Halloween
Roberto
mueve verticalmente su cepillo barriendo las bacterias que ha dejado
la cena en sus dientes. En la parte inferior del espejo se van
formando constelaciones. Aún va por el segundo cepillado cuando el
timbre de la puerta suena. Decide ignorarlo, pues queda hora y media
para que lleguen sus amigos. Además, todavía le queda terminar el
cepillado, enjuagarse la boca y cepillarse por tercera vez. A sus 43
años nunca ha tenido una sola caries y sus encías siempre han sido
rosadas. Poco después vuelve a sonar el timbre, pero esta vez tocan
repetidas veces. Roberto no puede con ese zumbido nervioso. Toma un
sorbo de agua de la taza y escupe sobre el lavabo. No se cansan de
pulsar el timbre. Mientras baja las escaleras va maldiciendo con un
tono ininteligible a quien le ha cortado su rutina. El timbre sigue
sonando incesantemente.
—Así
que esto es lo que haces cuando tu mujer no está en casa, eh —Sergio
entra en la casa sin esperar la invitación de Roberto. Con cada ese
que pronuncia se le escapa un pequeño silbido—. Bueno, no hace
falta que me expliques de dónde ha salido esa espumilla que tienes
en la barbilla.
—Muy
gracioso —Roberto se saca su pañuelo del bolsillo de la camisa—.
Me estaba lavando los dientes.
—Que
raro eres —se deja caer en el sofá—. No sé por qué te lavas
los dientes antes de las tapas.
—No
hay tapas.
—¿Cómo
que no? —se levanta de un golpe—. ¿No habrá queso? ¿Ni
aceitunas? ¿Nada? ¡No me hagas esto! Vengo sin cenar —camina con
paso ligero hacia la cocina.
—Dejé
claro a todos que se viniera cenado —sigue desconfiado a Sergio que
se para en el pasillo que lleva a la cocina donde están las
despensas.
—A
mí no me has dicho nada —busca en una de las despensas de arriba—.
Es más, si estoy aquí, no es precisamente porque me hayas avisado.
Porque me llamó Pedro que si no... —abre despensa de abajo y se
agacha. Roberto estira el brazo y cierra la puerta de la despensa
superior.
—Pensé
que seguías en Mallorca.
—Se
acabó el proyecto —revuelve todo lo que encuentra, cajas de
cereales, briks de leche, un paquete de azúcar, otro de harina de
repostería—. Propuse otro. Me gustaba la vida allí, sobre todo
mis compañeras. Tendrías que ver a mi compañeras. Tendrías que
ver las tetas de mis compañeras —al fin encuentra lo que cree ser
una caja de barritas de chocolate. Se levanta y abre la caja, cuenta
las barritas, coge dos y deja tres. Devuelve la caja a la despensa.
—¿Y
qué te dijeron?
—Que
me olvidara. No tienen más presupuesto para mantenerme allí —rompe
el envoltorio de una de las barritas. Descubre decepcionado que no
tiene ningún recubierto de chocolate—. ¿Qué es esta mierda?
—Son
las barritas energéticas de mi hija. Lleva dos meses yendo al
gimnasio y ha decidido comprarse esa porquería.
—Pues
ya podrían ser de chocolate —en tres bocados ya se ha comido una
barrita y se dispone a volver al salón. Cuando Roberto va a cerrar
la puerta, Sergio la intercepta, coge la caja de nuevo y saca una
barrita más.
—¿Podemos
volver ya al salón, por favor? Y cierra la boca, por lo que más
quieras.
—A
sus órdenes —aún tiene la boca llena. Esta vez no se le escapan
silbidos sino pequeños trozos de la barrita.
Alguien
llama al timbre. A Roberto no le gusta que llamen a la puerta y no
suele acudir a no ser que espere visita. Ya han estado llamando toda
la tarde y Roberto no se ha molestado en abrir. Sabe que esta noche
quedan por llegar cuatro de sus amigos, pero insistió en que no
llegaran antes de las once, para que tuvieran tiempo para comer. De
modo que no piensa abrir. Sergio observa cómo Roberto se sienta
impasible en el sillón sin importarle quién está en la puerta. Le
domina la curiosidad. Quiere que Roberto vaya a abrir la puerta y le
pide que lo haga. Al ver que Roberto se niega comienza a insistirle.
Necesita saber quién llama. Siempre ha sido muy persuasivo, por eso
es un gran profesional como relaciones públicas.
—Está
bien —se levanta Roberto con un rugido y va a abrir la puerta.
—¿Podrías hacer el favor de tirar los envoltorios? —Por la
mirilla ve a un grupo de niños. Abre la puerta.
—Truco
o trato —un niño disfrazado de momia, otro de vampiro y una niña
vestida de bruja se miran enfadados al ver que se han descompasado al
hablar.
