miércoles, 18 de abril de 2012

- Relato 3 Itziar Fadrique Marugán


CONTRAFLUJO


–Sí, vengo por el anillo –afirma Antonio.
–Felicidades muchacho. Llega un momento en la vida en el que uno tiene que decidirse – responde el encargado.
–Tiene usted razón –Contesta Antonio.
El encargado le muestra un discreto anillo de oro blanco, con un pequeño brillante engarzado en el centro,  y agrega –hace usted una buena elección. 

Antonio toma el anillo con una ligera temblorina en los dedos que provoca que casi se le caiga. Lo devuelve con torpeza mientras sus labios intentan estirar una sonrisa. Saca con apuros la tarjeta bancaria y se la entrega al encargado. Éste asiente y procede a hacer el cobro.
–Firme por favor aquí – le pide el encargado.

Por un momento, Antonio se queda inmóvil, conteniendo la respiración. El encargado le extiende gentilmente el recibo. Antonio toma el bolígrafo con la mano izquierda y con la derecha sostiene el recibo para que no se mueva mientras firma. Sus poros exudan minúsculas gotas de sudor. Tiene las venas de las sienes saltadas y los párpados a medio caer. Exhala mal olor. El encargado lo mira con ojos benevolentes mientras termina de envolver el anillo.
–Aquí tiene usted. Conserve la factura. Tiene un plazo de dos meses para hacer la devolución, en caso de que no resulte satisfecho –añade el encargado. Antonio toma la cajita con el anillo y la guarda en el bolsillo izquierdo de su abrigo. Dobla la factura y  aturdido la guarda en su cartera.
–Muchas gracias señor, hasta luego ­–se despide cortésmente Antonio.

Antonio se aleja de la joyería con pasos ligeros. Una repentina oleada de viento frío lo sacude bruscamente y se detiene un momento a respirarlo. Con la cabeza echada hacia atrás y los ojos entrecerrados se deja golpear mansamente por la corriente. Se le agrietan los labios. Antonio resiste, se queda un poco más. Mete las manos en las bolsas del abrigo y su mano izquierda reconoce la cajita del anillo. La aprieta fuertemente entre sus dedos. Antonio sigue respirando profundamente. Otra racha un poco más fría, le picotea la parte posterior del lóbulo de sus orejas, poniéndolos al rojo vivo. Antonio abre los ojos, se envuelve rápidamente la bufanda alrededor del cuello y se coloca el gorro del abrigo. En la punta de su nariz se condensa una gota de vapor, que se le escurre hasta los labios.


Mientras sofríe un poco de ajo y cebolla para sazonar los champiñones, Antonio ensaya en voz alta una pregunta. –¿Te quieres casar conmigo? –Antonio mueve negativamente la cabeza y agrega entonces al sartén los champiñones picados y las espinacas. Revuelve todo con una pala de madera mientras repite, con un tono de voz más grave, la misma pregunta: –¿Te quieres casar conmigo? –Antonio contiene el aliento y se queda mirando fijamente hacia la estufa, con ojos de convicción, de pasión desmedida. Vuelve a mover en negativo la cabeza, regula el fuego al mínimo y salpimentea la mezcla. Con una cucharita toma una muestra del guiso humeante, le sopla con cuidado y, antes de introducirlo en su boca, le pregunta con ternura –¿Te quieres casar conmivst? –La salivación excesiva no solo ocasiona el fallo en la última sílaba de la palabra, provoca también que unas cuantas gotas de baba caigan sobre el guiso. Antonio simplemente las revuelve con discreción. Apaga el fuego. Se dispone entonces a engrasar un molde rectangular con mantequilla y coloca la primera capa de pasta para lasaña. –¿Te quieres…? ­–Antonio se lleva otra cucharada llena de champiñones a la boca y, mientras la saborea, esparce otra porción equivalente sobre la pasta acomodada. Repite el ciclo un par de veces más. –¿…casar conmigo? –Mientras completa la pregunta, añade salsa de tomate por encima y acomoda con precisión la segunda capa de pasta sobre el guisado. Entonces retoma la cuchara, mastica, saborea y esparce con un ritmo continuo y pausado. Añade un poco más de salsa de tomate y esparce por encima queso emmental rallado. Contempla el resultado. Cubre con papel aluminio el refractario, apaga la luz de la cocina y a oscuras, se acurruca en el sofá del salón, envuelto por completo en una gran cobija que solamente le deja visible la nariz.

