viernes, 8 de junio de 2012

-Relato 3 "Quiero decir..." de Enrique Morales Fernandez

 
...QUIERO DECIR...

Fatigados, cansados, los oficinistas salían del trabajo. Un rumor de adioses apáticos. El torno de control horario expulsaba trabajadores hacia la libertad de sus pequeñas monotonías, con frialdad, como una máquina expendedora deja caer en la bandeja un producto pagado. En la calle la lluvia, indiferente, empapaba el suelo. Carreras, aceras tachonadas de paraguas negros, y blancos.

Carmen, aguzó la mirada. Sí, era Dolores. La lluvia le caía por la gabardina, le mojaba el pelo y la cara. Dolores, inmutable, dejaba que el agua le calara hasta el alma.
–Hola, Dolores. Qué sorpresa verte aquí. –Un rictus afiló sus delgados labios.
–Carmen.
–¿Qué tal estás? Te veo pálida. ¿Pasa algo? Estás empapada.
–Mira, la cafetería de enfrente sigue abierta. Invítame a un café, lo necesito.
Carmen eligió una mesa cerca de la puerta. Dolores se sentó y posó el bolso de un golpe seco, tanto que casi quiebra la fina cuchilla de afeitar, y rompe la botella de ginebra medio vacía que llevaba en su revuelto bolso. El camarero tomó nota: dos cafés solos, “Dos bellas mujeres” pensó.
–Qué día de trabajo más complicado. Los departamentos siempre dejan para última hora comunicarnos a nóminas los festivos y horas nocturnas, y claro... –Carmen empezó a parlotear nada más que se marchó el camarero.
–¿Sabes? Juan, se acuesta con otra.
–¿Cómo? ¿qué?
–Joder, que el cabronazo de Juan se está acostando con otra.
–¿Pero cómo te has enterado? quiero decir ¿cómo lo sabes?
–Y dime, qué hago yo ahora, veinte años de matrimonio, dios mío, es toda una vida.
–... Pero a lo mejor estás equivocada. –miró a Dolores, escrutándola.
–Tres hijos. Tres hijos. Tres hijos. ¿Pero es que este hijo de puta no ha pensado en nada? –acercó su boca a la cara de Carmen, y suspiró. –Si al menos supiera con quién está...
–Dolores, ¿has bebido?
–Si al menos supiera quién es ella... me gustaría tenerla a la cara, hablarle.
–Creo que estás borracha.
El camarero llegó con los dos cafés. Se retiró enseguida.
–Sí, eso, hablarle. ¿no hay hombres solteros? ¿cómo puede destruir una familia? –Dolores manoseó frenéticamente el bolso, tanto que se cortó la palma de la mano con la desnuda cuchilla de afeitar. Cogió un cigarro y el mechero. –Me ha hundido la vida.
–Bueno, nadie obliga a nadie, todos somos adultos. Además, a veces no podemos tener a quién queremos tener, y tenemos que amar a otro. Quiero decir... no pienses en eso.
–Perdona, y te preguntarás por qué te cuento todo esto.
Carmen tragó saliva, miró fijamente a Dolores, observó su belleza, su negro cabello rizado, sus labios definidos, su pómulo marcado.
Dolores dio una calada profunda al cigarrillo. Un pequeño reguero de sangre manaba de la palma de su mano.
–Dolores, tienes sangre en la mano. –Un amago de gesto acercó unos imperceptibles milímetros los labios de Carmen a la herida de Dolores.
–No tiene importancia, no tiene importancia. Ahora no tiene importancia. –Esbozó una media sonrisa.
–¿Pero cómo diablos te has cortado?
–Llevo en el bolso una cuchilla de afeitar –afirmó despreciativamente.
–¿Una cuchilla de afeitar? Una cuchilla de afeitar.
– Sí.
–Está bueno este café –titubeó Carmen.
Mientras Dolores expulsaba cansadamente el humo del cigarro, Carmen observó cómo la lluvia había logrado que se transparentaran tenuemente los pezones de Dolores.
–¿Sabes?, Carmen, eres afortunada, nunca tendrás el problema de que un hombre te deje o te engañe.
–Bueno... –susurró Carmen. Iba a continuar hablando, pero calló.
–Si la tuviera delante... si la tuviera delante...
–Dime Dolores, ¿qué harías? Quiero decir... ¿de qué te serviría?
–...
–Dime Dolores, ¿de qué te serviría?
–La mataría. La mataría. Sólo eso. Sí, eso estaría bien.
–Me das miedo... quiero decir, no digas tonterías, irías a la cárcel. No serviría de nada –dijo Carmen muy seriamente.
–Da igual, me da igual. Mírame bien, no voy a ir a la cárcel haya hecho lo que haya hecho –le dijo Dolores arrastrando las palabras.
–Estás borracha.
–Estoy acabada.
–Borracha...
–Acabada...
Dolores cayó sobre sus hombros, se postró en la mesa, apuró el café. Miró a Carmen. Entornó los ojos como quién ve por primera vez a alguien desconocido. Resopló desganadamente.
–Voy al aseo. Voy al aseo –dijo Dolores titubeante, ida, como un boxeador noqueado pide que el entrenador tire la toalla. –al levantarse cogió el bolso y lo aferró con fuerza.

Carmen la miró levantarse. Dolores caminaba tambaleante, pero con paso firme, irregular, pero pretendidamente firme y digno. La siguió con la mirada hasta que entró en el aseo de señoras. Carmen miró la calle, seguía lloviendo en el mundo. Las gotas golpeaban indiferentes, frías, e inevitables, el mundo. Carmen llamó al camarero, pagó la cuenta de los dos cafés, y se marchó. La lluvia impidió ver que estaba llorando.

En la calle la lluvia, indiferente, empapaba el suelo. Carreras, aceras tachonadas de paraguas negros, y blancos. 

FIN

1 comentario:

  1. Es incorrecto para un narrador externo decir: "Carmen, aguzó la mirada. Sí, era Dolores". ¿Cómo sabe el narrador que ella sabía que aquella era Dolores?

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