Cleptomanía
Miguel está sentado en una mesa de la
biblioteca. Le ha costado un madrugón conseguir aquel sitio alejado
de la puerta de entrada, o de salida, según dónde se sitúe uno. En
su mejilla izquierda aún queda una fina estela que le llega hasta la
mandíbula. Los bostezos son continuados e inevitables. “No, ahora
no. Maldita alarma.” Tiene la cabeza apoyada sobre la mano. Con la
mirada borrosa le echa un vistazo al material de papelería que tiene
en frente: varios bolígrafos, una regla de 20 centímetros, un
portaminas. Tantas cosas y nadie custodiándolas. La mirada se le
emborrona. Un último bostezo hace que Miguel considere ir a pedirse
un café. Antes de irse vuelve a mirar de nuevo lo que tiene delante.
Hay un par de subrayadores, uno naranja y otro azul, que le hacen
tener una sensación de tensión. Tras esto, el café parece que se
hace de rogar. Los impulsos por conseguir esos subrayadores empiezan
a estar por encima del sueño. Es más, por un momento Miguel se
sugestiona pensando que en realidad no necesita el café porque ya se
ha espabilado. Tiene la mirada fija en los subrayadores. Cuando
levanta la mano dispuesto a acercarla a su presa, su móvil vibra.
Miguel mira el móvil y lee un mensaje de Luis: “Estoy llegando.
Nos vemos en la cafetería. Más te vale que me hayas guardado un
sitio, mamón.” Miguel se olvida de su objetivo. Los móviles no
sólo sirven para quitar vidas en las carreteras.
Arrastra la silla con maestría para
que no rechine, se levanta y coge su mochila. El sonido de las
pisadas en el parqué levanta las miradas de los estudiantes que van
oyéndolo. Miguel sale por la puerta y la sujeta para que pueda
entrar la chica que viene de frente. No espera las gracias, va
corriendo a pulsar el ascensor antes de que cierre las puertas por
completo. En un momento está ya en el patio. La cafetería está en
el otro patio. Recuerda a su amigo Francis que se había licenciado
el año anterior. “¿Y ahora que me voy yo abren la cafetería?”.
En la puerta le espera Luis.
—¿Qué pasa
Miguelito? —desde horas tan temprana Luis tiene un tono burlesco.
No puede dejar la guasa en ningún momento. Ni aun cuando se torció
el pie jugando al fútbol “Vaya hombre, ya he metío
la pata”—. Vaya cara de
zombie
que traes.
—Llevo
aquí hora y media. Sólo he conseguido ordenar los apuntes. He
intentado leerlos, pero Juan tiene una letra horrorosa. Creo que los
pasaré a limpio.
—¿Vamos
a por ese café o no? —espera a que Miguel abra la puerta y se la
sostenga para entrar. Con una muleta en una mano y los apuntes en la
otra no le es posible manejarse bien—. Por cierto, mi sitio.
—Allí
tiene que seguir —entra por la puerta y la deja caer—. Me he
asegurado de que parezca que allí había alguien sentado.
* * *
—Voy
al baño un momento. Ve entrando tú —Luis le da los apuntes a
Miguel.
—Si
no sabes dónde estamos.
—¿Dónde
estamos? —Luis se da la vuelta.
—Al
lado de los ordenadores.
—Allí
nos vemos.
Miguel entra en la biblioteca. No queda ningún
asiento libre, pero hay al menos tres portátiles por mesa, casi la
mitad con redes sociales abiertas. Todo un enriquecimiento cultural.
Miguel llega a su asiento, se descuelga la mochila y se sienta. El
asiento de Luis no ha sido violado. El de enfrente sigue vacío. Todo
está igual que antes de irse a por el café. Ni una sola hoja de
apunte se ha movido. El cuadernillo sigue cerrado. Miguel lee con
esfuerzo el nombre de la portada “Rosa María de la Fuente
Navarro”. Y los materiales siguen siendo para Miguel igual de
apetitosos, en especial los subrayadores. No decide esperar más.
Despliega sus propios apuntes hasta que un montoncito cubre los
subrayadores. Todavía no lo ha conseguido. Siente malestar. Uno a
uno va recogiendo los montones. Queda el más difícil, el que cubre
sus ansiolíticos de colores. Se levanta un poco, pero la decisión
no ha sido suficiente para evitar el susto que se lleva cuando una
mano le toca el hombro.
