viernes, 20 de abril de 2012

Relato 2- Francisco Javier Martín López

Otra lengua para vivir



―Echaba de menos esto, hermanos ―dijo Diego, uno de los mejores amigos de Antonio. En la mesa, humeaban tres cafés con bailys recién servidos. En realidad no eran hermanos, pero podrían serlo.

Hacía tiempo que no se veían, varios meses, a decir verdad casi un año, y cada uno de ellos se había adaptado a la jungla a su manera. Urbana, la jungla urbana, después de cuatro años con recesiones y escaso trabajo. Tan sólo faltaba Paquito porque tenía ensayo de trompeta, pero a Paquito ya lo verían otro día. Ahora estaban juntos de nuevo, por una tarde, un “cafelazo” en aquella terraza abierta al mar a la que solían ir en Algeciras, en una de las puntas al sur de Europa, justo donde el “Charco” separa los dos continentes: África, la antigua África, la del origen, podía verse al fondo con el cielo despejado, más allá del horizonte; una majestuosa cordillera neblinosa a menos de veinte kilómetros de distancia. Para las aves no hay fronteras, numerosas especies migran cada año entre los dos continentes, el Estrecho de Gibraltar es zona de paso. La terraza estaba en lo alto de una pequeña colina conocida como Parque del Centenario, pegada al borde de un acantilado de poca altura. Los tres amigos habían frecuentado ese café a menudo, para ellos era un lugar simbólico ritualizado. Allí se encontraban cada vez con el campo, con el azul salvaje y con las olas, allí desconectaban de la ciudad al menos por un efímero espacio de tiempo.

―Esto es vida ―dijo Antonio.
―Sí… ―susurró Alejandro, con la mirada fija en el oleaje. El agua azotaba las piedras salientes. Los barcos petroleros se veían pequeños a lo lejos. Luego miró a sus amigos―. Bueno, ¿qué hay de vosotros? Tú, Diego, ¿sigues con esa guarrilla con la que estabas saliendo?
Al instante, los tres rompieron a reír a carcajadas.
―Illo, cabrón ―pudo decir al fin Diego con las mejillas encendidas.
―Lo siento, Diego, tenía ganas de decirlo…
―Que ahora es mi novia… ―contestó Diego, que sonreía con el orgullo apenas rozado por la risa.
―Ya, hombre, ya… Tú sabes que es broma.
―Sí, pichita… pero cojones, es mi novia.
―No, en serio, ¿cómo te va, Diego? ―repitió Alejandro.
―Pues ahora estoy pensando en echar currículos por Marbella, y por todo lo que es la costa.
―Aha. ¿Y por qué Marbella?
―No sé, por probar, yo lo que quiero es trabajar, ¿sabes lo que te digo? Yo no tengo problemas en irme a dónde sea, si sale trabajo… Eso es así. A ver… yo estoy bien aquí. Pero macho, aquí tú sabes cómo está la cosa.
―Ya… Bueno, ya tienes acabado el módulo de cocina, puede que en verano te salga algo –dijo Alejandro.
―¿Y tú qué, Álex? ¿Cómo te va? ―dijo Antonio.
―Pues bien... Ahora mismo no me sale nada de lo mío, aunque el Trabajo Social hace falta. Me han dicho que en Gibraltar necesitan a gente, lo que pasa es que piden inglés. Y yo la verdad es que de inglés: “hello”, “holidays”, “banana” y no me pidas mucho… Si no me sale nada, puede que me vaya a Granada a estudiar otra cosa.
―¡Dios! ―dijo Antonio riendo―. Si supieras inglés no veas que pelotazo… Yo también tengo que aprender bien inglés de una vez por todas, me cago en la puta. Igual me voy a Londres a dejar que me exploten un tiempo.
―Te van a explotar igual, te vayas donde te vayas ―dijo Alejandro―. Londres…
―Sí. Bueno, estoy mirando páginas en Internet; a Londres o donde encuentre. De camarero o llevando maletas, en un hotel o pelando papas… Necesito salir fuera. Tengo que trabajar en lo que sea y aprender otros idiomas. Mi padre se ha quedado parado y mi madre lleva así ya dos años. Necesito salir. Aquí no hay nada que hacer. Nada.

Antonio se acercó la taza de café a los labios: amargo y con un dulce atildado de alcohol; y luego alzó la mirada. Poca gente, “mejor, más tranquilo”, pensó. Se fijó en los movimientos de la chica que servía delante, a dos mesas de distancia. Estaba de espaldas, llevaba el pelo castaño recogido en una coleta y, al inclinarse a dejar las bebidas, Antonio bajó la vista automáticamente al pantalón vaquero que ceñía la curva de un bonito culo.
―No está mal la camarera ―dijo.



