Save
me the waltz
Escoge el
libro porque implica un paisaje conocido: la ordenada y limpia clínica último
modelo, los pacientes de postín, el lago, las montañas, el mentor secretamente
odiado, los proyectos de futuro, e incluso Suiza. Lo coloca en la mesa,
discretamente, bajo unos papeles, para leer unas líneas entre consulta y
consulta. El doctor Ramírez opina que pequeños detalles como este le atemperan
bastante el carácter, limpian su cerebro de una sesión a otra y contribuyen al
orden mental, la herramienta básica para su trabajo.
—Te necesito en mi nueva residencia mental, Ramírez,
aportarás energía y juventud. —Las gafas del
Doctor Cárdenas están sucias, su bata ligeramente descuidada en las solapas.
—Será un honor participar en un proyecto de tal
envergadura. Ya conoce mi admiración por su obra y mi deseo de aprender. No
defraudaré su confianza. —La imagen de Suiza
cruzando levemente ante él, las publicaciones, los nuevos contactos, el
apacible paisaje, las oportunidades profesionales…
Aquellos
sueños se han hecho realidad. En un breve vistazo a la ventana, Ramírez comprueba
la pulcritud de las cortinas y cristales, y la del cielo azul que aparece
detrás, entre los suaves contornos de los edificios blancos e impolutos. Hoy
necesita organizar su próxima media hora con especial minuciosidad. La
siguiente paciente presenta un trastorno de conducta especialmente severo y
devastador, terrible en una chica de su edad y posición. La joven apenas puede
moverse. Sufre una extraña parálisis, al principio clasificada como intermitente, pero
poco a poco incrementada con sucesivas crisis de angustia, por lo que el equipo
médico, con el doctor Cárdenas a la cabeza, piensa que se trata de algún tipo
de somatización, aunque aún desconoce su causa y los detalles concretos para su
sistematización. De ahí la petición al doctor Ramírez, el psiquiatra más
actualizado en cuanto a tratamientos.
—Debo conocer a la chica antes de empezar a
tratarla. Quiero decir, tener acceso a sus datos, y poder observarla de algún
modo, los aspectos cinéticos ayudan a formar una idea del problema. —El ojo parpadeando imperceptible, la vieja
sensación de impotencia frente al superior.
—La tiene ahí, al otro lado del cristal, pero no
creo que pueda sacar nada en claro de sus escasos movimientos…
La joven en la
silla de ruedas, aquella belleza erguida a pesar de todo. Los ojos entristecidos
y enormes, nublados por un frío vaho azul, y los brazos caídos sobre la silla,
el débil movimiento compulsivo de los finos dedos, como si estuviese contando o
ensayando una melodía al piano, los espasmos del tronco…
Actualmente la
movilidad de la chica está empeorando aún más rápido. Se limita a la cabeza y a
las manos, en las que no posee ya destreza fina. Tienen que vestirla y asearla,
lo que, en opinión de Ramírez, debe de ser una humillación para alguien creado
para acicalarse y mostrarse, para cuidar su aspecto, una mujer inteligente
además, como demuestra constantemente en sus momentos de paz.
El doctor
Ramírez medita su estrategia paso a paso, redefiniéndola ante cualquier posible
anticipación de error, asimilando los datos y variables. Para el doctor, sin
duda, el problema está en el pasado, y hay que acceder a él. La cuestión es
hacerla hablar, pues la paciente se empecina en las respuestas breves e
insustanciales, y se niega a continuar la conversación en cuanto se pretende ir
más allá.
Pero tal vez
haya un medio. Como ha demostrado cierta respuesta a la música, así como a
otras formas de arte, Ramírez selecciona una pieza para ella y la melodía
comienza a sonar ya, pálida y apagada, en la consulta. Es suave, pero festiva,
un dulce vals que trae al doctor memorias alegres de salones de baile y golpes
de efecto en sociedad. Ella brillaría también, la imagina mirándole desde detrás
de una copa de champán, con ojos burbujeantes y agradecidos y movimientos
gráciles, liberada del peso sofocante de la enfermedad, dando vueltas y vueltas
en su vestido gris perla, como un enorme pájaro con las alas abiertas. Ramírez
aparta la imagen con una ligera, pero firme sacudida. El trabajo es previo al
éxito, se repite mentalmente.
