jueves, 19 de abril de 2012

- Relato 3 José Ignacio Ramírez Pino

Lectoras

La luz situada en la parte superior del portal apenas ilumina. Una mujer abre la pequeña cremallera delantera de su gran bolso y saca una llave. Agacha la cabeza casi a la altura de la cerradura, mete la llave, abre y entra. Se detiene frente a los buzones. Una tarjeta insertada en uno de ellos indica el nombre de los habitantes de la vivienda. Arriba, un tachón realizado con bolígrafo rojo oculta la identidad de uno de los propietarios; abajo, se lee perfectamente “Gloria González Blanco”.
Gloria suelta en el suelo el bolso y los cuadernos que lleva debajo del brazo. Abre el buzón. Mete dentro del bolso cartas, varios folletos publicitarios y los cuadernos. Sube los primeros escalones. Entra en una de las viviendas de la tercera planta. Enciende la luz del pasillo y lo recorre hasta llegar al dormitorio. Sobre una cama de matrimonio, deja el bolso. Pone la radio.
Abre un cajón de la cómoda. Saca un rotulador rojo y tacha el viernes en el calendario que hay al lado. Devuelve el rotulador a su punto de origen, pero se detiene. Saca del cajón un marco plateado. Un hombre con traje exhibe una amplia sonrisa debajo de un prominente bigote. A su lado hay una mujer delgada con mejillas sonrosadas y finos labios. Su pelo, castaño y ensortijado, cae por debajo de los hombros. Los pechos apenas levantan medio palmo el vestido de novia blanco que ciñe su cuerpo. Gloria deja la imagen y el rotulador en el cajón.
Vacía el contenido del bolso: publicidad del gimnasio Curves, de un centro comercial, de una pizzería y de una óptica; dos cuadernos tamaño A4 con portada azul, en la que se lee “Academia Victoria – Guía del Profesor”; un buen puñado de boletines de notas con el encabezamiento “IES Álvarez Quintero”; un libro de Lengua y Literatura; una rebeca; un pañuelo de seda; una cartera…
Mete la cartera en la mesita de noche, el pañuelo en la cómoda y la rebeca en el armario. Junto a la ventana, hay una pequeña mesa de escritorio. Allí, coloca el libro y amontona los boletines de notas del instituto. Abre un cajón y guarda los cuadernos de la academia. Arruga los anuncios de la óptica, la pizzería, el centro comercial y se detiene para mirar el del gimnasio. Los primeros van a parar a la papelera; el último lo deja encima del escritorio junto a un libro, una novela. En la portada aparece el dibujo de un espadachín que rebana el cuello de su oponente con la mano derecha, mientras que con la izquierda dispara una pistola. A la espalda, detrás de otro caballero, un par de góndolas aparecen sobre el agua. Un palacio se adivina entre la niebla.
A unos kilómetros de la casa de Gloria, la claridad de la luna entra por la ventana de un dormitorio. La luz de la habitación está encendida. Un libro con portada marrón, desnuda de letras e imágenes, se encuentra sobre el tocador. Reflejada en el espejo, aparece una mujer morena, cuyo negro flequillo cae hasta casi entorpecer la mirada de dos grandes ojos negros. Al lado de la comisura que junta dos carnosos labios tiene un lunar. Lleva una camiseta morada y un pantalón de chándal negro con adornos blancos. Sobre uno de los abultados senos, una placa identificativa indica: “Curves / Ariadna Criado / Entrenadora”. En un bloc de notas, escribe con bolígrafo rojo: “Ari, se acabó el viernes”.


