jueves, 19 de abril de 2012

-Relato 3 Rocío Rojas-Marcos


EL MALETÍN VACÍO

Mientras las luces del día empezaban a descender entre las ramas de los árboles, y las sombras se iban alargando, afilándose agónicamente hacia su desaparición, Ricardo paseaba por los alrededores de su casa dejando pasar esos últimos minutos de luz antes de entrar en el portal. Había visto luz en la ventana del salón por lo que su mujer estaba en casa. Solo quería que se le hiciese un poco más tarde. Llevaba un caminar pausado, ralentizado, como acompasado con los últimos rayos de ese sol justiciero que había estado abrasándolo durante las horas de mayor intensidad de calor. Al verlo desde lejos, con la perspectiva de la distancia, Ricardo desprendía un aura triste, una sensación de abandono que aquellos conocidos con los que se había ido cruzando lo habían notado, incluso se lo habían dicho. Ricardo simplemente les había sonreído y no había hecho ningún comentario. Finalmente entró en el ascensor, pulsó el botón del tercero y al entrar en su casa dejó junto a la puerta la maletín negro que llevaba en la mano y encima la corbata que se había quitado al salir de la oficina. Había pasado el día entero con ella en la mano.





-Hola -dijo al entrar en la cafetería donde desayunaba cada mañana- me pones un café.

-Buenos días Ricardo -contestó el camarero sorprendido- ¿estás bien? Tienes mala cara.

-Me pones el café por favor -soltó Ricardo sin contestar a la pregunta del camarero.




A la mañana siguiente Ricardo entró de nuevo en la cafetería.

-Buenos días Ricardo ¿cómo vienes hoy? ¿te pongo café? ¿hoy vas a hablar? -dijo el camarero con tono brusco-

-Sí, gracias ponme un café -Ricardo volvió a no contestar.

-No me vas a contar qué te pasa ¿o qué? Pensé que eramos amigos.

-No tengo nada que contar -dijo Ricardo sin mirarlo a la cara-.

-Bueno, tú mismo, pero te conozco y llevas días muy raro.

-Ya no me queda nada, ¡qué más da si estoy raro o no! -dijo Ricardo.

-No soy bueno con los misterios, ni consolando, o me hablas claro o …

-No te preocupes, no hay nada que consolar, me han tirado la vida a la basura y ya está. Me he quedado sin nada y no se por donde seguir, por eso vengo a tomarme tu café todas las mañanas, para fingir que sigo aquí -Ricardo seguía hablando sin mirarlo-.

Cuando tuvo el café se lo bebió casi de un trago y sin volver a decir ni media palabra salió de la cafetería, parecía ya cansado. Mantuvo el paso constante durante toda la mañana, cada vez arrastraba más los pies. Fue alejándose poco a poco, con el ritmo de la zancada acompasada al tráfico. Con cada pitido, cada frenazo o los semáforos en rojo, verde o ámbar, iba avanzando, frenando, o escurriéndose entre dos coches Desde la cafetería llegó hasta el parque. Tardó casi dos horas andando. Entró, se sentó en un banco resguardado por las ramas de un sauce llorón, abrió la cartera que llevaba en la mano y sacó un libro. Estuvo sentado en aquél banco el resto de la mañana. No levantó la vista de las páginas del libro en ningún momento. Leyó como si le fuese la vida en ello, igual que había llegado hasta allí andando, despacio, sin permitirse un solo segundo de descanso en su rutina impuesta. Inventada.




Al entrar esa tarde en su casa le costó trabajo girar la llave en la cerradura, como si estuviese oxidada. No ejerció ninguna fuerza sobre ella para intentar que diese la vuelta. La sacó un par de veces para limpiarla con el filo de la camisa que se le había ido saliendo del pantalón por la caminata, y ala segunda logró abrir. Ricardo soltó el maletín junto a la puerta, encima dejó la corbata que traía en la mano. Ese día a pesar del calor había estado lloviendo desde por la mañana, así que Ricardo había salido con una gabardina. Ahora , después de todo el día con ella puesta se la quitó, la colgó de una pequeña percha medio desatornillada que había en la pared junto a la puerta y entró en el salón. Encontró a su mujer sentada en una butaca, con los pies apoyados en un escabel de flores. Ésta lo miró por encima de la revista que estaba leyendo, y le sonrió.

-Hola Luisa ¿qué tal el día? -la voz le salió tan ronca después del día entero sin hablar con nadie que hasta él se sobresaltó-.