Antonio abre los ojos cuando ya hay luz por todas partes y envuelto en la cobija se dirige a la cocina. Descubre sobre la mesa, junto a la cafetera, una nota de Sofía en la que se disculpa por haber llegado tan tarde la noche anterior. –¿Nos comemos esa deliciosa lasaña hoy al medio día? ­–le pregunta Sofía a Antonio al finalizar el papel. Antonio deja el mensaje a un lado y se prepara un café bien cargado. A su alrededor hay peras, manzanas y tostadas integrales. Opta por las tostadas y de un tirón se prepara varias, embarrándolas con suficiente mantequilla y mermelada. Las devora rápidamente. Al terminar, se pasa la mano izquierda sobre la barba un poco crecida, levanta la axila y constata su mal olor. Con todo y cobija se dirige al baño, enciende la calefacción y queda contemplándose un rato en el espejo. Después de un rato se decide a dejar la cobija sobre el cesto de la ropa sucia. Desabotona, a cada tanto, un botón de la misma camisa que lleva puesta desde el día anterior. Cuando termina de descubrirse el torso, se quita rápidamente todo lo demás y se mete tiritando en la ducha. Se rasura y se lava minuciosamente todo el cuerpo. Después se queda bajo el chorro hasta que el agua comienza a enfriarse. Entonces cierra la llave, se envuelve presurosamente en la bata de baño y se queda sentado otro rato más sobre el retrete.

–¿Cielo? ¿Estás aquí? –La voz de Sofía saca de golpe a Antonio del vaporoso sopor postducha y en un momento se viste con la ropa limpia que tiene preparada a un lado. Se peina rápidamente y se dirige con prisa al salón donde lo espera Sofía. La abraza con efusividad y la besa.

Sofía y Antonio están tumbados en el sofá del salón, envueltos cada cual en su cobija. Comparten a mordidas una tablilla de chocolate amargo. Antonio está excitado, trata de besar a Sofía y hacerle el amor en ese mismo momento. Sofía lo interrumpe con brusquedad.
–Tengo algo que decirte, Antonio.
Antonio pasa con dificultad el último bocado de chocolate que se metió en la boca. Voltea a ver de reojo el bolsillo izquierdo de su abrigo, que está colgado en el perchero. Está a punto de levantarse para ir por él, cuando Sofía le toma la mano y lo detiene.
     –Escúchame  –le dice con voz pausada.
Antonio tiene las manos frías y pegajosas por el sudor aún más frío que comienza a envolverlas. Le pasan escalofríos por todo el cuerpo y se recluye con más fuerza en la cobija. Después de varios rodeos, sus ojos miran los de Sofía.

–No puedo regresar ahora. La tesis no está lista y no podré defenderla antes de tres meses. Sé que ya no soportas estar aquí ni un día más, pero te pido que me acompañes. No podría lograrlo estando sola, sin tu apoyo –le dice Sofía.