Suena el despertador. Son las ocho de la mañana. Gloria abre los ojos, se gira y tira de la sábana hasta taparse la cabeza. Así, oculta, permanece unos instantes. Deja la cama y levanta la persiana. La luna aún sigue ahí, aunque por el este comienza a amanecer. A tientas, llega hasta el cuarto de baño, enciende la luz y se asea. En la cocina, enciende la radio, prepara la cafetera y saca del frigorífico un par de donuts. Se come uno de ellos, se sirve el café y le da un bocado al segundo. Con dos sorbos, acaba la taza. Los restos del donut desaparecen en su boca.
Gloria se marcha a su cuarto. Hace la cama. Coge un bolso del armario y mete allí la cartera, el pañuelo de seda y el libro. Apaga las luces y barre la casa. Metódicamente, acumula la suciedad en pequeños montoncitos, uno en cada habitación, y los recoge. Apaga la radio.
Agarra el bolso y va hacia la salida. Se mira en el espejo de la entrada. Las redondeadas mejillas de Gloria sobresalen de una cara blanquecina en la que se dibujan unos finos labios. El pelo ensortijado cae sobre los hombros. Gloria se aproxima al espejo. Pasa los dedos corazón de sus manos por encima de las ojeras. Ladea la cara y examina el lateral de uno de sus ojos. Luego repite la operación en el lado contrario. La piel permanece tersa.
En la calle, espera hasta que aparece el autobús. Después de cinco paradas, se baja. Sus pies le llevan a un paseo custodiado por olmos. Lo cruza entre las sombras hasta llegar a una plaza. En el centro hay una amplia fuente. Alrededor, varios bancos, algunos de los cuales están situados bajo naranjos y limoneros. Observa todo el entorno, echa un vistazo en dirección al lugar donde se intuye el sol y se dirige hacia uno de los bancos. Está bajo un naranjo. Allí, un señor lee el periódico.
-Buenos días. –Gloria habla con tono amable.
-Buenos días. –El señor baja el periódico y mira a la visitante por encima de las gafas.
-¿Qué dice?
-Nada bueno, como siempre. –El lector del periódico da por concluida la conversación.
Gloria se sienta en el extremo del banco. Abre el libro. En la parte superior de la página 13, dos espadachines pelean bajo una gran nevada. Comienza a leer. Consume el relato vorazmente. Se detiene en una de las elipsis y levanta la vista. Un par de niños juegan con una pelota. Una chica con patines pasa por delante. Una señora pasea a un perro. Un chico, con camiseta de tirantes y pantalón corto, irrumpe en la plaza a la carrera. Los pectorales, a juego con el resto del musculoso cuerpo, sobresalen ligeramente por el lateral de la ajustada camiseta. Rodea la fuente y se marcha en dirección al paseo de los olmos. Otra chica, que también ha seguido con la mirada al corredor, lee un libro al otro lado de la plaza, en el banco situado enfrente de Gloria. Es morena, lleva gafas de sol y, sobre estas, le cae el flequillo. Tiene entre sus manos un libro de cubiertas marrones.
-Con Dios. –El lector del periodo concluye su tarea y se despide.
-Adiós, que pase una buena tarde. –Las palabras suenan joviales. El señor observa a Gloria durante un par de segundos y se aleja con el periódico doblado bajo el brazo.
Ella pone el marcapáginas en el lugar donde detuvo la lectura y comienza a pasar hojas hasta que llega al principio del siguiente capítulo. Coloca ahí el señalador y retoma el relato en el punto en el que lo había dejado. Página a página recorre la historia. Una ilustración detiene la lectura y seguidamente levanta la vista por encima del libro. Al otro lado de la plaza, la otra lectora hace lo mismo. En aquel rostro se distingue algo parecido a una sonrisa. La chica se levanta las gafas. Gloria baja los ojos y casi se oculta tras el libro. Lee un par de páginas y regresa a la anterior, donde estaba la ilustración. Retoma las mismas líneas.
A lo lejos las campanas de una iglesia suenan una sola vez. Gloria continúa hasta la siguiente elipsis. Cuenta cinco hojas para acabar el capítulo. Cierra el libro, lo mete en el bolso y se marcha en dirección al paseo de los olmos. Un rayo de sol cae directo sobre sus ojos y pone la mano por delante. Se para, se gira y mira en dirección a la plaza. La otra lectora le observa.


Ariadna se levanta. Lleva puesto un pijama blanco, sujeto por los hombros con tirantes de encaje a juego con los adornos del escote. La parte superior cae a modo de campana por encima de un pantaloncito también blanco. Se dirige al tocador. Allí está el libro de cubiertas marrones y el bloc con una nota: “Ari, disfruta del sábado”. Bosteza, levanta los brazos y deja ver el ombligo. Estira el torso. Recupera la posición recta, dobla el tronco, estruja los pechos en las rodillas y posa en el suelo las palmas de las manos, justo delante de unos dedos, cuyas uñas están pintadas de morado.
