miércoles, 6 de junio de 2012

-Relato 1 de Inés María Olalla Villar




Save me the waltz






Escoge el libro porque implica un paisaje conocido: la ordenada y limpia clínica último modelo, los pacientes de postín, el lago, las montañas, el mentor secretamente odiado, los proyectos de futuro, e incluso Suiza. Lo coloca en la mesa, discretamente, bajo unos papeles, para leer unas líneas entre consulta y consulta. El doctor Ramírez opina que pequeños detalles como este le atemperan bastante el carácter, limpian su cerebro de una sesión a otra y contribuyen al orden mental, la herramienta básica para su trabajo.



—Te necesito en mi nueva residencia mental, Ramírez, aportarás energía y juventud. —Las gafas del Doctor Cárdenas están sucias, su bata ligeramente descuidada en las solapas.

—Será un honor participar en un proyecto de tal envergadura. Ya conoce mi admiración por su obra y mi deseo de aprender. No defraudaré su confianza. —La imagen de Suiza cruzando levemente ante él, las publicaciones, los nuevos contactos, el apacible paisaje, las oportunidades profesionales…




Aquellos sueños se han hecho realidad. En un breve vistazo a la ventana, Ramírez comprueba la pulcritud de las cortinas y cristales, y la del cielo azul que aparece detrás, entre los suaves contornos de los edificios blancos e impolutos. Hoy necesita organizar su próxima media hora con especial minuciosidad. La siguiente paciente presenta un trastorno de conducta especialmente severo y devastador, terrible en una chica de su edad y posición. La joven apenas puede moverse. Sufre una extraña parálisis, al  principio clasificada como intermitente, pero poco a poco incrementada con sucesivas crisis de angustia, por lo que el equipo médico, con el doctor Cárdenas a la cabeza, piensa que se trata de algún tipo de somatización, aunque aún desconoce su causa y los detalles concretos para su sistematización. De ahí la petición al doctor Ramírez, el psiquiatra más actualizado en cuanto a tratamientos.




—Debo conocer a la chica antes de empezar a tratarla. Quiero decir, tener acceso a sus datos, y poder observarla de algún modo, los aspectos cinéticos ayudan a formar una idea del problema. —El ojo parpadeando imperceptible, la vieja sensación de impotencia frente al superior.

—La tiene ahí, al otro lado del cristal, pero no creo que pueda sacar nada en claro de sus escasos movimientos…

La joven en la silla de ruedas, aquella belleza erguida a pesar de todo. Los ojos entristecidos y enormes, nublados por un frío vaho azul, y los brazos caídos sobre la silla, el débil movimiento compulsivo de los finos dedos, como si estuviese contando o ensayando una melodía al piano, los espasmos del tronco…





Actualmente la movilidad de la chica está empeorando aún más rápido. Se limita a la cabeza y a las manos, en las que no posee ya destreza fina. Tienen que vestirla y asearla, lo que, en opinión de Ramírez, debe de ser una humillación para alguien creado para acicalarse y mostrarse, para cuidar su aspecto, una mujer inteligente además, como demuestra constantemente en sus momentos de paz.

El doctor Ramírez medita su estrategia paso a paso, redefiniéndola ante cualquier posible anticipación de error, asimilando los datos y variables. Para el doctor, sin duda, el problema está en el pasado, y hay que acceder a él. La cuestión es hacerla hablar, pues la paciente se empecina en las respuestas breves e insustanciales, y se niega a continuar la conversación en cuanto se pretende ir más allá.

Pero tal vez haya un medio. Como ha demostrado cierta respuesta a la música, así como a otras formas de arte, Ramírez selecciona una pieza para ella y la melodía comienza a sonar ya, pálida y apagada, en la consulta. Es suave, pero festiva, un dulce vals que trae al doctor memorias alegres de salones de baile y golpes de efecto en sociedad. Ella brillaría también, la imagina mirándole desde detrás de una copa de champán, con ojos burbujeantes y agradecidos y movimientos gráciles, liberada del peso sofocante de la enfermedad, dando vueltas y vueltas en su vestido gris perla, como un enorme pájaro con las alas abiertas. Ramírez aparta la imagen con una ligera, pero firme sacudida. El trabajo es previo al éxito, se repite mentalmente.

