El souvenir
Tiene que
luchar enconadamente para conseguir el permiso que le permitirá ausentarse de
su trabajo y vivir unos meses alejada de todo, en Londres, por motivos de
formación. Los problemas burocráticos que esta ausencia plantea (a pesar de que,
durante la estancia, no percibirá sueldo alguno) parecen no tener fin. A cada
solicitud presentada le sucede una infinidad de nuevas exigencias de
rectificación, y el veredicto final, ya levemente insinuado en cada ventanilla,
es siempre negativo. Pero ella no ceja en su empeño, que ha ido mutando con
cada nueva instancia y reclamación presentada: del interés a la obstinación a
la rebeldía a la desesperación. En esta zona se mueve ahora como un pez que
nadara en aceite, asfixiado, ciego, lento, pero persistentemente vertical, sin
otra meta más que el oxígeno.
—Comprenda que
no se pueden conceder excedencias así como así, sobre todo si son por varios
meses. Cada uno tiene que estar en su puesto, especialmente en una situación
como esta, de crisis económica. Nos afecta a todos y no es el momento de
abandonar a sus compañeros y alumnos. Si fuera por menos tiempo, o si
acreditara usted que esa formación que va a recibir es perentoria, pe-ren-to-ria, ¿comprende?, para su centro, para su comunidad educativa, no para usted sola; ahí está el matiz, tal
vez así… Y, desde luego, necesitamos un informe favorable de la Dirección de su
centro; si no, no hay nada que hacer…
La primera
condición es fácil de cumplir. Dolorosa pero resueltamente reduce sus
aspiraciones: no pide tres meses, sino uno solo, para unirlo a sus vacaciones
de verano y estar, al menos, un trimestre fuera. A pesar de las restricciones,
casi saborea ya la promesa de vasta libertad que este periodo supondrá.
Prácticamente una estación completa, con el mar de por medio, con tiempo para
estudiar y leer, para estar sola. Y el territorio ignoto de la posibilidad
abriéndose por fin de nuevo ante ella: la ciudad desconocida, el idioma
extranjero, el apartamento de alquiler, la identidad renovada.
El segundo y
tercer requisito resultan, en cambio, verdaderos escollos. Implican, por un
lado, un imposible, puesto que sus motivaciones son completamente personales, en
nada benefician a su centro de trabajo, un instituto de enseñanza secundaria. Y,
como broche final, debe convencer a su directora (una persona que la odia y le
ha hecho la vida imposible, y a la que ella, a pesar de su habitual parsimonia
y discreción, acabó gritando en su última entrevista) de que dé su aprobación a
la escapada. La perspectiva le produce escalofríos.
Pero desea
tanto marchar, que realiza el esfuerzo ímprobo, se viste con su único traje de
chaqueta pantalón, entra en el despacho y obliga a su mirada a descender,
concentrándose en resultar la mismísima encarnación de la candidez.
—Sería en el
mes de Junio, para evitar problemas a la hora de sustituirme. Y, si no fuera
posible cubrir mi ausencia, yo dejaría el temario terminado y la evaluación
realizada.
—¿Y cómo
mantendríamos a los niños trabajando, si ya están evaluados para entonces? Ten
en cuenta que quedaría un mes completo de clases, y los profesores de guardia
van a poner el grito en el cielo…
Alicia se
muerde el labio inferior, preocupada.
—También
podría pedir el mes de septiembre. Así, los primeros quince días no serían ni
siquiera lectivos, y yo podría dejar tarea programada, algo fácilmente
realizable sin ayuda —carraspea—, como ejercicios de repaso, que a mi vuelta
corregiría individualmente, para asegurarme de que los hagan y no molesten
durante las guardias.
—¿Y cómo es
que te vas tan lejos? ¿Para descansar? ¿Qué vas a hacer allí tres meses sola,
sin ejercer ni nada? —La directora está realmente asombrada, genuinamente
atónita ante la ocurrencia, incluso un poco tierna, preocupada por ella.