Desde adentro de la  cobija, Antonio mira a Sofía fijamente, respira con calma unas cuantas veces y entonces baja la mirada hacia sí mismo. Tiene el entrecejo fruncido y los párpados ligeramente caídos. Sofía acaricia la parte de la cobija que podría estar cubriendo la rodilla de Antonio y lo mira con insistencia.
–Piénsalo, ¿si? –Sofía se acerca un poco más a Antonio y agacha la cabeza, tratando de pescar de nueva cuenta su mirada. Antonio permanece un momento en pausa y entonces replica con voz queda:         –Sofi, es que además ya no me queda un solo centavo.
     –Eso no es problema,  yo tengo suficiente para los dos. Hasta ahora tú te has empeñado en correr con la mayoría de los gastos. Así que ahora me toca a mí. Esa parte está resuelta –dice con convicción Sofía.
–Tú sabes que nunca me ha gustado que pagues las cosas Sofi, simplemente es algo que no puedo aceptar –añade Antonio.
–Lo sé, pero esta ocasión es diferente. Lo que te pido ya es de por sí demasiado egoísta –añade Sofía.
–Es que de verdad me gasté ya todo lo que tenía Sofi –reitera Antonio.
–Mira, a mí además todavía me quedan dos meses de beca. No te preocupes, te aseguro que no nos moriremos de hambre. –Sofía añade a sus palabras una despreocupada sonrisa. Antonio vuelve a recluirse en su cobija, cierra los ojos. Sofía mira insistentemente la nariz de Antonio, pero no dice nada. Solo se escuchan las respiraciones. Luego de un rato, Antonio emerge de la cobija y con voz muy queda, pero mirando con serenidad a Sofía, le dice:
–Sofi, sabes que te amo con todo lo que soy. Te pido que me comprendas, ya no hallo qué hacer aquí. Hace ya un mes que defendí mi tesis y desde entonces me he vuelto un vagabundo. Me sé la ciudad de memoria y con este clima, sin ocupación y sin dinero, voy a enloquecer.
– Puedes aprovechar para hacer algún curso, un capricho como ese de enología que tenías tantas ganas. –Sofía trata de animarlo.
–Sofi, aquí nada es gratis. No puedo pagarlo –dice Antonio con seriedad.
–Pero me habías dicho que tenías una reserva para regresar, ¿no?  Úsala para ti en estos meses y yo me encargo del regreso –insiste Sofía. Antonio guarda silencio y se frota con la mano izquierda la frente y los ojos. Voltea a ver de reojo el abrigo colgado en el perchero. Con ademanes pesados hace por levantarse del sofá. Sofía lo detiene, comienza a besarlo apasionadamente y en un ágil movimiento, traspasa la frontera de tela polar.




–¿Complementando tu alimentación vegetariana con un buen perro caliente? –Pregunta divertido Juan.
–Es que si no, no aguanto Juanito –responde Antonio.
–Pues es bien sabido por todos Toni, que la mejor verdura es el jamón –añade Juan.
–Te reto a que se lo expliques a Sofía, pero sin echarme de cabeza –responde Antonio.
–No entiendo de dónde tanto amor hacia los vegetales –se burla Juan.
–Es Sofi, no quiere que maten un animal para que ella coma, habiendo otras cosas que se pueden comer –aclara Antonio.
–Y tú eres el faquir solidario, eso es amor del bueno –vuelve a burlarse Juan.
–Así es esto de las parejas Juanito, uno a veces cede y otras también. Pero dime, ¿tú ya te regresas? –Pregunta Antonio.
–Ya. Maletas hechas y boleto en mano. Me voy la próxima semana. Por cierto, luego te aviso de la reunión de despedida, ahora tengo que irme –responde Juan.
–De acuerdo –añade Antonio.
–Saludos a Sofi –dice Juan.