—No
entiendo.
—Pues
que nos des caramelos o te haremos algo malo —la momia se retira
las vendas de la boca para que se le entienda.
—Pero
niño, ¿serás maleducado? ¿Cómo te atreves a chantajearme así?
Los
niños se miran entre ellos y con una mirada de confidencia asienten
y presionan los botes de confeti que llevan en las manos. Sergio
apoya las manos en el sofá y se inclina a la derecha con el cuello
alargado. En un momento Roberto está lleno de hilillos de colores.
Los niños saltan y se ríen. Seguidamente salen corriendo. Roberto
está perplejo. Quiere seguir a los niños pero entiende que no tiene
la vitalidad de los pequeños. Sería un gasto inútil de energía.
Con una mano cierra la puerta y con la otra se retira lo que puede de
la cara con el pañuelo. Sergio al verlo no puede evitar la risa.
Sabe lo que acaba de pasar, pero aún así pregunta.
—Pero
bueno, ¿cómo has acabado así?
—Unos
críos. Venían disfrazados y me han tirado esto —se pasa el
pañuelo del bolsillo por los hilos, algunos con forma de gusano,
otros con forma de caracol— Más les vale que no deje manchas.
—Deja
que se diviertan, es Halloween.
—Ese
es el problema. ¿Qué es eso de Halloween? Estamos dejándonos
americanizar. Desde toda la vida en España esta ha sido la noche en
la que se vela a los muertos, no la noche en la que se vela para
hacer de muerto —se siente sucio aunque no tiene manchas, así que
se da más fuerte con el pañuelo—. Y todo por una estúpida
costumbre americana que además ni siquiera tiene su origen en
Estados Unidos.
—Celta
era, ¿no? —Sergio intenta no rebatir para evitar que Roberto se
encienda. Conoce su temperamento cuando se trata de discutir.
—Exacto.
Celta, no estadounidense —sigue sintiendo que la camisa esta sucia
y le incomoda. Roberto comienza a desabotonarse la camisa—. Desde
el siglo XIX que llegaron los inmigrantes irlandeses la costumbre se
arraigó tanto que poco a poco se fue convirtiendo en una tradición
característica de Estados Unidos, sobre todo desde que se empezó a
difundir a través del cine y la televisión —termina de quitarse
el último botón. Debajo lleva una camiseta interior.
—Pero
hombre, ambiéntame el streptease
con música por lo menos.
—Voy
arriba a cambiarme —sube el primer escalón—. Y no es lo único
de lo que se apropian —se vuelve y baja el mismo escalón—.
Estados Unidos es un país sin apenas tradiciones propias, un gran
importador de cultura, en especial de Europa. Si hasta uno de sus
himnos más conocidos es de un inglés: Sir Edward Elgar, autor de
Pompa y
Circunstancia.
—Ni
idea.
—Birretes
y togas. Alumnos que son llamados para recibir su diploma. Y de fondo
Pompa y
Circunstancia.
La obra del Sir Edward Elgar es la marcha que suena en las
graduaciones. Una pena que un himno británico con tanta fuerza sea
más conocido como una de las imágenes más americana —Roberto
observa cómo Sergio se hurga las uñas desinteresado—. Bueno, voy
a por otra camisa.
Sergio aprovecha la ausencia de
Roberto y se dirige a la cocina. Camina de espalda para vigilar que
Roberto no venga. En el trayecto sus piernas rebotan con algo. La
puerta de la despensa seguía abierta. Cierra la puerta y continúa
hasta la cocina caminando normal. Llega al fin a su destino: la
nevera. Abre el cajón de las chacinas y con el jamón york y el
queso en loncha decide hacerse rollitos. Prepara uno y se lo come con
codicia. Mientras está preparando más Roberto se asoma por el
pasillo abotonándose la camisa limpia. Con un “Oye” Sergio da un
salto de la impresión.
—Tú
como en tu casa, sablista.
—Te
he dicho que vengo sin cenar —la comida le abulta la mejilla.
—Podrías
haber aprovechado para tirar los envoltorios que siguen en el salón.
—He
visto que tienes cervezas —en una mano sujeta los cuatro rollos que
acaba de hacer y con la otra arranca un trozo de papel del rollo de
cocina apoyando el codo encima—. Ya podrías invitarme a una.
—Esos
botellines son para cuando vengan todos —abre y cierra uno de los
cajones y después coge el queso y el jamón york que Roberto ha
dejado en la encimera y los mete en la nevera.
—Venga
hombre. Necesito
algo para empujar.
—El
mismo gorrón de siempre —con la nevera aún abierta, saca dos
botellines que sujeta con los dedos de una mano y cierra la nevera
con la otra mano—. Venga, vamos ya al salón.
—Espera
hombre, ¿con qué los abrimos? ¿Con los dientes?