Con el tibio
compás envolviendo la sala como una venda blanca, el doctor vuelve a su mesa y
se dispone a trabajar. Selecciona unos cuantos datos del informe y los anota
cuidadosamente en el folio limpio, preparado para la primera sesión: nacida en
Alemania, Elisa vive en multitud de lugares durante su infancia, debido a las
constantes mudanzas de la familia, propiciadas por el carácter veleidoso de la
madre y los destinos diplomáticos del padre… Dos hermanas mucho mayores, que
apenas mantienen el contacto con la enferma crónica, convaleciente desde la
pubertad… Un padre dispuesto a todo, que ofrece un ala entera para el nuevo
hospital, a cambio de la recuperación de su hija, pero también de su
internamiento… El deseo de aislamiento de la chica a partir de los once años,
el cambio brusco en su carácter tras la muerte de la madre… Las crisis respiratorias
desde su nacimiento, seguidas de la nueva amenaza de parálisis, que la mantiene
cada vez más postrada… Ramírez adora estos puzles sutiles, piezas del
subconsciente que han modelado la mente de la chica. Las acaricia con cuidado,
como a restos arqueológicos, prueba distintas formas de ubicarlos, recreando la
vasija… Pero ahora suena el timbre por encima del vals, el que indica que Elisa
ya está aquí, dispuesta a franquear el umbral de la puerta en su silla de
ruedas, empujada por la enfermera.
Es la empleada,
en efecto, la que toca la puerta y pide paso, la que arrastra a la joven hasta
el centro de la sala, justo frente a Ramírez, con el suave rostro que no mira
hacia otro lado, sorprendentemente asido a su propia mirada.
—Ahí está bien, enfermera, gracias. —Solo un leve gesto impaciente para despedirla, y
después la mirada lenta que analiza el cuerpo de Elisa.
La chica sigue
aferrada a sus ojos, sostiene entera el recorrido, en silencio absoluto.
—Me gustaría, Elisa, que se calmara al responder,
sin tener que pensarlo demasiado; solo deje a las palabras salir y no les ponga
freno, haga conmigo este viaje, yo estaré a su lado y le prometo que nada malo
va a ocurrirle. Usted está a salvo, lo que diga aquí será solo memoria y no
podrá tocarla ni hacerle el menor daño.
Elisa parpadea
débilmente cuando él pronuncia el término memoria
y asiente, súbitamente en tensión, como si la palabra daño se le hubiera clavado en el costado.
—Relájese, Elisa. Elisa, míreme.
La joven
vuelve a desplegar sus grandes ojos vacíos sobre Ramírez, pero el doctor ve en
ellos una sombra creciente, una seriedad nueva.
—Hábleme de su infancia, cuénteme el primer recuerdo
feliz que le venga a la mente, cuando su madre aún vivía. —La estilográfica está preparada, el doctor la
mantiene suavemente presionada entre sus dedos.
—No quiero recordar. Los recuerdos me agotan. —La voz ha llegado tan rápidamente que Ramírez
apenas puede reprimir su sorpresa. Después, espera. Pero pronto comprende que
no habrá más palabras por el momento.
Un pequeño
espasmo recorre la parte izquierda del rostro de Elisa, como si dibujara el
óvalo perfecto de su pómulo. La chica gesticula como si se esforzarse en
controlarlo, pero es obvio que no lo logra. Finalmente, con expresión agotada,
parece dejarlo crecer y estirarse como una raíz, desde la frente al hombro, a
través de su cuello.
—Usted quería ver el mar, su madre iba a llevarla
hasta allí, para que mejoraran sus pulmones, ¿no es cierto?
Ramírez cree
percibir una tenue sonrisa dibujada en los ojos, una distensión de la mirada,
pero la respuesta no llega. El doctor aspira una larga bocanada de música para
templar su impaciencia.
—¿Estaba usted muy unida a su madre? ¿Puede hablarme
de ella?
La joven
parece haber volado muy lejos. Ramírez se siente traspasado por su mirada, como
si él fuese solo aire transparente y los ojos de ella ni siquiera reparasen en
él. Sabe que comete un desatino, pero las palabras se le escapan, con una breve
pulsión de venganza en la voz:
—¿Y su padre? ¿Lo echa de menos?
Se interrumpe
a sí mismo, pero no con la suficiente velocidad. Como si tuviera un pulpo
dentro, Elisa ha comenzado una escalada de convulsiones, cada una más fuerte
que la anterior, hasta quedar rígida y casi sin respiración. Ramírez presiona
fuertemente el timbre para avisar a la enfermera.