Antonio se queda un poco encogido sobre la mesa, mirando fijamente el plato de cartón desechable vacío. Tiene las manos metidas en los bolsillos del abrigo y con la mano izquierda da vueltas entre sus dedos la cajita del anillo. Tiene los pómulos y la nariz enrojecidos y sus piernas dobladas suben y bajan con nerviosismo, apoyándose solo en las puntas de los dedos. Mira hacia fuera de la cafetería, una fría ventisca sacude los arbolillos sembrados alrededor. El cielo es gris, la luz deslavada. Con un gesto forzado se levanta, se envuelve la bufanda y se pone el gorro. Camina encorvado sin dejar de mirar el asfalto gris de la banqueta. En su nariz se condensan cada cierto intervalo gotitas de vapor. Antonio sigue andando sin dejar de mirar el piso, un poco más oscurecido. Un hálito renovado del vendaval lo obliga a detenerse y girarse hacia atrás. Su mano izquierda aferra con fuerza la caja del anillo. Un poco más encogido se queda inmóvil esperando que la racha pase de largo. Cuando se incorpora de nuevo, ya hay algunas ventanas con las luces encendidas. Avanza poco a poco y con dificultad por la acera contraria a donde está la joyería. Desde una cuadra antes alcanza a ver las vitrinas ya adornadas con foquitos de colores. Sigue avanzando con calma. Al llegar a la contraesquina espera a que el semáforo peatonal se ponga en verde. Un renovado ventarrón lo envuelve en una especie de remolino de agua-hielo. Trata de comprimirse dentro del abrigo y dobla y desdobla las piernas con ansiedad. El semáforo sigue en rojo. Todos los carriles de la avenida están llenos y los automóviles circulan con dificultad. Por un momento, fija los ojos achicados en el interior de la tienda y alcanza a ver al encargado. El semáforo sigue sin cambiar. Antonio aprieta su mano izquierda aferrando la caja del anillo. El aire sigue corriendo con fuerza y libera los comienzos de una cargada lluvia. Los coches siguen pasando sin detenerse. Antonio abre apresuradamente la sombrilla, rectifica el rumbo y rápidamente se dirige a casa.



Antonio se levanta sistemáticamente a las ocho de la mañana, arrastra sus pasos semisonámbulos hacia la cocina y prepara dos cafés y dos pares de tostadas integrales con mantequilla y mermelada. Come con desgano su porción. Después se lava los dientes y la cara. Se viste automáticamente. A las nueve besa a Sofi y sale de casa rumbo al curso de enología. Da una vuelta en el parque más cercano y regresa a posicionarse en una banca cubierta en parte por el tronco de un árbol. Espera pacientemente a que Sofía salga del apartamento y después de aguardar los minutos suficientes para que ésta haya subido al autobús de las nueve y media, entra de nuevo en el apartamento, se quita las botas, cuelga el abrigo en el perchero y se mete otra vez en la cama. A las doce treinta vuelve a levantarse. Prepara la comida: media lechuga para Sofi, media para él, medio jitomate para Sofi, medio para él, medio omelet de queso para él, medio para Sofi, una manzana para Sofi, él pasa de las manzanas. Come solo. Antes de que llegue Sofía se pone de nuevo el abrigo y las botas, escribe “te quiero” en un papelito y lo deja sobre la mesa. Se enrolla la bufanda al cuello y sale a contar las pisadas que va dejando en las banquetas. Mira los escaparates, contempla los aparadores. Se detiene frente a la vitrina de un restaurante que exhibe diferentes piezas y cortes de viandas. Contempla cada trozo con atención, con detenimiento. Una ráfaga helada lo impele a moverse, llevando sus pasos hasta la tienda de postres y tartas. A través del vidrio observa esas pequeñas esculturas de sabores, exquisitamente decoradas. Frutillas del bosque, nueces y almendras de colores. Rizos y láminas de chocolate. Observa a la gente que entra, que estudia, que elige; que sale con unos paquetes exageradamente grandes para proteger esas diminutas delicias, para que no se deshagan antes de tiempo, para que lleguen a la boca intactas. Antonio talla la caja del anillo contra su palma izquierda, con la derecha saca el pañuelo y seca las gotas de vapor que se le han condensado en la nariz y en los ojos. Otro fuerte ventarrón de frío lo obliga a voltearse y mirar hacia el suelo. Su labio ha vuelto a romperse, sus pantorrillas entumecidas no dan más de sí. Por un momento cierra los ojos y simplemente resiste, deja que todo pase. Poco a poco se incorpora y retoma la cuenta de sus pasos, que dirige automáticamente hacia la avenida. Pasa frente a la cafetería de los perros calientes y el olor le provoca un sonoro rugido en el estómago. Mira los arbolillos congelados. Las oleadas de viento corren con libertad por los anchos carriles y zarandean a Antonio desde todas las direcciones. Avanza con dificultad, con la cabeza siempre gacha. La luz natural se va agotando y abre paso a los primeros focos de la noche. El semáforo peatonal está en rojo y mientras espera el cambio, rectifica que la caja del anillo se encuentra en el bolsillo izquierdo de su abrigo. La aprieta entre sus dedos. El viento astilloso no cesa, la piel de su cara está enrojecida y estirada. Su estómago gruñe con más fuerza. Cuando el semáforo cambia al color verde, Antonio da un respingo y descubre que en el bolsillo derecho de su abrigo no se encuentra la cartera. Revisa inútilmente las bolsas del pantalón. No la lleva consigo. Antonio se queda inmovilizado unos minutos, mira alternadamente la joyería y el semáforo en verde. Revisa de nuevo sus bolsillos. Solo lleva el anillo. Antonio sufre un pequeño desvanecimiento y se sostiene unos momentos de un poste de la luz. Una renovada ráfaga de viento lo acompaña de regreso a casa.

