sábado, 19 de mayo de 2012

-Relato 2 de Carmen Rodríguez Pérez


Halloween

Roberto mueve verticalmente su cepillo barriendo las bacterias que ha dejado la cena en sus dientes. En la parte inferior del espejo se van formando constelaciones. Aún va por el segundo cepillado cuando el timbre de la puerta suena. Decide ignorarlo, pues queda hora y media para que lleguen sus amigos. Además, todavía le queda terminar el cepillado, enjuagarse la boca y cepillarse por tercera vez. A sus 43 años nunca ha tenido una sola caries y sus encías siempre han sido rosadas. Poco después vuelve a sonar el timbre, pero esta vez tocan repetidas veces. Roberto no puede con ese zumbido nervioso. Toma un sorbo de agua de la taza y escupe sobre el lavabo. No se cansan de pulsar el timbre. Mientras baja las escaleras va maldiciendo con un tono ininteligible a quien le ha cortado su rutina. El timbre sigue sonando incesantemente.
—Así que esto es lo que haces cuando tu mujer no está en casa, eh —Sergio entra en la casa sin esperar la invitación de Roberto. Con cada ese que pronuncia se le escapa un pequeño silbido—. Bueno, no hace falta que me expliques de dónde ha salido esa espumilla que tienes en la barbilla.
—Muy gracioso —Roberto se saca su pañuelo del bolsillo de la camisa—. Me estaba lavando los dientes.
—Que raro eres —se deja caer en el sofá—. No sé por qué te lavas los dientes antes de las tapas.
—No hay tapas.
—¿Cómo que no? —se levanta de un golpe—. ¿No habrá queso? ¿Ni aceitunas? ¿Nada? ¡No me hagas esto! Vengo sin cenar —camina con paso ligero hacia la cocina.
—Dejé claro a todos que se viniera cenado —sigue desconfiado a Sergio que se para en el pasillo que lleva a la cocina donde están las despensas.
—A mí no me has dicho nada —busca en una de las despensas de arriba—. Es más, si estoy aquí, no es precisamente porque me hayas avisado. Porque me llamó Pedro que si no... —abre despensa de abajo y se agacha. Roberto estira el brazo y cierra la puerta de la despensa superior.
—Pensé que seguías en Mallorca.
—Se acabó el proyecto —revuelve todo lo que encuentra, cajas de cereales, briks de leche, un paquete de azúcar, otro de harina de repostería—. Propuse otro. Me gustaba la vida allí, sobre todo mis compañeras. Tendrías que ver a mi compañeras. Tendrías que ver las tetas de mis compañeras —al fin encuentra lo que cree ser una caja de barritas de chocolate. Se levanta y abre la caja, cuenta las barritas, coge dos y deja tres. Devuelve la caja a la despensa.
—¿Y qué te dijeron?
—Que me olvidara. No tienen más presupuesto para mantenerme allí —rompe el envoltorio de una de las barritas. Descubre decepcionado que no tiene ningún recubierto de chocolate—. ¿Qué es esta mierda?
—Son las barritas energéticas de mi hija. Lleva dos meses yendo al gimnasio y ha decidido comprarse esa porquería.
—Pues ya podrían ser de chocolate —en tres bocados ya se ha comido una barrita y se dispone a volver al salón. Cuando Roberto va a cerrar la puerta, Sergio la intercepta, coge la caja de nuevo y saca una barrita más.
—¿Podemos volver ya al salón, por favor? Y cierra la boca, por lo que más quieras.
—A sus órdenes —aún tiene la boca llena. Esta vez no se le escapan silbidos sino pequeños trozos de la barrita.
Alguien llama al timbre. A Roberto no le gusta que llamen a la puerta y no suele acudir a no ser que espere visita. Ya han estado llamando toda la tarde y Roberto no se ha molestado en abrir. Sabe que esta noche quedan por llegar cuatro de sus amigos, pero insistió en que no llegaran antes de las once, para que tuvieran tiempo para comer. De modo que no piensa abrir. Sergio observa cómo Roberto se sienta impasible en el sillón sin importarle quién está en la puerta. Le domina la curiosidad. Quiere que Roberto vaya a abrir la puerta y le pide que lo haga. Al ver que Roberto se niega comienza a insistirle. Necesita saber quién llama. Siempre ha sido muy persuasivo, por eso es un gran profesional como relaciones públicas.
—Está bien —se levanta Roberto con un rugido y va a abrir la puerta. —¿Podrías hacer el favor de tirar los envoltorios? —Por la mirilla ve a un grupo de niños. Abre la puerta.
—Truco o trato —un niño disfrazado de momia, otro de vampiro y una niña vestida de bruja se miran enfadados al ver que se han descompasado al hablar.
—No entiendo.