—Bueno, quiero
aprovechar para trabajar intensivamente en mi Trabajo Fin de Máster. Me vendrá
bien no tener distracciones, estar lejos de todo…
—¿Qué es lo
que estás haciendo ahora? ¿Un máster? Que te gusta estar agobiada, hija, no
paras nunca. —La expresión de sus ojos muestra contrariedad, pero a la vez se
estira, divertida—. ¿Y de qué es esta vez?
—Pues, como
siempre, de Literatura… Contemporánea, en este caso —miente Alicia. No quiere
ni pensar en cuál sería la reacción de Mª Jesús, si le dice que está haciendo
un máster de escritura creativa, completamente por gusto.
—Y tan lejos…
—La directora mueve la cabeza en un gesto de pavor dirigido al horizonte, a lo
insospechado.
—Sí, es una
lata… en cierta medida, pero creo que me convendrá cambiar un poco de aires,
aislarme para trabajar… —Alicia está incomodísima. La chaqueta le aprieta un
poco; su color, marrón, la deprime. Desvía ligeramente la mirada hacia el
sempiterno traje pardo de la directora. No ve la hora de salir del despacho,
del instituto, de la ciudad y del país.
—No, si eso es
muy tú, en realidad. Vamos, que te pega y tal, aunque seguro que aquí tampoco te
dejabas distraer, que no hay manera de que vengas a una comida, ni a una copa,
ni a nada. —La directora se siente comprensiva, dispuesta a ayudar—. Yo creo
que viene bien conocerse un poco más, distraerse, salir. Parece una tontería,
pero los lazos se refuerzan y después se trabaja mucho mejor…
—Creo que a la
próxima me apuntaré, sí. Es que la última me pilló justo el día en que mi
hermana volvía de Granada; está estudiando allí y no la vemos apenas. —Alicia
espera que el nuevo embuste no se note mucho. Por supuesto, hace ya dos años
que su hermana terminó la carrera; actualmente trabaja en Sevilla y vive a dos
bloques de distancia respecto a ella—. En cualquier caso, te agradecería tanto
que me facilitaras el informe…
Alicia sale
del despacho triunfante, con su nuevo y flamante documento en la mano. Su mente
ya ha despegado hacia las islas británicas.
La temporada
que sigue es magnífica para Alicia. Recibe como maná la lluvia y el frío
constantes, los precios elevados, la comida difícil de ingerir. Se siente,
sorprendentemente, parte activa de la enorme ciudad, por la que camina
incansable, ávida e ignorada. Lo percibe todo, absorbe cada detalle, disfruta enormemente
los segundos de desubicación al despertar y hasta da las gracias cada nuevo
día, aun sin saber a quién dirigir su reconocimiento. No hace amigos, disfruta
de la soledad, en la que se instala, flexible y relajada, como un recién nacido
con todo por aprender.
Adora
especialmente el momento de vestirse, antes de salir a la calle. Escoge la ropa
casi por oposición, combinando ferozmente los estilos, colores y estampados,
feliz al salir casi disfrazada, con un nuevo y bizarro aspecto cada mañana. Le
encanta esta faceta de Inglaterra, la estudiada frescura en el vestir, el
descaro, la variación infinita.
Regresa
combatiendo duramente la depresión, intentando no echar demasiado de menos su ciudad, con la resignación del emigrante
que sabe que no retornará la patria, al menos hasta la jubilación. Atraviesa
dolorosamente el umbral de su piso y la verja del centro, evitando pensar en el
futuro, en los tres años legalmente establecidos antes de que pueda volver a
solicitar un permiso sin sueldo. Recorre los pasillos desagradablemente familiares
soportando la difícil tarea de entender cada palabra, de mantener
conversaciones, de ser reconocida y acogida por compañeros y alumnos.
Cada elemento
del centro, incluso las personas que lo habitan los días laborables, permanece
exactamente en la misma posición que hace tres meses. Los ojos de Alicia no se
adaptan a la falta de novedad, parece como si sufriera un defecto de visión,
como si su radio de percepción se viese bloqueado, impedido, limitado. El nuevo
horizonte le causa auténtico dolor físico y psíquico, como una especie de
claustrofobia que afectara al pensamiento, a las propias ideas.