Mira el reloj despertador. Marca las ocho y diez. Acaba de amanecer. Se pone la camiseta, unas mallas, los botines y sale de la casa. Corre durante 30 minutos. Regresa, se ducha y desayuna: un vaso de leche, un de zumo de naranja, un plátano, un par de rebanadas de pan tostado con aceite y azúcar, medio tazón de cereales y casi un litro de agua.
Ariadna se viste con vaqueros y una camisa. Mete dentro del bolso el libro de tapas marrones, coge las gafas de sol y vuelve a salir. Hay un taxi en la parada de la esquina. Le indica al conductor que va al centro de la ciudad. El coche se detiene en una amplia avenida. Ariadna paga al taxista y va en dirección a la plaza. Hay una fuente en el centro. Varios animales de formas imaginarias echan agua por la boca y rodean una figura femenina. La estatua, sentada en una columna, lleva el pelo recogido en un moño. La fina túnica que cubre el cuerpo permite apreciar todas sus curvas.
Ariadna se dirige al banco donde estuvo sentada una semana atrás. Un grupo de quinceañeras llega al lugar antes y lo ocupa. Echa un vistazo alrededor. Una mujer de pelo castaño ensortijado está sentada en un banco bajo la sobra de un naranjo. Lee un libro. Al lado, en medio de dos limoneros, hay un asiento libre. Ariadna se dirige hacia aquel lugar. No deja de mirar a la lectora. Cuando llega a su altura se detiene.
-Hola. –Ariadna se levanta las gafas de sol y sonríe. Del bolso saca el libro de cubiertas marrones. Con la otra mano, aparta el flequillo de sus ojos.
-Hola. –El saludo sale silbado. Gloria se aclara la voz y traga saliva-. Hola –repite.
-¿No nos conocemos? –La pregunta no suena convincente. Ariadna se quita las gafas, las pliega y las engancha por una patilla en el escote.
-No creo… No lo sé.
-Me habré confundido. –Se sienta en el otro extremo del banco.
-Seguramente.
Ariadna tensa los músculos de su cara y exhibe un mohín. La otra lectora mete los ojos en el libro. Ariadna mira la portada: sobre un débil fondo anaranjado, el dibujo de un espadachín lanza un tajo mortal al cuello de su oponente.
-Yo le suelo quitar la cubierta de papel. –Ariadna le muestra a la vecina de banco la tapa marrón desnuda de su ejemplar.
-¿Cómo? –Gloria observa el otro libro. Sus ojos van rápidamente de la cubierta a la cara de su interlocutora.
-Mira. –Ariadna se acerca y le enseña el volumen abierto por la página 83. La sombra de tres hombres ataviados con sombrero, capa y espada se antepone a los trazos del Panteón de Agripa. Ve que la otra lectora desvía su atención sobre su propio ejemplar, también abierto por la página 83.
-Leemos el mismo libro. –Es una afirmación que suena a pregunta.
-Roma, la Ciudad Eterna –responde Ariadna-. Buen sitio para iniciar una aventura. –Ariadna rompe rápidamente el silencio que sigue a su comentario-. ¿Has estado alguna vez allí?
-No.
-Yo tampoco, pero me gustaría. Unas vacaciones, una habitación, Roma…
La otra lectora sonríe y vuelve a sumergirse en las páginas del libro. Ariadna se separa un poco y hace lo propio. Lee tres páginas y se interrumpe. Mira a su acompañante y se aproxima nuevamente.
-Me llamo Ari. –Tiende la mano firme.
-¿Qué?
-Ari. Me llamo Ari –Acerca la mano hasta casi tocar la de la otra lectora.
-Gloria. –Coge la mano que se le ofrece y aproxima su cara a la de Ariadna-. Yo soy Gloria. –Le da dos besos-. ¿Ari?
- Sí, de Ariadna. –Con uno de los dedos aparta el flequillo de los ojos.
-Ariadna –repite la interlocutora.
-La hija de los reyes de Creta.
-Ariadna… ¿Quién me calienta, quién me ama todavía? –Gloria recita-. ¡Dadme manos ardientes! –Se detiene, mira al cielo y luego a su acompañante-. ¡Dadme un brasero para el corazón!
-¿Y eso? –Ariadna se aproxima a Gloria hasta que sus rodillas se rozan levemente-. ¿Es un poema?
-Lamento de Ariadna, de Nietzche.
-¿Cómo sigue?
-Tendida en la tierra, estremeciéndome… -La boca enmudece-. No recuerdo más.
-Suena bien. –Ariadna recuesta la parte superior de la espalda sobre el banco y repasa con la vista los tirabuzones del pelo de Gloria.
Entre el rumor de la gente, una única campanada suena. Gloria se incorpora, introduce el libro en el bolso y se pone de pie. Ariadna mete rápidamente su ejemplar en el bolso, se sienta sobre el filo del banco, coloca las manos a ambos lados de sus piernas y frena el movimiento.
-Encantada de conocerte.
-Encantada. –Ariadna acepta la mano tendida de Gloria y la estrecha. Mira el bolso de su compañera de lectura-. ¿Crees que la historia saldrá bien?
-No lo sé.
-Lo veremos en Venecia –dice Ariadna.
-Lo veremos.
-Adiós. –Ariadna se levanta y saluda con la mano. Mira a Gloria, que se marcha en dirección al paseo de los olmos. El pelo ensortijado cambia de volumen a cada paso. Ariadna deja la plaza, sale a la avenida y pide un taxi. Regresa a casa, almuerza y se echa la siesta.


