse, así que da media vuelta y se va. Antes de desaparecer, Natalia lo llama.
-          José María, estamos organizando un paseo a mi campo este fin de semana, ¿te vienes? – dijo Natalia mientras todos los compañeros miraban con cara de que jamás diría que sí.
José María, seguía recordando aquellos días, en que no se le consideraba para nada, recordó que su madre, siempre lo dejó solo y no lo dejaba jugar con otros niños. Todo esos recuerdos circularon por su cabeza como un espiral.
-          buen, José María ¿que dices te vienes? – pregunta Natalia.
-          Por supuesto que voy – dice mientras se acerca a sus compañeros para escuchar la historia.

viernes, 8 de junio de 2012

-Relato 4 de Enrique Morales Fernández, "No sé nada"

 
No sé nada

Los últimos compases de “La Traviata” sonaron grandiosos. Los altavoces estaban casi a la máxima potencia. Luego, un letal silencio. Miró la hora en su reloj, marcaba las doce y doce minutos, morosamente se levantó de su sillón de cuero beige, apagó el equipo de música, avanzó los pies, buscando sin mirar sus zapatillas de felpa marrón. Subió lentamente al dormitorio. La puerta se encontraba entreabierta, la empujó suavemente, entró, cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra de la habitación, dejó la mirada clavada sobre la cama.

Sobre la cama de matrimonio yacía su esposa, boca abajo con un cuchillo de cocina de esos largos, muy largos, y estrechos, algo estrechos, clavado en la espalda, con un ángulo tal, que seguramente le había perforado el pulmón izquierdo y cuya punta posiblemente le partía el corazón en dos. Como un halo misterioso, casi de santidad, rodeaba al cuerpo inerte una gran mancha de sangre. Llevaba un batín de seda violeta, lo que daba como resultado un espectáculo cromático ciertamente interesante: ella: rosada pálida, el batín: violeta, y enmarcándolos: una aureola roja oscura. La composición cromática era ciertamente interesante, porque además las sábanas eran de satén amarillo, lo que lograba compensar, la intensidad de color de los elementos anteriores. Perdón por la frivolidad. Ha sido una simple observación estética, me temo que poco pertinente, lo sé.

Miró fijamente durante unos segundos el cuerpo sin vida de su esposa. Inspiró una bocanada de aire. Gritó, sí, creo que gritó fuertemente: “Amor mío, ¿qué te ha ocurrido?”. Lo cual era una pregunta estúpida, estaba claro lo que le había ocurrido a su esposa. Se fue hacia ella, se empapó en su sangre aún fresca cuando la abrazó, y continuó vociferando como una rata. Luego de algunos instantes, llamó a la policía, entre balbuceos le contó que había encontrado a su esposa en la cama, con un puñal afilado clavado en la espalda, y que yacía muerta, sobre su cama. La policía no tardó en llegar a la casa. Y al poco tiempo estaba toda la casa invadida por policías y detectives, tomando huellas y fotografías de las más variadas cosas: de las puertas, de las cerraduras, del cuchillo, del suelo de la habitación, etc., etc. Luego llegó el forense, que no paraba de asentir y decir entre dientes: “ummm”. El caso es que lo acosaron con preguntas sobre la finada (creo que se dice así), preguntas a decenas, bueno que digo a decenas, a cientos. Él contestó titubeante a casi todas, y otras no las contestó, solamente calló. Y le dijeron algo así como que no podía salir del Estado (o sea, todo como muy peliculero).

Después de varios días vino otra vez la policía y lo detuvo.

El juicio levantó cierta expectación en las Cadenas de televisión del Estado, que por aquellos días estaban un poco escasas de noticias. El juicio fue breve, por una parte él dijo que no sabía nada, absolutamente nada de la muerte de su esposa, que él la amaba con locura, que hacía poco que se había divorciado y casado con ella. Dijo también que la noche del asesinato, estaba escuchando “La Traviata”, y que no oyó nada, y que cuando llegó a la habitación encontró el cadáver de su esposa. Creo que al jurado de todas maneras, que no sabía si era el autor o no del asesinato, no le hizo mucha gracia en todo caso, que mientras estaban asesinando a su esposa, él se dedicara a escuchar “La Traviata”. Que debe de ser una cosa como muy decadente, de europeos, de homosexuales, o de locos.

El fiscal habló mucho (ese sí que habló). Dijo algo sobre un seguro de vida. Dijo algo sobre la ausencia de señales de violencia en la habitación de los hechos, dijo algo de subir el nivel de la música para que los vecinos no escucharan los gritos de la pobre esposa mientras era asesinada, y dijo algo de las huellas del acusado en el arma homicida, y en el cuerpo de la finada (¡toma ya! Era correcto eso de finada).