―¿Y qué es lo que haces? ―preguntó Ana. Con una mano, se apartó un mechón de pelo de la cara y miró a Antonio. Estaba tumbada en la cama, su propia cama, boca arriba, a su lado. Aún eran las diez de la mañana, así que todavía quedaba tiempo antes de que tuviera que volver al trabajo, su turno en la cafetería no empezaba hasta las cuatro de la tarde.
―Ahora me dedico a la vida ―dijo Antonio.
―¿Qué?
La habitación olía a cereza. El cuello de Ana, a sudor y vainilla: sus poros abiertos segregaban instinto. A Antonio le gustaba el olor de Ana.
―Es mi trabajo. Vivo. Y luego escribo.
―¿Mmm? ―el pecho desnudo de la joven se movía al ritmo de una respiración serena y acompasada―. ¿Y qué escribes?
―Cosas que merecen la pena escribirse. Ahora dime tú, ¿qué haces, además de poner cafés con elegancia? ―Ana sonrió mirando al techo.
―Estudié turismo, aquí en Algeciras. Este verano me quiero ir a trabajar a la costa francesa para practicar el idioma.
―Mmm… ―Al instante, Antonio se acercó de repente al cuello de Ana impulsado por una fuerza irracional incontenible, hundió despacio la nariz en sus cabellos hasta apenas rozarle la piel con la punta… y aspiró lentamente el olor que desprendían sus poros: vainilla húmeda abierta en hebras de azafrán por pinzas de escorpión en caza. Entonces el tiempo quedó suspendido… y los dos, envueltos de repente en una burbuja de feromonas o gas butano.
―Me gusta tu olor ―susurró Antonio. Luego se apartó lentamente y volvió a tumbarse. Ana permaneció quieta con el corazón palpitándole acelerado. Por un momento, sintió un enorme deseo de lanzarse sobre Antonio.
―Eres una chica inteligente.
―¿Por qué?
―Porque sabes...
―¿Qué sé?
―Sabes lo que quieres. Y vuelas.
―¿Vuelo?
―Sí. Mucha gente vuela últimamente. Yo también estoy pensando en irme fuera, puede que a Londres.
―Haces bien. Aquí cada vez está peor.
―No sé si eso es bueno para el país. Que se vayan tantos pájaros.
―Es lo que hay… no queda otra ―dijo Ana, y seguidamente deslizó la mano hasta el pecho de Antonio y empezó a acariciarle el torso con las uñas―. Tú eres un chico listo. Demasiado.
―¿Ah, sí?  
Antonio sonrió antes de pasar la mano, firme, por el vientre de Ana.



Ya tenía el billete de avión comprado. Antonio decidió celebrar una fiesta de despedida antes de irse a Londres e invitó a su grupo de amigos a casa. Solía celebrar ese tipo de cenas en el patio, con Marta, Paquito, Félix, Borja, Lorena, Alejandro, Diego, Diana y, muchas veces, también María. Sobre todo en verano, cuando hacían barbacoas y pasaban las horas charlando y contando chistes hasta bien entrada la madrugada, entre carnes al fuego, mojitos y varios litros de cerveza fresca. Pero ese verano sería distinto, ese verano lo pasaría fregando platos en un restaurante cualquiera del país de Güilifó, personaje al que de niño había admirado por su intrépido espíritu viajero. Trataría de perfeccionar el idioma y de imbuirse en la atmósfera cosmopolita de la capital. Ya había buscado trabajo por Internet, tenía la dirección de la empresa y se había puesto en contacto con ella. “Fregar platos no es tan difícil”, se decía. Quería leer a D. H. Lawrence, Poe y Shakespeare en la lengua original, y también a Dickens. Quería sentir el peso de los huesos por la noche, el cansancio de los músculos al salir del trabajo y desplomarse agotado sobre la cama, quería sentir la explotación; y luego escribirlo, escribirlo todo, seguir escribiendo. Deseaba comprender el comportamiento humano un poco más cada día y seguir escribiendo.
―Paquito, toca la trompeta ―dijo Antonio. Paquito en las barbacoas era el alma de la fiesta.
―Eso, Paquito, tócanos algo. ¡Que eres un artista! ―dijo Marta.
―Y después tienes que contarnos el chiste de la tortuga –dijo Alejandro.
―Algo de tu disco… ―pidió Lorena.
―Sí, sí, ahora os toco algo. Espérate que la saque de la funda.
―La trompeta, ¿eh? No nos vayas a sacar otra cosa ―dijo Alejandro, desatando la risa.
―Yo te saco la trompeta o si quieres te saco otra cosa ―contestó Paquito, que con unas cuantas cervezas ante este tipo de comentarios se viene a arriba―. Por mí no hay problema.
―No, no, Paquito. Déjalo, que no hace falta. Nosotros nos conformamos con la trompeta ―dijo Lorena sin parar de reír.
―Bueno, vale.
Paquito desenfundó la trompeta, dorada y reluciente a la luz del foco que alumbraba el patio, se la llevó a los labios como si besara a una antigua amante y empezó a sonar una de sus íntimas melodías. Paquito le arrancaba notas con un hondo soplo que acariciaba al cuerpo de metal por dentro llenándolo de alma… y la trompeta derramaba el sonido como si fuera una herida. Al instante, todos se quedaron absortos, mirándolo solamente, mientras Paquito hablaba con los ojos cerrados una melancólica lengua en mitad de la noche. Antonio pensó de repente que amaba aquel lugar, aquel momento y a aquella gente. “Ahora mismo soy feliz”, pensó. “Ahora mismo. En este fugaz instante. Este momento contiene el Universo”. Observó a sus amigos como si los viera más reales que nunca. El aire que respiraba parecía tener más consistencia. Y un pensamiento atravesó fluctuante la ingravidez de su consciencia: “pronto volaré a Reino Unido”. Entonces se imaginó lejos de allí. En una solitaria habitación de un piso compartido por personas desconocidas en una calle cualquiera de Londres. “Por unos meses. O tal vez más. Quién sabe”. Antonio sintió nostalgia. Una extraña nostalgia. Ya no está en su patio con sus amigos, sino en otro mundo, en otra ciudad con otras gentes, viviendo una vida distinta. Sintió una profunda soledad ante el universo, la soledad de un Zaratustra que se busca ante su destino. El sonido de la trompeta se deslizó débil como un último hilo de sangre hasta apagarse. Silencio. Aplausos.
―Ahora toca algo más alegre, Paquito ―dijo Marta―. Que nos vamos a poner aquí todos tristes.
―Tócanos un pasodoble ―dijo Borja con voz pícara.
―¿Un pasodoble? ―contestó Paquito. A Paquito le encantaban los pasodobles, los había tocado cientos de veces en ferias y fiestas populares. Formaban parte de su repertorio más dicharachero. Le encantaban. Paquito cuando se emociona no sabe contenerse, aprieta tanto la trompeta que derrocha pulmón y casi deja escapar el hígado. Por eso mismo había sufrido una lesión en el labio de la que no acababa de recuperarse a pesar de la rehabilitación y el tratamiento.
―Sí, venga, que yo sé que a ti te gustan ―dijo Alejandro―. Pero no te pases, que son más de las doce.
―Vamos, Paquito ―insistieron todos.
―Venga, vale ―concedió Paquito entusiasmado.

      Paquito empezó a tocar un pasodoble con la trompeta. Poco a poco, se fue animando tanto que pareció olvidar por completo que estaba en el patio de Antonio. Sopló la trompeta a pulmón abierto y los rugidos del instrumento rompieron la paz nocturna, amenazando seriamente el sueño de los vecinos.  

―Paquito, ¡que te vas a dejar el labio! ―dijo Antonio. Pero Paquito seguía imbuido en su trompeta sin hacer caso y sin mirar a nadie.
―Paquito, que te va a dar algo. Mira la cara como la tiene, apretá como un tomate, que parece que va a ehplotá ―dijo Borja.

El patio de Antonio estaba cercado por una alambrada cubierta de una estera de mimbre que impedía la visibilidad desde el exterior. Paquito se maltrataba el labio cuando, de repente, por entre las fibras secas de la estera que cubría la alambrada, asomó la cabeza un hombre vestido de uniforme. El hombre miró a todos con los ojos abiertos buscando respuestas.
―Anda, mira quién es, pero si es Paquito ―dijo el policía local―. Paquito, hombre…
―¡Hola, José Manuel! ―lo saludó Paquito, al tiempo que todos rompieron a reír a carcajadas. El policía no pudo evitar dejar escapar una sonrisa.
―Paquito es muy tarde ya para tocar la trompeta. Me han llamado los vecinos. Se escucha desde la esquina.
―Sí, José Manuel, no te preocupes. Lo siento...
―Bueno, Paquito.
―Ya no voy a tocar más.
―Bueno…
―No te preocupes ―dijo Paquito.
―Muy bien, Paquito. Eso espero.
―¡Hasta luego, José Manuel!
―Hasta luego.

A Paquito lo conocía todo el pueblo; era una persona muy querida. Paquito era un gran amigo de Alejandro, Diego y Antonio. Esa noche comieron pinchitos de pollo, chuletas de cerdo y longanizas hasta hartarse, y bebieron cerveza, ginebra y mojitos de la mano de Diego ―él los preparaba como nadie, sabe mezclar el ácido con el azúcar logrando un equilibrio casi perfecto, lo aprendió en la escuela de hostelería―. Bebieron y rieron sentados entorno a la mesa del patio hasta que casi se hizo de día.



―Somos emigrantes ―dijo Antonio―. Diego también lo es, aunque dentro de España.
―¿Tienes ganas de irte? ―le preguntó Alejandro.
Antonio había hecho una visita a Alejandro para charlar entre cervezas una última tarde antes de marcharse. Su amigo vivía con los padres, pero en ese momento habían salido de casa y estaban solos. Charlaban sentados en sendos sillones entorno a la mesa baja del salón, sobre la cual descansaban dos latas de cerveza frías.
―Por una parte sí… y por otra no ―contestó Antonio.
―Entiendo. Pero bueno, son sólo unos meses.
―No lo sé. Igual me canso y me vuelvo antes de tiempo. Pero quién sabe.
―¿Qué quieres decir?
―Una vez que me vaya, no sé dónde acabaré. Ni cuándo volveré…
―Puede ser. Pero tú aquí tienes a tu familia.
―Sí, claro… ya lo sé. Pero nunca se sabe. Tengo ganas de dar una vuelta por Europa. Y aprender otras lenguas.
Entonces Alejandro miró a Antonio como si no fuera a verlo en mucho tiempo.
―A ver si puedes estar para la fiesta de mi cumpleaños, que es después del verano.
―A ver… Ojalá.
―De todas formas, Londres no está tan lejos; vas y vienes en pocas horas.
―Sí.
―Pues yo voy a hacer el máster. Lo que me da apuro es el dinero. Yo no puedo estar toda la vida viviendo de mis padres. ¡Pero qué voy a hacer, si no tengo trabajo!
―Adelante. Si lo tienes claro, adelante. Yo ya no puedo seguir viviendo de mis padres. Ni quiero. Ya es hora de buscarme la vida. Ahora me toca a mí.
―A mí no me gusta… nada. En cuanto me salga algo, quiero independizarme. Que voy a cumplir veinticuatro años.
―Ya.
Antonio miró intensamente los ojos de Alejandro, luego paseó la mirada por los muebles del salón hasta detenerse en la pantalla del televisor, que estaba apagado. Se quedó mirándolo fijamente.
―Aquí hace falta gente, tío ―dijo Antonio, y apartó la vista del televisor―. Hace falta gente que luche. Gente que levante el país. ―Antonio miraba a su amigo completamente concentrado―. Hace falta defender el Estado social. Impedir que acaben con la sanidad, la educación, las pensiones y los derechos laborales. Hace falta gente preparada, gente que plante cara en este combate. En esta España de mentiras, cuervos y corruptos. En esta Europa de buitres, banqueros y ladrones.
―A ver… –dijo Alejandro. Y se rascó la barbilla con el dedo―. La solución individual a corto plazo es irte fuera. Está claro… Si estás formado. Pero la solución social a largo plazo se construye aquí. Aquí dentro.
―Sí.
Antonio cogió la lata de cerveza y le dio un largo trago. Seguidamente, Alejandro hizo lo mismo.
―No nos queda otra que la lucha. Y fuerte. Está claro… ―dijo Alejandro.
―Sí…
Alejandro le dio otro trago a la cerveza, pero ahora por su cabeza volaban otras inquietudes:
―Oye, ¿qué pasa con esa chavala de la cafetería? ¿Has vuelto a quedar con ella? –dijo Alejandro.



Antonio cogió el avión y voló a Londres. En el avión, recordó la cena con los amigos. “Una buena despedida”, se dijo. Llevaba el sonido de la trompeta diluido en la mente sonando de una forma casi imperceptible. Intentó imaginarse el piso que le esperaba. Una habitación compartida con baño común para toda la planta. "Ya encontraré algo mejor cuando lleve algún tiempo". Se imaginó su trabajo. Se vio fregando platos en la cocina de un restaurante. Y por la noche, escribiendo; o con un libro de Poe en inglés abierto entre las manos intentando leerlo. Se imaginó sentado a una mesa en un bar pintoresco que ya se ocuparía de encontrar paseando por las calles, tomándose un café o una cerveza mientras observa con curiosidad el modo de vida de aquellas gentes, sus gestos, sus formas, su carácter, su comportamiento; eso podría hacerlo en los días libres. Y las mujeres, las mujeres de allí. Cómo serían… Antonio se acordó de Ana; pensó que posiblemente en aquel momento ella también estaría lejos, en un hotel cualquiera de la costa francesa, poniendo cafés, haciendo camas o quizá limpiando. Recordó su melena suelta descansando sobre sus hombros y la respiración serena de su pecho, alterada apenas por un gesto suyo repentino. Recordó la noche que pasaron juntos; y también la mañana.
Se acordó de su olor a vainilla y de sus uñas, y quiso escribirlo.

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