—Pues que nos des caramelos o te haremos algo malo —la momia se retira las vendas de la boca para que se le entienda.
—Pero niño, ¿serás maleducado? ¿Cómo te atreves a chantajearme así?
Los niños se miran entre ellos y con una mirada de confidencia asienten y presionan los botes de confeti que llevan en las manos. Sergio apoya las manos en el sofá y se inclina a la derecha con el cuello alargado. En un momento Roberto está lleno de hilillos de colores. Los niños saltan y se ríen. Seguidamente salen corriendo. Roberto está perplejo. Quiere seguir a los niños pero entiende que no tiene la vitalidad de los pequeños. Sería un gasto inútil de energía. Con una mano cierra la puerta y con la otra se retira lo que puede de la cara con el pañuelo. Sergio al verlo no puede evitar la risa. Sabe lo que acaba de pasar, pero aún así pregunta.
—Pero bueno, ¿cómo has acabado así?
—Unos críos. Venían disfrazados y me han tirado esto —se pasa el pañuelo del bolsillo por los hilos, algunos con forma de gusano, otros con forma de caracol— Más les vale que no deje manchas.
—Deja que se diviertan, es Halloween.
—Ese es el problema. ¿Qué es eso de Halloween? Estamos dejándonos americanizar. Desde toda la vida en España esta ha sido la noche en la que se vela a los muertos, no la noche en la que se vela para hacer de muerto —se siente sucio aunque no tiene manchas, así que se da más fuerte con el pañuelo—. Y todo por una estúpida costumbre americana que además ni siquiera tiene su origen en Estados Unidos.
—Celta era, ¿no? —Sergio intenta no rebatir para evitar que Roberto se encienda. Conoce su temperamento cuando se trata de discutir.
—Exacto. Celta, no estadounidense —sigue sintiendo que la camisa esta sucia y le incomoda. Roberto comienza a desabotonarse la camisa—. Desde el siglo XIX que llegaron los inmigrantes irlandeses la costumbre se arraigó tanto que poco a poco se fue convirtiendo en una tradición característica de Estados Unidos, sobre todo desde que se empezó a difundir a través del cine y la televisión —termina de quitarse el último botón. Debajo lleva una camiseta interior.
—Pero hombre, ambiéntame el streptease con música por lo menos.
Voy arriba a cambiarme —sube el primer escalón—. Y no es lo único de lo que se apropian —se vuelve y baja el mismo escalón—. Estados Unidos es un país sin apenas tradiciones propias, un gran importador de cultura, en especial de Europa. Si hasta uno de sus himnos más conocidos es de un inglés: Sir Edward Elgar, autor de Pompa y Circunstancia.
Ni idea.
Birretes y togas. Alumnos que son llamados para recibir su diploma. Y de fondo Pompa y Circunstancia. La obra del Sir Edward Elgar es la marcha que suena en las graduaciones. Una pena que un himno británico con tanta fuerza sea más conocido como una de las imágenes más americana —Roberto observa cómo Sergio se hurga las uñas desinteresado—. Bueno, voy a por otra camisa.
Sergio aprovecha la ausencia de Roberto y se dirige a la cocina. Camina de espalda para vigilar que Roberto no venga. En el trayecto sus piernas rebotan con algo. La puerta de la despensa seguía abierta. Cierra la puerta y continúa hasta la cocina caminando normal. Llega al fin a su destino: la nevera. Abre el cajón de las chacinas y con el jamón york y el queso en loncha decide hacerse rollitos. Prepara uno y se lo come con codicia. Mientras está preparando más Roberto se asoma por el pasillo abotonándose la camisa limpia. Con un “Oye” Sergio da un salto de la impresión.
Tú como en tu casa, sablista.
Te he dicho que vengo sin cenar —la comida le abulta la mejilla.
Podrías haber aprovechado para tirar los envoltorios que siguen en el salón.
—He visto que tienes cervezas —en una mano sujeta los cuatro rollos que acaba de hacer y con la otra arranca un trozo de papel del rollo de cocina apoyando el codo encima—. Ya podrías invitarme a una.
—Esos botellines son para cuando vengan todos —abre y cierra uno de los cajones y después coge el queso y el jamón york que Roberto ha dejado en la encimera y los mete en la nevera.
—Venga hombre. Necesito algo para empujar.
El mismo gorrón de siempre —con la nevera aún abierta, saca dos botellines que sujeta con los dedos de una mano y cierra la nevera con la otra mano—. Venga, vamos ya al salón.
—Espera hombre, ¿con qué los abrimos? ¿Con los dientes?
—No, listo —abre la mano y le enseña un abrebotellas. Abre los dos botellines y tira las chapas a la bolsa de envases y metales. Se van de la cocina al salón—. Hablando de dientes, ¿cómo te va con el implante?
