viernes, 8 de junio de 2012

-Relato 4 de Carmen Rodríguez Pérez

Cleptomanía

Miguel está sentado en una mesa de la biblioteca. Le ha costado un madrugón conseguir aquel sitio alejado de la puerta de entrada, o de salida, según dónde se sitúe uno. En su mejilla izquierda aún queda una fina estela que le llega hasta la mandíbula. Los bostezos son continuados e inevitables. “No, ahora no. Maldita alarma.” Tiene la cabeza apoyada sobre la mano. Con la mirada borrosa le echa un vistazo al material de papelería que tiene en frente: varios bolígrafos, una regla de 20 centímetros, un portaminas. Tantas cosas y nadie custodiándolas. La mirada se le emborrona. Un último bostezo hace que Miguel considere ir a pedirse un café. Antes de irse vuelve a mirar de nuevo lo que tiene delante. Hay un par de subrayadores, uno naranja y otro azul, que le hacen tener una sensación de tensión. Tras esto, el café parece que se hace de rogar. Los impulsos por conseguir esos subrayadores empiezan a estar por encima del sueño. Es más, por un momento Miguel se sugestiona pensando que en realidad no necesita el café porque ya se ha espabilado. Tiene la mirada fija en los subrayadores. Cuando levanta la mano dispuesto a acercarla a su presa, su móvil vibra. Miguel mira el móvil y lee un mensaje de Luis: “Estoy llegando. Nos vemos en la cafetería. Más te vale que me hayas guardado un sitio, mamón.” Miguel se olvida de su objetivo. Los móviles no sólo sirven para quitar vidas en las carreteras.
Arrastra la silla con maestría para que no rechine, se levanta y coge su mochila. El sonido de las pisadas en el parqué levanta las miradas de los estudiantes que van oyéndolo. Miguel sale por la puerta y la sujeta para que pueda entrar la chica que viene de frente. No espera las gracias, va corriendo a pulsar el ascensor antes de que cierre las puertas por completo. En un momento está ya en el patio. La cafetería está en el otro patio. Recuerda a su amigo Francis que se había licenciado el año anterior. “¿Y ahora que me voy yo abren la cafetería?”. En la puerta le espera Luis.
¿Qué pasa Miguelito? —desde horas tan temprana Luis tiene un tono burlesco. No puede dejar la guasa en ningún momento. Ni aun cuando se torció el pie jugando al fútbol “Vaya hombre, ya he metío la pata”—. Vaya cara de zombie que traes.
Llevo aquí hora y media. Sólo he conseguido ordenar los apuntes. He intentado leerlos, pero Juan tiene una letra horrorosa. Creo que los pasaré a limpio.
¿Vamos a por ese café o no? —espera a que Miguel abra la puerta y se la sostenga para entrar. Con una muleta en una mano y los apuntes en la otra no le es posible manejarse bien—. Por cierto, mi sitio.
Allí tiene que seguir —entra por la puerta y la deja caer—. Me he asegurado de que parezca que allí había alguien sentado.