—No,
listo —abre la mano y le enseña un abrebotellas. Abre los dos
botellines y tira las chapas a la bolsa de envases y metales. Se van
de la cocina al salón—. Hablando de dientes, ¿cómo te va con el
implante?
—Estupendamente.
Voy a tener que darte las gracias, tengo que reconocer que has hecho
un buen trabajo —se mira en el espejo que está al lado de la
puerta de la entrada. Su imagen reflejada se pasa la lengua por el
colmillo superior izquierdo.
—No
me las des a mí. Mario es el que hace el trabajo sucio. Yo sólo me
encargo de la artesanía —le sujeta la barbilla y le gira la cabeza
para observar una vez más su dentadura. —Sólo una cosa más,
deberías ir a revisarte de nuevo. Tienes las encías inflamadas.
Deberías cuidar más la higiene.
—Uy,
perdón por no tener los dientes tan perfectos como tú —le toma el
brazo y se lo aparta de la barbilla—. A mí al menos no se me cae
el pelo.
—Mi
calvicie es hereditaria. Yo no he nacido con tu fuerte pelo rizado.
Es algo que no se puede elegir. Sin embargo el no tener una buena
higiene dental es una opción.
—Que
sí. Lo que tú digas —Sergio bebe del botellín y se sienta con el
brazo derecho por detrás del respaldo y el pie derecho sobre la
rodilla izquierda. Roberto se úne. Se quedan un momento callados.
Sergio está a punto de llevarse el botellín a la boca cuando el
timbre suena y del sobresalto se derrama un poco de cerveza sobre la
camiseta—. ¿No vas a abrir? —se estira la camiseta y después de
dejar el botellín en la mesa se pasa la mano repetidas veces sobre
la mancha.
—¿Para
qué? ¿Para que me vuelvan a llenar de esa cochinada?
—Los
niños suelen se muy insistentes. Si no abres ahora, volverán a
llamar. Igual hasta le dan una y otra vez hasta quemarlo.
—De
qué me sonará eso —dice Roberto entre dientes.
—Y
tu timbre es tan molesto. Es como un calambrazo en la cabeza. Ya
podría ser en clásico dingdong.
—El timbre vuelve a sonar—. Ahí los tienes, llamando de nuevo
como te he dicho.
—Está
bien. Pero si vuelven a darme esa ducha de colorines pienso llamar a
sus padres —se levanta y deja su botellín sobre el posavasos. Coge
el de Sergio y lo coloca en el otro posavasos—. Esos envoltorios,
por favor.
—¡Ánimo
tigre! —coge los envoltorios y cuando Roberto se da la vuelta
vuelve a dejarlos en la mesa.
Roberto
abre la puerta y esta vez le esperan un león y un demonio. Al ver a
Roberto los dos niños sueltan su tan ensayado “truco o trato”.
Roberto echa un vistazo a sus pequeñas manos. Cuatro manos, dos
calabazas de plástico llenas de caramelos y ningún rastro de
confeti. Receloso les
responde con una falsa dulce voz que no tiene nada. El león le
alivia diciendo que no pasa nada y levanta levemente un brazo.
Roberto se siente amenazado ante este gesto, piensa que es el
comienzo del “trato” así que cierra los ojos y se cubre la cara
con los brazos. Sin embargo el brazo del niño se agita
despidiéndose. Cierra la puerta y le echa una mirada de sosiego a
Sergio. Justo cuando da un par de pasos suenan fuertes golpes en la
puerta. Con el dedo firme sobre sus labios pide silencio a Sergio.
Sergio le imita y se pone el dedo sobre los labios también. El aire
se le escapa en forma de silbido. Roberto se asoma por la mirilla.
—¡Hijos
de...!
—¿Qué
pasa?
—¡Están
tirando huevos! ¡Menudos malcriados! —sujeta el picaporte y lo
baja.
—Yo
que tú no abriría si no te quieres llevar un huevazo.
—¿Y
dejar que se vayan así como así? —comienza a dar vueltas por todo
el salón para relajarse.
—No
tienes más remedio.
—Seguro
que habrán sacado esa idea de alguna serie americana.
—Ya
estamos otra vez. Escucha, ya han parado.
—Podrían
tener costumbres más respetuosas. Pero, ¿qué se va a esperar de un
país en el que aún tienen pena de muerte?
La
puerta se abre. Entra Susana, la hija de Roberto, vestida con un
atuendo bastante provocativo de gata. Se queda mirando la puerta.
—¿Qué
ha pasado aquí? —deja las llaves en la mesilla que está junto a
la puerta.
—Unos
críos... ¡unos vándalos! No les he dado lo que querían y han
hecho esta burrada. Las llaves a su sitio. ¿Qué haces aquí?
—Normal.
