miércoles, 6 de junio de 2012

-Relato 2 de Inés María Olalla Villar


El souvenir





Tiene que luchar enconadamente para conseguir el permiso que le permitirá ausentarse de su trabajo y vivir unos meses alejada de todo, en Londres, por motivos de formación. Los problemas burocráticos que esta ausencia plantea (a pesar de que, durante la estancia, no percibirá sueldo alguno) parecen no tener fin. A cada solicitud presentada le sucede una infinidad de nuevas exigencias de rectificación, y el veredicto final, ya levemente insinuado en cada ventanilla, es siempre negativo. Pero ella no ceja en su empeño, que ha ido mutando con cada nueva instancia y reclamación presentada: del interés a la obstinación a la rebeldía a la desesperación. En esta zona se mueve ahora como un pez que nadara en aceite, asfixiado, ciego, lento, pero persistentemente vertical, sin otra meta más que el oxígeno.

—Comprenda que no se pueden conceder excedencias así como así, sobre todo si son por varios meses. Cada uno tiene que estar en su puesto, especialmente en una situación como esta, de crisis económica. Nos afecta a todos y no es el momento de abandonar a sus compañeros y alumnos. Si fuera por menos tiempo, o si acreditara usted que esa formación que va a recibir es perentoria, pe-ren-to-ria, ¿comprende?, para su centro, para su comunidad educativa, no para usted sola; ahí está el matiz, tal vez así… Y, desde luego, necesitamos un informe favorable de la Dirección de su centro; si no, no hay nada que hacer…


La primera condición es fácil de cumplir. Dolorosa pero resueltamente reduce sus aspiraciones: no pide tres meses, sino uno solo, para unirlo a sus vacaciones de verano y estar, al menos, un trimestre fuera. A pesar de las restricciones, casi saborea ya la promesa de vasta libertad que este periodo supondrá. Prácticamente una estación completa, con el mar de por medio, con tiempo para estudiar y leer, para estar sola. Y el territorio ignoto de la posibilidad abriéndose por fin de nuevo ante ella: la ciudad desconocida, el idioma extranjero, el apartamento de alquiler, la identidad renovada.

El segundo y tercer requisito resultan, en cambio, verdaderos escollos. Implican, por un lado, un imposible, puesto que sus motivaciones son completamente personales, en nada benefician a su centro de trabajo, un instituto de enseñanza secundaria. Y, como broche final, debe convencer a su directora (una persona que la odia y le ha hecho la vida imposible, y a la que ella, a pesar de su habitual parsimonia y discreción, acabó gritando en su última entrevista) de que dé su aprobación a la escapada. La perspectiva le produce escalofríos.

Pero desea tanto marchar, que realiza el esfuerzo ímprobo, se viste con su único traje de chaqueta pantalón, entra en el despacho y obliga a su mirada a descender, concentrándose en resultar la mismísima encarnación de la candidez.

—Sería en el mes de Junio, para evitar problemas a la hora de sustituirme. Y, si no fuera posible cubrir mi ausencia, yo dejaría el temario terminado y la evaluación realizada.

—¿Y cómo mantendríamos a los niños trabajando, si ya están evaluados para entonces? Ten en cuenta que quedaría un mes completo de clases, y los profesores de guardia van a poner el grito en el cielo…

Alicia se muerde el labio inferior, preocupada.

—También podría pedir el mes de septiembre. Así, los primeros quince días no serían ni siquiera lectivos, y yo podría dejar tarea programada, algo fácilmente realizable sin ayuda —carraspea—, como ejercicios de repaso, que a mi vuelta corregiría individualmente, para asegurarme de que los hagan y no molesten durante las guardias.

—¿Y cómo es que te vas tan lejos? ¿Para descansar? ¿Qué vas a hacer allí tres meses sola, sin ejercer ni nada? —La directora está realmente asombrada, genuinamente atónita ante la ocurrencia, incluso un poco tierna, preocupada por ella.