* * *

Voy al baño un momento. Ve entrando tú —Luis le da los apuntes a Miguel.
Si no sabes dónde estamos.
¿Dónde estamos? —Luis se da la vuelta.
Al lado de los ordenadores.
Allí nos vemos.
Miguel entra en la biblioteca. No queda ningún asiento libre, pero hay al menos tres portátiles por mesa, casi la mitad con redes sociales abiertas. Todo un enriquecimiento cultural. Miguel llega a su asiento, se descuelga la mochila y se sienta. El asiento de Luis no ha sido violado. El de enfrente sigue vacío. Todo está igual que antes de irse a por el café. Ni una sola hoja de apunte se ha movido. El cuadernillo sigue cerrado. Miguel lee con esfuerzo el nombre de la portada “Rosa María de la Fuente Navarro”. Y los materiales siguen siendo para Miguel igual de apetitosos, en especial los subrayadores. No decide esperar más. Despliega sus propios apuntes hasta que un montoncito cubre los subrayadores. Todavía no lo ha conseguido. Siente malestar. Uno a uno va recogiendo los montones. Queda el más difícil, el que cubre sus ansiolíticos de colores. Se levanta un poco, pero la decisión no ha sido suficiente para evitar el susto que se lleva cuando una mano le toca el hombro.
¿Qué haces, tío? —Luis apoya la muleta sobre la ventana.
Nada —coge el montón de apuntes y pone la otra mano debajo para agarrar los subrayadores—. Que mira hasta dónde han llegado mis apuntes —a la vez que va arrastrando los apuntes, así lo hace con la mano escondida—. Anda, venga. Ponte a estudiar.
Miguel se enconde los subrayadores debajo de las piernas. Intenta ponerse a estudiar pero le tiembla las manos. La calentura le sube a la cara. Puede sentir la adrenalina dentro de sus oídos. Una chica se le acerca exhalando aire fuertemente por la nariz. Se acerca a escasos centímetros a Miguel para que su fuerte murmullo se oiga bien.
¿Me devuelves mis subrayadores, por favor? —la boca le huele a ceniza fresca. Miguel se da cuenta de que tiene una buena perspectiva de los pechos de la chica y echa una mirada rápida. El borde del sujetador azul se sale por la camiseta amarilla.
¿Qué subrayadores?
Los que acabas de coger. Son míos, ¿sabes? —eleva un poco la voz y de su gargata sale un susurro gutural. Todos los de la mesa están mirando.
No tengo nada tuyo.
Pero chaval, que te he visto. No me lo niegues.
Mira la mesa. ¿Ves que no hay nada? Si quieres te dejo que rebusques en mi mochila.
No me cuentes milongas. Los tienes debajo de las piernas. Abre las piernas, anda.
Tío, las tienes a todas loquitas —interviene Luis.
No.
¡Que las abras!

* * *

Rosa está sentada en la mesa de una cafetería. Alrededor de la mesa hay tres sillas vacías. Tiene una tabla muy colorida y plastificada en una mano. Mientras la revisa remueve su refresco de cola con la cañita. Está buscando la última vez que tuvo la regla. “¿Tienes una compresa o algo? Aquí en los servicios te encuentras anillos vibradores pero nada de compresas.” Intenta recordar qué fecha era aquella noche de discoteca. Han pasado cinco semanas y un día exactamente. Los jóvenes no creen en la Iglesia, pero sí en su método anticonceptivo de la “marcha atrás”. Rosa resopla. Se siente los pechos algo hinchados y un dolor en el abdomen. Pero aún así no puede evitar preocuparse. Miguel entra por la puerta. Se acerca a Rosa y le da un beso.
Perdona, princesa. Ha pasado un autobús fuera de servicio. ¿Llevas mucho esperando?
Que va.
¿Te pido algo?
Tengo el refresco entero.
Miguel pide un té helado en la barra, lo paga y se sienta enfrente de Rosa dejando su mochila en la silla que queda a su izquierda.
Aquí te tengo muy lejos —levanta la mochila, la deja en el suelo y se sienta en esa silla. Coge la mano de Rosa y le da otro beso. Rosa le devuelve otro más largo. —Aquí mejor, ¿no?
Siempre —siente la mano de Miguel en la cara. Con los ojos cerrados no puede parar de besar. Seguidamente se nota las bragas húmedas. No sabe si le ha bajado la regla o si está disfrutando del beso. Rosa abre los ojos y para—. Un momento. Voy al baño —se levanta y se lleva su bolso.
Miguel suspira. Bebe un sorbo del vaso y dirige la mirada al televisor que está arriba. Golpea los dedos sobre la mesa y vuelve a beber otro sorbo. Sobre la mesa se percata de la tabla de Rosa. No tiene ni idea de qué es ni por qué lo trae su novia, pero le atrae. El bolso de una mujer parece tener una conexión directa con su habitación para sacar de él cualquier cosa innecesaria. Mira hacia los aseos y ve que Rosa aún está esperando. Miguel se impacienta demasiádo rápido. En ese momento una chica sale y Rosa por fin entra. Miguel piensa que debe pensárselo antes de tiempo, pero luego piensa que para no pensárselo hay de dejar de pensar en pensárselo. Pasa directamente a la acción, aunque no cree que Rosa salga tan rápido del servicio. Abre su mochila, mete la tabla y la cierra. Después bebe de su vaso. Un sorbo, dos sorbos, otro más grande y ya sólo queda un culo transparente.