-Bien, gracias -dijo ella- ¿te has resfriado?

-No, estoy bien ¿te apetece que pidamos hoy unas pizzas para cenar o hay algo? -dijo Ricardo-.

-Yo no ceno -dijo ella-.

-Bueno, entonces nada ¿quieres ver una película? -siguió preguntándole-.

-No, gracias, estoy leyendo -dijo ella-.

-¡Ya te veo!, digo esta noche -dijo él fingiendo alegría

-¡No! Hoy trabajo -dijo ella de un modo tan rotundo que Ricardo se levantó del sillón y fue a darse una ducha. Al salir del cuarto de baño Luisa ya se había ido, sin despedirse. Ricardo miró desde lejos el maletín que había dejado junto a la puerta al entrar con la corbata encima. Seguía allí. Se preparó un sándwich de queso, lechuga y mayonesa y se sentó a ver qué película ponían esa noche. Lo fue haciendo todo con la misma templanza de movimientos con que llevaba moviéndose por su vida las últimas semanas. La misma frialdad ajena a todo lo que lo rodeaba. El mismo tintineo constante, la misma parsimonia. Finalmente no encontró ninguna película que le apeteciese y se acostó.




Había pasado toda la noche cuando el ruido de la cerradura despertó a Ricardo. Era Luisa y a ella también le había costado trabajo abrir la puerta, la cerradura se estaba oxidando. Ricardo no se movió. Escuchó desde la cama los movimientos de Luisa por la casa hasta que se acostó.

-¿Ya has vuelto? -dijo casi susurrando.

-Sí, -dijo ella-.

-¿Dónde has ido? -preguntó Ricardo aún dormido-.

-A trabajar, dejame dormir -dijo ella subiendo un poco el tono.

Ricardo, empezó a tocar a Luisa muy despacio, deslizó su mano por la espalda desnuda de su mujer apretando un poco las yemas de los dedos al bajar. Luisa no se movió, pero tampoco le dijo que parase. Se dio la vuelta y se acercó, tumbada de lado, hacia Ricardo.





Aquella mañana había muchísimo tráfico, la huelga de conductores de metro había convertido la ciudad en un caos. Había coches por todas partes. Ricardo era uno de los que esa mañana estaban intentando llegar a trabajar en coche,y luego tendría que pelearse por encontrar un aparcamiento que al final del día le costaría por lo menos quince euros.

-Buenos días, Irene, ¡qué mañana! -dijo Ricardo al entrar en la oficina-

-Hola Ricardo. El jefe quiere verte.

-¡Joder, el tráfico estaba imposible he hecho lo que he podido! -dijo Ricardo cabreado.

-No, creo que no es por eso. No se que quiere. Hoy venía con cara de cuánto trabajo tengo. Ya las tengo catalogadas.

Ricardo anduvo muy despacio el pequeño pasillo hasta la puerta del despacho de su jefe. Se colocó la corbata, se alisó la chaqueta arrugada del rato de coche y llamó firmemente con los nudillos, mientras abría la puerta.

-¿Se puede? -dijo mirando dentro de la habitación-.

-Sí, pasa Ricardo, siéntate un segundo.

El jefe estaba hablando por teléfono. Ricardo se sentó en una de las sillas que había frente a la mesa, dejó el maletín a su lado en el suelo y empezó a mirar a su alrededor. Fue fijándose en los cuadros, los libros sobre derecho financiero que había en las estanterías, en el equipo de música completamente nuevo que estaba sobre un pequeño mueble bajo la ventana...

-Perdona por haberte hecho esperar.

-Nada, no importa ¿querías verme?

-Sí, veras la cosa es que desde la central nos han dado la orden de reducir gastos. No podemos seguir invirtiendo ni apostando por nuevos proyectos, así que tu función en la empresa deja de tener sentido -No titubeó un segundo, sonaba seguro de sí mismo, convencido de lo que decía.

-¿Eso qué significa qué estoy despedido? -dijo Ricardo mirando a su jefe directamente a los ojos.

-Eh... Sí, eso es. Lo siento, sabes que tú has hecho un buen trabajo pero no hay dinero. Llevo días peleándolo pero ayer por la tarde me dijeron que ya no podía tardar más en decírtelo.

Ricardo se levantó de la silla muy despacio, agarró el maletín y empezó a andar hacia a puerta.

-Ve a hablar con contabilidad ellos te dirán qué tienes que hacer para cobra el paro y debe corresponderte algo de finiquito -dijo el jefe de manera mecánica-.

-Gracias. Adiós.