En fin, que en menos de tres días, la sentencia estaba dictada. El veredicto fue de culpabilidad y la sentencia era de condena a muerte.

Así que llevaba algunos años esperando la ejecución de la sentencia. Él siempre ha proclamado su inocencia, bueno hasta ayer por la tarde que fue ejecutado en la Prisión Estatal de Florida.

Al final, mi pobre papi ha aceptado la inyección letal con resignación, y eso que a la zorra esa la maté yo.

FIN



Autor: Enrique Morales Fernández.

-Relato 3 "Quiero decir..." de Enrique Morales Fernandez

 
...QUIERO DECIR...

Fatigados, cansados, los oficinistas salían del trabajo. Un rumor de adioses apáticos. El torno de control horario expulsaba trabajadores hacia la libertad de sus pequeñas monotonías, con frialdad, como una máquina expendedora deja caer en la bandeja un producto pagado. En la calle la lluvia, indiferente, empapaba el suelo. Carreras, aceras tachonadas de paraguas negros, y blancos.

Carmen, aguzó la mirada. Sí, era Dolores. La lluvia le caía por la gabardina, le mojaba el pelo y la cara. Dolores, inmutable, dejaba que el agua le calara hasta el alma.
–Hola, Dolores. Qué sorpresa verte aquí. –Un rictus afiló sus delgados labios.
–Carmen.
–¿Qué tal estás? Te veo pálida. ¿Pasa algo? Estás empapada.
–Mira, la cafetería de enfrente sigue abierta. Invítame a un café, lo necesito.
Carmen eligió una mesa cerca de la puerta. Dolores se sentó y posó el bolso de un golpe seco, tanto que casi quiebra la fina cuchilla de afeitar, y rompe la botella de ginebra medio vacía que llevaba en su revuelto bolso. El camarero tomó nota: dos cafés solos, “Dos bellas mujeres” pensó.
–Qué día de trabajo más complicado. Los departamentos siempre dejan para última hora comunicarnos a nóminas los festivos y horas nocturnas, y claro... –Carmen empezó a parlotear nada más que se marchó el camarero.
–¿Sabes? Juan, se acuesta con otra.
–¿Cómo? ¿qué?
–Joder, que el cabronazo de Juan se está acostando con otra.
–¿Pero cómo te has enterado? quiero decir ¿cómo lo sabes?
–Y dime, qué hago yo ahora, veinte años de matrimonio, dios mío, es toda una vida.
–... Pero a lo mejor estás equivocada. –miró a Dolores, escrutándola.
–Tres hijos. Tres hijos. Tres hijos. ¿Pero es que este hijo de puta no ha pensado en nada? –acercó su boca a la cara de Carmen, y suspiró. –Si al menos supiera con quién está...
–Dolores, ¿has bebido?
–Si al menos supiera quién es ella... me gustaría tenerla a la cara, hablarle.
–Creo que estás borracha.
El camarero llegó con los dos cafés. Se retiró enseguida.
–Sí, eso, hablarle. ¿no hay hombres solteros? ¿cómo puede destruir una familia? –Dolores manoseó frenéticamente el bolso, tanto que se cortó la palma de la mano con la desnuda cuchilla de afeitar. Cogió un cigarro y el mechero. –Me ha hundido la vida.
–Bueno, nadie obliga a nadie, todos somos adultos. Además, a veces no podemos tener a quién queremos tener, y tenemos que amar a otro. Quiero decir... no pienses en eso.
–Perdona, y te preguntarás por qué te cuento todo esto.
Carmen tragó saliva, miró fijamente a Dolores, observó su belleza, su negro cabello rizado, sus labios definidos, su pómulo marcado.
Dolores dio una calada profunda al cigarrillo. Un pequeño reguero de sangre manaba de la palma de su mano.
–Dolores, tienes sangre en la mano. –Un amago de gesto acercó unos imperceptibles milímetros los labios de Carmen a la herida de Dolores.
–No tiene importancia, no tiene importancia. Ahora no tiene importancia. –Esbozó una media sonrisa.
–¿Pero cómo diablos te has cortado?
–Llevo en el bolso una cuchilla de afeitar –afirmó despreciativamente.
–¿Una cuchilla de afeitar? Una cuchilla de afeitar.
– Sí.
–Está bueno este café –titubeó Carmen.
Mientras Dolores expulsaba cansadamente el humo del cigarro, Carmen observó cómo la lluvia había logrado que se transparentaran tenuemente los pezones de Dolores.
–¿Sabes?, Carmen, eres afortunada, nunca tendrás el problema de que un hombre te deje o te engañe.
–Bueno... –susurró Carmen. Iba a continuar hablando, pero calló.
–Si la tuviera delante... si la tuviera delante...
–Dime Dolores, ¿qué harías? Quiero decir... ¿de qué te serviría?
–...
–Dime Dolores, ¿de qué te serviría?
–La mataría. La mataría. Sólo eso. Sí, eso estaría bien.
–Me das miedo... quiero decir, no digas tonterías, irías a la cárcel. No serviría de nada –dijo Carmen muy seriamente.
–Da igual, me da igual. Mírame bien, no voy a ir a la cárcel haya hecho lo que haya hecho –le dijo Dolores arrastrando las palabras.
–Estás borracha.
–Estoy acabada.
–Borracha...
–Acabada...
Dolores cayó sobre sus hombros, se postró en la mesa, apuró el café. Miró a Carmen. Entornó los ojos como quién ve por primera vez a alguien desconocido. Resopló desganadamente.
–Voy al aseo. Voy al aseo –dijo Dolores titubeante, ida, como un boxeador noqueado pide que el entrenador tire la toalla. –al levantarse cogió el bolso y lo aferró con fuerza.

