miércoles, 6 de junio de 2012

-Relato 4 de Inés María Olalla Villar






Amor




Lo conoció en un momento delicado, cuando no se encontraba bien, después de los problemas en el trabajo, de toda la ansiedad, justo en el punto en que trataba de hilvanar de nuevo su vida. Sin embargo, se lo había contado a su psicólogo: “cuando estoy con Enrique noto un olor familiar, es como si me sintiera en mi hogar, mi hogar de verdad. No sé explicarlo”. Estaba sentada allí, arrebujada, cohibida como siempre que iba a la consulta, sintiéndose vagamente culpable de algo, reducida en su autoestima como una ridícula cabeza de jíbaro. El psicólogo, que tenía uñas largas para tocar la guitarra, que no había leído un libro en su vida y se mostraba orgulloso de ello, que la miraba siempre con una mezcla de curiosidad, deseo y pena, le había respondido: “ten cuidado, no vayas a dejar escapar a tu príncipe azul. Al principio no se puede estar seguro, hay que arriesgarse”. Por muy ridículas que fuesen sus palabras, habían hecho mella en ella, como si un súbito y ensordecedor relámpago hubiese caído sobre su enclenque persona, iluminando repentinamente su esqueleto completo. Un verdadero latigazo. “Por qué no”, pensó. Y su vida se encendió.



***


—¿Crees en Dios? —Había sido la primera pregunta incómoda de Enrique. Estaban en un café lleno de sacos de grano falsos, imitando una antigua fábrica colonial africana, pero claramente perteneciente a una larga cadena de establecimientos exóticos producidos en serie.

Ella pensó: “no, Dios mío; Dios mío, no, con lo bien que íbamos”. Imaginó la cara de su padre si ella aparecía por casa con un novio religioso, católico. La débil decepción en su rostro. Pero lo estaba pasando tan bien. Ella, que siempre se sentía a kilómetros de distancia de todo, como una impostora, que tenía que tocar las cosas para atraerse a sí misma a lo real: “siente algo, esta es la vida de verdad, por qué no puedes estar simplemente aquí”, diciéndose eso una y otra vez frente al espejo. Hoy, sin embargo, notaba hasta la futura suavidad del chaleco de él, que le colgaba alrededor como una tienda de campaña mal montada, claramente elegido por su madre, mal dispuesto sobre su enorme cuerpo mientras estaba hablando, nervioso, reservado como ella, con unos enormes ojos de ciervo, leales, profundos, que la traían al mundo, que la clavaban sobre la silla y la obligaban a seguir, a responder.

—Bueno, no creo en Dios, no —una leve mirada de disgusto en los ojos de él, ojos delicados ahora tristes, desprevenidos—. Quiero decir, no en el Dios habitual; lo que sé es que no se puede estar seguro de su existencia y, desde luego, menos aún de que haya dejado unas normas tras de sí, una institución, un código que te robe la propia conciencia. Si Dios existe, nunca lo vamos a conocer, solo a sus supuestos representantes, que te acaban diciendo qué ponerte, cómo vivir… Supongo que se puede decir que soy agnóstica —acabó, casi ahogada, mirando en todo momento al mantel absurdo, cuajado de cafeteras y mapas. Siempre acababa mintiendo, nunca decía lo que pensaba, no por miedo a no ser aceptada, sino por no hacer daño a los demás. Cómo iba a romperle el corazón, cómo iba a decirle que no creía en absoluto en la existencia de Dios porque si existía ella prefería no tener trato alguno con él. Tenía que ser un hijo de la gran puta, Dios. Un cerdo enorme deseoso de oír declaraciones constantes de amor, súplicas desesperadas. Y si existía Dios, no podía existir la libertad, y eso sí que no, esa era su auténtica debilidad, su verdadera pasión, el motorcito que a ella siempre le había hecho continuar viviendo, porque permitía la existencia del azar, de un mañana sin destino prefijado.