Todas las
tardes, el doctor asiste al mismo proceso. Tres o cuatro palabras como máximo,
y nunca sobre el pasado. Una vez rozado el tema, Elisa se desvanece y en su
lugar se extienden la asfixia y la parálisis. Sin embargo, para asombro de
Ramírez, el doctor Cárdenas se muestra satisfecho y esperanzado con el
tratamiento. Al parecer, cada vez que la joven abandona la consulta, mejora
ostensiblemente: respira mejor y sus movimientos se hacen más fluidos, una vez
superada la crisis inicial.
Ramírez no
sabe qué pensar. Siente que no está avanzando, no ha descubierto nada, salvo el
deseo expreso de Elisa de rechazar cualquier descenso al origen de sus males,
aunque él esté con ella. Así, piensa, no podrá nunca remontarse a la herida, y
si no alcanza a vislumbrarla no podrá curarla de ningún modo. Cada día se
obliga a leer unas cuantas páginas del
libro de Fitzgerald, que casi recita en su interior como un rezo, para
encontrar la calma. Por las noches, en cambio, tiene sueños turbadores, en los
que Elisa ríe y danza sin parar, para luego quedar completamente rígida y fría
entre sus brazos, cuando empieza a besarla. Se despierta temblando, empapado en
sudor, con el soniquete del vals aún latiendo en sus oídos y las suaves formas
de la joven en las palmas de las manos, ahora aferradas a la sábana.
—Elisa, quiero ayudarla, pero debe confiar en mí.
Hábleme, solo yo escucharé sus palabras, nada saldrá de esta habitación.
Hábleme, Elisa. —Debe tener cuidado, la joven
parece percibir la desesperación de su voz, su mirada se tiñe de una leve ternura.
—¿No podemos hablar, mejor, del futuro? —Las palabras salen con dificultad, pero la voz es
dulce, melodiosa, parece casi cantar, mecida por el vals. Elisa toma aire,
trabajosamente, y continúa—: ¿puedo dibujar,
tal vez?
Ramírez casi
oye la carcajada, la pesadilla le nubla la vista, no puede creer que ella sea capaz,
que pueda mofarse en un momento como este.
—Ambos sabemos perfectamente que su enfermedad le
impide dibujar. —El tono de Ramírez es áspero,
los dedos se crispan en torno a la estilográfica.
—Tal vez… pensé que podría, tal vez pueda
intentarlo… —La voz de Elisa pierde fuerza de
nuevo, su respiración se entrecorta y agita. El doctor vira rápidamente hacia
la afabilidad, vuelve a mirarla anhelante, desea seguir escuchándola, aunque no
tenga sentido lo que diga, por el simple placer de su sonido.
—Tan solo dígame que sintió cuando su madre la dejó…
Estábamos hablando de los años pasados con su padre, cuando la enfermedad se
recrudeció, cuando empezó a perder movilidad… —Lo
cierto es que solo él había hablado, sin respuesta, sin ni siquiera un eco que pudiese
interpretar.
Elisa ya no lo
mira, sus ojos se deslizan hacia quién sabe dónde, está de nuevo rígida, pálida
y fría, hermosa hasta en la asfixia. Ramírez observa cómo su blanca piel se va
tornando azulada, del mismo tono que sus ojos. Está tan cerca, detrás de la
mesa, con su vestido gris perla, casi el mismo del sueño, tenue y sedoso, como
un pájaro caído en la nieve que emitiera solo un suave estertor. El doctor
alarga la mano hasta casi rozar el delgado brazo atenazado de Elisa, pero se
desvía finalmente un poco, hacia el timbre de la mesa, para presionarlo
decididamente, hasta casi quemarlo, como si fuera su propio grito de socorro,
continuo y sordo.