El radio despertador suena súbitamente: “Buenos días, Andalucía. Son las ocho de la mañana. Un sábado más…”. Gloria apaga el aparato y sale de la cama. La primera claridad del amanecer entra a través de las rendijas de las persianas. Las sube y el azul del cielo se presenta ante sus ojos. Mira al horizonte. Así permanece durante unos segundos. Va a la cocina, enciende la radio y prepara la cafetera. Tras pasar por el cuarto de baño, se dispone a desayunar: café y un paquete de galletas.
Gloria va a su cuarto y hace la cama. Del armario saca el bolso. Allí guarda la cartera y el libro, cuyo marcapáginas señala aproximadamente la mitad de la novela. Limpia la casa, apaga la radio, coge el bolso y sale a la calle. El autobús se aproxima a la parada. Corre para alcanzarlo y llega a tiempo.
-Por poco. –Un señor de unos 70 años, sentado detrás del conductor, se dirige a Gloria. Deja ver una dentadura perfecta.
-Ah… Hola... Sí.
-¿Tienes prisa?
-No… No quería perder el autobús. –Gloria habla de forma entrecortada-. Nunca se sabe si el siguiente va a tardar mucho. -Alterna las palabras con la respiración.
-Yo hace tiempo que no corro para coger el autobús, ¿sabes? –El hombre se desplaza al asiento contiguo, junto a la ventana-. Siéntate, hija.
-No gracias. Estoy bien de pie. –Mira al fondo del autobús-. Voy para allá. Aquí creo que estorbo. –Un frenazo le hace tambalearse. El chófer ha estado apunto de atropellar a un perro. Gloria agarra fuertemente la barra.
-Siéntate, hija. Te vas a caer. –El señor indica con una de sus manos el asiento-. Yo estoy jubilado, ¿sabes? Porque yo he trabajado mucho. –Observa cómo Gloria se sienta-. Desde los catorce he estado luchando para sacar a mi familia adelante. –Mete la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, coge la cartera y muestra varias fotografías-. Esta es mi señora. Murió hace ocho años. Y esta es mi nieta. Ahora voy a la casa de mi hija para verla, ¿sabes?
Gloria escucha el monólogo con una sonrisa. Después de cinco paradas, se despide del hombre y baja del autobús. Del bolso saca el libro. Atraviesa el paseo de los olmos hasta llegar a la plaza. Está muy limpia. El suelo se encuentra mojado. Mira el banco situado bajo el naranjo. Hay una chica sentada que le hace un gesto con la mano a modo de saludo. Lleva gafas de sol. Hay un par de bancos libres al otro lado de la plaza. El sol empieza a iluminarlos directamente. La mirada de Gloria se centra de nuevo en la chica, que se ha levantado. Gloria se dirige hacia allí.
-Hola, Gloria. –El par de palabras suenan cantarinas.
-Hola, buenos días. ¿Qué tal estás, Ariadna? –Gloria pone una de sus manos en el hombro de la otra lectora y le da dos besos. Observa que el flequillo se le ha metido por debajo de las gafas. Con un dedo, lo saca de ahí. Ariadna muestra los labios en forma de mueca.
-Tú, bien, ¿verdad?
-No te creas. La semana ha sido un poco difícil. –Gloria se ha sentado y Ariadna hace lo propio.
-¿A qué te dedicas?
-Soy profesora. Enseño en un instituto por la mañana y tres tardes a la semana doy también clases en una academia.
-Deja algún trabajo para las demás, mujer.
Gloria exhibe algo parecido a una sonrisa, abre el libro y comienza a leer. Mira de reojo a Ariadna y ve que le sigue observando. Continúa la lectura y, antes de pasar una nueva página, vuelve a mirar a su acompañante. Esta lee.
Una chica con patines pasa por delante. Ariadna la sigue con la mirada. Un perro tira de la correa por la que una señora le sujeta. La mujer forcejea con el animal. El musculoso corredor pasa por delante de las lectoras y se les queda mirando. Ariadna saluda con la mano. El deportista continúa hasta la fuente, se refresca y mira de nuevo a las lectoras. Ariadna le da un codazo a su compañera. El corredor sigue su marcha en dirección al paseo de los olmos, no sin antes echar una nueva ojeada al banco.
Gloria devuelve la mirada al libro y luego posa sus ojos en Ariadna. Lleva unas ajustadas mallas negras. Tiene las piernas cruzadas. La que se apoya en el suelo, deja ver el trazo de las dos partes de los gemelos. El bíceps femoral cae en forma de un amplio arco.
-¿En qué trabajas, Ariadna?
-Ari.
-¿Qué?
-Ari. Llámame Ari. –Se levanta las gafas de sol. Tiene dos grandes ojos negros. –Soy entrenadora. Trabajo en un gimnasio para mujeres. Si quieres te pasas por allí algún día.
-Algún kilo sí que tengo que bajar. –Gloria aplana el vientre con su mano.
-No quiero decir que estés gorda. –Ariadna recorre el cuerpo de su acompañante de abajo arriba-. Yo te veo bien.
-Desde que me casé, he subido peso. Ahora tengo casi diez kilos más. –Gloria muestra un pellizco de grasa de su cintura.
-¿Estás casada?
-Lo estaba. Nos divorciamos hace casi un año.
-Vaya, lo siento.
-No pasa nada.
- Yo… -Ariadna hace desaparecer los ojos negros bajo las gafas-. Yo… -Sonríe-. Deberías venir al gimnasio. Te lo pasarías bien. –La voz sale a trompicones.
-No sé. –Gloria abre el libro-. Prefiero la lectura, –dice sin levantar la vista. Gira el cuello. Ariadna la observa.
Las sombras de la plaza van desapareciendo paulatinamente, mientras que otras parten del mismo lugar para trazar nuevas formas sobre el suelo. A lo lejos, entre el rumor de las conversaciones, el sonido de una campanada se deja oír. Gloria mira su reloj, coloca el marcapáginas en el libro y lo mete en el bolso. Se levanta.
-¿Te vas? –Ariadna muestra su ejemplar de marrones cubiertas-. ¿No sigues leyendo?
-Quizá más tarde, en casa. Ahora me tengo que ir.
-¿Has llegado a Venecia? –Ariadna se ha levantado y se aproxima a Gloria.
-Sí. –Le da dos besos a la otra lectora-. Allí estoy.
-Ya me contarás.
-Lo haré. –Los dedos de Ariadna le presionan el brazo. Mira a ese lugar y después a los ojos que hay tras las gafas negras-. Adiós, Ariadna.
-La Serenísima. –Ariadna se levanta las gafas y suelta a Gloria, que se separa-. ¿Has estado allí alguna vez?
-Quizá en sueños.
-Ten cuidado, los sueños se hacen realidad. –Ariadna aparta uno de los tirabuzones del hombro de Gloria y lo echa hacia la espalda.- San Marcos, los canales…
-Los gondoleros… -Los ojos de Gloria se iluminan y deja escapar una risa.
-Y los gondoleros. Podríamos ir juntas.
-¿A Venecia? –Gloria se separa de la otra lectora-. Adiós, Ariadna. –Inicia el camino en dirección al paseo de los olmos.
-Ari. Por favor. –Levanta la voz-. ¡Llámame Ari!
-Hasta el sábado. –Gloria se gira y levanta una de sus manos. –Adiós, Ariadna.
-¿Nos vemos el sábado entonces? –Las palabras salen gritadas.
Gloria sigue su camino. Sube al autobús. Después de cinco paradas, llega a casa. Abre la puerta, suelta el bolso, va a la cocina y enciende la radio.