A él, sin embargo, le bastó esa duda, esa vacilación. El afecto volvió a expandirse en sus ojos, le agarró la mano suavemente, se volvió a inclinar sobre ella y a referirle anécdotas pasadas, divertidas, con las que rieron el resto de la noche. Las horas sufrían extrañas transformaciones cuando estaba con él, transcurrían lentas y dilatadas como las tardes de verano, pero enseguida estaban viendo amanecer y no habían parado, ni siquiera se habían detenido a cenar, habían recorrido media ciudad simplemente hablando. ¡Hasta doce horas! ¡Sin darse cuenta! Y ella había podido apoyar la cabeza, pequeña como era, en el enorme brazo de él, sin sentirse violenta por el contacto, sin que eso activara cien alarmas distintas en su cuerpo, como le había ocurrido desde pequeña con todas sus relaciones, que vivía como una invasión del espacio exterior, una verdadera Guerra de los Mundos.

Pero no había nada apocalíptico en su ternura, hasta parecía capaz de un amor inocente y desinteresado. Aunque, ¿qué sabía ella acerca del amor? La respuesta vino pronto, vibrante: que era peligroso. Peligroso. No había que bajar la guardia nunca. Recordó a su padre, henchido de amor, convulso de amor. Exaltado, con ojos elevados y ausentes, hablando de la justicia, de la moral, de la bondad intrínseca de los seres humanos, cuando ella tenía cuatro años y se la llevaba de paseo por las calles del pueblo, para hablarle de la necesidad de libertad, del vasto mundo, de los seres malvados que únicamente proyectaban la ausencia de afecto recibido, de la necesidad de una revolución humanista, que llevara a los hombres a la paz verdadera. Ella recibía, agarrada a su mano, las palabras como agua, como si toda su alma fuera un campo verde que se meciera ondulado gracias a él, creciendo en silencio, expectante ante la próxima semilla recién nacida, que ella haría madurar algún día. Todo lo que ella era ahora lo debía a aquellas charlas. Cómo lo admiraba, cómo ansiaba tener la misma sabiduría, hacer que se sintiera orgulloso, a pesar de que fuera difícil agradarle, situarse a la altura de sus ideales. Cuando, de vuelta en casa, el amor crecía hasta volverse brutal, y aplastaba a la figura del mentor, lo volvía oscuro, epiléptico casi, y el padre tenía que descargar la temible corriente interior golpeándose contra las paredes, llamando puta a la madre, que intentaba apaciguarlo y protegerse a la vez, cuando esto ocurría y se producía el momento de la transformación, ella corría a esconderse o se quedaba rígida, mirando a un punto fijo, la esquina superior de la pared, rezando tal vez, hierática, viajando.  Imaginaba que uno podía ser dos, que su padre era dos personas a un tiempo, que debería amar a una y odiar a la otra, si quería vivir de algún modo, de puntillas por toda la casa para no despertar al monstruo de los discursos y la violencia, de la furia desmedida y de los besos y caricias, desmedidos también, de después de la furia.


—Podemos ir al cine si quieres, o a un bar tranquilo donde puedas ver una sorpresa que te he traído. —Enrique sonreía mientras decía esto, con una timidez hermosísima, seductor sin saberlo, extrayéndola de golpe de su viaje en el tiempo, instalada de nuevo en su cuerpo ya crecido, de mujer. La tensión de sus músculos se disipaba, la esperanza se hinchaba de nuevo, tibia, frágil como una pompa de jabón.


Sentados a la mesa, empezaron a leer el pequeño relato que él le había llevado, y que contaba la historia del calamar y el cerdito de plástico que él solía portar en el bolsillo izquierdo del chaquetón y que había rescatado, hacía años, de entre otros restos esparcidos junto a un contenedor de basura. Los dos muñecos estaban mutilados y habían acabado por aburrir a sus dueños, probablemente más interesados en las playstations. Por aquel entonces, la moda retro aún no hacía furor. Nadie había dicho que el pasado fuera digno de coleccionismo, la nostalgia aún no había sido bendecida por los gurús de la moda. Él susurraba, sin embargo, algo ruborizado, la dulce historia, como avergonzado de sus palabras: “lo escribí deprisa y mal, es una tontería sin pies ni cabeza, sigue leyendo tú, mejor, pero son mis pinitos como escritor aficionado; vamos, que yo no escribo tanto como tú, tú serás escritora algún día, lo mío es solo un juego para pasar el rato”.

