miércoles, 30 de mayo de 2012

- Relato 4 José Ignacio Ramírez Pino

Ojos pasajeros

“¿Qué querrán esos ojos verdes?”, piensa Mario. Desde hace rato se encuentra sentado en las escaleras de un centro comercial. Afuera llueve. En sus poco más de 35 años de vida, jamás usó el paraguas. ‘Jamás’ es una palabra excesiva. Seguramente habrá olvidado aquel día en el que una compañera de clase le rescató de una repentina tormenta camino de la facultad. Ella no tenía los ojos verdes. Si la volviese a ver, probablemente no la reconocería. Aunque aquellos 200 metros bajo la lluvia, aderezados de un silencio mezclado con el salpicar de torpes palabras, esa noche le impidió conciliar el sueño. Al día siguiente, cuando el sol volvió a gobernar, los sentimientos se habían desvanecido. Con el paraguas sucedió como con esa chica, jamás volvió a usarlo. Las estupideces parece que nunca vienen solas.
-Hola. –Ella sube las escaleras. Lleva un colgante con su nombre, Carmen. Apenas habrá llegado a la mayoría de edad hace unos días. Le ha sonreído. No es como aquella sonrisa del pasado fin de semana en la discoteca. “Esta noche no duermo solo”, pensó entonces. Más bien es un cumplido blanco.
-Hola. –Mario saca las dos sílabas como puede. Ella se ha dado cuenta y duda. Ya no lo mira. Tampoco sonríe, pero los ojos verdes siguen ahí. Al menos, Mario los ha grabado en su disco duro. No se atreve a girarse y a seguir los pasos de la chica. Probablemente se haya marchado ya escalera arriba. Habrá desaparecido para siempre. Mario se vuelve. “Hijo mío, no puedes ser más malo para disimular”, le había dicho su abuela un día en el que trataba de mostrar indiferencia ante una tableta de chocolate-. Hola. –Ahora la palabra, acompañada por un movimiento de la mano, sale con más convicción, pero quizá excesivamente edulcorada-.
-Hola. –Carmen se ha sentado unos peldaños más arriba. Ha vuelto a sonreír y con el gesto se le han iluminado los ojos. Mario advierte que el tejido de unas mallas azules envuelve sus piernas. Lleva puesta una larga camisa, cuyos botones superiores están siendo sometidos a una dura prueba de resistencia-.
Mario recompone su posición. “Tú disimula, que todo el mundo se va a dar cuenta de lo que quieres”. Las palabras de su madre asaltan repentinamente su cabeza. Desde la distancia –la abuela murió hace cinco años y la madre vive a mil kilómetros-, parece que la familia escruta cada uno de sus gestos. En casa había ensayado cientos de veces. Se había convertido en una obsesión. Por más que se esforzaba delante del espejo, el reflejo siempre le devolvía una figura de movimientos y poses artificiales.
Carmen, dominando desde la parte alta de la escalera, repara en el extraño comportamiento de ese chico, que se parece bastante más a su padre que a Adrián, su antiguo novio, al que dejó después de haberlo sorprendido en una fiesta con las manos puestas sobre los pechos desnudos de Diana. Tantos secretos, despertaron en su amiga un irrefrenable deseo hacia el protagonista de aquellas confidencias. Él tampoco puso reparos en consumar la infidelidad. Hay veces que no sabemos lo que hacemos.
-¿Tienes hora? –Del repertorio de sandeces que fluyen en su sesera, a Mario no se le ocurre otra excusa mejor para justificar una nueva mirada a esos ojos verdes. Se ha dado cuenta, comienza a ruborizarse y desvía la atención hacia la carpeta que ella posa encima de sus rodillas. El descubrimiento de la torpeza hace que la sangre fluya con más rapidez a su rostro.
-Es la una y media. –Carmen responde sin apartar los ojos de su móvil. Cuando alza la vista, apenas distingue el azorado perfil de ese híbrido entre Adrián y su padre. “¡Sois los dos iguales!”, le grito una vez a su novio en plena discusión. El muchacho nunca supo si aquello era un insulto o un cumplido.
-Gracias. –La tímida respuesta de Mario apenas llega a los oídos de la chica. Tiene el cordón del botín suelto. Mientras se lo amarra, ella escapa de su visión periférica. El bajo de los pantalones vaqueros está mojado, al igual que los cordones de las zapatillas. Siente que la chica ha desparecido, se gira y se encuentra con los ojos verdes. Esta vez no hay sonrisa, pero la mirada es penetrante. Atrapa el momento. “Fue como una slow motion. Como cuando ves la bala acercarse paso a paso y al protagonista esquivarla con movimientos lentos. Luego, todo se acelera y vuelve a la velocidad normal”, relatará a su amigo Jesús días después-. Gracias -repite, al tiempo que se pregunta qué querrán esos ojos verdes que no paran de observarle.