Únicamente dos
carteles quedan fuera de la rutina. Alicia se dirige a ellos con avidez. Uno le
informa de una próxima reunión, para comentar una “situación crítica” en uno de
los cursos que tiene a su cargo. Anota la fecha con parsimonia en su agenda, y
pasa al siguiente anuncio. Este le resulta mucho más divertido, desternillante
incluso. Está dirigido a los alumnos, y alerta sobre ciertos códigos de
conducta aplicables al vestuario. Pide decoro en el vestir: para los chicos,
evitar los pantalones cortos o los holgados y caídos que dejen ver la ropa
interior, así como eliminar las camisetas de tirantas, las calzonas y las gorras
en clase; para las chicas, usar ropa que no quede excesivamente ceñida, faldas
no demasiado cortas (hay un requisito preciso de centímetros mínimos exigidos)
y evitar mostrar también la ropa interior (sujetadores y tangas), a través de
transparencias, escotes o pantalones de cintura baja. También se pide a las
féminas mesura al maquillarse. Alicia queda extasiada ante la única novedad en su centro educativo, y
anota febrilmente las nuevas medidas, que le parecen dignas de mención para un
futuro relato.
Después, se
dirige hacia la sala de profesores donde, atónita y aterrada, se convierte
inmediatamente en el centro de atención.
—¡Era tuyo,
finalmente! Llevamos toda la mañana preguntándonos de quién podía ser el bolso.
—Ya os lo dije
yo, que una cosa tan hortera solo podía pertenecer a Alicia; vamos, no me he
expresado bien, quería decir, ¿cómo es? Algo tan excéntrico.
—Desde luego,
lleva tu firma. Pensábamos que ya lo habíamos visto todo, pero eres una caja de
sorpresas. No digas más, te lo has traído de Londres, seguro.
Alicia sonríe,
recordando el momento en que lo eligió, parapetada detrás de la cartera verde
fluorescente. Juguetea también, mentalmente, con la palabra “excéntrico”: la
esfera perfecta, la órbita, y ella deliciosamente fuera, desplazada por el
color.
Pero los
compañeros forman ya literalmente un cerco, una media luna deslumbrada y
crecientemente ofendida, que se cierra más y más en torno a ella.
—Dios mío, con
este bolso no te pierdes, no.
—Espero que,
por lo menos, no te haya costado una fortuna.
—¿Es de piel?
Parece plástico…
—¿Se lo
robaste a un bombero o qué?
—Hombre, este
no lo llevarás cada día, que nos vas a obligar a usar gafas de sol.
—¿En serio
puedes mirarlo sin que te duelan los ojos? Eso sí, será lo último, claro.
—Lo mismo
ahora decimos que si tal o cual, y luego vas más moderna que nadie…
Las comisuras
de la boca de Alicia empiezan también a describir, a su manera, el círculo
perfecto. De la estupefacción, esta vez. La vida siempre la coge desprevenida,
piensa. Supera cualquier ficción. ¿Acaso su percepción del color es realmente
diferente a la de los demás? Ella simplemente ve un bolso verde claro. Los compañeros,
en cambio, perciben poco menos que un Satán sintético colgado de su hombro, se
dice mentalmente.
Al día
siguiente, Alicia acude a la reunión de equipo educativo que anunciaba el
cartel. Todos los profesores del curso en cuestión están allí, además de las
dos orientadoras del centro, el educador social, el encargado de las clases de
apoyo y la jefa de estudios. Alicia recuerda que en esa clase hubo, el año
anterior, un caso de acoso escolar bastante preocupante, que tal vez explique
la urgencia de la junta.
—¿Qué ha
ocurrido? Sabéis que yo he estado un tiempo fuera… ¿tiene que ver con Clara, la
chica del año pasado, la de los problemas de acoso?
—Bueno, acoso…
no se le puede llamar tampoco acoso a la tontería del año pasado, hoy en día lo
del bulling está tan de moda que
cualquier cosa es una agresión, vamos —habla la jefa de estudios, contrariada por
la situación.
—Pero creo
recordar que a esta chica no la dejaban en paz, y que llegaron a bajarle los
pantalones en público o algo así, ¿no? —Alicia se remueve en su silla,
incómoda.
—Cosas de
niños, vamos. Yo creo que era una forma de integrarla en sus juegos, que mira
que hicimos de todo para que aprendiera a relacionarse con su grupo: la jornada
de convivencia, los cambios rotatorios de compañero de mesa en las clases, los
murales, los juegos… Hasta intentamos apuntarla en el equipo de voleibol, por
las tardes, pero es que no hay manera con esa niña. —Las orientadoras
aprovechan para recitar todos los eventos del año, y la dificultad de su labor.
—La chica
tiene problemas evidentes, si no intervenimos no va a poder escapar nunca de su
timidez enfermiza. Yo creo que deberíamos organizar una mediación, tal vez los
voluntarios del centro puedan ganarse su confianza, hacer que vea lo que se
está perdiendo, las posibilidades de amistad que deja escapar. —El educador
social parece súbitamente iluminado, se echa inconscientemente hacia delante,
enormemente interesado en su propia propuesta—. Así serían los propios
compañeros los que intervendrían, no nosotros, nosotros permaneceríamos al
margen.
Alrededor de
Alicia, todas las cabezas asienten, especialmente las de las orientadoras, que
se muestran satisfechas.
—A nosotras
nos parece una excelente idea. Pero, desde nuestro punto de vista, todos
debemos implicarnos, aunque sea en la sombra. Los profesores podéis sacar más a
la chica a la pizarra, reforzar su autoestima haciendo que participe, seguir
organizando trabajos en grupo y juegos por equipo, tal vez en las horas de
tutoría. Sería conveniente, también, separarla de la amiga esta con la que está
siempre, las dos aisladas del resto.
—Es que se
mantienen alejadas de todo, hasta se han puesto mechas de colores en el pelo
para diferenciarse de los demás, como si formaran su propia tribu. No es de
extrañar que los demás niños las rechacen —apunta el profesor de matemáticas.
—En eso
nosotros podemos ayudar —la jefa de estudios se muestra dispuesta y decidida— de
una manera muy simple: cambiando a la amiga de grupo. Todavía es posible a
estas alturas de curso. Le vendrá muy bien hacer nuevos amigos. Y
deberíamos convencer a los padres de
Clara de que la apunten a cualquier actividad extraescolar por las tardes,
preferiblemente física y, desde luego, que implique relaciones sociales y
trabajos colectivos. Siempre con su grupo, claro. Es muy importante que cada
clase desarrolle su propia entidad.
—No se
relaciona mucho, es verdad, Clara está siempre leyendo o dibujando, desde
luego, aunque en clase no molesta para nada, y es una buena estudiante,
demasiado absorta, quizá. —La profesora de dibujo aún duda, siente simpatía por
la muchacha—. La verdad, yo la veo contenta tal como está, y no hace daño a
nadie. La chica es tímida, simplemente.
Alicia
aprovecha para crear un pequeño frente común con su colega, pero la decisión
parece tomada y es ya irreversible. El comité volverá a reunirse en un mes,
para valorar el trabajo realizado y los avances de la joven.
Acto seguido,
el equipo acomete el segundo punto de la sesión: la posible implantación de un
uniforme escolar. Alicia no da crédito.
—Hemos pensado
en un pantalón vaquero oscuro, para los chicos, y una falda de longitud
conveniente de color azul marino para ellas. Por supuesto, las niñas podrán
ponerse también el pantalón vaquero, si lo prefieren —comenta entusiasmada una
de las orientadoras—. La parte de arriba, en cambio, será común: un simple polo
blanco con el logo del centro, que en invierno se puede cambiar por una
sudadera de mangas largas. Las madres ya se han puesto manos a la obra, algunas
incluso han bordados los escudos, y los alumnos de cuarto pueden poner un
puestecillo a la entrada del instituto para vender las camisetas.
—El dinero
recaudado se utilizará para la excursión de fin de curso —añade el educador
social— y, por supuesto, el uniforme será completamente voluntario, ya que
estamos en un centro público.
—Por fin se
acabarán las comparaciones entre alumnos por ver quién va más a la moda, quién
tiene más ropa cara o de marca; el efecto va a ser beneficioso para los que
disponen de menos ingresos. Las madres están encantadas con la idea, y los
alumnos de bachillerato, que se enteraron el otro día, no ven ya la hora de
ponerse el uniforme. Hasta haremos publicidad de nuestro centro por toda la
ciudad. No veo más que ventajas. —La jefa de estudios está claramente enamorada
del proyecto.
—Pues yo me
pienso comprar varios polos y ponérmelos para dar clase —añade una profesora —,
así damos ejemplo.
—¡Qué buena
idea! —Todos aplauden, satisfechos, excepto Alicia.
—Deberíamos
adoptarlo todos los profesores, los conserjes, las de secretaría… Sería
espectacular. Eso sí, yo optaría por los pantalones, que ya sabéis que me niego
a dar clases en falda, para que los niños se pasen la hora mirándome el culo.
Alicia
contempla a su jefa, una mujer de mediana edad, nada agraciada, y se divierte
con la imposible teoría voyerista.
—Yo no me
pienso vestir de uniforme, hasta ahí podíamos llegar. Vamos, que me manifiesto
completamente en contra de la propuesta.
Los compañeros
miran a Alicia de soslayo, con las cejas levemente arqueadas.
—No te
preocupes, que el uniforme no incluye los bolsos. Puedes seguir luciendo el
tuyo, e iluminando los pasillos en los días de niebla.
Risas. Alicia
sonríe también, resignada, torciendo levemente el gesto.
Al día
siguiente, Alicia carga su fardo de libros de texto arriba y abajo, por los
pasillos, como siempre. Piensa en Londres mientras, a su alrededor, cruzan
enjambres de niños, correteando y golpeándose en el breve margen entre una
clase y otra. Se detiene, sin embargo, delante del aula de 3º ESO A. Allí, una
maraña de gritos y abucheos parece dirigirse hacia la puerta, seguida de un
gran estrépito de mesas y sillas volcándose. En el umbral, dos niñas casi
siamesas, con el cabello de color platino atravesado por vetas rosas, verdes y
azules, se estrechan en un abrazo contenido y corto, tenso. Una de ellas, la
que se va, lleva a la espalda una mochila llena de pintadas y huellas de
patadas marca Nike, medio abierta, con los libros asomando por la abertura
ladeada y jadeante.
Cuando la
chica parte por fin, la cabeza gacha, hacia 3º ESO B, su mitad queda por un
momento en el umbral, de cara a Alicia, como desorientada, aturdida. Sus ojos
se detienen levemente en la cartera verde fluorescente, y brillan
momentáneamente, reflejando el color.
Alicia quiere
decir algo, pero no le da tiempo. Describiendo un giro muy lento, como propulsada
por un engranaje pesado y antiquísimo, pero aun así eficaz, la chica le da la
espalda y se dirige hacia el interior de la clase, arrastrando los pies. Allí,
un grupo perfectamente compacto, sólido, de adolescentes sonrientes la mira
expectante, divertido, deseando perdonar, acogerla en su seno. Los chicos se
apartan levemente, con movimientos ahora armónicos y suaves, como un equipo de
danza sincronizada, para dejarla entrar, rodeándola. Después, el grupo va recobrando
su posición ritual, replegándose, lento, hacia el fondo de la clase,
arrastrando en alguna parte, ya invisible, a la chica color platino, con fiera
hospitalidad, con alegre expectación, como una auténtica comunidad.
FIN
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