Los pitidos continuos del despertador rebotan en el dormitorio. La habitación está casi en penumbra. La tenue luz de las farolas callejeras apenas deja ver los contornos redondeados del cuerpo de Ari. Enciende la lámpara del cuarto. La revuelta cabellera morena casi roza una espalda completamente desnuda. Unas musculadas piernas recorren el oscuro pasillo. En ese extremo, las bragas blancas que lleva es lo único que se intuye con cierta nitidez. Ariadna, tras ir al baño, regresa a su habitación. A medida que avanza por el pasillo su cuerpo se va iluminando. Realiza unos ejercicios de estiramientos en el dormitorio y coge del perchero la ropa de deporte. Se calza los botines. Tras 45 minutos de carrera, llega a casa, canta bajo la ducha y desayuna. El libro de cubiertas marrones se encuentra a su lado.
Ariadna selecciona la ropa que se va a poner: un pantalón corto y una camiseta rosa. Tras vestirse, se observa en el espejo del tocador. Se pinta los ojos, pone cuidadosamente rimel en sus pestañas, empolva ligeramente las mejillas y tiñe de rosa los labios. Sobre el aparador, el bloc deja ver una nota: “Ari, hoy va a ser un gran día”. Coge las gafas de sol y las sujeta por una patilla sobre el escote. Mete dentro del bolso el libro y sale a la calle.
Un taxi deja a Ariadna en la avenida que se encuentra al lado de la plaza. Apenas hay gente, por lo que el sonido de la fuente se oye perfectamente. Ariadna va hasta allí, mira durante unos instantes la estatua, coge un poco de agua con el cuenco de sus manos y la deja escapar entre los dedos. Las gotas restantes las extiende por ambos brazos. Mira el banco situado bajo en naranjo. Está libre, como casi todos. Algunas hojas de azahar han caído sobre este. Va hasta allí, limpia con su mano el banco, se sienta. Saca el libro del bolso y una botella de agua. Bebe.
Un coche de caballos pasa entre las sombras de los olmos. La chica de pelo castaño ensortijado camina detrás del carruaje. Ariadna le hace un gesto con la mano. La otra lectora se aproxima con paso ligero. Cuando llega a su altura, Gloria muestra una hilera de dientes blancos entre dos delgados labios pintados de rojo.
-Hola, buenos días. ¿Qué tal estás, Ariadna? –Dos parejas de besos estallan en el aire.
-Tú, bien, ¿verdad? –Con una mirada, recorre el cuerpo de Gloria. Le da un breve abrazo.
-Sí. Parece que hoy va a hacer calor.
-Eso parece. –Ariadna observa que su compañera se sienta y ella hace lo mismo. Saca del bolso el libro y lo abre-. Yo creo que la misión va a ser abortada.
-¿Cómo?
-La misión. –Ariadna se retira el flequillo de los ojos y señala el libro-. La misión. Algo pasará y eso impedirá que la hagan.
-No sé. –Gloria coge uno de sus tirabuzones-. Yo creo que sí lo conseguirán, aunque me parece que quedarán pocos vivos.
-No hay gloria sin sacrificio. –Ariadna le da un leve golpe con el codo.
-Veámoslo. –Gloria muestra el libro, lo abre y comienza a leer.
La plaza comienza a llenarse de gente. Una chica en patines está a punto de caer. Un grupo de quinceañeras hablan entre risas sentadas en el banco situado al otro lado. Un deportista detiene su carrera en la fuente. Se refresca sin dejar de mirar a las lectoras. Ariadna le dice algo al oído a Gloria. Las dos miran al musculoso sujeto, que se recrea entre las gotas de agua. Inicia la carrera y se va por el camino de los olmos. Por allí, dos  dos señoras conversan animadamente con el abanico entre las manos.
-Mira. –Gloria ve una ramilla de azahar que acaba de caer sobre el banco, justo al lado de su compañera. Pasa el brazo por delante de Ariadna. El seno izquierdo de Gloria queda engullido por el derecho de Ari. Coge la rama de azahar, la huele y se la da a la otra lectora, que mira a los ojos a su compañera. La respiración hace que el pecho de Ariadna suba y baje dentro de la camiseta rosa. Gloria sonríe. Ari acerca su mano para coger el azahar, pero se detiene a medio camino. Tras la pausa, casi imperceptible, sigue la trayectoria hasta que, con sus dedos, toma el tallo y deja posar la mano sobre la de Gloria. Ariadna ahoga una risa. Los músculos faciales de Gloria se relajan poco a poco.
-¿Qué? –La voz sale por los labios de Gloria casi como un susurro.
-Nada. –Ari retira lentamente su mano y se lleva a la nariz la rama de azahar-. Nada. -Mira por encima de las hojas.
Gloria recupera el libro, lo abre y retira el marcapáginas. Ariadna deja sobre sus piernas la rama de azahar e imita los movimientos de su compañera. Ari lee tres páginas, pero luego retrocede a los dos anteriores para continuar en el mismo punto. Los minutos pasan. Gloria mira a su compañera de reojo y ve que el libro está clavado en la página 297 desde hace rato. Apenas se proyecta ya la sombra del naranjo sobre las cabezas de las lectoras. La brisa hace rato que desapareció.
-Me tengo que ir. –Gloria cierra el libro, lo mete en el bolso y se dispone a levantarse.
-Aún es pronto, ¿no? –Ariadna deja el dedo índice de su mano izquierda atrapado entre las páginas 296 y 297. Posa el pulgar firme sobre la contraportada. Los otros tres dedos, sobre la portada, completan la presa.
-Casi es la hora de comer. –Gloria mira su muñeca. Sobre la piel ligeramente morena se dibuja en blanco la silueta de un reloj que hoy no lleva-. Nos vemos el sábado que viene. –Se levanta y se inclina sobre su compañera para dejarle dos rápidos besos sobre las mejillas.
-¿Nos vemos el sábado? –Ariadna, con el índice y el pulgar, le ha cogido la mano.
-Nos vemos el sábado. –Gloria lleva la mano libre hacia uno de los tirabuzones y lo atrapa con uno de sus dedos.
-Adiós, entonces.
-Adiós. –Gloria inicia la marcha, el brazo se estira hasta que libera la mano de la presa de la otra lectora. Se detiene, se gira y realiza un gesto de despedida.
-Adiós. –Ariadna levanta un poco el tono de voz. La melena ensortijada de Gloria cae sobre la espalda. La blusa blanca estampada con arabescos rojos se mete dentro del pantalón, que se ciñe sobre la celulitis y baja hasta casi ocultar el talón de unas zapatillas rojas. Gloria se pierde entre los olmos que dan sombra al paseo.
Ariadna se levanta, sale a la avenida y con un golpe de mano detiene un taxi, que le lleva a casa. Cuando llega, se dirige a la cocina. Se prepara una ensalada. La camiseta rosa muestra bajo el sobaco las marcas del sudor. Aparta el almuerzo sobre la mesa y va a su habitación. Saca del armario una bata blanca de seda. Ari se mete en el cuarto de baño y se ducha. Deja caer el agua sobre su cuerpo durante largo rato antes de enjabonarse. Se seca y se mira en el espejo. Escruta su rostro. Con las yemas de los dedos, estira suavemente la piel debajo de los ojos. Se enfunda la bata blanca, recoge la ropa que se acaba de quitar y la mete en la lavadora.
Ariadna recupera el libro que dejó en la mesita de noche y se lo lleva a la cocina. Con la mano derecha, lo hojea. Con la izquierda, se ayuda del tenedor para llevarse a la boca la primera porción de ensalada. Coge el vaso de agua y mira su interior. Mueve el contenido circularmente. No hace nada, únicamente observa el agua. La mano derecha sigue en su tarea de pasar hojas del libro. Lo abre por las primeras páginas y centra ahí su atención. Inicia la lectura, pero sus párpados caen lentamente. Acaba el almuerzo, mete el vaso, el plato y el tenedor en el fregadero, toma el libro y se marcha a su habitación.
La luz del exterior apenas penetra en el cuarto. Sube ligeramente la persiana y retira la sábana de la cama. Ari deshace el nudo del cinturón y la bata resbala sobre su desnuda piel hasta que cae al suelo. Coge el libro y se mete en la cama. Se acomoda, lleva la sábana hasta la altura del pecho y abre la novela. Pasa las páginas hasta detenerse en una, en cuya parte superior se reconoce el dibujo de una mujer que duerme con la cabeza puesta sobre el pecho de un hombre. Comienza a leer, pasa a la siguiente página, sigue la lectura y se detiene. Vuelve a la página anterior, lee y nuevamente se para. Cierra el libro, pasa con suavidad la mano por el lomo. Lo mira y lo deja a un lado. La lectora cierra los ojos y desliza la mano izquierda sobre su cuerpo.