* * *

Vaya marrón —Miguel cruza la puerta de la casa de Luis.
¿Qué pasa tío? —cierra la puerta y dirige a Miguel al sofá del salón donde se sientan los dos.
Tengo un problemón con Rosa. Hicimos un pacto hace dos semanas. Ella dejaba de fumar y yo iba al psicólogo.
¡Anda! ¿Has decidido curarte? ¿Sabes qué? —Luis se levanta con una agilidad increíble, desde que no usa las muletas quiere demostrar a todo el mundo lo fuerte que tiene el pie. Tuvo una complicada operación con clavos en el tobillo y no quiere asumir los estragos que le ha dejado—. No tenía pensado ofrecerte nada, pero te lo has merecido. ¿Café?
No, gracias. Ojalá pudiera curarme. Se supone que debería llevar ya dos sesiones.
¿Deberías?
No he ido a ninguna. Ahora mismo tendría que estar acabando la segunda.
Está bien —se sienta de lado—. Pues no hay café para ti.
Es que son muy caras. Cada sesión cuesta 60 euros. Para ella es fácil, los chicles esos costarán unos 20 euros.
¿Y por qué no lo intentas con el de la Seguridad Social?
Rosa no quiere. Dice que no son efectivos, que a su madre no la ayudaron muy bien con la ansiedad. Simplemente, se dedicaron a drogarla.
¿Y qué vas a hacer? ¿Podrás salir tú sólo?
Lo intentaré. Pero ahora mismo tengo que demostrar a Rosa que lo estoy tratando —el móvil de Miguel suena. Rosa le dijo que controlaría el tiempo para llamarlo en cuanto acabase la sesión. El mono del tabaco la ha vuelto muy quisquillosa—. Dime cariño.
¿Has acabado ya? —el sonido del auricular no está tan fuerte pero Luis puede escuchar a Rosa. Ha dejado los malos humos y se le ha subido otros.
Sí, ahora mismo.
Pues pásame al doctor, ¿no?
Eh... no, no puede ser porque... ya está con otro paciente. De todas formas te mando un whatsapp con su número y lo llamas tú ahora mismo, ¿vale?
Pero, ¿no has dicho que está con un paciente?
¡Sí! Pero atiende las llamadas. Conmigo ha atendido dos. Bueno, que ya te mando el número, llámalo ahora que luego no está en su despacho. Adiós cielo —Miguel mira amargado a Luis—. Déjame darle tu teléfono, por favor.
A mí no me metas en este lío, ¿eh? —Luis ve a Miguel muy nervioso “Tío, estoy para lo que quieras mientras tengas el pie así”—. Bueno venga. Que llame, que llame. Pero pongo el manos libres por si me puedes soplar alguna contestación.
No creo que haga mucha falta —Miguel no pierde el tiempo y teclea el numero para mandárselo a Rosa—. Ya ves lo que grita, seguro que la has escuchado.
Ya te digo —el móvil de Luis no tarda en sonar. Luis muy nervioso casi cuelga queriendo poner el manos libres —. ¿Diga?
¿Es usted el doctor Martínez? —la voz de Rosa se vuelve la de un roedor por el altavoz.
Sí, dígame qué desea.
Quería preguntarle por Miguel Mateos Cospedal, el paciente que acaba de tener.
¿El cleptómano? Sí. Es un buen paciente. Avanza a una velocidad sorprendente.
Vaya que bien ¿Es eso posible?
Sí, estamos probando una técnica innovadora. Directamente de la Universidad de... Vancouver. Sí.
¿De qué se trata? —la voz aguda de Rosa comienza a ser molesta por el manos libres.
Si... bueno. Tenemos reglas muy estrictas sobre no desvelar nada del paciente.
Pero te estoy preguntando por la técnica, no por Miguel.
Sí, eh... —Luis mueve los labios y Miguel interpreta este lenguaje sordo como “¿Qué le digo?”. Miguel levanta los hombros—. Sí, se trata de que cada vez que el paciente sienta esos impulsos irrefrenables al ver algún objeto de deseo... eh... mire... mire a su alrededor, sí. Y busque a algún hombre.
Entiendo, ¿para pedirle ayuda?
No. O sí, es buena respuesta —Miguel se arrepiente de haber negado primero—. De lo que se trata realmente es de que busque a ese hombre y sólo lo mire, sólo mirarlo, ¿sí? Entonces... tiene que... imaginar que ese hombre se ha pasado el objeto por los genitales —Miguel rompe en una carcajada sorda. A Luis le toma unos segundos comprender lo que acaba de decir—. La mayoría de los pacientes ha evolucionado muy positivamente con esta técnica.
¿No es un poco rara, doctor?
Verá señorita, todo está en la mente. Verá que su novio se curará en unos tres o cuatro días. Tenga mi palabra de psicólogo colegiado desde hace 30 años.
Pues muchas gracias, doctor.
De nada, señorita —Luis cuelga el teléfono y se pasa las manos por la frente resoplando al mismo tiempo—. No me creo lo que acabo de hacer.
Muchas gracias, Luis. Muchas gracias —Miguel se le abalanza con los brazos abiertos. Luis lo esquiva.
Ahora no, eh. Tengo muchísima calor.

