Amor
Lo conoció en un momento delicado, cuando
no se encontraba bien, después de los problemas en el trabajo, de toda la
ansiedad, justo en el punto en que trataba de hilvanar de nuevo su vida. Sin
embargo, se lo había contado a su psicólogo: “cuando estoy con Enrique noto un
olor familiar, es como si me sintiera en mi
hogar, mi hogar de verdad. No sé
explicarlo”. Estaba sentada allí, arrebujada, cohibida como siempre que iba a
la consulta, sintiéndose vagamente culpable de algo, reducida en su autoestima
como una ridícula cabeza de jíbaro. El psicólogo, que tenía uñas largas para
tocar la guitarra, que no había leído un libro en su vida y se mostraba
orgulloso de ello, que la miraba siempre con una mezcla de curiosidad, deseo y
pena, le había respondido: “ten cuidado, no vayas a dejar escapar a tu príncipe
azul. Al principio no se puede estar seguro, hay que arriesgarse”. Por muy
ridículas que fuesen sus palabras, habían hecho mella en ella, como si un
súbito y ensordecedor relámpago hubiese caído sobre su enclenque persona,
iluminando repentinamente su esqueleto completo. Un verdadero latigazo. “Por
qué no”, pensó. Y su vida se encendió.
***
—¿Crees en Dios? —Había sido la primera pregunta incómoda
de Enrique. Estaban en un café lleno de sacos de grano falsos, imitando una antigua
fábrica colonial africana, pero claramente perteneciente a una larga cadena de
establecimientos exóticos producidos
en serie.
Ella pensó: “no, Dios mío; Dios mío, no, con lo bien que
íbamos”. Imaginó la cara de su padre si ella aparecía por casa con un novio
religioso, católico. La débil decepción en su rostro. Pero lo estaba pasando
tan bien. Ella, que siempre se sentía a kilómetros de distancia de todo, como
una impostora, que tenía que tocar las cosas para atraerse a sí misma a lo
real: “siente algo, esta es la vida de verdad, por qué no puedes estar
simplemente aquí”, diciéndose eso una y otra vez frente al espejo. Hoy, sin
embargo, notaba hasta la futura suavidad del chaleco de él, que le colgaba alrededor
como una tienda de campaña mal montada, claramente elegido por su madre, mal dispuesto
sobre su enorme cuerpo mientras estaba hablando, nervioso, reservado como ella,
con unos enormes ojos de ciervo, leales, profundos, que la traían al mundo, que
la clavaban sobre la silla y la obligaban a seguir, a responder.
—Bueno, no creo en Dios, no —una leve mirada de disgusto en
los ojos de él, ojos delicados ahora tristes, desprevenidos—. Quiero decir, no
en el Dios habitual; lo que sé es que no se puede estar seguro de su existencia
y, desde luego, menos aún de que haya dejado unas normas tras de sí, una
institución, un código que te robe la propia conciencia. Si Dios existe, nunca
lo vamos a conocer, solo a sus supuestos representantes, que te acaban diciendo
qué ponerte, cómo vivir… Supongo que se puede decir que soy agnóstica —acabó,
casi ahogada, mirando en todo momento al mantel absurdo, cuajado de cafeteras y
mapas. Siempre acababa mintiendo, nunca decía lo que pensaba, no por miedo a no
ser aceptada, sino por no hacer daño a los demás. Cómo iba a romperle el
corazón, cómo iba a decirle que no creía en absoluto en la existencia de Dios
porque si existía ella prefería no tener trato alguno con él. Tenía que ser un
hijo de la gran puta, Dios. Un cerdo enorme deseoso de oír declaraciones
constantes de amor, súplicas desesperadas. Y si existía Dios, no podía existir
la libertad, y eso sí que no, esa era su auténtica debilidad, su verdadera
pasión, el motorcito que a ella siempre le había hecho continuar viviendo,
porque permitía la existencia del azar, de un mañana sin destino prefijado.