Carmen la miró levantarse. Dolores caminaba tambaleante, pero con paso firme, irregular, pero pretendidamente firme y digno. La siguió con la mirada hasta que entró en el aseo de señoras. Carmen miró la calle, seguía lloviendo en el mundo. Las gotas golpeaban indiferentes, frías, e inevitables, el mundo. Carmen llamó al camarero, pagó la cuenta de los dos cafés, y se marchó. La lluvia impidió ver que estaba llorando.

En la calle la lluvia, indiferente, empapaba el suelo. Carreras, aceras tachonadas de paraguas negros, y blancos. 

FIN

Relato 2 de Joaquín Jáuregui



El Sobre.

 Abre el puto sobre, que estas esperando – dice nerviosamente  Sandra, mientras toma una taza de café, en una de las terrazas del centro.
-       No me atrevo, me da miedo -  contesta Marcela, mientras mira fijamente un sobre blanco, que está sobre la mesa.
-       Vamos a ver, ese sobre debería tenerlo yo, por que soy tu hermana mayor.
-       Marcela – Toma el sobre y lo tienen ahora ella en sus manos.
-       Perdón, mira tu serás la mayor, pero yo estuve con ella hasta los últimos días, así que sin duda alguna, tengo mucho más derecho que tu de abrirlo y tenerlo – toma el sobre y ahora es ella quien lo tiene en la mano.
-       Pero Marcela, como puedes decir algo así, yo no podía estar con ella siempre, por que tenía que trabajar, si no era por mi trabajo quien pagaba las medicinas, las quimioterapias, y todo eso, eres realmente una mala persona – lo dice con los ojos súper brillosos y con las dos manos tapándose la cara.
-       No se trata del dinero, se trata del tiempo que uno le dedica a la persona, la calidad, la venías a ver una vez al mes como mucho, eso a ella la tenía muy consumida y triste, decía que no entendía – lo dice con los ojos brillosos y las dos manos tapándose la cara.
-       Venga, abre el sobre ya, que estás esperando, tengo cosas que hacer – lo dice llevándose el café a la boca.
-       Ese es tu problema, te lo estoy diciendo, siempre tienes algo que hacer, pues ahora te esperas, por que yo quiero un trozo de tarta – llama al camarero y le pide un trozo de tarta de chocolate.
-       Marcela, te vas a poner como una cerda – le quita el sobre de las manos.
-       Mira Sandra, yo puedo darme estos lujos, la única cerda aquí eres tu – le quita otra vez el sobre de las manos.
-       Hay Marcelita, por dios, como se nota que te has pasado la mitad de tu vida cuidando a mamá, eres la típica solterona amargada que no ha tenido un puto orgasmo en la vida, por eso te refugias en el chocolate y el azúcar, cerda. Lo dice fuerte y soltando una carcajada que llama la atención de toda la terraza.
-       Que chistosa – dice Marcela, riendo nerviosa, mientras mira a la gente de su alrededor.
-       Pues lo que yo prefiero es estar así, a ser una mujer cornuda y que como si fuera poco la dejaron abandonada por una mujer 15 años menor, claro por eso te refugias en vestirte como una putilla de 25 años, teniendo 50, mujer por favor mírate – lo dice fuerte y suelta una carcajada que vuelve a llamar la atención de toda la terraza.
-       Mira Marcela, abre el puto sobre ya, que sino lo abres ya, la taza de café que te voy a tirar te desfigurara tu feo rostro – lo dice mientras le pide al camarero otro café.
-       Sabes que Sandra, vete, he pensado y no voy a abrir, es más lo voy a guardar y lo voy a abrir en casa antes de dormirme sola, después de ver el pronóstico del tiempo – lo dice disfrutando la tarta de chocolate a más no poder.
-       Marcela, me has tocado los cojones, ya no voy a tolerar esto – se para de la silla gritando, toda la terraza esta mirando impresionada del escándalo.
-       Abre el sobre ya, creo que tengo el mismo derecho que tú, te acuerdas cuando murió papá, quien estuvo al lado de mamá, todo ese tiempo, yo, mientras tu te fuiste a Nueva Zelanda a recoger Kiwis, yo seque cada lágrima y estuve cada noche desvelada con mamá – cada vez grita más fuerte y rompe a llorar.
-       Mira Sandra, el tema de papa déjalo fuera por que sabes que con ese tema no – lo dice muy calmada mientras la otra sigue llorando y fuera de control.
-       Que ese tema no Marcela? Nunca hablas del tema, por que sabes que nos dejaste solas, eso no se le hace a la gente de tu familia, de tu sangre – llora mientras la gente de la terraza esta asombrada pero se hacen los tontos.
-       Sandra, que el tema de papá no se toca, mierda – se para furiosa y gritando, ahora están las dos paradas frente a frente.
-       Las dos tenemos el mismo derecho, ábrelo Marcela y terminemos con esto de una vez – se sienta
-       Ok, voy a pagar la cuenta, obvio que pago yo, tu no tienes ni para el autobús – le hace una señal al camarero de que traiga la cuenta.
-       Yo tengo para lo mio gracias – revisa la cuenta y pone cada una la parte que le corresponde, quedan las dos mirando para lados distintos y en silencio.
-       Ok, voy a abrirlo – saca el sobre y lo deja en la mesa.
-       ¿Que puede ser?
-       Pues no lo sé, es más no sé la suma, que yo sepa riquezas no tenemos como familia, ni tierras, pero algo será – lo dice mirando fijamente el sobre.
-       Promete que lo dividimos en partes iguales, ya? Lo dice mirando fijamente el sobre.
-       Ok – responde Marcela mientras rompe el sobre.
-       Que dice – pregunta con mucho nerviosismo.
-       No lo sé no me atrevo a verlo – llama al camarero y pide dos wisky
-       Aquí está – saca una hoja blanca con una foto dentro en la que aparecen con su padre y su madre fallecida, es una foto familiar muy antigua.
-       ¿Una foto? - Pregunta Sandra con los ojos llenos de lágrimas.
-       Sí, una foto, la única que hay de los 4 – toma a foto con los ojos llenos de lágrimas.
-       ¿Nada más? - Pregunta Sandra bebiéndose el wisky de una sola vez.
-       Nada más hermana – tomándose el hasta la última gota de su wisky.
-       ¿Tienes para pagar el wisky hermana? - Lo dice mientras arregla sus cosas para irse.
-       No hermana y tu tampoco veo – lo dice mientras arregla sus cosas también para irse.
-       No tampoco, ¿ya sabes que hacer no? Dice mirando hacia donde está el camarero.
-       Ok, a la de tres nos vamos, 1,2,3, - salen rápido sin mirar atrás.

Relato 1 de Joaquín Jáuregui


"María"