-¿Te molesta? –Mario acaba de pasar el brazo por encima del hombro de Lucía, su compañera de clase. La gente del instituto ha salido este sábado para vivir la noche. Comprarán unas litros, beberán hasta mezclar la realidad con la ficción y al día siguiente tendrán un divertido tema para comentar con los amigos. Pecados de juventud que se eternizan en la vida.
-No… Claro que no. –Ella, que atrapa fuertemente la cintura de Mario, tiene los ojos verdes-. ¿Por qué me iba a molestar? –Le planta un beso a Mario sobre la mejilla y nota que este se revuelve incómodo. Ella relaja ligeramente la presa-. ¿Pasa algo?
-No… Nada. –Mario es encuentra a menos de un palmo de aquellos ojos. Uno tiene en el iris una mota ligeramente más oscura. Los párpados caen y al levantarse dejan ver un hilillo rojo sobre el blanco del globo ocular-. No pasa nada. Todo está bien. –La mirada de Mario salta de verde a verde. La cuarta de distancia se ha reducido. Los labios de su compañera permanecen ligeramente separados. Los párpados vuelven a caer y se levantan con extrema lentitud. El labio inferior es algo más grueso. Los ojos verdes han desaparecido y las distancias apenas son perceptibles.
-¡Mario! –Una inoportuna mano le ha agarrado el hombro y tira bruscamente hacia atrás. Los ojos de la chica surgen súbitamente, cada vez más pequeños-. Mario, tío. ¿Qué haces? -La pregunta la realiza Jesús, su amigo de la infancia con el que ha compartido guardería, colegio y ahora instituto-. Suelta pelas, tío, que vamos a comprar unas litros.
-¿Tú eres tonto? –Mario agarra fuertemente a su colega por el brazo y lo lleva aparte. La presión crece por momentos y la crispación aumenta en el semblante. –Tú no estás bien de la cabeza, ¿verdad?
-¿Qué haces? Tío, que eso duele. –El aliento huele a tabaco, lo que provoca que Mario se separe.
-¿Qué coño quieres? –Le zarandea del brazo.
-¿De verdad que te gustaría saberlo? –Jesús comienza a exhibir los trazos de una sonrisa, gira el cuello y dirige la mirada hacia donde se encuentra Lucía. Apenas a unos ocho metros, ella sigue la escena en solitario. Un poco más allá, la pandilla se mueve como una masa confusa, doblada entre gritos, risas y empujones, sin saber si avanzar, retroceder o quedarse quieta. Los efectos del alcohol aparecen incluso antes de ingerirlo.
-Te parto la cara. –Mario tiene agarrado a su amigo por el cuello de la camisa-. ¿Me oyes? Te la parto. –Aprieta casi con tanta fuerza los dientes como los dedos. Las cabezas están a punto de chocar.
-Tranquilo, tío. Es broma. –Jesús no pierde la sonrisa. Le da un beso en la boca a Mario.
-Definitivamente, tú eres tonto. –Aparta al compañero de un empujón y con el dorso de la mano se limpia los labios-. Tú eres tonto, seguro. –Escupe al suelo y va hacia Lucía.
-¿No querías un besito? –Jesús se incrusta en la masa de la pandilla entre abrazos y empujones de los colegas. Alguna de las chicas, con estridentes carcajadas, no puede reprimir las lágrimas. Otra golpea repetidas veces con la palma de la mano un escaparate que revela el irreal cuadro de un espectáculo hormonal.
-Lo siento. –Mario está junto a Lucía. Ha puesto sus manos en la cadera de esta. Ella opta por los hombros de él.
-No te preocupes. –Los ojos verdes se posan en los de Mario y viajan rápidamente a sus labios.
-Este tío es tonto. –Mario desliza las manos hasta rodear la cintura de su compañera. El trecho persiste. Lucía clava la vista en su boca. Inmediatamente, de soslayo, observa a la pandilla. Mario la acompaña en el recorrido visual. En medio de la masa, se distingue a Jesús-. Y encima es amigo mío. –Las miradas confluyen otra vez. Mario trata de aproximar a su compañera, pero los ojos verdes permanecen a una prudente distancia.