Ramírez se
estremece. Con Elisa, la frontera entre la realidad y el sueño, entre la razón
y la locura se desdibuja. Cuando piensa en ella, su imagen es siempre múltiple,
borrosa, sin contornos. No sabe separar a la Elisa que danza de la que está en
la silla, impedida y enferma. Las dos le resultan inaprensibles, vastas y
desconocidas. Y aún hay otra Elisa, la de después de la consulta, la que mejora
con paso firme ante las enfermeras, ante Cárdenas, siempre lejos de él. El
doctor no sabe si clave en su recuperación o si ella le reserva solamente el
dolor, si es él quien no la deja respirar o si ella lo ha elegido para
mortificarlo, ahogándolo a través de su propio cuerpo, traspasándole su asfixia
mediante una equívoca promesa de amor. Pero no quiere pronunciar la palabra, ni
siquiera en silencio. Ella es una paciente. Ramírez tiene descuidados a los
otros enfermos, ya no se reconoce. Debe mantenerse entero. Ordena sus papeles,
revisa informes, lee a ratos, pero en
las páginas la encuentra otra vez, una Elisa de tinta tan opaca como las demás,
largamente deseada pero inaccesible. En cualquier caso, es siempre Elisa, cada
vez ocupa más espacio, lo rodea como a un dique, como a una mosca apresada por
una frágil copa de cristal. Su perspectiva se vuelve vidriosa y combada, camina
dormido, anhela un futuro imposible, aguarda impaciente cada sesión, que
termina, indefectiblemente, con una vibrante petición de ayuda, una
decepcionante rendición.
Sin embargo,
nadie más pedirá ayuda para Elisa en los meses siguientes: fuera de la
consulta, la joven mejorará hasta que el equipo médico, con Ramírez como única
y asombrada voz en contra, decida darle el alta. El joven doctor se
desesperará, la echará de menos, clamará por la salud inestable de la chica,
intentará convencer a los compañeros, al padre de Elisa, a ella misma, de que
vuelva para que él pueda curarla, para que pueda encontrar en el fondo de su
alma ese esquivo pasado en que él podría anidar, tener su anclaje, su punto de
partida.
Ramírez
entrará, a hurtadillas, en su antigua habitación; examinará los pocos restos
que Elisa ha dejado tras de sí: algo de ropa, como si hubiese querido marchar
más ligera; esbozos sucios en pedazos de papel, realizados con pulso aún
tembloroso, indómito; flores secas y silencio.
Tras el
cristal, el cielo suizo seguirá azul e inmaculado, los pacientes pasearán,
absortos, huidos, aislados aunque se crucen atravesando el césped, entre los
impolutos edificios. La atmósfera no mejorará, seguirá siendo densa,
resbaladiza, a merced de una locura general, poderosa, invisible. Ramírez
vivirá en ese desasosiego, en las recepciones para recaudar fondos, en bailes
donde existe un vacío que solo podrá llenar de madrugada, cuando cierra
fuertemente los ojos para verla de nuevo, irreal e intensa, haciendo frente a
la bruma del día.
Una noche
despierta de repente. Ha soñado con el mar, con un inmenso pulmón artificial.
Cubierto de sudor, aguarda la llegada de las primeras luces, del momento en el
que pueda hablar con la enfermera, la que hacía girar las ruedas de la silla
para traer a Elisa a la consulta. Llama a su puerta con contenida ansiedad, le
pregunta qué hacía su antigua paciente, la paralítica, la joven rica que se
curó, mientras esperaba para ser atendida en las sesiones. La enfermera
asiente, dice que son recuerdos apreciados, que le gustaría conservarlos. “A
menos que haya recaído, claro”. Ramírez asegura que es preciso recopilarlo
todo, puede que vuelva a necesitarlos, que regrese a la clínica pronto, muy
pronto. La enfermera asiente y desaparece un momento en la penumbra fría,
neblinosa aún, de su habitación. Regresa con un fajo de papeles dispersos,
algunos rasgados, casi en relieve.
El doctor
cancela sus citas del día. Sentado en su habitación, acaricia el último dibujo,
la imagen definitiva. Sobre la colcha se abren, desordenados, montones de
trazados interrumpidos, imágenes quebradas, olas amorfas y desmedidas,
sucesiones de paisajes abortados, marinas realizadas con dedos que claramente aún
no respondían, con el dorso de las manos tal vez, con las palmas y nudillos,
violentas sacudidas de grafito traspasando el papel, destrozando las imágenes.
Y finalmente
el océano. Enorme en la hoja, tranquilo, como si hubiera arrastrado y engullido
las pruebas anteriores, las sesiones, los espasmos, la memoria. Las manos de
Ramírez tocan la sal, se deslizan por la fina arena, sus ojos miran la suave
noche dibujada, sin estrellas, la línea de la costa, abierta y profunda. El
pecho del doctor se eleva hasta rozar el dolor. Aspira profundamente. Por
primera vez en meses, sus pulmones se hinchan. Respira, sosegado, la brisa del
mar.
FIN
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