* * *

¡Qué alegría me da que por fin conozcas a mis padres! —Rosa pulsa el botón del ascensor —. No te pongas nervioso, ¿eh? Mis padres son muy majos.
No lo dudo —Miguel abre la puerta del ascensory deja que entre Rosa primero para pulsar el número de piso. Cuando entra Rosa se le abalanza. Le da el beso de la felicidad. Parece controlar mejor el humor, aunque rara vez suele ser así de cariñosa. Miguel deduce que puede ser por el encuentro con sus padres, o más bien con su hermana. Le gusta fingir delante de ella que todo lo que la rodea es perfecto—. En realidad no estoy nervioso —salen por la puerta del ascensor.
Rosa se quita el aro de las llaves del pulgar y busca la llave de su puerta. No oye nada. El portátil está apagado, el televisor tiene la pantalla negra, la radio desconectada. “Todo el día con los aparatos encendidos. Claro, como vosotras no pagáis la luz”. Nadie habla, nadie está sentado, ni de pie. Rosa encuentra una nota sobre la mesita de la salita. Reconoce la letra de su hermana: “Hemos ido al Ikea. No tardaremos en llegar. No te preocupes, la cena para tu novio está controlada.”
Estupendo, así aprovecho para ducharme —pone su mano sobre la cara de Miguel y le da un pequeño beso—. Siéntate. Te enciendo la tele para que te entretengas.
Pero, ¿qué pasa?
Mi familia llegará más tarde —le da el mando—. No tardo.
Miguel echa un vistazo a la salita. Todavía lleva la mochila colgada, así que la suelta en el suelo. No le presta mucha atención a los cuadros de la pared. El mueble del televisor está lleno de marcos y al final de cada fila de marcos una figurita. Sólo en los estantes de arriba hay algunos libros y enciclopedias incompletas. Miguel cambia el canal. Anuncios. Vuelve a cambiar. Anuncios. Cambia de nuevo. Los créditos de una película. Busca el botón de apagado pero no hace nada. Sólo deja el dedo sobre el botón. Con más atención mira las tres figuritas. Una de ellas le llama especialmente la atención. Deja el mando sobre la mesilla y mira la figura con más detenimiento. Es una figura Lladró de un perro tocando una guitarra eléctrica. Miguel aprieta las manos estrujando las rodillas. Mira su mochila y vuelve a mirar la figura de porcelana. Menea las piernas inquieto. La ansiedad le hace incorporarse, pero vuelve a sentarse. Coge la mochila. No puede apartar la mirada de la figura. Excitado, aprieta la mochila contra el pecho.

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