Vuelve a apartar la vista y disimula contemplar más allá. “Mario, hay veces que se te notan hasta los pensamientos”. El eco de las palabras de su padre le llena de inquietud. Mario es incapaz de sostener la mirada. En cambio ella, que ahora abraza la carpeta, mantiene impasible las retinas verdes sobre un Mario que está cada vez más incómodo. Son unos ojos que muestran curiosidad, pero no interés. “Por un momento, pensé que ella quería algo conmigo”, le contará unas horas después a Jesús, entre caña y caña, poco antes de verse tambalearse delante del espejo, completamente desnudo, acariciado por la amiga de una chica que jadea con Jesús en la habitación de al lado.
La lluvia cesa. La oscuridad comienza a desaparecer. Un rayo que talla el cielo, acompañado por un trueno lejano, advierte que la tormenta sigue ahí. Quizá por ello Mario y Carmen no se mueven del lugar. Siguen sentados en las escaleras.
-Vaya tormenta. –Mario, nuevamente paralizado ante aquellos ojos, trata de romper la ausencia de palabras. Por respuesta no obtiene más que una sonrisa y el eco de ese silencio. La sensación de nerviosismo es parecida a la que experimentó en las oposiciones. “No pasa nada. Estás preparado. Sólo tienes que hacerlo lo mejor posible”, se repitió entonces, una y mil veces, tratando de aplacar con la razón unos presagios que amenazaban con tirar por tierra horas y horas de estudio, además de su futuro.
-Parece que ya ha pasado. –La apreciación de Carmen separa a Mario de sus pensamientos y lo reintegra a la inmortalidad de un instante en el que vuelve a convergir con los ojos verdes. Ella inclina el cuerpo hacia delante y posa la barbilla sobre la carpeta, que no ha dejado de abrazar.



-Me llamo Mario. –Los largos silencios siempre le obligan a decir cualquier cosa. Esta vez, como la excepción que confirma la regla, sale airoso con tres palabras más pertinentes que meditadas.
-Yo soy Sonia. –La interlocutora es una chica de 12 años, cuatro menos que Mario. Tiene los ojos verdes. Grandes, bien colocados en una cara redondeada, algo blanquecina, lo que hace destacar unos labios cuyos proporcionados grosores despiertan hasta los aletargados ánimos-. Me llamo Sonia. –repite la chica. Mario se ha quedado paralizado. Ella duda hasta que se decide y le da dos besos. No son esa clase de besos que estallan en el aire. Más bien pertenecen a esa otra categoría que linda con la intimidad-.
-Llevo tiempo queriéndote conocer. –Mario recuerda la primera vez que la vio. Fue en la Velada del barrio, con la estridente música de los coches locos de fondo. Entonces entendió el significado del amor a primera vista. Lo que ignoraba es que estaba especialmente predispuesto para ello después de una ruptura reciente.
-¿Y eso? –La chica realiza una de esas preguntas de las que se conocen la respuesta, pero cuya contestación alimenta el ego y la autoestima.
-Me gustas mucho. –Mario se muestra tan seductor como convincente. Pero es tan mentira como las de las teleoperadoras que te llaman al móvil para realizarte una oferta irresistible de otra compañía. “Mira, guapa. Quiero conocerte porque hace unas semanas la chica con la que salía me dejó. Se supone que rompimos de común acuerdo. Y andaba desde entonces loco por llenar ese hueco. Además, tienes unos ojos muy parecidos a los de ella. En cierto sentido, me recuerdan a los de ella”. Si Mario llega a mostrarse sincero, estas hubiesen sido sus palabras. Pero, nadie se encuentra obligado a declarar en su propia contra.
-¿Sí? –Sonia tira del hilo. Ya ladea la cabeza, muestra una sonrisa solícita y juguetea con su pelo.
-Sí. –Mario, más centrado en la tarea de comparar esos ojos verdes con los de su ‘ex’, no entra al trapo, aunque sí se atreve a coger la mano de su interlocutora con un par de dedos.
Después de varios días sin verse, volverán a encontrarse en las puertas del instituto. Ella saldrá rápidamente del colegio para tropezarse, como por casualidad, con Mario. Él le preguntará qué hace por allí y Sonia le confesará que quería verle. Charlarán el uno del otro. Ella le contará que trae loca a una compañera de clase, pues no para de hablarle de él. Mario improvisará que no puede dejar de pensar en su iris verde –aunque en realidad a quien no puede quitarse de la cabeza es a su antigua novia-. Y en estas, llegará el momento de la despedida. Los labios se recrearán pausadamente en las mejillas para entrelazarse luego por casualidad. Cuando Mario abra los ojos, los verdes de ella habrán desaparecido para siempre.