A él, sin embargo, le bastó esa duda, esa vacilación. El
afecto volvió a expandirse en sus ojos, le agarró la mano suavemente, se volvió
a inclinar sobre ella y a referirle anécdotas pasadas, divertidas, con las que
rieron el resto de la noche. Las horas sufrían extrañas transformaciones cuando
estaba con él, transcurrían lentas y dilatadas como las tardes de verano, pero
enseguida estaban viendo amanecer y no habían parado, ni siquiera se habían
detenido a cenar, habían recorrido media ciudad simplemente hablando. ¡Hasta
doce horas! ¡Sin darse cuenta! Y ella había podido apoyar la cabeza, pequeña
como era, en el enorme brazo de él, sin sentirse violenta por el contacto, sin
que eso activara cien alarmas distintas en su cuerpo, como le había ocurrido
desde pequeña con todas sus relaciones, que vivía como una invasión del espacio
exterior, una verdadera Guerra de los Mundos.
Pero no había nada apocalíptico en su ternura, hasta
parecía capaz de un amor inocente y desinteresado. Aunque, ¿qué sabía ella
acerca del amor? La respuesta vino pronto, vibrante: que era peligroso.
Peligroso. No había que bajar la guardia nunca. Recordó a su padre, henchido de
amor, convulso de amor. Exaltado, con ojos elevados y ausentes, hablando de la
justicia, de la moral, de la bondad intrínseca de los seres humanos, cuando
ella tenía cuatro años y se la llevaba de paseo por las calles del pueblo, para
hablarle de la necesidad de libertad, del vasto mundo, de los seres malvados
que únicamente proyectaban la ausencia de afecto recibido, de la necesidad de
una revolución humanista, que llevara a los hombres a la paz verdadera. Ella
recibía, agarrada a su mano, las palabras como agua, como si toda su alma fuera
un campo verde que se meciera ondulado gracias a él, creciendo en silencio,
expectante ante la próxima semilla recién nacida, que ella haría madurar algún
día. Todo lo que ella era ahora lo debía a aquellas charlas. Cómo lo admiraba,
cómo ansiaba tener la misma sabiduría, hacer que se sintiera orgulloso, a pesar
de que fuera difícil agradarle, situarse a la altura de sus ideales. Cuando, de
vuelta en casa, el amor crecía hasta volverse brutal, y aplastaba a la figura
del mentor, lo volvía oscuro, epiléptico casi, y el padre tenía que descargar
la temible corriente interior golpeándose contra las paredes, llamando puta a la madre, que intentaba
apaciguarlo y protegerse a la vez, cuando esto ocurría y se producía el momento
de la transformación, ella corría a esconderse o se quedaba rígida, mirando a
un punto fijo, la esquina superior de la pared, rezando tal vez, hierática,
viajando. Imaginaba que uno podía ser
dos, que su padre era dos personas a un tiempo, que debería amar a una y odiar
a la otra, si quería vivir de algún modo, de puntillas por toda la casa para no
despertar al monstruo de los discursos y la violencia, de la furia desmedida y
de los besos y caricias, desmedidos también, de después de la furia.
—Podemos ir al cine si quieres, o a un bar tranquilo donde
puedas ver una sorpresa que te he traído. —Enrique sonreía mientras decía esto,
con una timidez hermosísima, seductor sin saberlo, extrayéndola de golpe de su
viaje en el tiempo, instalada de nuevo en su cuerpo ya crecido, de mujer. La
tensión de sus músculos se disipaba, la esperanza se hinchaba de nuevo, tibia,
frágil como una pompa de jabón.
Sentados a la mesa, empezaron a leer el pequeño relato que
él le había llevado, y que contaba la historia del calamar y el cerdito de
plástico que él solía portar en el bolsillo izquierdo del chaquetón y que había
rescatado, hacía años, de entre otros restos esparcidos junto a un contenedor
de basura. Los dos muñecos estaban mutilados y habían acabado por aburrir a sus
dueños, probablemente más interesados en las playstations. Por aquel entonces, la moda retro aún no hacía furor. Nadie había dicho que el pasado fuera
digno de coleccionismo, la nostalgia aún no había sido bendecida por los gurús
de la moda. Él susurraba, sin embargo, algo ruborizado, la dulce historia, como
avergonzado de sus palabras: “lo escribí deprisa y mal, es una tontería sin
pies ni cabeza, sigue leyendo tú, mejor, pero son mis pinitos como escritor
aficionado; vamos, que yo no escribo tanto como tú, tú serás escritora algún
día, lo mío es solo un juego para pasar el rato”.