Ricardo salió al pasillo, anduvo hasta la entrada, llamó el ascensor y se marchó de allí. No pasó por contabilidad, ni se despidió de nadie, ni recogió nada de su mesa. Solo salió del edificio y empezó a andar quitándose la corbata a tirones. Anduvo hasta que llegó al parque. De lejos vio que había un banco casi oculto debajo de un sauce llorón y se sentó. Pasó allí en resto del día. A la hora de volver a casa fue a buscar su coche al aparcamiento en que lo había dejado esa mañana y regresó.





Hacía ya un mes que pasaba los días bajo el sauce del parque. Menos dos o tres días que había llovido y se había sentado en un banco dentro de una estación de autobuses cercana. Esa tarde, cuando vio que eran las cuatro y media guardó el libro en el maletín, y empezó a andar de vuelta a su casa. Se refregaba las manos sudosas contra las piernas, intentando secarselas con los pantalones. Era un movimiento mecánico, en cadena. Se iba pasando el maletín vacío -solo llevaba el libro manoseado de Zane Grey que había estado leyendo en el parque- se restregaba la mano contra la pierna y volvía a pasarse el maletín a esa mano para secarse la otra. Haciendo esto llegó hasta el portal de su casa, esa tarde no esperó a que se le hiciese más tarde. Abrió el portal muy despacio, pasó por delante del ascensor pero no lo llamó, empezó a subir por las escaleras poniendo los dos pies en cada peldaño, alargando al máximo el tiempo. Al llegar al tercero se paró y estuvo mirando la puerta de su casa durante un par de minutos. Finalmente se sacó la llave del bolsillo, antes de meterla en la cerradura la limpió con la camisa, no le había echado aceite. Le costó un par de intentos pero finalmente se le abrió la casa ante sus ojos. Estaba en penumbra, solo había encendida la pequeña lámpara baja de la esquina del salón, por lo que la luz que llegaba hasta la entrada era muy débil. Soltó el maletín en el suelo, le puso encima la corbata y entró en el salón.

-Hola Luisa, tenemos que hablar -dijo sin darle tiempo a contestar al saludo-

Luisa estaba tumbada en el salón medio dormida. Las semanas que tenía turno de noche solía dormir un rato antes de cenar e irse al hospital.

-Lo siento Ricardo pero en media hora me voy -dijo Luisa con los ojos cerrados-.

-Solo será un segundo, hace más de un mes que me despidieron del trabajo -Ricardo estaba mirándose los pies mientras hablaba-.

Luisa se incorporó en el sillón y aturdida aún por el sueño intentó decir algo coherente.

-¡No me lo creo, un mes y no me has dicho nada!

-Pensé que podría solucionarlo sin tener que decírtelo... ya no vamos a tener dinero... -seguía mirando al suelo-.

-He seguido llamando a la agencia todos los días para preguntar si tenían noticias -Luisa empezó a llorar-.

-Bueno a lo mejor dinero sí porque me corresponde un finiquito y el paro de dos años así que... lo siento Luisa -dijo Ricardo alargando la mano y tocando la de Luisa- no llores verás como lo solucionamos.

-¿Sí? Y si llaman mañana qué hacemos, una de las condiciones era que ambos teníamos que tener trabajo. Ni finiquito ni paro. Si no hay trabajo no hay niño -dijo Luisa amargamente, levantándose del sillón muy despacio y andando hacia la puerta de la calle-.

-Sí, lo sé -contestó Ricardo casi susurrando mientras miraba como Luisa se iba a trabajar sin decir ni adiós.

1 comentario:

  1. Al comienzo del relato el narrador no es externo deficiente. El narrador dice frases como: "Había visto luz en la ventana del salón"; "Solo quería que se le hiciese un poco más tarde"; "que aquellos conocidos con los que se había ido cruzando lo habían notado"; "Leyó como si le fuese la vida en ello". Todas estas frases son incopçmpatibles con un narrador que sólo sepa lo que ve o lo que mira. Tienes que arreglarlo.

    Luego el relato se convierte en una colección de tópicos que se muestran como falsos a ojos de cualquier lector. Es como sacado de la imaginación del alguien que ve películas (y las recuerda sin detalles) y no de alguien que con verdad, con honestidad, cuente las angustias del paro. Esto es lo peor que le puede pasar a un escritor: que fabule con tópicos tópicamente.
    Además, hay muchas faltas de ortografía, acentos y signos de puntuación erróneos. Hay que ser muchísimo más cuidadosos.

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