-Uno nunca puede fiarse. Con este tiempo… -Mario interrumpe la frase. Su móvil comienza a vibrar en el bolsillo. Es Jesús. “Tío, no te olvides de lo esta noche”, le dice. “Te recojo, nos tomamos unas cervezas y luego vamos a ver qué es lo que pescamos por ahí”. El plan es perfecto-. Perdona –Mario le habla a la chica, aunque encuentra vacío el espacio que ocupaba ella en la escalera. Alarmado, la busca con la mirada. Está seguro que escalera abajo no se ha podido marchar. Lo habría notado. Aunque, con el móvil en la mano, la atención se diluye. Días después se dará cuenta cuando, caminando, se pase de largo su casa y repare en ello un par de kilómetros más adelante. Claro que algo tendrá que ver en el despiste el alcohol ingerido, al igual que la conversación con una conocida que tratará de convencerle para que la rescate y se marche con ella lejos. “Te prometo que no te vas a arrepentir”, le asegurará.



Rosa es una de las niñas de la pandilla con la que jugaba después del colegio a policías y ladrones en el parque. De eso hace casi 25 años. Llevaban mucho tiempo sin verse o al menos sin hacerlo y saludarse. Bien por culpa del uno, bien de la otra, el caso es que otras veces habían simulado como si no se conocieran. Pero hoy ha sido diferente. Los antiguos amigos de la pandilla han quedado. Jesús lo organizó todo. Después de repasar las vidas de unos y otros desde el mediodía, y de regar con cerveza el almuerzo, cada cual se había ido por su lado. Mario, no sabe muy bien cómo, ha acabado con Rosa en la terraza de un bar tomándose la última.
-Quién nos iba a decir que, después de tanto tiempo, íbamos a estar tú y yo aquí, medio borrachos, compartiendo una cerveza. –La apreciación de Rosa va más dirigida a sí misma que a Mario, quien aún aguanta medianamente sobrio.
-Yo no estoy borracho. Todavía no te he tirado los tejos. –Mario mueve distraído el vaso. Lo hace girar y la espuma vuelve a surgir en la cerveza.
-¿Ah, no? –Ella le mira con toda la intensidad que puede.
-No. –Mario reconoce el color verde. Mantiene la mirada. Esos ojos en el pasado le hicieron perder el sentido. Con apenas doce años, había quedado completamente enamorado de Rosa-. Aún no te he dicho que me muero por besar tus labios. –Se le acaba de ocurrir soberana tontería y alimenta el juego sin saber muy bien hacia donde se dirige-.
-Bésame. –Rosa cierra los ojos, junta sus labios y los ofrece en una mueca muy cinematográfica-. Bésame –repite. Mario mira el vaso de cerveza y lo apura. Ella levanta los párpados-. ¿No me vas a besar? –El tono de la pregunta indica que está ofendida, pero la sonrisa delata que se trata sólo de un juego-.
-Más tarde. Después de veinte años, supongo que podrás esperar, ¿no? –La ironía adorna de vez en cuando las palabras de Mario sin que este asuma totalmente el control de lo que dice. Se trata de algo así como un deje natural.
-No, no puedo esperar. –Rosa ha vuelto a cerrar los ojos, a juntar los labios y a ofrecerlos. En otro tiempo, los latidos del corazón de Mario se hubiesen multiplicado como las visitas de un hashtag a punto de convertirse en trending topic. Hoy permanece en unas 70 pulsaciones por minuto.
-¿Qué? –Rosa ha despegado los párpados. Utiliza sus ojos verdes, como antaño, para tratar de seducir con la mirada. -¿Qué? –vuelve a preguntar Mario algo incómodo.
Ella se levanta, rodea la mesa y se para junto a él. Le coge por la barbilla y deja un beso en sus labios. En una nueva acometida, Mario siente una lengua que busca una obertura para penetrar en su boca. De forma instintiva, se retira. Poco a poco los ojos se abren y dejan ver unas pupilas verdes. Salvo una leve excitación, no siente nada. Con mucho menos, otros ojos verdes le hicieron perder el sueño un par de semanas atrás.