Hace dos horas que el teléfono suena y suena, una vez el fijo, y otra vez el móvil, como si se turnaran una vez cada uno.
María, descalza y sentada en un balcón que da hacia el rio, se hace un porro.
De fondo el ring ring de los teléfonos que no dejan de sonar.
Cada vez más agobiada se fuma el porro, se duerme, suena el timbre del piso.
María se levanta de un golpe, asustada y a la vez atontada, se dirige a la puerta, abre.
Entra Marión como un huracán que destruye toda la paz interior del inmueble:
-       - Niña, que pasa, que llamo al fijo, que llamo al móvil y no me contestas, estaba por llamar a la policía.
María parada en la puerta no dice ni hace nada, Marión al no recibir respuesta se sienta y la mira, María rompe a llorar. Marión se para de un golpe y corre a darle un abrazo, las dos lloran desconsoladas.
-       - Ven María, sentémonos aquí, ya deja de llorar por favor que estoy aquí para acompañarte y pasar este mal rato juntas.
Marión se para y va a la cocina, tarda unos minutos y vuelve con un plato de limones en rodajas, enciende la radio.
-     -  Quiero que vallas a tu cuarto y te pongas lo mas guapa que puedas, sí y nada de mirarme con esa cara de perro atropellado, ya, partiste.
María se va al cuarto, Marión pone música hip hop bastante sensual mientras decora la mesa de centro con rodajas de limón, sal y unos vasos de chupitos.
María hace su aparición guapísima, aunque aún no se a pintado la cara.
-     -  Pero María por dios, con esa cara no vamos a entrar en ningún sitio, madre de dios, si parece que te acabas de bajar de un ring de boxeo.
María vuelve al baño, pero antes Marión la obliga a tomarse un chupito de tequila,  María vuelve al baño y Marión trae unas patatas y unas gambas, justo cuando María vuelve.
-       - Wooooooooooooooooow!!!! Pero que guapa amiga por dios, ahora si que entramos hasta en el cielo.
Se beben otro chupito, mientras escuchan canciones de Alicia Keys.
Marión baila muy sensual mientras María esta sentada con una cara de funeral y se bebe otro chupito, Marión la sigue con otro y sale a la cocina por más limón.
María se hace otro porro, mientras la otra sigue bailando sola, de pronto suena la típica canción rompe venas, romántica, Marión se sienta, se fuman el porro las dos en silencio, se toman otro chupito.
Están las dos sentadas frente al balcón, pegadas con la mente en blanco, mirando los últimos rayos de sol de la tarde que envuelven el salón de un color amarillo, las dos rompen a llorar, sin decir ni una sola palabra.
María toma la botella de tequila y llena los dos chupitos, Marión espera el suyo, pero María se bebe los dos.
Marión hace lo mismo, agarra la botella se sirve dos chupitos y se los bebe.
-     -  Gracias amiga, eres tan educada, tan atenta.
En la radio suena Mazzy Star con la canción “Fade into You”, las dos se quedan en silencio como dos moscas atontadas con insecticida, las dos comienzan a cantar, mientras María sirve otra ronda de chupitos.
Brindan y comienzan a reír como locas, a gritos en el suelo, descontrolados y revolcándose, sin poder parar.
Marión se para y pone cara de seria, apenas puede hablar, intenta decir algo pero la risa no la deja. Se vuelve a tirar al sueño y ríe descontroladamente.
En un minuto se quedan en silencio mirando el techo, ya esta notoriamente más oscuro.
La radio sigue sonando, ahora suena “Let Me Cry” de Hootie And The Blowfish, las dos cantan con el alma, suben el volumen a más no poder, están como nunca, arriba de los sillones, usando el mando como micrófono.
De repente María se para, mira a Marión y baja la música de golpe.
-       - Amiga, tu crees que volverá?
Marión solo con un gesto le dice que no, la abraza y rompen a llorar.

-Relato 4 de Carmen Rodríguez Pérez

Cleptomanía

Miguel está sentado en una mesa de la biblioteca. Le ha costado un madrugón conseguir aquel sitio alejado de la puerta de entrada, o de salida, según dónde se sitúe uno. En su mejilla izquierda aún queda una fina estela que le llega hasta la mandíbula. Los bostezos son continuados e inevitables. “No, ahora no. Maldita alarma.” Tiene la cabeza apoyada sobre la mano. Con la mirada borrosa le echa un vistazo al material de papelería que tiene en frente: varios bolígrafos, una regla de 20 centímetros, un portaminas. Tantas cosas y nadie custodiándolas. La mirada se le emborrona. Un último bostezo hace que Miguel considere ir a pedirse un café. Antes de irse vuelve a mirar de nuevo lo que tiene delante. Hay un par de subrayadores, uno naranja y otro azul, que le hacen tener una sensación de tensión. Tras esto, el café parece que se hace de rogar. Los impulsos por conseguir esos subrayadores empiezan a estar por encima del sueño. Es más, por un momento Miguel se sugestiona pensando que en realidad no necesita el café porque ya se ha espabilado. Tiene la mirada fija en los subrayadores. Cuando levanta la mano dispuesto a acercarla a su presa, su móvil vibra. Miguel mira el móvil y lee un mensaje de Luis: “Estoy llegando. Nos vemos en la cafetería. Más te vale que me hayas guardado un sitio, mamón.” Miguel se olvida de su objetivo. Los móviles no sólo sirven para quitar vidas en las carreteras.
Arrastra la silla con maestría para que no rechine, se levanta y coge su mochila. El sonido de las pisadas en el parqué levanta las miradas de los estudiantes que van oyéndolo. Miguel sale por la puerta y la sujeta para que pueda entrar la chica que viene de frente. No espera las gracias, va corriendo a pulsar el ascensor antes de que cierre las puertas por completo. En un momento está ya en el patio. La cafetería está en el otro patio. Recuerda a su amigo Francis que se había licenciado el año anterior. “¿Y ahora que me voy yo abren la cafetería?”. En la puerta le espera Luis.
¿Qué pasa Miguelito? —desde horas tan temprana Luis tiene un tono burlesco. No puede dejar la guasa en ningún momento. Ni aun cuando se torció el pie jugando al fútbol “Vaya hombre, ya he metío la pata”—. Vaya cara de zombie que traes.
Llevo aquí hora y media. Sólo he conseguido ordenar los apuntes. He intentado leerlos, pero Juan tiene una letra horrorosa. Creo que los pasaré a limpio.
¿Vamos a por ese café o no? —espera a que Miguel abra la puerta y se la sostenga para entrar. Con una muleta en una mano y los apuntes en la otra no le es posible manejarse bien—. Por cierto, mi sitio.
Allí tiene que seguir —entra por la puerta y la deja caer—. Me he asegurado de que parezca que allí había alguien sentado.

