...QUIERO
DECIR...
Fatigados,
cansados, los oficinistas salían del trabajo. Un rumor de adioses
apáticos. El torno de control horario expulsaba trabajadores hacia
la libertad de sus pequeñas monotonías, con frialdad, como una
máquina expendedora deja caer en la bandeja un producto pagado. En
la calle la lluvia, indiferente, empapaba el suelo. Carreras, aceras
tachonadas de paraguas negros, y blancos.
Carmen,
aguzó la mirada. Sí, era Dolores. La lluvia le caía por la
gabardina, le mojaba el pelo y la cara. Dolores, inmutable, dejaba
que el agua le calara hasta el alma.
–Hola,
Dolores. Qué sorpresa verte aquí. –Un rictus afiló sus delgados
labios.
–Carmen.
–¿Qué
tal estás? Te veo pálida. ¿Pasa algo? Estás empapada.
–Mira,
la cafetería de enfrente sigue abierta. Invítame a un café, lo
necesito.
Carmen
eligió una mesa cerca de la puerta. Dolores se sentó y posó el
bolso de un golpe seco, tanto que casi quiebra la fina cuchilla de
afeitar, y rompe la botella de ginebra medio vacía que llevaba en su
revuelto bolso. El camarero tomó nota: dos cafés solos, “Dos
bellas mujeres” pensó.
–Qué
día de trabajo más complicado. Los departamentos siempre dejan para
última hora comunicarnos a nóminas los festivos y horas nocturnas,
y claro... –Carmen empezó a parlotear nada más que se marchó el
camarero.
–¿Sabes?
Juan, se acuesta con otra.
–¿Cómo?
¿qué?
–Joder,
que el cabronazo de Juan se está acostando con otra.
–¿Pero
cómo te has enterado? quiero decir ¿cómo lo sabes?
–Y
dime, qué hago yo ahora, veinte años de matrimonio, dios mío, es
toda una vida.
–...
Pero a lo mejor estás equivocada. –miró a Dolores, escrutándola.
–Tres
hijos. Tres hijos. Tres hijos. ¿Pero es que este hijo de puta no ha
pensado en nada? –acercó su boca a la cara de Carmen, y suspiró.
–Si al menos supiera con quién está...
–Dolores,
¿has bebido?
–Si
al menos supiera quién es ella... me gustaría tenerla a la cara,
hablarle.
–Creo
que estás borracha.
El
camarero llegó con los dos cafés. Se retiró enseguida.
–Sí,
eso, hablarle. ¿no hay hombres solteros? ¿cómo puede destruir una
familia? –Dolores manoseó frenéticamente el bolso, tanto que se
cortó la palma de la mano con la desnuda cuchilla de afeitar. Cogió
un cigarro y el mechero. –Me ha hundido la vida.
–Bueno,
nadie obliga a nadie, todos somos adultos. Además, a veces no
podemos tener a quién queremos tener, y tenemos que amar a otro.
Quiero decir... no pienses en eso.
–Perdona,
y te preguntarás por qué te cuento todo esto.
Carmen
tragó saliva, miró fijamente a Dolores, observó su belleza, su
negro cabello rizado, sus labios definidos, su pómulo marcado.
Dolores
dio una calada profunda al cigarrillo. Un pequeño reguero de sangre
manaba de la palma de su mano.
–Dolores,
tienes sangre en la mano. –Un amago de gesto acercó unos
imperceptibles milímetros los labios de Carmen a la herida de
Dolores.
–No
tiene importancia, no tiene importancia. Ahora no tiene importancia.
–Esbozó una media sonrisa.
–¿Pero
cómo diablos te has cortado?
–Llevo
en el bolso una cuchilla de afeitar –afirmó despreciativamente.
–¿Una
cuchilla de afeitar? Una cuchilla de afeitar.
–
Sí.
–Está
bueno este café –titubeó Carmen.
Mientras
Dolores expulsaba cansadamente el humo del cigarro, Carmen observó
cómo la lluvia había logrado que se transparentaran tenuemente los
pezones de Dolores.
–¿Sabes?,
Carmen, eres afortunada, nunca tendrás el problema de que un hombre
te deje o te engañe.
–Bueno...
–susurró Carmen. Iba a continuar hablando, pero calló.
–Si
la tuviera delante... si la tuviera delante...
–Dime
Dolores, ¿qué harías? Quiero decir... ¿de qué te serviría?
–...
–Dime
Dolores, ¿de qué te serviría?
–La
mataría. La mataría. Sólo eso. Sí, eso estaría bien.
–Me
das miedo... quiero decir, no digas tonterías, irías a la cárcel.
No serviría de nada –dijo Carmen muy seriamente.
–Da
igual, me da igual. Mírame bien, no voy a ir a la cárcel haya hecho
lo que haya hecho –le dijo Dolores arrastrando las palabras.
–Estás
borracha.
–Estoy
acabada.
–Borracha...
–Acabada...
Dolores
cayó sobre sus hombros, se postró en la mesa, apuró el café. Miró
a Carmen. Entornó los ojos como quién ve por primera vez a alguien
desconocido. Resopló desganadamente.
–Voy
al aseo. Voy al aseo –dijo Dolores titubeante, ida, como un
boxeador noqueado pide que el entrenador tire la toalla. –al
levantarse cogió el bolso y lo aferró con fuerza.
Carmen
la miró levantarse. Dolores caminaba tambaleante, pero con paso
firme, irregular, pero pretendidamente firme y digno. La siguió
con la mirada hasta que entró en el aseo de señoras. Carmen miró
la calle, seguía lloviendo en el mundo. Las gotas golpeaban
indiferentes, frías, e inevitables, el mundo. Carmen llamó al
camarero, pagó la cuenta de los dos cafés, y se marchó. La lluvia
impidió ver que estaba llorando.
En la
calle la lluvia, indiferente, empapaba el suelo. Carreras, aceras
tachonadas de paraguas negros, y blancos.
FIN
Es incorrecto para un narrador externo decir: "Carmen, aguzó la mirada. Sí, era Dolores". ¿Cómo sabe el narrador que ella sabía que aquella era Dolores?
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