—Bueno, quiero aprovechar para trabajar intensivamente en mi Trabajo Fin de Máster. Me vendrá bien no tener distracciones, estar lejos de todo…

—¿Qué es lo que estás haciendo ahora? ¿Un máster? Que te gusta estar agobiada, hija, no paras nunca. —La expresión de sus ojos muestra contrariedad, pero a la vez se estira, divertida—. ¿Y de qué es esta vez?

—Pues, como siempre, de Literatura… Contemporánea, en este caso —miente Alicia. No quiere ni pensar en cuál sería la reacción de Mª Jesús, si le dice que está haciendo un máster de escritura creativa, completamente por gusto.

—Y tan lejos… —La directora mueve la cabeza en un gesto de pavor dirigido al horizonte, a lo insospechado.

—Sí, es una lata… en cierta medida, pero creo que me convendrá cambiar un poco de aires, aislarme para trabajar… —Alicia está incomodísima. La chaqueta le aprieta un poco; su color, marrón, la deprime. Desvía ligeramente la mirada hacia el sempiterno traje pardo de la directora. No ve la hora de salir del despacho, del instituto, de la ciudad y del país.

—No, si eso es muy tú, en realidad. Vamos, que te pega y tal, aunque seguro que aquí tampoco te dejabas distraer, que no hay manera de que vengas a una comida, ni a una copa, ni a nada. —La directora se siente comprensiva, dispuesta a ayudar—. Yo creo que viene bien conocerse un poco más, distraerse, salir. Parece una tontería, pero los lazos se refuerzan y después se trabaja mucho mejor…

—Creo que a la próxima me apuntaré, sí. Es que la última me pilló justo el día en que mi hermana volvía de Granada; está estudiando allí y no la vemos apenas. —Alicia espera que el nuevo embuste no se note mucho. Por supuesto, hace ya dos años que su hermana terminó la carrera; actualmente trabaja en Sevilla y vive a dos bloques de distancia respecto a ella—. En cualquier caso, te agradecería tanto que me facilitaras el informe…


Alicia sale del despacho triunfante, con su nuevo y flamante documento en la mano. Su mente ya ha despegado hacia las islas británicas.


La temporada que sigue es magnífica para Alicia. Recibe como maná la lluvia y el frío constantes, los precios elevados, la comida difícil de ingerir. Se siente, sorprendentemente, parte activa de la enorme ciudad, por la que camina incansable, ávida e ignorada. Lo percibe todo, absorbe cada detalle, disfruta enormemente los segundos de desubicación al despertar y hasta da las gracias cada nuevo día, aun sin saber a quién dirigir su reconocimiento. No hace amigos, disfruta de la soledad, en la que se instala, flexible y relajada, como un recién nacido con todo por aprender.

Adora especialmente el momento de vestirse, antes de salir a la calle. Escoge la ropa casi por oposición, combinando ferozmente los estilos, colores y estampados, feliz al salir casi disfrazada, con un nuevo y bizarro aspecto cada mañana. Le encanta esta faceta de Inglaterra, la estudiada frescura en el vestir, el descaro, la variación infinita.


Regresa combatiendo duramente la depresión, intentando no echar demasiado de menos su ciudad, con la resignación del emigrante que sabe que no retornará la patria, al menos hasta la jubilación. Atraviesa dolorosamente el umbral de su piso y la verja del centro, evitando pensar en el futuro, en los tres años legalmente establecidos antes de que pueda volver a solicitar un permiso sin sueldo. Recorre los pasillos desagradablemente familiares soportando la difícil tarea de entender cada palabra, de mantener conversaciones, de ser reconocida y acogida por compañeros y alumnos.

