La proporción áurea
-
1 -
Fernando
revisa, una vez más, las diapositivas que ha preparado para sus alumnos: la Leda atómica de Salvador Dalí, la Gran
Pirámide de Gizeh, el Partenón de Atenas, un girasol, la cáscara espiral de un
molusco, una hoja, los pétalos concéntricos de una flor, varias imágenes de Miguel Ángel, Durero y
Leonardo da Vinci.
Sonríe, apila
los apuntes cuidadosamente, abre el cajón de la mesa de profesor, guarda allí
las diapositivas bien ordenadas, cierra, apaga las luces y se va.
Entra en casa
todavía sonriendo, tarareando una melodía de Mozart.
—Vienes
contento hoy —dice Marga, con voz cansada.
—Sabes que
siempre he sido un optimista sin remedio —responde Fernando, estirando aún más
su sonrisa—. Además, he preparado una clase excepcional, creo. Espero que los
chicos la aprovechen y aprendan a mirar el mundo con un poco más de
perspectiva.
—¿Y cómo deben
ver el mundo exactamente, según tú? —Marga está cortando varios tipos de
verduras y hortalizas, con movimientos bruscos y eficaces.
—Percibiendo
las señales, simplemente, entendiendo que nada es casual, que todo está
dispuesto armónicamente, que existe una proporción matemática en cada objeto
inerte y en cada forma de vida, incluso…
—¿Compraste,
de camino, las cuatro cosas que te pedí: la leche, el pan, la fruta…?
Fernando tarda
unos segundos en contestar:
—Perdona,
cariño, se me ha vuelto a olvidar. Si quieres, me acerco ahora, en un momento.
—Sabes
perfectamente que ya estará cerrada la tienda. No hay forma de hacerte un
encargo. Siempre tengo que hacerlo yo todo.
-
2 -
El niño se
acerca a Fernando con pasos irregulares: corretea, primero; da tres pequeños
saltos; se detiene a mirar un juguete caído por el suelo; levanta los brazos y
camina de puntillas, oscilante, como si fuera un avión.
—Papá, papá. —Le
tira de la camisa—. Quiero que me cuentes lo que le ocurrió a la tía Mercedes.
¡Papá!
—¿Otra vez? —Fernando
sonríe de oreja a oreja—. La tía Mercedes estaba muy triste porque su marido,
tu tío Alberto, había muerto. A pesar de que era muy religiosa, no podía dejar
de pensar que Dios había cometido una injusticia al llevárselo de aquella forma
ridícula. Porque el tío Alberto era un hombre muy, muy fuerte y, sin embargo,
no había tenido una muerte a su altura.
—¿Qué
significa “a su altura”, papá? El cuento no era así la última vez que lo
contaste—. El niño pone cara de enfado.
—Esto no es un
cuento, es la historia verdadera de tita Mercedes. Y sí que era así, Jaime, simplemente
utilicé otras palabras —el tono de Fernando es suave, tranquilo y ligeramente
burlón—. “A su altura” significa que parecía un hombre tan fuerte, que solo un
huracán, o una terrible epidemia, algo muy grande podría haberlo matado.
También quiere decir que era un hombre muy bueno, alguien que no merecía morir
tan joven, y tan repentinamente.
—¡Cuéntame cómo
murió, papá!
—Pues el tío
Alberto solo quería darle una sorpresa a su hijo, tu primo Pedro, y por ello se pidió el día libre, se levantó
temprano y fue a comprar un enorme globo, además del juguete que Pedro deseaba
desde hacía mucho tiempo. Luego, cogió el coche y se dirigió al colegio, para
estar esperándolo fuera cuando saliera de las clases. Y fue entonces cuando
aquel otro coche, el del hombre borracho, se lo llevó por delante. Así que la
tía Mercedes estaba triste, y tu primo Pedro también, porque no comprendían
nada.
—¡Pero había
algo que ellos no sabían! —grita el niño, agarrando a Fernando del brazo de
nuevo—. ¿Qué era, papá, qué era?