En el exterior, el sol acaba de asomarse, aunque algunas nubes amenazan con no dejarlo ver. El termómetro de la cocina marca 12 grados. Gloria está en la salita. Tiene el ensortijado pelo recogido en una cola alta, que oscila de hombro a hombro con cada movimiento. Bate rápidamente el azúcar hasta que se diluye en el café. Da un pequeño sorbo. En la mesa tiene una tostada, aceite, un vaso con zumo de naranja, un puñado de galletas y varias lonchas de pechuga de pavo sobre un plato. Da un gran mordisco a la tostada y se lleva a la boca una de las lonchas. Mastica rápidamente y traga. La taza de café llega a sus labios y casi apura su contenido. Deja rápidamente el continente sobre la mesa y mueve la mano hasta que la palma toca sus labios. Abre la boca, sopla, agita la mano bajo la nariz y saca la lengua. Con gesto decidido, agarra el vaso de zumo y lo bebe hasta la mitad. Acaba la tostada y un par de galletas, una tras otra. Vacía la taza de café y el vaso de zumo. Una loncha de jamón de york viaja a su boca. Empieza a recoger el desayuno, pero antes echa una ojeada por la ventana. El sol no se ve, el viento agita los árboles y los pájaros han desaparecido. Por el fondo, una gran nube negra avanza.
Gloria mira el reloj. Son las ocho. Se ducha rápidamente y se viste. Llueve en la calle. Apenas se percibe. La lectora friega, recoge, abre el frigorífico y examina su interior. El cajón de las frutas está repleto, el de las verduras también. Cierra y vuelve a posar los ojos en el reloj. Al lado, se encuentra el calendario. Con un boli rojo, tacha el jueves y el viernes. Las gotas, impulsadas por el viento, chocan con los cristales. Un trueno rompe lejano.
Gloria va a su cuarto, coge el libro, lo hojea y se arregla. Un nuevo trueno estalla en el exterior. Va a la salita, se sienta y deposita el libro sobre las rodillas… El reloj marca las nueve. Gloria se levanta y se asoma por la ventaja. Todo está cubierto. Camina por el pasillo de la casa, arriba y abajo. Llega hasta la cocina y consulta el reloj de pared. Marca las nueve y veinte. Se va a su cuarto, abre el armario y mira por detrás de la ropa. Abre el primer cajón, lo cierra; abre el segundo, lo cierra; abre el tercero. Se incorpora y mira detrás de la puerta. Coge de allí el paraguas, agarra el bolso y sale de la casa. El libro queda sobre la mesita de noche.
Cuando llega a la calle, la lluvia arrecia. Va a la parada del autobús. Una señora se resguarda bajo un paraguas y rodea con su brazo el hombro de un niño que se aprieta contra ella.
-Parece que tarda el autobús. –La señora trata de alcanzar con la mirada el fondo de la calle.
-Todavía no viene. –Gloria sigue con la vista la dirección indicada por su interlocutora.
-El hombre del tiempo dijo anoche que el riesgo de lluvia era mínimo.
-Sí –Gloria mira al niño, cuyo cuerpo se sacude nerviosamente-. Hace frío, ¿verdad? –El chico levanta la cara, pero no dice nada.
-Es muy tímido, -aclara la señora.
Al fondo aparece la silueta del autobús. Apenas llueve ya, aunque el viento racheado arrastra las gotas atrapadas en las hojas de los árboles.
-Buenos días. –Gloria saluda al chófer y pasa el bonobús sobre el lector, que marca el dinero restante en la tarjeta y la hora-. ¡Las diez menos cuarto!
-El tráfico, cuando lleve, ya se sabe, -dice el conductor.
Gloria localiza un sitio junto a la ventana. Limpia el cristal y mira al exterior. El viento sigue, pero no hay lluvia. Un rayo de sol supera tímidamente las nubes. La ventana se vuelve a empañar. Gloria, con uno de sus dedos, dibuja sobre el vaho algo que se asemeja a la “G”. Lo borra. Apenas se ve por el cristal. La señora de la parada, sentada un poco más adelante, se quita el chaleco. La lectora, cuyos tirabuzones parecen algo desordenados, escribe en la ventanilla una “V” invertida.
El autobús se para y baja de él. No llueve, pero abre el paraguas. Camina por el paseo franqueado de olmos. Las gotas viajan por el aire y se estrellan sobre Gloria. Llega a la plaza. Está completamente vacía. Los naranjos no tienen azahar. Los bancos lucen la madera ennegrecida por la acción del agua. La fuente del centro permanece en silencio. Un par de pájaros tratan de beber en uno de los charcos. Gloria recorre con la vista los alrededores. Una chica se encuentra bajo un balcón. Viste un chubasquero que le llega por debajo de las rodillas y una capucha que le protege la cabeza de la lluvia. Está acompañada por un chico que lleva la camiseta totalmente empapada. Pegada a su cuerpo, la prenda marca los músculos del pecho y las abdominales.
-¡Gloria! –La voz proviene de debajo del balcón-. ¡Gloria! –La mujer del chubasquero agita su mano. Se quita la capucha y deja ver una cara sonriente, con los labios pintados ligeramente en rosa, las mejillas apenas coloreadas y un flequillo negro que le tapa uno de los ojos- ¡Hola, Gloria! –Habla casi al oído con el deportista, señala a Gloria y el chico se despide.
La lectora camina rápido hacia donde se encuentra su compañera. El corredor pasa por su lado al trote, le dice “hola” y se marcha por el paseo de los olmos.