* * *

Voy al baño un momento. Ve entrando tú —Luis le da los apuntes a Miguel.
Si no sabes dónde estamos.
¿Dónde estamos? —Luis se da la vuelta.
Al lado de los ordenadores.
Allí nos vemos.
Miguel entra en la biblioteca. No queda ningún asiento libre, pero hay al menos tres portátiles por mesa, casi la mitad con redes sociales abiertas. Todo un enriquecimiento cultural. Miguel llega a su asiento, se descuelga la mochila y se sienta. El asiento de Luis no ha sido violado. El de enfrente sigue vacío. Todo está igual que antes de irse a por el café. Ni una sola hoja de apunte se ha movido. El cuadernillo sigue cerrado. Miguel lee con esfuerzo el nombre de la portada “Rosa María de la Fuente Navarro”. Y los materiales siguen siendo para Miguel igual de apetitosos, en especial los subrayadores. No decide esperar más. Despliega sus propios apuntes hasta que un montoncito cubre los subrayadores. Todavía no lo ha conseguido. Siente malestar. Uno a uno va recogiendo los montones. Queda el más difícil, el que cubre sus ansiolíticos de colores. Se levanta un poco, pero la decisión no ha sido suficiente para evitar el susto que se lleva cuando una mano le toca el hombro.
¿Qué haces, tío? —Luis apoya la muleta sobre la ventana.
Nada —coge el montón de apuntes y pone la otra mano debajo para agarrar los subrayadores—. Que mira hasta dónde han llegado mis apuntes —a la vez que va arrastrando los apuntes, así lo hace con la mano escondida—. Anda, venga. Ponte a estudiar.
Miguel se enconde los subrayadores debajo de las piernas. Intenta ponerse a estudiar pero le tiembla las manos. La calentura le sube a la cara. Puede sentir la adrenalina dentro de sus oídos. Una chica se le acerca exhalando aire fuertemente por la nariz. Se acerca a escasos centímetros a Miguel para que su fuerte murmullo se oiga bien.
¿Me devuelves mis subrayadores, por favor? —la boca le huele a ceniza fresca. Miguel se da cuenta de que tiene una buena perspectiva de los pechos de la chica y echa una mirada rápida. El borde del sujetador azul se sale por la camiseta amarilla.
¿Qué subrayadores?
Los que acabas de coger. Son míos, ¿sabes? —eleva un poco la voz y de su gargata sale un susurro gutural. Todos los de la mesa están mirando.
No tengo nada tuyo.
Pero chaval, que te he visto. No me lo niegues.
Mira la mesa. ¿Ves que no hay nada? Si quieres te dejo que rebusques en mi mochila.
No me cuentes milongas. Los tienes debajo de las piernas. Abre las piernas, anda.
Tío, las tienes a todas loquitas —interviene Luis.
No.
¡Que las abras!