—¿Qué
haces, tío? —Luis apoya la muleta sobre la ventana.
—Nada
—coge el montón de apuntes y pone la otra mano debajo para agarrar
los subrayadores—. Que mira hasta dónde han llegado mis apuntes —a
la vez que va arrastrando los apuntes, así lo hace con la mano
escondida—. Anda, venga. Ponte a estudiar.
Miguel se enconde los subrayadores debajo de
las piernas. Intenta ponerse a estudiar pero le tiembla las manos. La
calentura le sube a la cara. Puede sentir la adrenalina dentro de sus
oídos. Una chica se le acerca exhalando aire fuertemente por la
nariz. Se acerca a escasos centímetros a Miguel para que su fuerte
murmullo se oiga bien.
—¿Me
devuelves mis subrayadores, por favor? —la boca le huele a ceniza
fresca. Miguel se da cuenta de que tiene una buena perspectiva de los
pechos de la chica y echa una mirada rápida. El borde del sujetador
azul se sale por la camiseta amarilla.
—¿Qué
subrayadores?
—Los
que acabas de coger. Son míos, ¿sabes? —eleva un poco la voz y de
su gargata sale un susurro gutural. Todos los de la mesa están
mirando.
—No
tengo nada tuyo.
—Pero
chaval, que te he visto. No me lo niegues.
—Mira
la mesa. ¿Ves que no hay nada? Si quieres te dejo que rebusques en
mi mochila.
—No
me cuentes milongas. Los tienes debajo de las piernas. Abre las
piernas, anda.
—Tío, las
tienes a todas loquitas —interviene Luis.
—No.
—¡Que
las abras!
* * *
Rosa está sentada en la mesa de una cafetería.
Alrededor de la mesa hay tres sillas vacías. Tiene una tabla muy
colorida y plastificada en una mano. Mientras la revisa remueve su
refresco de cola con la cañita. Está buscando la última vez que
tuvo la regla. “¿Tienes una compresa o algo? Aquí en los
servicios te encuentras anillos vibradores pero nada de compresas.”
Intenta recordar qué fecha era aquella noche de discoteca. Han
pasado cinco semanas y un día exactamente. Los jóvenes no creen en
la Iglesia, pero sí en su método anticonceptivo de la “marcha
atrás”. Rosa resopla. Se siente los pechos algo hinchados y un
dolor en el abdomen. Pero aún así no puede evitar preocuparse.
Miguel entra por la puerta. Se acerca a Rosa y le da un beso.
—Perdona,
princesa. Ha pasado un autobús fuera de servicio. ¿Llevas mucho
esperando?
—Que
va.
—¿Te
pido algo?
—Tengo
el refresco entero.
Miguel pide un té helado en la barra, lo paga
y se sienta enfrente de Rosa dejando su mochila en la silla que queda
a su izquierda.
—Aquí
te tengo muy lejos —levanta la mochila, la deja en el suelo y se
sienta en esa silla. Coge la mano de Rosa y le da otro beso. Rosa le
devuelve otro más largo. —Aquí mejor, ¿no?
—Siempre
—siente la mano de Miguel en la cara. Con los ojos cerrados no
puede parar de besar. Seguidamente se nota las bragas húmedas. No
sabe si le ha bajado la regla o si está disfrutando del beso. Rosa
abre los ojos y para—. Un momento. Voy al baño —se levanta y se
lleva su bolso.
Miguel suspira. Bebe un sorbo del vaso y dirige
la mirada al televisor que está arriba. Golpea los dedos sobre la
mesa y vuelve a beber otro sorbo. Sobre la mesa se percata de la
tabla de Rosa. No tiene ni idea de qué es ni por qué lo trae su
novia, pero le atrae. El bolso de una mujer parece tener una conexión
directa con su habitación para sacar de él cualquier cosa
innecesaria. Mira hacia los aseos y ve que Rosa aún está esperando.