Las lectoras se saludan con un abrazo. Las manos aprietan la espalda, los cuerpos se aproximan hasta que los pechos de Gloria desaparecen entre los de Ariadna. Dos besos chasquean en las mejillas.
-Pensé que no ibas a venir. –Ari frota la espalda de Gloria.
-Tenía que acabar de leer el libro.
-Yo también.
-¿Y ese chico? –Apunta con la mano el paseo de los olmos.
-Nadie. –Ariadna desvía la mirada-. Es el que ha estado por aquí otros sábados.
-Eso me ha parecido. ¿Qué quería?
-Nada. Sólo se paró un momento para charlar.
-Sólo para charlar. –La afirmación de Gloria lleva cierto tono de pregunta.
-Sí, sólo eso. –Ariadna realiza movimientos nerviosos-. ¿Te has mojado mucho?
–Retira un tirabuzón que cae en la frente de su compañera.
-No mucho. ¿Y tú?
-Tampoco.
Gloria ve que una gota cae desde el pelo por el rostro de Ariadna y desciende hasta saltar sobre su hombro. El cuello está algo mojado. Abre el chubasquero de la otra lectora y le echa un vistazo a su cuerpo. El suéter morado traza el contorno de los pechos de Ari. El pantalón vaquero muestra dos tonos, más oscuro por abajo, y los botines parecen que se han zambullido en varios charcos.
-Ari, ¡estás chorreando!
-No, sólo son unas gotas. –La voz acaba en un leve temblor.
-Vamos a ese bar.
Piden dos descafeinados. Ariadna va al cuarto de baño. Se saca el chubasquero y lo sacude. Con papel higiénico se quita las gotas de agua de la cara y los brazos. Acciona el secador y realiza equilibrios para poner debajo sus mulos. Tiene completamente pegado el pantalón. Una gota cae al suelo desde la campana del vaquero. Cuando llega junto a Gloria, dos humeantes tazas esperan. Ari saca el libro y lo pone encima de la mesa. Su acompañante mira en el bolso, lo revuelve.
-No lo he traído. –Gloria sonríe.
-No importa. Podemos leer juntas. –Ari deja oír una risa.
Las manecillas del reloj de pared del bar comienzan a pasar. Ariadna habla. De vez en cuando aparta el flequillo de sus ojos. Gloria juguetea con uno de sus tirabuzones, sonríe y asiente. Dos nuevos descafeinados llegan a la mesa. Ambas refugian las manos alrededor del calor de la taza. Ariadna le cuenta a la otra lectora toda su vida. Gloria apenas deshilacha la suya.
-Son las dos. –Gloria mira el reloj que está situado justo delante de ella.
-Vaya, se ha hecho más tarde que nunca.
-No hemos leído nada. –Pone su mano sobre el libro.
-Es verdad. –Ari posa la mano sobre la de su compañera.
-Me tengo que ir. –Gloria se levanta, rebusca en el bolso y saca la cartera-. Yo pago.
-No. –Ari tiene un billete de 20 euros en la mano-. Déjame que te invite yo.
-Otro día. –Gloria le da diez euros al camarero.
-Por favor. –Ari le quita el dinero, lo mete en el bolsillo delantero de la camisa de Gloria y le da el billete azul al camarero. Cuando mira a su acompañante, está como ausente y tiene los brazos cruzados por delante del pecho-. ¿Tienes frío? –Ariadna le pasa el brazo por encima de los hombros y se aproxima.
-No. No es eso. –Gloria detiene el cariñoso gesto interponiendo sus manos entre ella y la otra lectora. Los pechos de Ari se estampan en la palma de sus manos. Gloria se separa bruscamente–. Adiós, Ariadna. –Se dirige hacia la puerta.
-¿Nos volveremos a ver el sábado?
-Seguramente.
-Estaré por aquí. –Ari se quita el flequillo de los ojos. Gloria la mira durante unos segundos.
-¿Por qué no te cortas ese flequillo?
-Porque… -Parece que piensa. Coge el pelo entre sus dedos y le mira-. No lo sé. Mi peluquera dice que me queda bien.
-¿Vas a la peluquería?
-De vez en cuando. Imagino que igual que tú. –Ari golpea ligeramente con el dorso de su mano los tirabuzones de Gloria.
-¿Yo? Creo que sólo fui a la peluquería el día que me case.
-¿De verdad?
-No te miento. –Abre la puerta-. Lo dicho, Ari. Hasta el sábado.
-Adiós. No olvides traerte el libro.
-Espero que no. Hoy, con tanta lluvia, al final...
Ariadna mira hacia la mesa donde estuvieron sentadas. Va hasta allí. Un paraguas está colgado a la espalda de una de las sillas.
-Menos mal que esta mañana no se te olvidó el paraguas. –Ariadna se lo da a la otra lectora.
-Menos mal. –Gloria sonríe-. Gracias, Ari. –Va a salir-. Hasta el sábado.
-Adiós, Gloria. –Ariadna sostiene la puerta. Cae una fina lluvia. Ambas se paran bajo el dintel-. Espera. Tengo una cosa para ti. -Ariadna saca de su bolso un objeto rectangular envuelto en papel de regalo rojo algo arrugado-. Toma. –Con una mano ligeramente temblorosa, le acerca el presente.
Gloria se ayuda de la uña para levantar la cinta adhesiva que mantiene firme la envoltura. Después de varios intentos, lo consigue y retira el papel. Se trata de un libro: Amantes.
-¿Para mí? –Gloria sonríe y ladea ligeramente la cabeza. Su ensortijado pelo cae sobre el hombro.
-Espero que te guste.
Gloria abre el paraguas y le ofrece el brazo a su compañera. Ari le mira por un instante a los ojos, dirige su atención al brazo y enlaza el suyo con el de Gloria. La lluvia se intensifica. Las lectoras salen del refugio, sortean varios charcos y se marchan en dirección al paseo de los olmos.