Con el tibio compás envolviendo la sala como una venda blanca, el doctor vuelve a su mesa y se dispone a trabajar. Selecciona unos cuantos datos del informe y los anota cuidadosamente en el folio limpio, preparado para la primera sesión: nacida en Alemania, Elisa vive en multitud de lugares durante su infancia, debido a las constantes mudanzas de la familia, propiciadas por el carácter veleidoso de la madre y los destinos diplomáticos del padre… Dos hermanas mucho mayores, que apenas mantienen el contacto con la enferma crónica, convaleciente desde la pubertad… Un padre dispuesto a todo, que ofrece un ala entera para el nuevo hospital, a cambio de la recuperación de su hija, pero también de su internamiento… El deseo de aislamiento de la chica a partir de los once años, el cambio brusco en su carácter tras la muerte de la madre… Las crisis respiratorias desde su nacimiento, seguidas de la nueva amenaza de parálisis, que la mantiene cada vez más postrada… Ramírez adora estos puzles sutiles, piezas del subconsciente que han modelado la mente de la chica. Las acaricia con cuidado, como a restos arqueológicos, prueba distintas formas de ubicarlos, recreando la vasija… Pero ahora suena el timbre por encima del vals, el que indica que Elisa ya está aquí, dispuesta a franquear el umbral de la puerta en su silla de ruedas, empujada por la enfermera.

Es la empleada, en efecto, la que toca la puerta y pide paso, la que arrastra a la joven hasta el centro de la sala, justo frente a Ramírez, con el suave rostro que no mira hacia otro lado, sorprendentemente asido a su propia mirada.

—Ahí está bien, enfermera, gracias. —Solo un leve gesto impaciente para despedirla, y después la mirada lenta que analiza el cuerpo de Elisa.

La chica sigue aferrada a sus ojos, sostiene entera el recorrido, en silencio absoluto.

—Me gustaría, Elisa, que se calmara al responder, sin tener que pensarlo demasiado; solo deje a las palabras salir y no les ponga freno, haga conmigo este viaje, yo estaré a su lado y le prometo que nada malo va a ocurrirle. Usted está a salvo, lo que diga aquí será solo memoria y no podrá tocarla ni hacerle el menor daño.

Elisa parpadea débilmente cuando él pronuncia el término memoria y asiente, súbitamente en tensión, como si la palabra daño se le hubiera clavado en el costado.

—Relájese, Elisa. Elisa, míreme.

La joven vuelve a desplegar sus grandes ojos vacíos sobre Ramírez, pero el doctor ve en ellos una sombra creciente, una seriedad nueva.

—Hábleme de su infancia, cuénteme el primer recuerdo feliz que le venga a la mente, cuando su madre aún vivía. —La estilográfica está preparada, el doctor la mantiene suavemente presionada entre sus dedos.

—No quiero recordar. Los recuerdos me agotan. —La voz ha llegado tan rápidamente que Ramírez apenas puede reprimir su sorpresa. Después, espera. Pero pronto comprende que no habrá más palabras por el momento.

Un pequeño espasmo recorre la parte izquierda del rostro de Elisa, como si dibujara el óvalo perfecto de su pómulo. La chica gesticula como si se esforzarse en controlarlo, pero es obvio que no lo logra. Finalmente, con expresión agotada, parece dejarlo crecer y estirarse como una raíz, desde la frente al hombro, a través de su cuello.

—Usted quería ver el mar, su madre iba a llevarla hasta allí, para que mejoraran sus pulmones, ¿no es cierto?

Ramírez cree percibir una tenue sonrisa dibujada en los ojos, una distensión de la mirada, pero la respuesta no llega. El doctor aspira una larga bocanada de música para templar su impaciencia.

—¿Estaba usted muy unida a su madre? ¿Puede hablarme de ella?

La joven parece haber volado muy lejos. Ramírez se siente traspasado por su mirada, como si él fuese solo aire transparente y los ojos de ella ni siquiera reparasen en él. Sabe que comete un desatino, pero las palabras se le escapan, con una breve pulsión de venganza en la voz:

—¿Y su padre? ¿Lo echa de menos?

Se interrumpe a sí mismo, pero no con la suficiente velocidad. Como si tuviera un pulpo dentro, Elisa ha comenzado una escalada de convulsiones, cada una más fuerte que la anterior, hasta quedar rígida y casi sin respiración. Ramírez presiona fuertemente el timbre para avisar a la enfermera.