Miguel se impacienta demasiádo rápido. En ese momento una chica
sale y Rosa por fin entra. Miguel piensa que debe pensárselo antes
de tiempo, pero luego piensa que para no pensárselo hay de dejar de
pensar en pensárselo. Pasa directamente a la acción, aunque no cree
que Rosa salga tan rápido del servicio. Abre su mochila, mete la
tabla y la cierra. Después bebe de su vaso. Un sorbo, dos sorbos,
otro más grande y ya sólo queda un culo transparente.
* * *
—Vaya
marrón —Miguel cruza la puerta de la casa de Luis.
—¿Qué
pasa tío? —cierra la puerta y dirige a Miguel al sofá del salón
donde se sientan los dos.
—Tengo
un problemón con Rosa. Hicimos un pacto hace dos semanas. Ella
dejaba de fumar y yo iba al psicólogo.
—¡Anda!
¿Has decidido curarte? ¿Sabes qué? —Luis se levanta con una
agilidad increíble, desde que no usa las muletas quiere demostrar a
todo el mundo lo fuerte que tiene el pie. Tuvo una complicada
operación con clavos en el tobillo y no quiere asumir los estragos
que le ha dejado—. No tenía pensado ofrecerte nada, pero te lo has
merecido. ¿Café?
—No,
gracias. Ojalá pudiera curarme. Se supone que debería llevar ya dos
sesiones.
—¿Deberías?
—No
he ido a ninguna. Ahora mismo tendría que estar acabando la segunda.
—Está
bien —se sienta de lado—. Pues no hay café para ti.
—Es
que son muy caras. Cada sesión cuesta 60 euros. Para ella es fácil,
los chicles esos costarán unos 20 euros.
—¿Y
por qué no lo intentas con el de la Seguridad Social?
—Rosa
no quiere. Dice que no son efectivos, que a su madre no la ayudaron
muy bien con la ansiedad. Simplemente, se dedicaron a drogarla.
—¿Y
qué vas a hacer? ¿Podrás salir tú sólo?
—Lo
intentaré. Pero ahora mismo tengo que demostrar a Rosa que lo estoy
tratando —el móvil de Miguel suena. Rosa le dijo que controlaría
el tiempo para llamarlo en cuanto acabase la sesión. El mono del
tabaco la ha vuelto muy quisquillosa—. Dime cariño.
—¿Has
acabado ya? —el sonido del auricular no está tan fuerte pero Luis
puede escuchar a Rosa. Ha dejado los malos humos y se le ha subido
otros.
—Sí,
ahora mismo.
—Pues
pásame al doctor, ¿no?
—Eh...
no, no puede ser porque... ya está con otro paciente. De todas
formas te mando un whatsapp con su número y lo llamas tú ahora
mismo, ¿vale?
—Pero,
¿no has dicho que está con un paciente?
—¡Sí!
Pero atiende las llamadas. Conmigo ha atendido dos. Bueno, que ya te
mando el número, llámalo ahora que luego no está en su despacho.
Adiós cielo —Miguel mira amargado a Luis—. Déjame darle tu
teléfono, por favor.
—A
mí no me metas en este lío, ¿eh? —Luis ve a Miguel muy nervioso
“Tío, estoy para lo que quieras mientras tengas el pie así”—.
Bueno venga. Que llame, que llame. Pero pongo el manos libres por si
me puedes soplar alguna contestación.
—No
creo que haga mucha falta —Miguel no pierde el tiempo y teclea el
numero para mandárselo a Rosa—. Ya ves lo que grita, seguro que la
has escuchado.
—Ya
te digo —el móvil de Luis no tarda en sonar. Luis muy nervioso
casi cuelga queriendo poner el manos libres —. ¿Diga?
—¿Es
usted el doctor Martínez? —la voz de Rosa se vuelve la de un
roedor por el altavoz.
—Sí,
dígame qué desea.
—Quería
preguntarle por Miguel Mateos Cospedal, el paciente que acaba de
tener.
—¿El
cleptómano? Sí. Es un buen paciente. Avanza a una velocidad
sorprendente.
—Vaya
que bien ¿Es eso posible?
—Sí,
estamos probando una técnica innovadora. Directamente de la
Universidad de... Vancouver. Sí.
—¿De
qué se trata? —la voz aguda de Rosa comienza a ser molesta por el
manos libres.
—Si...
bueno. Tenemos reglas muy estrictas sobre no desvelar nada del
paciente.
—Pero
te estoy preguntando por la técnica, no por Miguel.