—No sabían que,
si el tío Alberto hubiera recogido a Pedro para llevarlo a la fiesta,
probablemente su hijo habría muerto, ya que el techo del local donde los demás
lo estaban esperando para la celebración se cayó poco después, y los otros
niños murieron. Así que, en realidad, lo que le pasó a tío Alberto salvó la
vida del primo Pedro.
Marga se asoma
desde el pasillo. En su rostro se mezclan la sorpresa y el enfado.
—¡No me puedo
creer que otra vez estéis con lo de la tía Mercedes! —Mira a Fernando—. ¡Deja ya de meterle esas ideas
extrañas al niño en la cabeza, no tiene edad para estar hablando todo el día de
la muerte! ¡Y deja en paz a mi hermana, que bastante ha tenido ya!
Fernando niega
con la cabeza, pausadamente:
—No son ideas
extrañas. Solo quiero que sepa que en el universo todo está relacionado, que
existe un equilibrio, aunque aún no lo hayamos descifrado —suspira— y que la
religión no es la única que lo dice así. También la ciencia. —Mira a su hijo y
adopta una voz serena y académica—. Todo es explicable a través de las
matemáticas, o lo será en un futuro. —Vuelve a dirigir su mirada hacia Marga—. Y
esta certeza produce un consuelo mayor porque es real, no una fantasía que haya
que creer porque sí, sino algo que se puede llegar a comprender, que se puede
estudiar y comprobar.
Marga no le
contesta. Tira del niño, que ha empezado a llorar, y se lo lleva con ella a la
cocina. Fernando se encoge de hombros y suspira.
-
3 -
Hace un día
soleado. Fernando ha desviado la mirada brevemente hacia la ventana, pero
vuelve a dirigirla hacia el anfiteatro del aula magna, en el que se sientan,
dispersos, los alumnos. Ha concluido su exposición.
—¿Alguna
pregunta?
Uno de los
chicos levanta la mano, casi al fondo de la clase. Fernando le pide que se
ponga en pie para hablar.
—Si realmente
existe una proporción matemática que puede aplicarse a la propia naturaleza,
como usted ha sugerido, ¿anularía eso el azar?
—Por supuesto.
—Los ojos de Fernando se iluminan, sus labios esbozan una leve sonrisa.
Gesticula, acompasando la suave cadencia de su voz con movimientos amplios,
abiertos, en sus manos—. Einstein ya dijo que Dios no juega a los dados. Lo
cual no quiere decir que tengamos que creer en Dios, ni siquiera en Einstein. —En
la sala se percibe un sordo rumor de risas, que Fernando recibe con una sonrisa
más amplia—. Creeremos en la teoría de la relatividad únicamente hasta que
hallemos otra que dé una explicación más ajustada a los fenómenos, pero lo
cierto es que toda teoría se basa, no en elementos u organismos separados e
independientes, sino en las relaciones, estables y cuantificables,
proporcionadas —remarca la palabra— que se producen entre ellos. Por tanto, lo
que llamamos azar no es más que la muestra de una limitación en la ciencia:
significa que hay que perfeccionar el método, que hay que ir más allá. Solo
muestra un hueco en el conocimiento. Se trata de algo aparentemente sin
explicación, pero la tendrá en un futuro.
—¿Y todo eso
no anula la idea misma de la libertad? —el mismo alumno prosigue la
conversación.
—En cierta
medida sí, ya que, como seres relacionados e influidos por el mundo, nuestros
movimientos y decisiones están inmersos en un entramado mayor, global, una red
de acciones y reacciones, de modo que nuestros actos son consecuencia de otros,
y generan, a su vez nuevos procesos, y así sucesivamente. De modo que, puesto
que somos parte de un todo, la autodeterminación es, hasta cierto punto,
imposible. Así que la ciencia corrobora, hoy en día, la existencia del destino.
—Fernando se detiene durante un rato. El alumno no replica, de modo que
continúa—. ¿Alguna pregunta más?