* * *

Rosa está sentada en la mesa de una cafetería. Alrededor de la mesa hay tres sillas vacías. Tiene una tabla muy colorida y plastificada en una mano. Mientras la revisa remueve su refresco de cola con la cañita. Está buscando la última vez que tuvo la regla. “¿Tienes una compresa o algo? Aquí en los servicios te encuentras anillos vibradores pero nada de compresas.” Intenta recordar qué fecha era aquella noche de discoteca. Han pasado cinco semanas y un día exactamente. Los jóvenes no creen en la Iglesia, pero sí en su método anticonceptivo de la “marcha atrás”. Rosa resopla. Se siente los pechos algo hinchados y un dolor en el abdomen. Pero aún así no puede evitar preocuparse. Miguel entra por la puerta. Se acerca a Rosa y le da un beso.
Perdona, princesa. Ha pasado un autobús fuera de servicio. ¿Llevas mucho esperando?
Que va.
¿Te pido algo?
Tengo el refresco entero.
Miguel pide un té helado en la barra, lo paga y se sienta enfrente de Rosa dejando su mochila en la silla que queda a su izquierda.
Aquí te tengo muy lejos —levanta la mochila, la deja en el suelo y se sienta en esa silla. Coge la mano de Rosa y le da otro beso. Rosa le devuelve otro más largo. —Aquí mejor, ¿no?
Siempre —siente la mano de Miguel en la cara. Con los ojos cerrados no puede parar de besar. Seguidamente se nota las bragas húmedas. No sabe si le ha bajado la regla o si está disfrutando del beso. Rosa abre los ojos y para—. Un momento. Voy al baño —se levanta y se lleva su bolso.
Miguel suspira. Bebe un sorbo del vaso y dirige la mirada al televisor que está arriba. Golpea los dedos sobre la mesa y vuelve a beber otro sorbo. Sobre la mesa se percata de la tabla de Rosa. No tiene ni idea de qué es ni por qué lo trae su novia, pero le atrae. El bolso de una mujer parece tener una conexión directa con su habitación para sacar de él cualquier cosa innecesaria. Mira hacia los aseos y ve que Rosa aún está esperando. Miguel se impacienta demasiádo rápido. En ese momento una chica sale y Rosa por fin entra. Miguel piensa que debe pensárselo antes de tiempo, pero luego piensa que para no pensárselo hay de dejar de pensar en pensárselo. Pasa directamente a la acción, aunque no cree que Rosa salga tan rápido del servicio. Abre su mochila, mete la tabla y la cierra. Después bebe de su vaso. Un sorbo, dos sorbos, otro más grande y ya sólo queda un culo transparente.

* * *

Vaya marrón —Miguel cruza la puerta de la casa de Luis.
¿Qué pasa tío? —cierra la puerta y dirige a Miguel al sofá del salón donde se sientan los dos.
Tengo un problemón con Rosa. Hicimos un pacto hace dos semanas. Ella dejaba de fumar y yo iba al psicólogo.
¡Anda! ¿Has decidido curarte? ¿Sabes qué? —Luis se levanta con una agilidad increíble, desde que no usa las muletas quiere demostrar a todo el mundo lo fuerte que tiene el pie. Tuvo una complicada operación con clavos en el tobillo y no quiere asumir los estragos que le ha dejado—. No tenía pensado ofrecerte nada, pero te lo has merecido. ¿Café?
No, gracias. Ojalá pudiera curarme. Se supone que debería llevar ya dos sesiones.
¿Deberías?
No he ido a ninguna. Ahora mismo tendría que estar acabando la segunda.
Está bien —se sienta de lado—. Pues no hay café para ti.
Es que son muy caras. Cada sesión cuesta 60 euros. Para ella es fácil, los chicles esos costarán unos 20 euros.
¿Y por qué no lo intentas con el de la Seguridad Social?