Todas las tardes, el doctor asiste al mismo proceso. Tres o cuatro palabras como máximo, y nunca sobre el pasado. Una vez rozado el tema, Elisa se desvanece y en su lugar se extienden la asfixia y la parálisis. Sin embargo, para asombro de Ramírez, el doctor Cárdenas se muestra satisfecho y esperanzado con el tratamiento. Al parecer, cada vez que la joven abandona la consulta, mejora ostensiblemente: respira mejor y sus movimientos se hacen más fluidos, una vez superada la crisis inicial.

Ramírez no sabe qué pensar. Siente que no está avanzando, no ha descubierto nada, salvo el deseo expreso de Elisa de rechazar cualquier descenso al origen de sus males, aunque él esté con ella. Así, piensa, no podrá nunca remontarse a la herida, y si no alcanza a vislumbrarla no podrá curarla de ningún modo. Cada día se obliga a leer unas  cuantas páginas del libro de Fitzgerald, que casi recita en su interior como un rezo, para encontrar la calma. Por las noches, en cambio, tiene sueños turbadores, en los que Elisa ríe y danza sin parar, para luego quedar completamente rígida y fría entre sus brazos, cuando empieza a besarla. Se despierta temblando, empapado en sudor, con el soniquete del vals aún latiendo en sus oídos y las suaves formas de la joven en las palmas de las manos, ahora aferradas a la sábana.





—Elisa, quiero ayudarla, pero debe confiar en mí. Hábleme, solo yo escucharé sus palabras, nada saldrá de esta habitación. Hábleme, Elisa. —Debe tener cuidado, la joven parece percibir la desesperación de su voz, su mirada se tiñe de una leve ternura.

—¿No podemos hablar, mejor, del futuro? —Las palabras salen con dificultad, pero la voz es dulce, melodiosa, parece casi cantar, mecida por el vals. Elisa toma aire, trabajosamente, y continúa—: ¿puedo dibujar, tal vez?

Ramírez casi oye la carcajada, la pesadilla le nubla la vista, no puede creer que ella sea capaz, que pueda mofarse en un momento como este.

—Ambos sabemos perfectamente que su enfermedad le impide dibujar. —El tono de Ramírez es áspero, los dedos se crispan en torno a la estilográfica.

—Tal vez… pensé que podría, tal vez pueda intentarlo… —La voz de Elisa pierde fuerza de nuevo, su respiración se entrecorta y agita. El doctor vira rápidamente hacia la afabilidad, vuelve a mirarla anhelante, desea seguir escuchándola, aunque no tenga sentido lo que diga, por el simple placer de su sonido.

—Tan solo dígame que sintió cuando su madre la dejó… Estábamos hablando de los años pasados con su padre, cuando la enfermedad se recrudeció, cuando empezó a perder movilidad… —Lo cierto es que solo él había hablado, sin respuesta, sin ni siquiera un eco que pudiese interpretar.

Elisa ya no lo mira, sus ojos se deslizan hacia quién sabe dónde, está de nuevo rígida, pálida y fría, hermosa hasta en la asfixia. Ramírez observa cómo su blanca piel se va tornando azulada, del mismo tono que sus ojos. Está tan cerca, detrás de la mesa, con su vestido gris perla, casi el mismo del sueño, tenue y sedoso, como un pájaro caído en la nieve que emitiera solo un suave estertor. El doctor alarga la mano hasta casi rozar el delgado brazo atenazado de Elisa, pero se desvía finalmente un poco, hacia el timbre de la mesa, para presionarlo decididamente, hasta casi quemarlo, como si fuera su propio grito de socorro, continuo y sordo.