Ella se bebía las líneas, pero no del tirón. No. Como quien se sorprende del sabor afrutado de un jarabe para la tos que resulta finalmente mejor que una copa de vino de marca. Asentía atónita, casi imperceptiblemente, mientras se recolocaba una y otra vez en la ancha silla, como buscando una sujeción mayor para no dejarse ir, para evitar la deliciosa levitación. La pequeña narración destilaba toneladas de humor y soledad, los dos juguetes rotos y absurdos se daban calor el uno al otro, sus muñones encajaban como piezas de dos puzles distintos que, de pronto, medio funcionaran al unirse, desvelando un extraño, pero hermoso, paisaje combinado, un tanto extraterrestre.

—Me encanta. Es precioso. Me pone los pelos de punta. —Sus propias palabras la traicionaban, deshacían el muro de contención, levantado año a año, la fortaleza de su prudencia—. Te traeré también algunas historias mías, pero tienes que leerlas cuando yo no esté delante.


***


Cuando hicieron el amor por primera vez, ella únicamente se puso rígida al principio. Tuvo que ir al baño para tomar aire y pensar, para recuperar mínimamente el control de la situación. La asustaba que llegara la conocida repulsa, la necesidad de parar, el pavor de la posibilidad de un futuro con hijos y televisión. Pero volvió a la cama, donde él la esperaba temiendo a su vez haberse precipitado, intranquilo y dispuesto a esperar, si ella lo necesitaba.

—Solo déjame tenderme un rato, estoy un poco nerviosa. Soy complicada, no te convengo, ya te lo dije al principio. —Estaba de espaldas a él, miraba a la pared sin verla, buscando en ella un horizonte inexistente, mal ovillada sobre la colcha. Recordó  su decisión de permanecer libre de ataduras, sin el peso asfixiante del amor, sin el artificio imposible de la monogamia. “Es guapo, pues me acuesto con él. A la mañana siguiente, vuelvo a una casa que será solo mía, con toda la vida por delante, que no estará prefijada, que será siempre diferente. No quiero acabar en una jaula, con todos los sueños sin cumplir, no he andado un camino tan largo para esto”. Diciéndoselo a sí misma en las discotecas, hace años, cuando notaba la atracción y se presentía más inclinada al prohibido romance que a la consentida unión fugaz. Suspiró, se le aceleró la respiración, contuvo el breve impulso de escabullirse de nuevo hacia el baño, pero él le acarició el pelo y volvió a sentir aquel olor familiar e imprevisto. Se volvió lentamente  hacia él y lo abrazó.


Al día siguiente estaban radiantes de alegría. Habían desayunado juntos, sin dejar de mirarse, como dos bobos en una mala adaptación de Jane Austen, una especie de Clueless para niñas de instituto. Hablaron sobre la belleza, sobre  el azar y la duración. Ella sacó los temas, su catálogo de obsesiones particulares. Había decidido que le haría saber sus discrepancias si fuera necesario. Era importante que los cismas se produjeran cuanto antes, que quedaran claros. Él confesó lo difícil que le resultaba disfrutar del momento presente. A veces no vivía realmente un viaje hasta que no tenía las fotografías delante, por ejemplo. Ella dijo, en cambio, que entendía solo el instante mismo, pero no sabía prolongarlo, hacer que se sostuviera, que arraigara. Entre un segundo y otro —estaba segura— se abría el vacío, la nada en estado puro. Sufría auténtico vértigo cuando se trataba este tema, cuando imaginaba el salto, la pirueta en el abismo. Él no creía en el azar, ella no concebía otra forma de esperanza. Siguieron disintiendo, parpadeantes, sin comprenderse, completamente felices.