Es Halloween —coge las llaves y las cuelga de uno de los ganchos de
la pared que hay entre la puerta y el espejo—. Me he pegado la
paliza para llegar a casa de Alicia... ah hola Roberto.
—Hola
Susana —se esfuerza es pronunciar bien su nombre. Desde pequeña
Susana siempre se ha reído de la dislalia de Sergio y por ello
intenta corregirlo delante de ella.
—Se
me ha olvidado el dinero papá. Y hay que pagar para la comida y la
bebida... los refrescos y eso.
—Ya,
los refrescos —Sergio suelta un ronquido por la nariz a modo de
carcajada. Susana le lanza su mirada más afilada.
—¿Has
llamado a tu madre? —Roberto coge de la mesilla su cartera y saca
diez euros.
—No
me contesta. Estará cotorreando con sus amigas. Bueno, me voy, hasta
mañana —coge el billete, le da un beso a su padre y descuelga las
llaves—. Adiós Sergio.
Sergio
se despide desde el sofá. Ha decidido no moverse más. Roberto coge
su cerveza y se sienta en el sillón.
—¿Ha
cumplido ya los 18?
—¡Ni
se te ocurra! Estás mal, eh. Búscate una novia ya.
—Ni
de coña. ¿Para que me de la lata con el matrimonio y se divorcie a
los tres años? Estoy muy bien como estoy, gracias.
—Estaba
claro que sólo quería los papeles. Nos cansamos de decírtelo.
—Lo
hecho hecho está. No me vengas a estas alturas con un “te lo dije”
—va a tomar un sorbo de su cerveza pero descubre que ya no le queda
más—. Ve a por otra, anda.
—¿Por
qué no vas tú? A mí todavía me queda.
—Por
lo que parece no eres el anfitrión del que tanto presumes ser...
—levanta el botellín. A través de él Sergio lo ve todo marrón—.
Estás perdiendo virtudes con la edad. Y pelo también.
—Vale,
voy. Pero deja de insultar, cretino —se levanta y le quita el
botellín de un tirón—. Aunque para revolverlo todo porque tienes
hambre no te hace falta anfitrión.
—Venga
Bertito, que sé que lo haces con gusto.
Roberto
no llega a cruzar la puerta de la cocina cuando pulsan el timbre.
Esta vez no necesitará la insistencia de Sergio para abrir. Tiene
claro lo que va a hacer. Se dirige con paso firme hacia la puerta y
la abre. Ni siquiera mira a quienes están detrás de la puerta. Dos
niños, vampiro el más pequeño y zombie el mayor, ni siquiera
tienen tiempo de hablar.
—¡Ni
truco ni leches! ¡En esta casa no hay guarrerías para vosotros!
—sujeta al más pequeño por el brazo—.
¡Y ojo con hacerme
algo! ¡Como saquéis algo raro pienso llamar a vuestros padres!
¿Entendido? —El más pequeño comienza a llorar—. ¡He dicho que
si lo habéis entendido!
—Sss...
si señor —dice el mayor. Roberto suelta el brazo del pequeño—.
Vámonos Toñín, este hombre está borracho— los dos se vuelven
para irse—. ¿No ves la cerveza que tiene en la mano? — el más
chico se da la vuelta, aún sobrecogido, para mirar, pero el otro
niño tira de él y se van.
A
Roberto se le hinchan los carrillos por el comentario, pero no dice
nada. Se queda vigilándolos. De fondo suena la voz de Sergio
llamando a Roberto para saber qué pasa, aunque, como en las otras
ocasiones, ha estado pendiente de lo que pasa desde el sofá.
—Pero
qué bien se te dan los niños, Torrebruno. Quién diría que has
tenido una hija...
—¿Sabes
qué? —deja el botellín sobre la mesa—. Que la cerveza te la
traes tú. Por gracioso.
El
teléfono suena. Antes de responder Roberto mueve la cabeza y señala
la cocina autoritariamente para hacer que Sergio se mueva. Es Ramón.
Llama para anunciar que no va a llegar a tiempo porque tiene visita,
su suegra parece estar a gusto. Durante la conversación Sergio hace
churros con los envoltorios y los mete uno a uno por la boca del
botellín.
—De
acuerdo. Intenta no retrasarte mucho y no te olvides de las fichas de
póquer —Roberto cuelga el teléfono—. ¿De qué te ríes?
—No,
de nada. Después de haberme dado la lata quejándote de Estados
Unidos y de enfadarte a saber cuántas veces porque los niños hacen
americanadas, resulta que nos vamos a reunir un grupo de amigos a
jugar póquer y a beber cerveza. Y luego qué haremos, ¿hablar de
béisbol? ¿Puede haber algo más americano?
—En
realidad el póquer no es americano. Se supone que su origen es
francés.
—Pues
igual que la música del Edgar Allan ese.
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