Ramírez se estremece. Con Elisa, la frontera entre la realidad y el sueño, entre la razón y la locura se desdibuja. Cuando piensa en ella, su imagen es siempre múltiple, borrosa, sin contornos. No sabe separar a la Elisa que danza de la que está en la silla, impedida y enferma. Las dos le resultan inaprensibles, vastas y desconocidas. Y aún hay otra Elisa, la de después de la consulta, la que mejora con paso firme ante las enfermeras, ante Cárdenas, siempre lejos de él. El doctor no sabe si clave en su recuperación o si ella le reserva solamente el dolor, si es él quien no la deja respirar o si ella lo ha elegido para mortificarlo, ahogándolo a través de su propio cuerpo, traspasándole su asfixia mediante una equívoca promesa de amor. Pero no quiere pronunciar la palabra, ni siquiera en silencio. Ella es una paciente. Ramírez tiene descuidados a los otros enfermos, ya no se reconoce. Debe mantenerse entero. Ordena sus papeles, revisa  informes, lee a ratos, pero en las páginas la encuentra otra vez, una Elisa de tinta tan opaca como las demás, largamente deseada pero inaccesible. En cualquier caso, es siempre Elisa, cada vez ocupa más espacio, lo rodea como a un dique, como a una mosca apresada por una frágil copa de cristal. Su perspectiva se vuelve vidriosa y combada, camina dormido, anhela un futuro imposible, aguarda impaciente cada sesión, que termina, indefectiblemente, con una vibrante petición de ayuda, una decepcionante rendición.


Sin embargo, nadie más pedirá ayuda para Elisa en los meses siguientes: fuera de la consulta, la joven mejorará hasta que el equipo médico, con Ramírez como única y asombrada voz en contra, decida darle el alta. El joven doctor se desesperará, la echará de menos, clamará por la salud inestable de la chica, intentará convencer a los compañeros, al padre de Elisa, a ella misma, de que vuelva para que él pueda curarla, para que pueda encontrar en el fondo de su alma ese esquivo pasado en que él podría anidar, tener su anclaje, su punto de partida.

Ramírez entrará, a hurtadillas, en su antigua habitación; examinará los pocos restos que Elisa ha dejado tras de sí: algo de ropa, como si hubiese querido marchar más ligera; esbozos sucios en pedazos de papel, realizados con pulso aún tembloroso, indómito; flores secas y silencio.

Tras el cristal, el cielo suizo seguirá azul e inmaculado, los pacientes pasearán, absortos, huidos, aislados aunque se crucen atravesando el césped, entre los impolutos edificios. La atmósfera no mejorará, seguirá siendo densa, resbaladiza, a merced de una locura general, poderosa, invisible. Ramírez vivirá en ese desasosiego, en las recepciones para recaudar fondos, en bailes donde existe un vacío que solo podrá llenar de madrugada, cuando cierra fuertemente los ojos para verla de nuevo, irreal e intensa, haciendo frente a la bruma del día.   

Una noche despierta de repente. Ha soñado con el mar, con un inmenso pulmón artificial. Cubierto de sudor, aguarda la llegada de las primeras luces, del momento en el que pueda hablar con la enfermera, la que hacía girar las ruedas de la silla para traer a Elisa a la consulta. Llama a su puerta con contenida ansiedad, le pregunta qué hacía su antigua paciente, la paralítica, la joven rica que se curó, mientras esperaba para ser atendida en las sesiones. La enfermera asiente, dice que son recuerdos apreciados, que le gustaría conservarlos. “A menos que haya recaído, claro”. Ramírez asegura que es preciso recopilarlo todo, puede que vuelva a necesitarlos, que regrese a la clínica pronto, muy pronto. La enfermera asiente y desaparece un momento en la penumbra fría, neblinosa aún, de su habitación. Regresa con un fajo de papeles dispersos, algunos rasgados, casi en relieve.


El doctor cancela sus citas del día. Sentado en su habitación, acaricia el último dibujo, la imagen definitiva. Sobre la colcha se abren, desordenados, montones de trazados interrumpidos, imágenes quebradas, olas amorfas y desmedidas, sucesiones de paisajes abortados, marinas realizadas con dedos que claramente aún no respondían, con el dorso de las manos tal vez, con las palmas y nudillos, violentas sacudidas de grafito traspasando el papel, destrozando las imágenes.

Y finalmente el océano. Enorme en la hoja, tranquilo, como si hubiera arrastrado y engullido las pruebas anteriores, las sesiones, los espasmos, la memoria. Las manos de Ramírez tocan la sal, se deslizan por la fina arena, sus ojos miran la suave noche dibujada, sin estrellas, la línea de la costa, abierta y profunda. El pecho del doctor se eleva hasta rozar el dolor. Aspira profundamente. Por primera vez en meses, sus pulmones se hinchan. Respira, sosegado, la brisa del mar.


FIN

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