Ella se bebía las líneas, pero no del tirón. No. Como quien
se sorprende del sabor afrutado de un jarabe para la tos que resulta finalmente
mejor que una copa de vino de marca. Asentía atónita, casi imperceptiblemente,
mientras se recolocaba una y otra vez en la ancha silla, como buscando una
sujeción mayor para no dejarse ir, para evitar la deliciosa levitación. La
pequeña narración destilaba toneladas de humor y soledad, los dos juguetes
rotos y absurdos se daban calor el uno al otro, sus muñones encajaban como
piezas de dos puzles distintos que, de pronto, medio funcionaran al unirse,
desvelando un extraño, pero hermoso, paisaje combinado, un tanto extraterrestre.
—Me encanta. Es precioso. Me pone los pelos de punta. —Sus
propias palabras la traicionaban, deshacían el muro de contención, levantado
año a año, la fortaleza de su prudencia—. Te traeré también algunas historias
mías, pero tienes que leerlas cuando yo no esté delante.
***
Cuando hicieron el amor por primera vez, ella únicamente se
puso rígida al principio. Tuvo que ir al baño para tomar aire y pensar, para
recuperar mínimamente el control de la situación. La asustaba que llegara la
conocida repulsa, la necesidad de parar, el pavor de la posibilidad de un futuro
con hijos y televisión. Pero volvió a la cama, donde él la esperaba temiendo a
su vez haberse precipitado, intranquilo y dispuesto a esperar, si ella lo
necesitaba.
—Solo déjame tenderme un rato, estoy un poco nerviosa. Soy
complicada, no te convengo, ya te lo dije al principio. —Estaba de espaldas a
él, miraba a la pared sin verla, buscando en ella un horizonte inexistente, mal
ovillada sobre la colcha. Recordó su
decisión de permanecer libre de ataduras, sin el peso asfixiante del amor, sin
el artificio imposible de la monogamia. “Es guapo, pues me acuesto con él. A la
mañana siguiente, vuelvo a una casa que será solo mía, con toda la vida por
delante, que no estará prefijada, que será siempre diferente. No quiero acabar
en una jaula, con todos los sueños sin cumplir, no he andado un camino tan
largo para esto”. Diciéndoselo a sí misma en las discotecas, hace años, cuando
notaba la atracción y se presentía más inclinada al prohibido romance que a la consentida
unión fugaz. Suspiró, se le aceleró la respiración, contuvo el breve impulso de
escabullirse de nuevo hacia el baño, pero él le acarició el pelo y volvió a
sentir aquel olor familiar e imprevisto. Se volvió lentamente hacia él y lo abrazó.
Al día siguiente estaban radiantes de alegría. Habían
desayunado juntos, sin dejar de mirarse, como dos bobos en una mala adaptación
de Jane Austen, una especie de Clueless
para niñas de instituto. Hablaron sobre la belleza, sobre el azar y la duración. Ella sacó los temas,
su catálogo de obsesiones particulares. Había decidido que le haría saber sus
discrepancias si fuera necesario. Era importante que los cismas se produjeran
cuanto antes, que quedaran claros. Él confesó lo difícil que le resultaba
disfrutar del momento presente. A veces no vivía realmente un viaje hasta que
no tenía las fotografías delante, por ejemplo. Ella dijo, en cambio, que
entendía solo el instante mismo, pero no sabía prolongarlo, hacer que se
sostuviera, que arraigara. Entre un segundo y otro —estaba segura— se abría el
vacío, la nada en estado puro. Sufría auténtico vértigo cuando se trataba este
tema, cuando imaginaba el salto, la pirueta en el abismo. Él no creía en el
azar, ella no concebía otra forma de esperanza. Siguieron disintiendo,
parpadeantes, sin comprenderse, completamente felices.
