miércoles, 6 de junio de 2012

-Relato 3 de Inés María Olalla Villar


La proporción áurea




- 1 -


Fernando revisa, una vez más, las diapositivas que ha preparado para sus alumnos: la Leda atómica de Salvador Dalí, la Gran Pirámide de Gizeh, el Partenón de Atenas, un girasol, la cáscara espiral de un molusco, una hoja, los pétalos concéntricos de una flor,  varias imágenes de Miguel Ángel, Durero y Leonardo da Vinci.

Sonríe, apila los apuntes cuidadosamente, abre el cajón de la mesa de profesor, guarda allí las diapositivas bien ordenadas, cierra, apaga las luces y se va.

Entra en casa todavía sonriendo, tarareando una melodía de Mozart.

—Vienes contento hoy —dice Marga, con voz cansada.

—Sabes que siempre he sido un optimista sin remedio —responde Fernando, estirando aún más su sonrisa—. Además, he preparado una clase excepcional, creo. Espero que los chicos la aprovechen y aprendan a mirar el mundo con un poco más de perspectiva.

—¿Y cómo deben ver el mundo exactamente, según tú? —Marga está cortando varios tipos de verduras y hortalizas, con movimientos bruscos y eficaces.

—Percibiendo las señales, simplemente, entendiendo que nada es casual, que todo está dispuesto armónicamente, que existe una proporción matemática en cada objeto inerte y en cada forma de vida, incluso…

—¿Compraste, de camino, las cuatro cosas que te pedí: la leche, el pan, la fruta…?

Fernando tarda unos segundos en contestar:

—Perdona, cariño, se me ha vuelto a olvidar. Si quieres, me acerco ahora, en un momento.

—Sabes perfectamente que ya estará cerrada la tienda. No hay forma de hacerte un encargo. Siempre tengo que hacerlo yo todo.



- 2 -


El niño se acerca a Fernando con pasos irregulares: corretea, primero; da tres pequeños saltos; se detiene a mirar un juguete caído por el suelo; levanta los brazos y camina de puntillas, oscilante, como si fuera un avión.

—Papá, papá. —Le tira de la camisa—. Quiero que me cuentes lo que le ocurrió a la tía Mercedes. ¡Papá!

—¿Otra vez? —Fernando sonríe de oreja a oreja—. La tía Mercedes estaba muy triste porque su marido, tu tío Alberto, había muerto. A pesar de que era muy religiosa, no podía dejar de pensar que Dios había cometido una injusticia al llevárselo de aquella forma ridícula. Porque el tío Alberto era un hombre muy, muy fuerte y, sin embargo, no había tenido una muerte a su altura.

—¿Qué significa “a su altura”, papá? El cuento no era así la última vez que lo contaste—. El niño pone cara de enfado.

—Esto no es un cuento, es la historia verdadera de tita Mercedes. Y sí que era así, Jaime, simplemente utilicé otras palabras —el tono de Fernando es suave, tranquilo y ligeramente burlón—. “A su altura” significa que parecía un hombre tan fuerte, que solo un huracán, o una terrible epidemia, algo muy grande podría haberlo matado. También quiere decir que era un hombre muy bueno, alguien que no merecía morir tan joven, y tan repentinamente.

—¡Cuéntame cómo murió, papá!

—Pues el tío Alberto solo quería darle una sorpresa a su hijo, tu primo Pedro, y  por ello se pidió el día libre, se levantó temprano y fue a comprar un enorme globo, además del juguete que Pedro deseaba desde hacía mucho tiempo. Luego, cogió el coche y se dirigió al colegio, para estar esperándolo fuera cuando saliera de las clases. Y fue entonces cuando aquel otro coche, el del hombre borracho, se lo llevó por delante. Así que la tía Mercedes estaba triste, y tu primo Pedro también, porque no comprendían nada.