—Sí,
eh... —Luis mueve los labios y Miguel interpreta este lenguaje
sordo como “¿Qué le digo?”. Miguel levanta los hombros—. Sí,
se trata de que cada vez que el paciente sienta esos impulsos
irrefrenables al ver algún objeto de deseo... eh... mire... mire a
su alrededor, sí. Y busque a algún hombre.
—Entiendo,
¿para pedirle ayuda?
—No.
O sí, es buena respuesta —Miguel se arrepiente de haber negado
primero—. De lo que se trata realmente es de que busque a ese
hombre y sólo lo mire, sólo mirarlo, ¿sí? Entonces... tiene
que... imaginar que ese hombre se ha pasado el objeto por los
genitales —Miguel rompe en una carcajada sorda. A Luis le toma unos
segundos comprender lo que acaba de decir—. La mayoría de los
pacientes ha evolucionado muy positivamente con esta técnica.
—¿No
es un poco rara, doctor?
—Verá
señorita, todo está en la mente. Verá que su novio se curará en
unos tres o cuatro días. Tenga mi palabra de psicólogo colegiado
desde hace 30 años.
—Pues
muchas gracias, doctor.
—De
nada, señorita —Luis cuelga el teléfono y se pasa las manos por
la frente resoplando al mismo tiempo—. No me creo lo que acabo de
hacer.
—Muchas
gracias, Luis. Muchas gracias —Miguel se le abalanza con los brazos
abiertos. Luis lo esquiva.
—Ahora
no, eh. Tengo muchísima calor.
* * *
—¡Qué
alegría me da que por fin conozcas a mis padres! —Rosa pulsa el
botón del ascensor —. No te pongas nervioso, ¿eh? Mis padres son
muy majos.
—No lo dudo
—Miguel abre la puerta del ascensory deja que entre Rosa primero
para pulsar el número de piso. Cuando entra Rosa se le abalanza. Le
da el beso de la felicidad. Parece controlar mejor el humor, aunque
rara vez suele ser así de cariñosa. Miguel deduce que puede ser por
el encuentro con sus padres, o más bien con su hermana. Le gusta
fingir delante de ella que todo lo que la rodea es perfecto—. En
realidad no estoy nervioso —salen por la puerta del ascensor.
Rosa se quita
el aro de las llaves del pulgar y busca la llave de su puerta. No oye
nada. El portátil está apagado, el televisor tiene la pantalla
negra, la radio desconectada. “Todo el día con los aparatos
encendidos. Claro, como vosotras no pagáis la luz”. Nadie habla,
nadie está sentado, ni de pie. Rosa encuentra una nota sobre la
mesita de la salita. Reconoce la letra de su hermana: “Hemos ido al
Ikea. No tardaremos en llegar. No te preocupes, la cena para tu novio
está controlada.”
—Estupendo,
así aprovecho para ducharme —pone su mano sobre la cara de Miguel
y le da un pequeño beso—. Siéntate. Te enciendo la tele para que
te entretengas.
—Pero, ¿qué
pasa?
—Mi familia
llegará más tarde —le da el mando—. No tardo.
Miguel echa un
vistazo a la salita. Todavía lleva la mochila colgada, así que la
suelta en el suelo. No le presta mucha atención a los cuadros de la
pared. El mueble del televisor está lleno de marcos y al final de
cada fila de marcos una figurita. Sólo en los estantes de arriba hay
algunos libros y enciclopedias incompletas. Miguel cambia el canal.
Anuncios. Vuelve a cambiar. Anuncios. Cambia de nuevo. Los créditos
de una película. Busca el botón de apagado pero no hace nada. Sólo
deja el dedo sobre el botón. Con más atención mira las tres
figuritas. Una de ellas le llama especialmente la atención. Deja el
mando sobre la mesilla y mira la figura con más detenimiento. Es una
figura Lladró de un perro tocando una guitarra eléctrica. Miguel
aprieta las manos estrujando las rodillas. Mira su mochila y vuelve a
mirar la figura de porcelana. Menea las piernas inquieto. La ansiedad
le hace incorporarse, pero vuelve a sentarse. Coge la mochila. No
puede apartar la mirada de la figura. Excitado, aprieta la mochila
contra el pecho.
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