Al llegar, se ducha con agua caliente y después de estar envuelto un rato en la bata de baño, percibe un olor y ruidos que vienen de la cocina:

–Pudín de berenjenas y ensalada de coliflor para la cena –dice sonriente Sofía. Antonio contempla a Sofía ataviada con el sucio delantal y los cabellos colgándole a ambos lados de la cara por detrás de las orejas. Tiene restos de berenjena en la comisura de los labios y el dedo índice todavía embarrado de pudín. Antonio se abraza al cuerpo de Sofía con suavidad, recarga la cabeza con delicadeza, cierra los ojos y respira entrecortadamente. Sofía le explica entusiasmada los pormenores que tuvo en la universidad. Antonio permanece respirando, restregando entre los dedos de su mano izquierda una hebra de cabellos de Sofía, aspirando su perfume. Suena la campanilla del horno y sin dejar de hablar, Sofía se desprende del abrazo y se ocupa de poner la mesa. Antonio entreabre los ojos y la contempla sin decir una palabra. Se sienta lentamente en una silla y los ojos se le van hacia el frutero. Sofía le hace una pregunta y él afirma con un guiño de cabeza. Mastica lentamente y en automático, asiente cada dos o tres mordiscos. Mientras Sofía limpia con un trapo las migajas de la mesa, Antonio en el sofá, se acurruca en la cobija. Cuando Sofía llega a transgredirla, Antonio duerme ya profundamente.




Sofía no va a ir a la universidad, así que Antonio, después de cepillarse los dientes, sale, y en vez de dar una vuelta al parque se dirige a la biblioteca. Recorre con lentitud los pasillos entre los estantes y de vez en cuando se detiene a mirar alguna sección. Toma por un momento “Las memorias de Adriano”, mira la contraportada y sopesa el volumen del tomo. Lo devuelve a la estantería con desgano. Unos pasos más adelante mira los cuentos de Lovecraft. Se sigue de frente sin tomarlos del estante. Cotinua su paseo entre las distintas secciones y arrastrando un poco las pisadas. Termina sentado en una mesa de estudio con las manos vacías y observa cómo el viento zarandea los árboles al otro lado del ventanal del edificio. El ruido y aroma que despide una máquina de café de autoservicio lo saca de su contemplación. Busca unas monedas en los bolsillos, no lleva lo suficiente. Con la espalda curvada descansa la cabeza sobre sus brazos cruzados. Cierra los ojos. Vuelve a abrirlos con dificultad. Tiene las venas de la esclerótica irritadas. Vuelve a cerrarlos. Por fuera, el viento sigue sacudiendo los árboles y a algunas personas que se deciden a pasar de prisa. Antonio abre la cartera y saca la factura del anillo. La desdobla y la mira con fijeza. Cierra los ojos. Una ráfaga de viento golpea el ventanal e incrusta en el vidrio pequeñas plastas de agua-nieve. Antonio apoya la barbilla sobre la mano izquierda, coloca la factura sobre la mesa y con el índice derecho la gira en repetidas ocasiones. Son las doce. Guarda todo y se dirige sin vacilar hacia la máquina de café. Disimuladamente agarra unos sobrecitos de azúcar. Saliendo del recinto vierte el contenido en su boca y emprende los pasos de regreso a casa.