—¡Pero había algo que ellos no sabían! —grita el niño, agarrando a Fernando del brazo de nuevo—. ¿Qué era, papá, qué era?

—No sabían que, si el tío Alberto hubiera recogido a Pedro para llevarlo a la fiesta, probablemente su hijo habría muerto, ya que el techo del local donde los demás lo estaban esperando para la celebración se cayó poco después, y los otros niños murieron. Así que, en realidad, lo que le pasó a tío Alberto salvó la vida del primo Pedro.

Marga se asoma desde el pasillo. En su rostro se mezclan la sorpresa y el enfado.

—¡No me puedo creer que otra vez estéis con lo de la tía Mercedes! —Mira a  Fernando—. ¡Deja ya de meterle esas ideas extrañas al niño en la cabeza, no tiene edad para estar hablando todo el día de la muerte! ¡Y deja en paz a mi hermana, que bastante ha tenido ya!

Fernando niega con la cabeza, pausadamente:

—No son ideas extrañas. Solo quiero que sepa que en el universo todo está relacionado, que existe un equilibrio, aunque aún no lo hayamos descifrado —suspira— y que la religión no es la única que lo dice así. También la ciencia. —Mira a su hijo y adopta una voz serena y académica—. Todo es explicable a través de las matemáticas, o lo será en un futuro. —Vuelve a dirigir su mirada hacia Marga—. Y esta certeza produce un consuelo mayor porque es real, no una fantasía que haya que creer porque sí, sino algo que se puede llegar a comprender, que se puede estudiar y comprobar.

Marga no le contesta. Tira del niño, que ha empezado a llorar, y se lo lleva con ella a la cocina. Fernando se encoge de hombros y suspira.



- 3 -



Hace un día soleado. Fernando ha desviado la mirada brevemente hacia la ventana, pero vuelve a dirigirla hacia el anfiteatro del aula magna, en el que se sientan, dispersos, los alumnos. Ha concluido su exposición.

—¿Alguna pregunta?

Uno de los chicos levanta la mano, casi al fondo de la clase. Fernando le pide que se ponga en pie para hablar.

—Si realmente existe una proporción matemática que puede aplicarse a la propia naturaleza, como usted ha sugerido, ¿anularía eso el azar?

—Por supuesto. —Los ojos de Fernando se iluminan, sus labios esbozan una leve sonrisa. Gesticula, acompasando la suave cadencia de su voz con movimientos amplios, abiertos, en sus manos—. Einstein ya dijo que Dios no juega a los dados. Lo cual no quiere decir que tengamos que creer en Dios, ni siquiera en Einstein. —En la sala se percibe un sordo rumor de risas, que Fernando recibe con una sonrisa más amplia—. Creeremos en la teoría de la relatividad únicamente hasta que hallemos otra que dé una explicación más ajustada a los fenómenos, pero lo cierto es que toda teoría se basa, no en elementos u organismos separados e independientes, sino en las relaciones, estables y cuantificables, proporcionadas —remarca la palabra— que se producen entre ellos. Por tanto, lo que llamamos azar no es más que la muestra de una limitación en la ciencia: significa que hay que perfeccionar el método, que hay que ir más allá. Solo muestra un hueco en el conocimiento. Se trata de algo aparentemente sin explicación, pero la tendrá en un futuro.

—¿Y todo eso no anula la idea misma de la libertad? —el mismo alumno prosigue la conversación.

—En cierta medida sí, ya que, como seres relacionados e influidos por el mundo, nuestros movimientos y decisiones están inmersos en un entramado mayor, global, una red de acciones y reacciones, de modo que nuestros actos son consecuencia de otros, y generan, a su vez nuevos procesos, y así sucesivamente. De modo que, puesto que somos parte de un todo, la autodeterminación es, hasta cierto punto, imposible. Así que la ciencia corrobora, hoy en día, la existencia del destino. —Fernando se detiene durante un rato. El alumno no replica, de modo que continúa—. ¿Alguna pregunta más?