Otra alumna
pide ser escuchada:
—Por fin, ¿qué
día tendremos el examen?
Fernando se
recoloca las gafas y toma aire para continuar.
-
4 -
—Entonces,
Aquiles preguntó si debía marchar hacia Troya, y su madre le respondió que
debía tomar una decisión: si elegía participar en la guerra, grandes hazañas lo
convertirían en un famoso héroe, en el protagonista de narraciones que darían
la vuelta al mundo, y que llegarían a los seres humanos hasta el fin de los
tiempos, pero, a cambio, no sobreviviría a la batalla, moriría en Troya; por el
contrario, si permanecía en su hogar, con sus seres queridos, apartado del
conflicto, viviría largos y felices años, hasta bien entrada la vejez, rodeado
de familiares y amigos que lo recordarían durante dos, tres generaciones a lo
sumo. Sin embargo, una vez transcurrido ese tiempo, nadie lo recordaría ya,
Aquiles sería solo un hombre más, muerto como todos, convertido en polvo, olvidado
con el paso de los años.
El niño interrumpe
la lectura y pone su mano sobre la página del libro, tapando las vivas
ilustraciones en color:
—No me gusta
la historia, papá. Los dos caminos son malos. Yo quiero que gane y también que
no se muera.
—Pero los
cuentos no siempre acaban bien, Jaime. —Fernando aparta la pequeña mano de su
hijo para proseguir la lectura—. Verás como al final te encanta la historia.
—Es que no
vale: si elige una cosa, ya sabe cómo va a terminar y, si elige la otra,
también. Entonces, ¿por qué le dan a escoger? No me gusta el cuento. —Jaime se
mueve de un lado para otro, cambia de postura, se quita la colcha, la vuelve a
coger, tira del libro—. ¿Por qué no me lees, mejor, el cuento de Spiderman? ¿O
el del hombre de fuego?
-
5 -
Fernando
camina por la calle. Avanza despacio y se detiene constantemente, consultando
el reloj de forma intermitente. Juguetea con los pies, formando pequeños
montoncitos con las hojas caídas, para luego arrastrarlos de un lado a otro y,
finalmente, deshacerlos. Se agacha y coge una hoja grande, aún verde, con forma
de estrella. La examina cuidadosamente, extendiéndola sobre la palma de su mano
izquierda. Con el dedo índice de la mano libre, recorre el dibujo que la
nervadura imprime sobre el limbo. Después, sigue el trazado de los bordes. Luego,
coloca delicadamente su otra mano sobre la hoja y alisa su superficie,
presionándola con cuidado. Con un suave movimiento, abre su cartera, que lleva
colgada al hombro desde que salió de la facultad, y saca un libro voluminoso,
de pasta dura, del interior de una bolsa de plástico de El Corte Inglés. Relee
el título: Botánica para niños. Lo
abre por la primera página y deposita allí,
justo en el centro, la enorme hoja rescatada del suelo. Cierra la gruesa tapa y
sonríe, manteniendo el volumen fuera de la bolsa, que envía al contenedor de
envases. Después, levanta su mano izquierda, donde ha estado la hoja, con la
palma hacia arriba, y la coloca a la altura del libro, que sostiene con la otra
mano. Contempla unos segundos la superficie blanca de su propia carne.
La campana de
la torre da las seis. Fernando se coloca el libro sobre los ojos, a modo de
visera. Mira a la torre, luego a un lado y a otro de la plaza. Frunce el ceño y
balancea rítmicamente la planta del pie derecho sobre el asfalto, levantando la
punta del zapato, luego el tacón. Repite lo mismo con el pie izquierdo. Mira
otra vez su reloj de pulsera.
Suena el
móvil. Fernando se relaja y mira la pantalla. Lee la palabra “Hospital Universitario”,
escrita con letras de flúor azul. Contesta rápidamente, el libro agarrado
fuertemente a su estómago.
Fernando
suelta el teléfono, aún encendido.
Los viandantes
se agrupan en torno al hombre caído.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario