Otra lengua para
vivir
―Echaba de menos
esto, hermanos ―dijo Diego, uno de los mejores amigos de Antonio. En la mesa,
humeaban tres cafés con bailys recién servidos. En realidad no eran hermanos,
pero podrían serlo.
Hacía
tiempo que no se veían, varios meses, a decir verdad casi un año, y cada uno de
ellos se había adaptado a la jungla a su manera. Urbana, la jungla urbana,
después de cuatro años con recesiones y escaso trabajo. Tan sólo faltaba
Paquito porque tenía ensayo de trompeta, pero a Paquito ya lo verían otro día. Ahora
estaban juntos de nuevo, por una tarde, un “cafelazo” en aquella terraza abierta
al mar a la que solían ir en Algeciras, en una de las puntas al sur de Europa, justo
donde el “Charco” separa los dos continentes: África, la antigua África, la del
origen, podía verse al fondo con el cielo despejado, más allá del horizonte;
una majestuosa cordillera neblinosa a menos de veinte kilómetros de distancia. Para
las aves no hay fronteras, numerosas especies migran cada año entre los dos
continentes, el Estrecho de Gibraltar es zona de paso. La terraza estaba en lo
alto de una pequeña colina conocida como Parque del Centenario, pegada al borde
de un acantilado de poca altura. Los tres amigos habían frecuentado ese café a
menudo, para ellos era un lugar simbólico ritualizado. Allí se encontraban cada
vez con el campo, con el azul salvaje y con las olas, allí desconectaban de la
ciudad al menos por un efímero espacio de tiempo.
―Esto es vida ―dijo
Antonio.
―Sí… ―susurró
Alejandro, con la mirada fija en el oleaje. El agua azotaba las piedras
salientes. Los barcos petroleros se veían pequeños a lo lejos. Luego miró a sus
amigos―. Bueno, ¿qué hay de vosotros? Tú, Diego, ¿sigues con esa guarrilla con
la que estabas saliendo?
Al
instante, los tres rompieron a reír a carcajadas.
―Illo, cabrón ―pudo
decir al fin Diego con las mejillas encendidas.
―Lo siento,
Diego, tenía ganas de decirlo…
―Que ahora es mi
novia… ―contestó Diego, que sonreía con el orgullo apenas rozado por la risa.
―Ya, hombre, ya…
Tú sabes que es broma.
―Sí, pichita…
pero cojones, es mi novia.
―No, en serio, ¿cómo
te va, Diego? ―repitió Alejandro.
―Pues ahora
estoy pensando en echar currículos por Marbella, y por todo lo que es la costa.
―Aha. ¿Y por qué
Marbella?
―No sé, por
probar, yo lo que quiero es trabajar, ¿sabes lo que te digo? Yo no tengo
problemas en irme a dónde sea, si sale trabajo… Eso es así. A ver… yo estoy
bien aquí. Pero macho, aquí tú sabes cómo está la cosa.
―Ya… Bueno, ya
tienes acabado el módulo de cocina, puede que en verano te salga algo –dijo
Alejandro.
―¿Y tú qué,
Álex? ¿Cómo te va? ―dijo Antonio.
―Pues bien...
Ahora mismo no me sale nada de lo mío, aunque el Trabajo Social hace falta. Me
han dicho que en Gibraltar necesitan a gente, lo que pasa es que piden inglés.
Y yo la verdad es que de inglés: “hello”, “holidays”, “banana” y no me pidas mucho…
Si no me sale nada, puede que me vaya a Granada a estudiar otra cosa.
―¡Dios! ―dijo
Antonio riendo―. Si supieras inglés no veas que pelotazo… Yo también tengo que
aprender bien inglés de una vez por todas, me cago en la puta. Igual me voy a
Londres a dejar que me exploten un tiempo.
―Te van a
explotar igual, te vayas donde te vayas ―dijo Alejandro―. Londres…
―Sí. Bueno, estoy
mirando páginas en Internet; a Londres o donde encuentre. De camarero o
llevando maletas, en un hotel o pelando papas…
Necesito salir fuera. Tengo que trabajar en lo que sea y aprender otros
idiomas. Mi padre se ha quedado parado y mi madre lleva así ya dos años. Necesito
salir. Aquí no hay nada que hacer. Nada.
Antonio
se acercó la taza de café a los labios: amargo y con un dulce atildado de
alcohol; y luego alzó la mirada. Poca gente, “mejor, más tranquilo”, pensó. Se
fijó en los movimientos de la chica que servía delante, a dos mesas de
distancia. Estaba de espaldas, llevaba el pelo castaño recogido en una coleta y,
al inclinarse a dejar las bebidas, Antonio bajó la vista automáticamente al
pantalón vaquero que ceñía la curva de un bonito culo.
―No está mal la
camarera ―dijo.
―¿Y qué es lo
que haces? ―preguntó Ana. Con una mano, se apartó un mechón de pelo de la cara
y miró a Antonio. Estaba tumbada en la cama, su propia cama, boca arriba, a su
lado. Aún eran las diez de la mañana, así que todavía quedaba tiempo antes de que
tuviera que volver al trabajo, su turno en la cafetería no empezaba hasta las
cuatro de la tarde.
―Ahora me dedico
a la vida ―dijo Antonio.
―¿Qué?
La
habitación olía a cereza. El cuello de Ana, a sudor y vainilla: sus poros
abiertos segregaban instinto. A Antonio le gustaba el olor de Ana.
―Es mi trabajo. Vivo.
Y luego escribo.
―¿Mmm? ―el pecho
desnudo de la joven se movía al ritmo de una respiración serena y acompasada―. ¿Y
qué escribes?
―Cosas que
merecen la pena escribirse. Ahora dime tú, ¿qué haces, además de poner cafés
con elegancia? ―Ana sonrió mirando al techo.
―Estudié turismo,
aquí en Algeciras. Este verano me quiero ir a trabajar a la costa francesa para
practicar el idioma.
―Mmm… ―Al
instante, Antonio se acercó de repente al cuello de Ana impulsado por una
fuerza irracional incontenible, hundió despacio la nariz en sus cabellos hasta apenas
rozarle la piel con la punta… y aspiró lentamente el olor que desprendían sus
poros: vainilla húmeda abierta en hebras de azafrán por pinzas de escorpión en
caza. Entonces el tiempo quedó suspendido… y los dos, envueltos de repente en
una burbuja de feromonas o gas butano.
―Me gusta tu
olor ―susurró Antonio. Luego se apartó lentamente y volvió a tumbarse. Ana
permaneció quieta con el corazón palpitándole acelerado. Por un momento, sintió
un enorme deseo de lanzarse sobre Antonio.
―Eres una chica
inteligente.
―¿Por qué?
―Porque sabes...
―¿Qué sé?
―Sabes lo que
quieres. Y vuelas.
―¿Vuelo?
―Sí. Mucha gente
vuela últimamente. Yo también estoy pensando en irme fuera, puede que a
Londres.
―Haces bien.
Aquí cada vez está peor.
―No sé si eso es
bueno para el país. Que se vayan tantos pájaros.
―Es lo que hay…
no queda otra ―dijo Ana, y seguidamente deslizó la mano hasta el pecho de
Antonio y empezó a acariciarle el torso con las uñas―. Tú eres un chico listo.
Demasiado.
―¿Ah, sí?
Antonio sonrió
antes de pasar la mano, firme, por el vientre de Ana.
Ya tenía el billete de avión comprado. Antonio decidió
celebrar una fiesta de despedida antes de irse a Londres e invitó a su grupo de
amigos a casa. Solía celebrar ese tipo de cenas en el patio, con Marta,
Paquito, Félix, Borja, Lorena, Alejandro, Diego, Diana y, muchas veces, también
María. Sobre todo en verano, cuando hacían barbacoas y pasaban las horas
charlando y contando chistes hasta bien entrada la madrugada, entre carnes al
fuego, mojitos y varios litros de cerveza fresca. Pero ese verano sería
distinto, ese verano lo pasaría fregando platos en un restaurante cualquiera
del país de Güilifó, personaje al que de niño había admirado por su intrépido
espíritu viajero. Trataría de perfeccionar el idioma y de imbuirse en la
atmósfera cosmopolita de la capital. Ya había buscado trabajo por Internet,
tenía la dirección de la empresa y se había puesto en contacto con ella.
“Fregar platos no es tan difícil”, se decía. Quería leer a D. H. Lawrence, Poe
y Shakespeare en la lengua original, y también a Dickens. Quería sentir el peso
de los huesos por la noche, el cansancio de los músculos al salir del trabajo y
desplomarse agotado sobre la cama, quería sentir la explotación; y luego
escribirlo, escribirlo todo, seguir escribiendo. Deseaba comprender el comportamiento
humano un poco más cada día y seguir escribiendo.
―Paquito,
toca la trompeta ―dijo Antonio. Paquito en las barbacoas era el alma de la
fiesta.
―Eso,
Paquito, tócanos algo. ¡Que eres un artista! ―dijo Marta.
―Y
después tienes que contarnos el chiste de la tortuga –dijo Alejandro.
―Algo
de tu disco… ―pidió Lorena.
―Sí,
sí, ahora os toco algo. Espérate que la saque de la funda.
―La
trompeta, ¿eh? No nos vayas a sacar otra cosa ―dijo Alejandro, desatando la
risa.
―Yo
te saco la trompeta o si quieres te saco otra cosa ―contestó Paquito, que con
unas cuantas cervezas ante este tipo de comentarios se viene a arriba―. Por mí
no hay problema.
―No,
no, Paquito. Déjalo, que no hace falta. Nosotros nos conformamos con la
trompeta ―dijo Lorena sin parar de reír.
―Bueno,
vale.
Paquito
desenfundó la trompeta, dorada y reluciente a la luz del foco que alumbraba el
patio, se la llevó a los labios como si besara a una antigua amante y empezó a
sonar una de sus íntimas melodías. Paquito le arrancaba notas con un hondo soplo que acariciaba al
cuerpo de metal por dentro llenándolo de alma… y la trompeta derramaba el
sonido como si fuera una herida. Al instante, todos se quedaron absortos, mirándolo
solamente, mientras Paquito hablaba con los ojos cerrados una melancólica
lengua en mitad de la noche. Antonio pensó de repente que amaba aquel lugar,
aquel momento y a aquella gente. “Ahora mismo soy feliz”, pensó. “Ahora mismo.
En este fugaz instante. Este momento contiene el Universo”. Observó a sus
amigos como si los viera más reales que nunca. El aire que respiraba parecía tener más consistencia. Y un pensamiento atravesó fluctuante la ingravidez de su
consciencia: “pronto volaré a Reino Unido”. Entonces se imaginó lejos de allí.
En una solitaria habitación de un piso compartido por personas desconocidas en
una calle cualquiera de Londres. “Por unos meses. O tal vez más. Quién sabe”. Antonio
sintió nostalgia. Una extraña nostalgia. Ya no está en su patio con sus amigos,
sino en otro mundo, en otra ciudad con otras gentes, viviendo una vida distinta.
Sintió una profunda soledad ante el universo, la soledad de un Zaratustra que
se busca ante su destino. El sonido de la trompeta se deslizó débil como un
último hilo de sangre hasta apagarse. Silencio. Aplausos.
―Ahora toca algo
más alegre, Paquito ―dijo Marta―. Que nos vamos a poner aquí todos tristes.
―Tócanos un
pasodoble ―dijo Borja con voz pícara.
―¿Un pasodoble?
―contestó Paquito. A Paquito le encantaban los pasodobles, los había tocado
cientos de veces en ferias y fiestas populares. Formaban parte de su repertorio
más dicharachero. Le encantaban. Paquito cuando se emociona no sabe contenerse,
aprieta tanto la trompeta que derrocha pulmón y casi deja escapar el hígado. Por
eso mismo había sufrido una lesión en el labio de la que no acababa de
recuperarse a pesar de la rehabilitación y el tratamiento.
―Sí, venga, que yo
sé que a ti te gustan ―dijo Alejandro―. Pero no te pases, que son más de las
doce.
―Vamos, Paquito
―insistieron todos.
―Venga, vale ―concedió
Paquito entusiasmado.
Paquito
empezó a tocar un pasodoble con la trompeta. Poco a poco, se fue animando tanto
que pareció olvidar por completo que estaba en el patio de Antonio. Sopló la
trompeta a pulmón abierto y los rugidos del instrumento rompieron la paz
nocturna, amenazando seriamente el sueño de los vecinos.
―Paquito, ¡que
te vas a dejar el labio! ―dijo Antonio. Pero Paquito seguía imbuido en su
trompeta sin hacer caso y sin mirar a nadie.
―Paquito, que te
va a dar algo. Mira la cara como la tiene, apretá
como un tomate, que parece que va a ehplotá
―dijo Borja.
El
patio de Antonio estaba cercado por una alambrada cubierta de una estera de
mimbre que impedía la visibilidad desde el exterior. Paquito se maltrataba el labio
cuando, de repente, por entre las fibras secas de la estera que cubría la
alambrada, asomó la cabeza un hombre vestido de uniforme. El hombre miró a
todos con los ojos abiertos buscando respuestas.
―Anda, mira
quién es, pero si es Paquito ―dijo el policía local―. Paquito, hombre…
―¡Hola, José
Manuel! ―lo saludó Paquito, al tiempo que todos rompieron a reír a carcajadas.
El policía no pudo evitar dejar escapar una sonrisa.
―Paquito es muy tarde
ya para tocar la trompeta. Me han llamado los vecinos. Se escucha desde la
esquina.
―Sí, José Manuel,
no te preocupes. Lo siento...
―Bueno, Paquito.
―Ya no voy a
tocar más.
―Bueno…
―No te preocupes
―dijo Paquito.
―Muy bien,
Paquito. Eso espero.
―¡Hasta luego,
José Manuel!
―Hasta luego.
A Paquito
lo conocía todo el pueblo; era una persona muy querida. Paquito era un gran
amigo de Alejandro, Diego y Antonio. Esa noche comieron pinchitos de pollo,
chuletas de cerdo y longanizas hasta hartarse, y bebieron cerveza, ginebra y
mojitos de la mano de Diego ―él los preparaba como nadie, sabe mezclar el ácido
con el azúcar logrando un equilibrio casi perfecto, lo aprendió en la escuela
de hostelería―. Bebieron y rieron sentados entorno a la mesa del patio hasta que
casi se hizo de día.
―Somos
emigrantes ―dijo Antonio―. Diego también lo es, aunque dentro de España.
―¿Tienes ganas
de irte? ―le preguntó Alejandro.
Antonio
había hecho una visita a Alejandro para charlar entre cervezas una última tarde
antes de marcharse. Su amigo vivía con los padres, pero en ese momento habían
salido de casa y estaban solos. Charlaban sentados en sendos sillones entorno a
la mesa baja del salón, sobre la cual descansaban dos latas de cerveza frías.
―Por una parte
sí… y por otra no ―contestó Antonio.
―Entiendo. Pero
bueno, son sólo unos meses.
―No lo sé. Igual
me canso y me vuelvo antes de tiempo. Pero quién sabe.
―¿Qué quieres
decir?
―Una vez que me
vaya, no sé dónde acabaré. Ni cuándo volveré…
―Puede ser. Pero
tú aquí tienes a tu familia.
―Sí, claro… ya
lo sé. Pero nunca se sabe. Tengo ganas de dar una vuelta por Europa. Y aprender
otras lenguas.
Entonces Alejandro
miró a Antonio como si no fuera a verlo en mucho tiempo.
―A ver si puedes
estar para la fiesta de mi cumpleaños, que es después del verano.
―A ver… Ojalá.
―De todas
formas, Londres no está tan lejos; vas y vienes en pocas horas.
―Sí.
―Pues yo voy a
hacer el máster. Lo que me da apuro es el dinero. Yo no puedo estar toda la
vida viviendo de mis padres. ¡Pero qué voy a hacer, si no tengo trabajo!
―Adelante. Si lo
tienes claro, adelante. Yo ya no puedo seguir viviendo de mis padres. Ni
quiero. Ya es hora de buscarme la vida. Ahora me toca a mí.
―A mí no me
gusta… nada. En cuanto me salga algo, quiero independizarme. Que voy a cumplir veinticuatro
años.
―Ya.
Antonio
miró intensamente los ojos de Alejandro, luego paseó la mirada por los muebles
del salón hasta detenerse en la pantalla del televisor, que estaba apagado. Se
quedó mirándolo fijamente.
―Aquí hace falta
gente, tío ―dijo Antonio, y apartó la vista del televisor―. Hace falta gente que
luche. Gente que levante el país. ―Antonio miraba a su amigo completamente
concentrado―. Hace falta defender el Estado social. Impedir que acaben con la
sanidad, la educación, las pensiones y los derechos laborales. Hace falta gente
preparada, gente que plante cara en este combate. En esta España de mentiras,
cuervos y corruptos. En esta Europa de buitres, banqueros y ladrones.
―A ver… –dijo
Alejandro. Y se rascó la barbilla con el dedo―. La solución individual a corto
plazo es irte fuera. Está claro… Si estás formado. Pero la solución social a
largo plazo se construye aquí. Aquí dentro.
―Sí.
Antonio cogió la
lata de cerveza y le dio un largo trago. Seguidamente, Alejandro hizo lo mismo.
―No nos queda
otra que la lucha. Y fuerte. Está claro… ―dijo Alejandro.
―Sí…
Alejandro le dio
otro trago a la cerveza, pero ahora por su cabeza volaban otras inquietudes:
―Oye, ¿qué pasa
con esa chavala de la cafetería? ¿Has vuelto a quedar con ella? –dijo Alejandro.
Antonio
cogió el avión y voló a Londres. En el avión, recordó la cena con los amigos.
“Una buena despedida”, se dijo. Llevaba el sonido de la trompeta diluido en la
mente sonando de una forma casi imperceptible. Intentó imaginarse el piso que
le esperaba. Una habitación compartida con baño común para toda la planta. "Ya
encontraré algo mejor cuando lleve algún tiempo". Se imaginó su
trabajo. Se vio fregando platos en la cocina de un restaurante. Y por la noche,
escribiendo; o con un libro de Poe en inglés abierto entre las manos intentando leerlo. Se imaginó sentado a una mesa en un bar pintoresco ―que ya se
ocuparía de encontrar paseando por las calles―, tomándose un café o una cerveza mientras observa con curiosidad el modo de vida de aquellas gentes, sus gestos, sus formas, su
carácter, su comportamiento; eso podría hacerlo en los días libres. Y las
mujeres, las mujeres de allí. Cómo serían… Antonio se acordó de Ana; pensó que
posiblemente en aquel momento ella también estaría lejos, en un hotel cualquiera
de la costa francesa, poniendo cafés, haciendo camas o quizá limpiando. Recordó su melena suelta
descansando sobre sus hombros y la respiración serena de su pecho, alterada
apenas por un gesto suyo repentino. Recordó
la noche que pasaron juntos; y también la mañana.
Se acordó
de su olor a vainilla y de sus uñas, y quiso escribirlo.
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