Cada elemento del centro, incluso las personas que lo habitan los días laborables, permanece exactamente en la misma posición que hace tres meses. Los ojos de Alicia no se adaptan a la falta de novedad, parece como si sufriera un defecto de visión, como si su radio de percepción se viese bloqueado, impedido, limitado. El nuevo horizonte le causa auténtico dolor físico y psíquico, como una especie de claustrofobia que afectara al pensamiento, a las propias ideas.

Únicamente dos carteles quedan fuera de la rutina. Alicia se dirige a ellos con avidez. Uno le informa de una próxima reunión, para comentar una “situación crítica” en uno de los cursos que tiene a su cargo. Anota la fecha con parsimonia en su agenda, y pasa al siguiente anuncio. Este le resulta mucho más divertido, desternillante incluso. Está dirigido a los alumnos, y alerta sobre ciertos códigos de conducta aplicables al vestuario. Pide decoro en el vestir: para los chicos, evitar los pantalones cortos o los holgados y caídos que dejen ver la ropa interior, así como eliminar las camisetas de tirantas, las calzonas y las gorras en clase; para las chicas, usar ropa que no quede excesivamente ceñida, faldas no demasiado cortas (hay un requisito preciso de centímetros mínimos exigidos) y evitar mostrar también la ropa interior (sujetadores y tangas), a través de transparencias, escotes o pantalones de cintura baja. También se pide a las féminas mesura al maquillarse. Alicia queda extasiada ante  la única novedad en su centro educativo, y anota febrilmente las nuevas medidas, que le parecen dignas de mención para un futuro relato.

Después, se dirige hacia la sala de profesores donde, atónita y aterrada, se convierte inmediatamente en el centro de atención.

—¡Era tuyo, finalmente! Llevamos toda la mañana preguntándonos de quién podía ser el bolso.

—Ya os lo dije yo, que una cosa tan hortera solo podía pertenecer a Alicia; vamos, no me he expresado bien, quería decir, ¿cómo es? Algo tan excéntrico.

—Desde luego, lleva tu firma. Pensábamos que ya lo habíamos visto todo, pero eres una caja de sorpresas. No digas más, te lo has traído de Londres, seguro.


Alicia sonríe, recordando el momento en que lo eligió, parapetada detrás de la cartera verde fluorescente. Juguetea también, mentalmente, con la palabra “excéntrico”: la esfera perfecta, la órbita, y ella deliciosamente fuera, desplazada por el color.

Pero los compañeros forman ya literalmente un cerco, una media luna deslumbrada y crecientemente ofendida, que se cierra más y más en torno a ella.

—Dios mío, con este bolso no te pierdes, no.

—Espero que, por lo menos, no te haya costado una fortuna.

—¿Es de piel? Parece plástico…

—¿Se lo robaste a un bombero o qué?

—Hombre, este no lo llevarás cada día, que nos vas a obligar a usar gafas de sol.

—¿En serio puedes mirarlo sin que te duelan los ojos? Eso sí, será lo último, claro.

—Lo mismo ahora decimos que si tal o cual, y luego vas más moderna que nadie…

Las comisuras de la boca de Alicia empiezan también a describir, a su manera, el círculo perfecto. De la estupefacción, esta vez. La vida siempre la coge desprevenida, piensa. Supera cualquier ficción. ¿Acaso su percepción del color es realmente diferente a la de los demás? Ella simplemente ve un bolso verde claro. Los compañeros, en cambio, perciben poco menos que un Satán sintético colgado de su hombro, se dice mentalmente.


Al día siguiente, Alicia acude a la reunión de equipo educativo que anunciaba el cartel. Todos los profesores del curso en cuestión están allí, además de las dos orientadoras del centro, el educador social, el encargado de las clases de apoyo y la jefa de estudios. Alicia recuerda que en esa clase hubo, el año anterior, un caso de acoso escolar bastante preocupante, que tal vez explique la urgencia de la junta.

—¿Qué ha ocurrido? Sabéis que yo he estado un tiempo fuera… ¿tiene que ver con Clara, la chica del año pasado, la de los problemas de acoso?