Sobre la mesa hay un platón de ravioles rellenos a los tres quesos, crema de verduras y en el centro, una pequeña tarta de chocolate. Sofía recibe a Antonio con un beso y entusiasmada le platica de los avances que ha hecho en su investigación. Antonio la escucha con gusto y saborea la crema caliente de verduras. Poco a poco le regresan los colores a la cara. Sofía se mueve con rapidez y agilidad, cambia los platos sucios, sirve los ravioles, come con ganas y sigue hablando. Entre bocado y bocado Antonio sonríe y la sigue escuchando con atención. Deciden comerse la tarta de chocolate en el sofá.
–Acompáñame al coloquio, te hará bien cambiar de aires unos días –dice Sofía.
–No puedo dejar a estas alturas el curso de enología Sofi –responde Antonio.
–¡Es en un lugar tan bonito…! y no quisiera que te quedaras solo –añade Sofía.
–No son tantos días, no te preocupes –dice Antonio.
–Y es que va a estar interesantísimo porque viene…–Sofía se extiende hablando con exaltación de las ponencias y los expositores que asistirán al evento. Antonio la abraza y coloca la cabeza sobre su pecho. Su respiración se escucha lenta y pausada. Al calor de la tela polar, Antonio duerme.



El parte del tiempo anuncia borrascas con nieve para toda la semana y temperaturas aún más bajas. Cuando Antonio despierta, queda ya muy poca luz del día. Abre la puerta del refrigerador. Encuentra un par de  huevos, un bote de leche y un tarro de mayonesa. Se prepara un café caliente y fríe el par de huevos. Se los come rápidamente. Sin cambiarse de ropa ni lavarse la cara sale con pasos presurosos a la calle. Las banquetas están cubiertas por una capa de hielo que le dificulta andar. El viento helado lo apalea sistemáticamente y cada que cuenta cinco o seis pasos se detiene, se limpia la nariz y los ojos y después se acomoda la bufanda. Corrobora que lleva la caja con el anillo en el bolsillo izquierdo y la cartera en el derecho. Cuando las rachas de viento son muy fuertes se detiene y trata de refugiarse bajo algún toldo o entra por un momento en alguna tienda. Mira de reojo la vitrina de la carne y pasa de largo la tienda de repostería. La cafetería de los perros calientes está cerrada y la avenida prácticamente desierta. Solo hay luz eléctrica. Algunos focos se encienden y se apagan dejando sonar alguna melodía entrecortada. Las rachas de viento húmedo son cada vez más frías. Antonio escudriña el otro lado de la calle y de pronto se detiene en seco. Las luces de la joyería están apagadas. Camina con ansiedad hacia el cruce peatonal, el semáforo se pone pronto en verde. Atraviesa los amplios carriles con pasos difíciles, azotado sin cesar por los remolinos de viento. Al llegar a la otra acera se dirige a la joyería y observa con aprehensión un letrero: “Cerrado por inventario”. Lo mira unos cuantos minutos más. Se queda sentado con las piernas encogidas sobre el descanso de la entrada de la tienda y se cubre los oídos con las manos, mientras su cuerpo se balancea tembloroso hacia delante y hacia atrás. Cada vez pasan menos coches y se escucha más silencio.  Sus pasos de regreso son lentos, solitarios. La borrasca también amaina un poco.