De nuevo, caen unas gotas. Chocan con la cubierta metálica y amortiguan ligeramente el sonido de la radio que, a modo de hilo musical, envuelve al centro comercial. Comienza a hacerse tarde y Mario se dispone a marcharse. Antes echa una última ojeada, con la esperanza de que la chica de los ojos verdes aparezca por cualquier lado. Justo a su espalda, sentada, se encuentra ella. Casualidad o no, tiene su atención puesta en Mario. Este, al sentirse observado, desvía la mirada, se desata los cordones de uno de los botines y los ata de nuevo. “Si me giro y vuelvo a encontrarme con sus ojos, voy y me siento junto a ella”, piensa. No está muy convencido, como aquella vez que trató de persuadirse a sí mismo de que sería capaz de romper con un ligue de verano. “Te levantas, te acercas y se lo sueltas. Asunto acabado”, se dijo entonces y se repite ahora.
Con un mal distraído gesto –su mente recupera la letanía familiar: “disimulas peor que un pervertido delante de un sex-shop”, le soltó una vez su abuelo-, se gira y no encuentra más que la decepción, pues la chica está concentrada revisando el contenido de su carpeta. Ella, al saberse contemplada, vuelve a centrar su atención en Mario. Las miradas se cruzan y se mantienen durante un par de segundos perpetuos hasta que un latigazo recorre el cuerpo de Mario y le obliga a buscar con los ojos otro reclamo. Se topa con una chica joven, rubia, con unos pantalones vaqueros ceñidos a su figura y una camisa que invita a imaginar lo que hay más allá. Pero no tiene los ojos verdes.
En su mente sigue impresa la instantánea de esa mirada. Hace unos meses un virus entró en su portátil. Cada cuarto de hora, aparecía en la pantalla un mensaje: “La Policía ha detectado contenidos pornográficos en su equipo. Si en tres días no paga la multa de 100 euros, procederemos a bloquear su ordenador y perderá toda la información”. Como aquel mensaje de entonces, no puede deshacerse de estos ojos verdes de ahora. Acabó formateando el disco duro.
Mario se gira para comprobar que sigue ahí. Y sigue. Y le acaba de sonreír. Y siente el nerviosismo recorrer su cuerpo. Respira hondo. Se convence. Al fin y al cabo, sólo se trata de intercambiar unas palabras con una chica. “Lo haré –piensa-. Me levantaré, me acercaré a ella, le sonreiré y me presentaré. Hablaremos durante un rato. Ya es casi la hora de comer. Le invitaré a almorzar, por qué no. Después tomaremos un café. Nos lo pasaremos bien. Charlaremos y reiremos. Me contará sus cosas. Me hablará de la facultad y de sus proyectos de futuro. Y yo… Yo, mejor, no diré nada. Sólo lo justo para que la conversación continúe. Sin darnos cuenta, la noche se echará encima y la acompañaré a casa…”.
Mario se levanta y comienza a subir los primeros peldaños que le separan de la chica. Un móvil suena. Carmen rebusca en su bolso y lo coge. Empieza una conversación en la sólo deja oír algunos monosílabos. Se levanta. Baja las escaleras poco a poco, dejando caer el peso de su cuerpo de forma alternativa de una a otra pierna. Los monosílabos dan paso a algunas frases. Se detiene al pie de las escaleras, mira hacia arriba y se encuentra con los ojos de Mario. Retoma los monosílabos, suelta alguna carcajada y vuelve a enlazar un par de frases. Camina. Mario la sigue con la vista y vuelven a tropezarse las miradas. La figura de la chica se pierde debajo de las escaleras, pero su voz es aún perceptible. Los altavoces del centro comercial realizan un estruendoso anuncio a sus clientes. La voz de Carmen desaparece; sus ojos verdes, también.

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