—Bueno, acoso… no se le puede llamar tampoco acoso a la tontería del año pasado, hoy en día lo del bulling está tan de moda que cualquier cosa es una agresión, vamos —habla la jefa de estudios, contrariada por la situación.

—Pero creo recordar que a esta chica no la dejaban en paz, y que llegaron a bajarle los pantalones en público o algo así, ¿no? —Alicia se remueve en su silla, incómoda.

—Cosas de niños, vamos. Yo creo que era una forma de integrarla en sus juegos, que mira que hicimos de todo para que aprendiera a relacionarse con su grupo: la jornada de convivencia, los cambios rotatorios de compañero de mesa en las clases, los murales, los juegos… Hasta intentamos apuntarla en el equipo de voleibol, por las tardes, pero es que no hay manera con esa niña. —Las orientadoras aprovechan para recitar todos los eventos del año, y la dificultad de su labor.

—La chica tiene problemas evidentes, si no intervenimos no va a poder escapar nunca de su timidez enfermiza. Yo creo que deberíamos organizar una mediación, tal vez los voluntarios del centro puedan ganarse su confianza, hacer que vea lo que se está perdiendo, las posibilidades de amistad que deja escapar. —El educador social parece súbitamente iluminado, se echa inconscientemente hacia delante, enormemente interesado en su propia propuesta—. Así serían los propios compañeros los que intervendrían, no nosotros, nosotros permaneceríamos al margen.

Alrededor de Alicia, todas las cabezas asienten, especialmente las de las orientadoras, que se muestran satisfechas.

—A nosotras nos parece una excelente idea. Pero, desde nuestro punto de vista, todos debemos implicarnos, aunque sea en la sombra. Los profesores podéis sacar más a la chica a la pizarra, reforzar su autoestima haciendo que participe, seguir organizando trabajos en grupo y juegos por equipo, tal vez en las horas de tutoría. Sería conveniente, también, separarla de la amiga esta con la que está siempre, las dos aisladas del resto.

—Es que se mantienen alejadas de todo, hasta se han puesto mechas de colores en el pelo para diferenciarse de los demás, como si formaran su propia tribu. No es de extrañar que los demás niños las rechacen —apunta el profesor de matemáticas.

—En eso nosotros podemos ayudar —la jefa de estudios se muestra dispuesta y decidida— de una manera muy simple: cambiando a la amiga de grupo. Todavía es posible a estas alturas de curso. Le vendrá muy bien hacer nuevos amigos. Y deberíamos  convencer a los padres de Clara de que la apunten a cualquier actividad extraescolar por las tardes, preferiblemente física y, desde luego, que implique relaciones sociales y trabajos colectivos. Siempre con su grupo, claro. Es muy importante que cada clase desarrolle su propia entidad.

—No se relaciona mucho, es verdad, Clara está siempre leyendo o dibujando, desde luego, aunque en clase no molesta para nada, y es una buena estudiante, demasiado absorta, quizá. —La profesora de dibujo aún duda, siente simpatía por la muchacha—. La verdad, yo la veo contenta tal como está, y no hace daño a nadie. La chica es tímida, simplemente.

Alicia aprovecha para crear un pequeño frente común con su colega, pero la decisión parece tomada y es ya irreversible. El comité volverá a reunirse en un mes, para valorar el trabajo realizado y los avances de la joven.

Acto seguido, el equipo acomete el segundo punto de la sesión: la posible implantación de un uniforme escolar. Alicia no da crédito.

—Hemos pensado en un pantalón vaquero oscuro, para los chicos, y una falda de longitud conveniente de color azul marino para ellas. Por supuesto, las niñas podrán ponerse también el pantalón vaquero, si lo prefieren —comenta entusiasmada una de las orientadoras—. La parte de arriba, en cambio, será común: un simple polo blanco con el logo del centro, que en invierno se puede cambiar por una sudadera de mangas largas. Las madres ya se han puesto manos a la obra, algunas incluso han bordados los escudos, y los alumnos de cuarto pueden poner un puestecillo a la entrada del instituto para vender las camisetas.

—El dinero recaudado se utilizará para la excursión de fin de curso —añade el educador social— y, por supuesto, el uniforme será completamente voluntario, ya que estamos en un centro público.

—Por fin se acabarán las comparaciones entre alumnos por ver quién va más a la moda, quién tiene más ropa cara o de marca; el efecto va a ser beneficioso para los que disponen de menos ingresos. Las madres están encantadas con la idea, y los alumnos de bachillerato, que se enteraron el otro día, no ven ya la hora de ponerse el uniforme. Hasta haremos publicidad de nuestro centro por toda la ciudad. No veo más que ventajas. —La jefa de estudios está claramente enamorada del proyecto.

—Pues yo me pienso comprar varios polos y ponérmelos para dar clase —añade una profesora —, así damos ejemplo.

—¡Qué buena idea! —Todos aplauden, satisfechos, excepto Alicia.

—Deberíamos adoptarlo todos los profesores, los conserjes, las de secretaría… Sería espectacular. Eso sí, yo optaría por los pantalones, que ya sabéis que me niego a dar clases en falda, para que los niños se pasen la hora mirándome el culo.

Alicia contempla a su jefa, una mujer de mediana edad, nada agraciada, y se divierte con la imposible teoría voyerista.

—Yo no me pienso vestir de uniforme, hasta ahí podíamos llegar. Vamos, que me manifiesto completamente en contra de la propuesta.

Los compañeros miran a Alicia de soslayo, con las cejas levemente arqueadas.

—No te preocupes, que el uniforme no incluye los bolsos. Puedes seguir luciendo el tuyo, e iluminando los pasillos en los días de niebla.

Risas. Alicia sonríe también, resignada, torciendo levemente el gesto.



Al día siguiente, Alicia carga su fardo de libros de texto arriba y abajo, por los pasillos, como siempre. Piensa en Londres mientras, a su alrededor, cruzan enjambres de niños, correteando y golpeándose en el breve margen entre una clase y otra. Se detiene, sin embargo, delante del aula de 3º ESO A. Allí, una maraña de gritos y abucheos parece dirigirse hacia la puerta, seguida de un gran estrépito de mesas y sillas volcándose. En el umbral, dos niñas casi siamesas, con el cabello de color platino atravesado por vetas rosas, verdes y azules, se estrechan en un abrazo contenido y corto, tenso. Una de ellas, la que se va, lleva a la espalda una mochila llena de pintadas y huellas de patadas marca Nike, medio abierta, con los libros asomando por la abertura ladeada y jadeante.

Cuando la chica parte por fin, la cabeza gacha, hacia 3º ESO B, su mitad queda por un momento en el umbral, de cara a Alicia, como desorientada, aturdida. Sus ojos se detienen levemente en la cartera verde fluorescente, y brillan momentáneamente, reflejando el color.

Alicia quiere decir algo, pero no le da tiempo. Describiendo un giro muy lento, como propulsada por un engranaje pesado y antiquísimo, pero aun así eficaz, la chica le da la espalda y se dirige hacia el interior de la clase, arrastrando los pies. Allí, un grupo perfectamente compacto, sólido, de adolescentes sonrientes la mira expectante, divertido, deseando perdonar, acogerla en su seno. Los chicos se apartan levemente, con movimientos ahora armónicos y suaves, como un equipo de danza sincronizada, para dejarla entrar, rodeándola. Después, el grupo va recobrando su posición ritual, replegándose, lento, hacia el fondo de la clase, arrastrando en alguna parte, ya invisible, a la chica color platino, con fiera hospitalidad, con alegre expectación, como una auténtica comunidad.



FIN





No hay comentarios:

Publicar un comentario