Otra alumna pide ser escuchada:

—Por fin, ¿qué día tendremos el examen?

Fernando se recoloca las gafas y toma aire para continuar.



- 4 -



—Entonces, Aquiles preguntó si debía marchar hacia Troya, y su madre le respondió que debía tomar una decisión: si elegía participar en la guerra, grandes hazañas lo convertirían en un famoso héroe, en el protagonista de narraciones que darían la vuelta al mundo, y que llegarían a los seres humanos hasta el fin de los tiempos, pero, a cambio, no sobreviviría a la batalla, moriría en Troya; por el contrario, si permanecía en su hogar, con sus seres queridos, apartado del conflicto, viviría largos y felices años, hasta bien entrada la vejez, rodeado de familiares y amigos que lo recordarían durante dos, tres generaciones a lo sumo. Sin embargo, una vez transcurrido ese tiempo, nadie lo recordaría ya, Aquiles sería solo un hombre más, muerto como todos, convertido en polvo, olvidado con el paso de los años.

El niño interrumpe la lectura y pone su mano sobre la página del libro, tapando las vivas ilustraciones en color:

—No me gusta la historia, papá. Los dos caminos son malos. Yo quiero que gane y también que no se muera.

—Pero los cuentos no siempre acaban bien, Jaime. —Fernando aparta la pequeña mano de su hijo para proseguir la lectura—. Verás como al final te encanta la historia.

—Es que no vale: si elige una cosa, ya sabe cómo va a terminar y, si elige la otra, también. Entonces, ¿por qué le dan a escoger? No me gusta el cuento. —Jaime se mueve de un lado para otro, cambia de postura, se quita la colcha, la vuelve a coger, tira del libro—. ¿Por qué no me lees, mejor, el cuento de Spiderman? ¿O el del hombre de fuego?



- 5 -



Fernando camina por la calle. Avanza despacio y se detiene constantemente, consultando el reloj de forma intermitente. Juguetea con los pies, formando pequeños montoncitos con las hojas caídas, para luego arrastrarlos de un lado a otro y, finalmente, deshacerlos. Se agacha y coge una hoja grande, aún verde, con forma de estrella. La examina cuidadosamente, extendiéndola sobre la palma de su mano izquierda. Con el dedo índice de la mano libre, recorre el dibujo que la nervadura imprime sobre el limbo. Después, sigue el trazado de los bordes. Luego, coloca delicadamente su otra mano sobre la hoja y alisa su superficie, presionándola con cuidado. Con un suave movimiento, abre su cartera, que lleva colgada al hombro desde que salió de la facultad, y saca un libro voluminoso, de pasta dura, del interior de una bolsa de plástico de El Corte Inglés. Relee el título: Botánica para niños. Lo abre  por la primera página y deposita allí, justo en el centro, la enorme hoja rescatada del suelo. Cierra la gruesa tapa y sonríe, manteniendo el volumen fuera de la bolsa, que envía al contenedor de envases. Después, levanta su mano izquierda, donde ha estado la hoja, con la palma hacia arriba, y la coloca a la altura del libro, que sostiene con la otra mano. Contempla unos segundos la superficie blanca de su propia carne.

La campana de la torre da las seis. Fernando se coloca el libro sobre los ojos, a modo de visera. Mira a la torre, luego a un lado y a otro de la plaza. Frunce el ceño y balancea rítmicamente la planta del pie derecho sobre el asfalto, levantando la punta del zapato, luego el tacón. Repite lo mismo con el pie izquierdo. Mira otra vez su reloj de pulsera.

Suena el móvil. Fernando se relaja y mira la pantalla. Lee la palabra “Hospital Universitario”, escrita con letras de flúor azul. Contesta rápidamente, el libro agarrado fuertemente a su estómago.


Fernando suelta el teléfono, aún encendido.


Los viandantes se agrupan en torno al hombre caído.



FIN

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