Rosa no quiere. Dice que no son efectivos, que a su madre no la ayudaron muy bien con la ansiedad. Simplemente, se dedicaron a drogarla.
¿Y qué vas a hacer? ¿Podrás salir tú sólo?
Lo intentaré. Pero ahora mismo tengo que demostrar a Rosa que lo estoy tratando —el móvil de Miguel suena. Rosa le dijo que controlaría el tiempo para llamarlo en cuanto acabase la sesión. El mono del tabaco la ha vuelto muy quisquillosa—. Dime cariño.
¿Has acabado ya? —el sonido del auricular no está tan fuerte pero Luis puede escuchar a Rosa. Ha dejado los malos humos y se le ha subido otros.
Sí, ahora mismo.
Pues pásame al doctor, ¿no?
Eh... no, no puede ser porque... ya está con otro paciente. De todas formas te mando un whatsapp con su número y lo llamas tú ahora mismo, ¿vale?
Pero, ¿no has dicho que está con un paciente?
¡Sí! Pero atiende las llamadas. Conmigo ha atendido dos. Bueno, que ya te mando el número, llámalo ahora que luego no está en su despacho. Adiós cielo —Miguel mira amargado a Luis—. Déjame darle tu teléfono, por favor.
A mí no me metas en este lío, ¿eh? —Luis ve a Miguel muy nervioso “Tío, estoy para lo que quieras mientras tengas el pie así”—. Bueno venga. Que llame, que llame. Pero pongo el manos libres por si me puedes soplar alguna contestación.
No creo que haga mucha falta —Miguel no pierde el tiempo y teclea el numero para mandárselo a Rosa—. Ya ves lo que grita, seguro que la has escuchado.
Ya te digo —el móvil de Luis no tarda en sonar. Luis muy nervioso casi cuelga queriendo poner el manos libres —. ¿Diga?
¿Es usted el doctor Martínez? —la voz de Rosa se vuelve la de un roedor por el altavoz.
Sí, dígame qué desea.
Quería preguntarle por Miguel Mateos Cospedal, el paciente que acaba de tener.
¿El cleptómano? Sí. Es un buen paciente. Avanza a una velocidad sorprendente.
Vaya que bien ¿Es eso posible?
Sí, estamos probando una técnica innovadora. Directamente de la Universidad de... Vancouver. Sí.
¿De qué se trata? —la voz aguda de Rosa comienza a ser molesta por el manos libres.
Si... bueno. Tenemos reglas muy estrictas sobre no desvelar nada del paciente.
Pero te estoy preguntando por la técnica, no por Miguel.
Sí, eh... —Luis mueve los labios y Miguel interpreta este lenguaje sordo como “¿Qué le digo?”. Miguel levanta los hombros—. Sí, se trata de que cada vez que el paciente sienta esos impulsos irrefrenables al ver algún objeto de deseo... eh... mire... mire a su alrededor, sí. Y busque a algún hombre.
Entiendo, ¿para pedirle ayuda?
No. O sí, es buena respuesta —Miguel se arrepiente de haber negado primero—. De lo que se trata realmente es de que busque a ese hombre y sólo lo mire, sólo mirarlo, ¿sí? Entonces... tiene que... imaginar que ese hombre se ha pasado el objeto por los genitales —Miguel rompe en una carcajada sorda. A Luis le toma unos segundos comprender lo que acaba de decir—. La mayoría de los pacientes ha evolucionado muy positivamente con esta técnica.
¿No es un poco rara, doctor?
Verá señorita, todo está en la mente. Verá que su novio se curará en unos tres o cuatro días. Tenga mi palabra de psicólogo colegiado desde hace 30 años.
Pues muchas gracias, doctor.
De nada, señorita —Luis cuelga el teléfono y se pasa las manos por la frente resoplando al mismo tiempo—. No me creo lo que acabo de hacer.
Muchas gracias, Luis. Muchas gracias —Miguel se le abalanza con los brazos abiertos. Luis lo esquiva.
Ahora no, eh. Tengo muchísima calor.