1 comentario:

  1. Este relato está muy bien.
    Uno de los mejores y más trabajados de los que he leído en el Máster. Enhorabuena.

    La técnica está muy bien utilizada y es, sin duda, clave para la tensión del propio relato. espero que hayas (que hayáis) comprendido su valor (el de la técnica).

    Una vez que conocemos la historia (no sé si la conocías antes de empezar a escribirla o fue surgiendo) debemos plantearnos: ¿Qué escenas he escogido? Indudablemente este tipo de técnica nos obligan a seleccionar más porque el lector puede perderse o aburrirse. Nuestra responsabilidad con esta técnica es hacer que cada escena sea significativa, aporte un dato de importancia, que no haya escenas de transición no significativas (pero esto que digo es sólo una opinión: en este relato está todo bien -pero también es una opinión-).

    Sí me parece muy muy importante el último párrafo cuando escribimos así porque ya que va a quedar abierto, ya que no le vamos a dar soluciones al lector, ese párrafo tiene una responsabilidad de ser más mágico que los demás.
    En este caso, por ejemplo, la palabra "refugio" ha tenido una carga brutal (no sé si eres consciente). Es una palabra bella y parece que es un sitio cómodo donde las pasiones ocultas pueden vivir productivamente. Pero luego se nos habla del "paseo de los olmos" y nos ponemos a buscarle significaciones y yo no he encontrado ninguna, porque, además, seguía en "el refugio" y todo me parecía ahora molesto. Hubiera preferido algo así como: "Y el paraguas les defendía de la lluvia externa, haciendo de su espacio, de la unión de sus dos cuerpos, un lugar puro e intacto". O algo así.
    pero tu final está muy bien.


    Otra cosa: Creo que descoloca el "Buenos días, Andalucía", porque sitúa demasiado (y demasiado tarde) la acción en un lugar concreto, cuando, en realidad ya estábamos desde mucho tiempo atrás en un lugar neutro (en una Madrid abstracta). [Quizás hablemos de esto en clase].

    La utilización del concepto de "lectora" en vez de sus nombres de vez en cuando, como en: "hasta que libera la mano de la presa de la otra lectora" está muy bien: sigue dando distancia y frialdad, y apoya la técnica.

    Muy bien.

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