—He conocido a alguien —comentó a sus amigas— que me gusta
bastante. Por el momento, de todas formas, solo quiero pasar tiempo con él. Si
se tiene que acabar, por lo menos lo habré disfrutado. —Había desviado la
mirada al comentarlo de pasada, tan rápidamente que tuvieron que pedirle que lo
repitiera. Se había vestido con su conjunto más rompedor, incluso su amiga se
había sorprendido al verla. “No sé como hay quien se sigue casando hoy en día,
o quien compra una casa. ¿No es terrible, pensar que vas a envejecer y morir
allí, en el mismo sitio, con esa misma persona, cuarenta largos años después,
probablemente? ¿Quién puede vivir así?”. Había sido completamente sincera
entonces, ¿y ahora?—. Tampoco es que vaya a ser definitivo, claro…
—Desde luego, no puedes decir que estéis hechos el uno para
el otro. —La amiga estaba realmente escandalizada—. Nunca pensé que acabarías
con alguien así, la vida da tantas vueltas… No digas “de esta agua no beberé”…
***
En la boda, todo el mundo comentó que parecía una muñeca de
cera. Así de pálida y paralizada estaba,
embutida dentro del vestido de princesa infantil, lleno de lazos y festones.
Por dentro, había temblado todo el tiempo, se había preguntado una y otra vez
qué pensarían los demás, como repasarían sus antiguas palabras con malicia. Una
vez, en una estúpida sesión tipo “conoce a tu vecino”, antes de una
conferencia, cuando era casi una adolescente, le habían pedido que imaginara
una situación de máxima felicidad. Después, le preguntaron qué color y qué olor
predominaban en la escena. Entonces ella no pudo reprimir su espíritu
fantasioso y dijo “color azul” y “olor a lluvia y a tinta húmeda”. Pero tuvo
que improvisar. Realmente, había pensado en una escena roja y verde, en la que
ella y su amante acababan de leer juntos, en voz alta, un pasaje, y se
disponían luego a hacer el amor. Entonces desechó la idea y se visualizó en un
pequeño apartamento de una gran ciudad, sola, terminando de redactar una novela
todavía fresca, junto a una ventana azotada por un temporal exterior, ajeno a
la seguridad de su habitación. Se había sentido mucho mejor.
Pero ahora tenía que desfilar, caminar hacia él entre
parientes y amigos, dentro de una iglesia. Tenía que desdecirse delante de
todos. ¿Había que entregarse de esa forma en nombre del amor? “Me marcho a casa
de mi hermana”, había dicho la madre, abotonándose el abrigo verde oscuro, con
enormes botones setenteros. Ella se había despertado en medio de la noche, se
había calzado en la oscuridad, tiritando de urgencia. Los merceditas de charol, un último resto de inocencia. Había corrido
hacia el dormitorio principal como una flecha, a pesar del terror. Se había
agarrado del brazo de la madre y del brazo del padre, intentando que hicieran
las paces, rogándole a ella que no se fuera. Desde entonces, se había
arrepentido tan profundamente de aquella actitud, le había aconsejado tantas
veces a su madre que pidiera el divorcio, se había castigado tanto por haber
intervenido… Después, habían venido las interminables sesiones con su
progenitora, los reproches hacia el padre, la amargura descargada sobre ella.
Intentaba esquivarlas evitando estar a solas con la madre por todos los medios,
pero casi siempre sin éxito. Era imposible hablar de otro tema. “¿A quién se lo
voy a contar si no, hija?” Hasta que se cansó de escuchar, y tuvo que despegar
su afecto de la imagen materna como si fuera un resto de grasa pegado a una
cacerola, mohoso, orgánico. Así de peligrosa era la trampa.
***
La primera noche en su recién adquirida vivienda, miró al
techo anonadada. Era su techo.
Seguiría siendo su techo… ¿hasta cuándo? ¿Pasarían allí cada invierno, tendrían
allí la pelea final, o morirían incluso sobre la misma cama? Los grandes brazos
de Enrique surgieron de la noche, rodeándola. Pudo notar el miedo también en
sus ojos, brillando en la oscuridad, la vaga pregunta flotando allí, entre
ellos.
—¿Estás contenta? ¿Te alegras de estar aquí conmigo?
—musitó Enrique, con su cuerpo inconmensurable ligeramente en tensión, con
aquel efecto de encoger la voz para superar la diferencia de tamaño entre
ellos, como si se pusiera de rodillas para poder besarla.
—Nunca en mi vida he sido tan feliz —dijo Raquel. Y sintió,
con una certeza ciega, ebria, superior al terror, que no mentía.
FIN
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