Antonio llega al apartamento, bota el abrigo y la bufanda sobre la mesa. Saca el bote de leche del refrigerador y vierte todo el contenido en una taza. La calienta lo suficiente y bebe a pequeños sorbos. Deja la taza en el fregadero y se tumba en el sofá. Se envuelve en la cobija, prueba acomodarse en varias posiciones pero no consigue entrar en calor. Le sudan en frío las manos y los pies, tiene mal aliento. En medio de la oscuridad sus ojos parpadean constantemente, los tiene enrojecidos y resecos. Después de un rato se levanta y a oscuras se dirige al baño. Abre la llave del agua caliente y se queda tiritando sobre el retrete. Su mirada desenfocada se dirige al cesto de basura. El baño se llena de un cálido vapor que le humecta los ojos y le relaja los párpados. El sonido del agua corriendo le relaja el cuerpo y lo adormece. Después de un tiempo, el mismo sonido lo despierta, Antonio se talla los ojos y cierra la llave del agua. Se levanta y revisa los botes de pastillas que hay en los anaqueles del lavabo. Saca un par de aspirinas, llena un vaso con agua y se las toma inmediatamente.

Lentamente se dirige a la ventana. El apartamento sigue a oscuras y afuera están los focos encendidos. Sin embargo, las tiendas siguen abiertas y se ve gente por la calle. Después de un rato, va a la cocina y se toma otro vaso de agua. En el frutero quedan un par de manzanas. Toma una, le da un mordisco y mastica con desgano. Pasa el bocado con dificultad. Con una mueca de disgusto deja el resto de la manzana sobre la mesa. Regresa al sofá y enciende el televisor. Luego de cambiar varias veces de canal lo apaga y vuelve a quedarse dormido. Pasado el tiempo, lo despierta un retortijón en el estómago. Todo está oscuro y silencioso. Vuelve a asomarse por la ventana. No hay nadie por la calle. El vaho de su respiración enturbia por momentos la transparencia del cristal. Después de un rato vuelve a sentarse a la mesa de la cocina y contempla la manzana mordida. La hace a un lado y se recarga con los brazos cruzados sobre la mesa. Vuelve a quedarse dormido.

Cuando despierta tiene el cuello torcido. Se oyen ruidos en la calle pero todo sigue a oscuras. Se frota los ojos con ambas manos y contempla por un momento el plato con la manzana ya acartonada. Se la lleva a la boca y la regresa antes de darle la mordida. Tiene la boca seca. Se toma despacio medio vaso de agua y arrastrando los pies se dirige al baño. Le cuesta orinar. Se mira en el espejo la barba de días y los ojos amarillentos. Se cepilla los dientes con desgano. Desde el lavabo voltea a ver la ducha con ojos cansados. Huele su ropa sucia. Se saca la camisa, humedece la toalla y se limpia las axilas. Se pone una camisa limpia, se cambia la ropa interior y se vuelve a poner el mismo pantalón. Se  sienta en el sofá del salón y se queda viendo detenidamente el abrigo que cuelga del perchero junto con la bufanda. Con pesadez se asoma por la ventana y observa a la gente que pasa, todos con sus gruesos abrigos. Antonio va con lentitud por el suyo y se lo pone. Toma la bufanda y le da doble vuelta alrededor del cuello  y la cara. Mete ambas manos en las bolsas y con pasos pesados se dirige a la calle.