* * *

¡Qué alegría me da que por fin conozcas a mis padres! —Rosa pulsa el botón del ascensor —. No te pongas nervioso, ¿eh? Mis padres son muy majos.
No lo dudo —Miguel abre la puerta del ascensory deja que entre Rosa primero para pulsar el número de piso. Cuando entra Rosa se le abalanza. Le da el beso de la felicidad. Parece controlar mejor el humor, aunque rara vez suele ser así de cariñosa. Miguel deduce que puede ser por el encuentro con sus padres, o más bien con su hermana. Le gusta fingir delante de ella que todo lo que la rodea es perfecto—. En realidad no estoy nervioso —salen por la puerta del ascensor.
Rosa se quita el aro de las llaves del pulgar y busca la llave de su puerta. No oye nada. El portátil está apagado, el televisor tiene la pantalla negra, la radio desconectada. “Todo el día con los aparatos encendidos. Claro, como vosotras no pagáis la luz”. Nadie habla, nadie está sentado, ni de pie. Rosa encuentra una nota sobre la mesita de la salita. Reconoce la letra de su hermana: “Hemos ido al Ikea. No tardaremos en llegar. No te preocupes, la cena para tu novio está controlada.”
Estupendo, así aprovecho para ducharme —pone su mano sobre la cara de Miguel y le da un pequeño beso—. Siéntate. Te enciendo la tele para que te entretengas.
Pero, ¿qué pasa?
Mi familia llegará más tarde —le da el mando—. No tardo.
Miguel echa un vistazo a la salita. Todavía lleva la mochila colgada, así que la suelta en el suelo. No le presta mucha atención a los cuadros de la pared. El mueble del televisor está lleno de marcos y al final de cada fila de marcos una figurita. Sólo en los estantes de arriba hay algunos libros y enciclopedias incompletas. Miguel cambia el canal. Anuncios. Vuelve a cambiar. Anuncios. Cambia de nuevo. Los créditos de una película. Busca el botón de apagado pero no hace nada. Sólo deja el dedo sobre el botón. Con más atención mira las tres figuritas. Una de ellas le llama especialmente la atención. Deja el mando sobre la mesilla y mira la figura con más detenimiento. Es una figura Lladró de un perro tocando una guitarra eléctrica. Miguel aprieta las manos estrujando las rodillas. Mira su mochila y vuelve a mirar la figura de porcelana. Menea las piernas inquieto. La ansiedad le hace incorporarse, pero vuelve a sentarse. Coge la mochila. No puede apartar la mirada de la figura. Excitado, aprieta la mochila contra el pecho.