—He conocido a alguien —comentó a sus amigas— que me gusta bastante. Por el momento, de todas formas, solo quiero pasar tiempo con él. Si se tiene que acabar, por lo menos lo habré disfrutado. —Había desviado la mirada al comentarlo de pasada, tan rápidamente que tuvieron que pedirle que lo repitiera. Se había vestido con su conjunto más rompedor, incluso su amiga se había sorprendido al verla. “No sé como hay quien se sigue casando hoy en día, o quien compra una casa. ¿No es terrible, pensar que vas a envejecer y morir allí, en el mismo sitio, con esa misma persona, cuarenta largos años después, probablemente? ¿Quién puede vivir así?”. Había sido completamente sincera entonces, ¿y ahora?—. Tampoco es que vaya a ser definitivo, claro…

—Desde luego, no puedes decir que estéis hechos el uno para el otro. —La amiga estaba realmente escandalizada—. Nunca pensé que acabarías con alguien así, la vida da tantas vueltas… No digas “de esta agua no beberé”…


***


En la boda, todo el mundo comentó que parecía una muñeca de cera. Así de pálida  y paralizada estaba, embutida dentro del vestido de princesa infantil, lleno de lazos y festones. Por dentro, había temblado todo el tiempo, se había preguntado una y otra vez qué pensarían los demás, como repasarían sus antiguas palabras con malicia. Una vez, en una estúpida sesión tipo “conoce a tu vecino”, antes de una conferencia, cuando era casi una adolescente, le habían pedido que imaginara una situación de máxima felicidad. Después, le preguntaron qué color y qué olor predominaban en la escena. Entonces ella no pudo reprimir su espíritu fantasioso y dijo “color azul” y “olor a lluvia y a tinta húmeda”. Pero tuvo que improvisar. Realmente, había pensado en una escena roja y verde, en la que ella y su amante acababan de leer juntos, en voz alta, un pasaje, y se disponían luego a hacer el amor. Entonces desechó la idea y se visualizó en un pequeño apartamento de una gran ciudad, sola, terminando de redactar una novela todavía fresca, junto a una ventana azotada por un temporal exterior, ajeno a la seguridad de su habitación. Se había sentido mucho mejor.

Pero ahora tenía que desfilar, caminar hacia él entre parientes y amigos, dentro de una iglesia. Tenía que desdecirse delante de todos. ¿Había que entregarse de esa forma en nombre del amor? “Me marcho a casa de mi hermana”, había dicho la madre, abotonándose el abrigo verde oscuro, con enormes botones setenteros. Ella se había despertado en medio de la noche, se había calzado en la oscuridad, tiritando de urgencia. Los merceditas de charol, un último resto de inocencia. Había corrido hacia el dormitorio principal como una flecha, a pesar del terror. Se había agarrado del brazo de la madre y del brazo del padre, intentando que hicieran las paces, rogándole a ella que no se fuera. Desde entonces, se había arrepentido tan profundamente de aquella actitud, le había aconsejado tantas veces a su madre que pidiera el divorcio, se había castigado tanto por haber intervenido… Después, habían venido las interminables sesiones con su progenitora, los reproches hacia el padre, la amargura descargada sobre ella. Intentaba esquivarlas evitando estar a solas con la madre por todos los medios, pero casi siempre sin éxito. Era imposible hablar de otro tema. “¿A quién se lo voy a contar si no, hija?” Hasta que se cansó de escuchar, y tuvo que despegar su afecto de la imagen materna como si fuera un resto de grasa pegado a una cacerola, mohoso, orgánico. Así de peligrosa era la trampa.


***


La primera noche en su recién adquirida vivienda, miró al techo anonadada. Era su techo. Seguiría siendo su techo… ¿hasta cuándo? ¿Pasarían allí cada invierno, tendrían allí la pelea final, o morirían incluso sobre la misma cama? Los grandes brazos de Enrique surgieron de la noche, rodeándola. Pudo notar el miedo también en sus ojos, brillando en la oscuridad, la vaga pregunta flotando allí, entre ellos.

—¿Estás contenta? ¿Te alegras de estar aquí conmigo? —musitó Enrique, con su cuerpo inconmensurable ligeramente en tensión, con aquel efecto de encoger la voz para superar la diferencia de tamaño entre ellos, como si se pusiera de rodillas para poder besarla.

—Nunca en mi vida he sido tan feliz —dijo Raquel. Y sintió, con una certeza ciega, ebria, superior al terror, que no mentía.



FIN

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