En cuanto sale, el aire cargado de fría humedad le traspasa el cuerpo y los ojos comienzan a lagrimearle. Se detiene un momento a contemplar el ambiente, escucha un barullo indefinido y lejano, mira a la gente pasar con lentitud. Comienza la cuenta automática de sus pasos lentos y pesados. Las suelas de hule de sus botas rechinan en cada pisada cargada y lenta. En la oscuridad, las siluetas de la gente parecen barrerse como sombras y los foquitos que se prenden y se apagan sin descanso resplandecen neblinosos al ritmo del pulso cardiaco. Antonio sigue andando encorvado dentro del abrigo y con la cabeza vuelta hacia abajo. El viento frío parece congelar los sonidos de las voces y los ruidos de la calle, creando intermitencias de sonido que se mezclan con breves presencias de olores a castañas asadas y humedad. El viento constante taponea los oídos y entume el cuerpo de Antonio, que sigue andando mecánicamente. De las cafeterías y restaurantes se escapan tintineos de cucharillas, choques de platos y barullos de pláticas, que crecen y decrecen al ritmo del abrir y cerrar de puertas, que también dejan escapar de vez en vez mezclados olores de comida. El restaurante de viandas desprende olor a carne asada a la piedra. Antonio cierra un poco más los ojos, se comprime el abdomen con las manos y sigue andando. La tienda de repostería ofrece suculentos pasteles decorados con colores y tartas conmemorativas. Huele a pan recién horneado. Antonio se encorva un poco más y pasa de largo. El aire, cargado de humedad se torna más pesado y difícil de respirar. La piel de Antonio exuda sudor por todo el cuerpo, tiene la boca seca y los ojos desenfocados. Sigue andando mecánicamente.

Al llegar a la avenida comienza a caer nieve. Todo parece envolverse en un ambiente de súbito silencio y calma.  Los pequeños copos se adhieren al negro abrigo de Antonio y crean en el entorno una maraña de color blancuzco. La cafetería de los perros calientes está cerrada y los arbolillos de alrededor están todos blancos. Antonio sigue andando con lentitud y los copos continúan invadiendo las porciones todavía negras del abrigo. Desde lejos, Antonio alcanza a ver el letrero resplandeciente de la joyería. Los foquitos que lo adornan se prenden y apagan al mismo ritmo que llevan sus pisadas. Mantiene la vista fija en el cartel  y aligera un poco el paso. Abre un poco más los ojos y alcanza a ver algunas vitrinas y en el fondo al encargado. El ritmo cardíaco de Antonio se acelera. La nieve cae profusamente. Antonio llega a la esquina. El semáforo peatonal está en rojo. Antonio espera doblando un poco las rodillas. Los foquitos de la joyería resplandecen con debilidad a través de la espesa nevada que atraviesa la avenida. El semáforo de peatones sigue en rojo. Antonio lo mira insistentemente. Su abrigo está completamente blanco. Antonio escudriña los carriles de los coches, no ve venir ninguno. El semáforo sigue sin cambiar. Antonio vuelve a mirar en dirección a la avenida. Ningún coche se aproxima. Con la mano izquierda, Antonio aferra con fuerza la caja del anillo. Las comisuras de sus labios fantasean una sonrisa. Mirando la joyería, Antonio decide atravesar la calle. Una fuerte ráfaga lo sacude a contraflujo.

2 comentarios:

  1. Los guiones están mal puestos. ¡¿Cuándo váis a comprender que eso también es función del escritor y que distingue a uno que sabe de uno que no sabe?! ¿Y sabes en qué libro se puede aprender a poner guiones?: ¡¡¡EN CUALQUIER NOVELA!!! Sólo mira cómo lo han hecho y hazlo bien. Da una impresión penosa ver un texto mal puntuado. ¡Y estáis en un Máster!

    "una ligera temblorina". "Temblorina" es una expresión mexicana y descontextualiza al narrador y nos saca a los lectores. Así como: "cobija" y "Comparten a mordidas una tablilla".

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  2. El conflicto está bien. El tono también es bueno. La resolución del conflicto me parece bien. Hay buenas escenas creadas. Y el final abierto también está bien.

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