—Estupendamente. Voy a tener que darte las gracias, tengo que reconocer que has hecho un buen trabajo —se mira en el espejo que está al lado de la puerta de la entrada. Su imagen reflejada se pasa la lengua por el colmillo superior izquierdo.
—No me las des a mí. Mario es el que hace el trabajo sucio. Yo sólo me encargo de la artesanía —le sujeta la barbilla y le gira la cabeza para observar una vez más su dentadura. —Sólo una cosa más, deberías ir a revisarte de nuevo. Tienes las encías inflamadas. Deberías cuidar más la higiene.
—Uy, perdón por no tener los dientes tan perfectos como tú —le toma el brazo y se lo aparta de la barbilla—. A mí al menos no se me cae el pelo.
—Mi calvicie es hereditaria. Yo no he nacido con tu fuerte pelo rizado. Es algo que no se puede elegir. Sin embargo el no tener una buena higiene dental es una opción.
—Que sí. Lo que tú digas —Sergio bebe del botellín y se sienta con el brazo derecho por detrás del respaldo y el pie derecho sobre la rodilla izquierda. Roberto se úne. Se quedan un momento callados. Sergio está a punto de llevarse el botellín a la boca cuando el timbre suena y del sobresalto se derrama un poco de cerveza sobre la camiseta—. ¿No vas a abrir? —se estira la camiseta y después de dejar el botellín en la mesa se pasa la mano repetidas veces sobre la mancha.
—¿Para qué? ¿Para que me vuelvan a llenar de esa cochinada?
—Los niños suelen se muy insistentes. Si no abres ahora, volverán a llamar. Igual hasta le dan una y otra vez hasta quemarlo.
—De qué me sonará eso —dice Roberto entre dientes.
—Y tu timbre es tan molesto. Es como un calambrazo en la cabeza. Ya podría ser en clásico dingdong. —El timbre vuelve a sonar—. Ahí los tienes, llamando de nuevo como te he dicho.
—Está bien. Pero si vuelven a darme esa ducha de colorines pienso llamar a sus padres —se levanta y deja su botellín sobre el posavasos. Coge el de Sergio y lo coloca en el otro posavasos—. Esos envoltorios, por favor.
—¡Ánimo tigre! —coge los envoltorios y cuando Roberto se da la vuelta vuelve a dejarlos en la mesa.
Roberto abre la puerta y esta vez le esperan un león y un demonio. Al ver a Roberto los dos niños sueltan su tan ensayado “truco o trato”. Roberto echa un vistazo a sus pequeñas manos. Cuatro manos, dos calabazas de plástico llenas de caramelos y ningún rastro de confeti. Receloso les responde con una falsa dulce voz que no tiene nada. El león le alivia diciendo que no pasa nada y levanta levemente un brazo. Roberto se siente amenazado ante este gesto, piensa que es el comienzo del “trato” así que cierra los ojos y se cubre la cara con los brazos. Sin embargo el brazo del niño se agita despidiéndose. Cierra la puerta y le echa una mirada de sosiego a Sergio. Justo cuando da un par de pasos suenan fuertes golpes en la puerta. Con el dedo firme sobre sus labios pide silencio a Sergio. Sergio le imita y se pone el dedo sobre los labios también. El aire se le escapa en forma de silbido. Roberto se asoma por la mirilla.
—¡Hijos de...!
—¿Qué pasa?
—¡Están tirando huevos! ¡Menudos malcriados! —sujeta el picaporte y lo baja.
—Yo que tú no abriría si no te quieres llevar un huevazo.
—¿Y dejar que se vayan así como así? —comienza a dar vueltas por todo el salón para relajarse.
—No tienes más remedio.
—Seguro que habrán sacado esa idea de alguna serie americana.
—Ya estamos otra vez. Escucha, ya han parado.
—Podrían tener costumbres más respetuosas. Pero, ¿qué se va a esperar de un país en el que aún tienen pena de muerte?
La puerta se abre. Entra Susana, la hija de Roberto, vestida con un atuendo bastante provocativo de gata. Se queda mirando la puerta.
—¿Qué ha pasado aquí? —deja las llaves en la mesilla que está junto a la puerta.
—Unos críos... ¡unos vándalos! No les he dado lo que querían y han hecho esta burrada. Las llaves a su sitio. ¿Qué haces aquí?
—Normal. Es Halloween —coge las llaves y las cuelga de uno de los ganchos de la pared que hay entre la puerta y el espejo—. Me he pegado la paliza para llegar a casa de Alicia... ah hola Roberto.
—Hola Susana —se esfuerza es pronunciar bien su nombre. Desde pequeña Susana siempre se ha reído de la dislalia de Sergio y por ello intenta corregirlo delante de ella.
—Se me ha olvidado el dinero papá. Y hay que pagar para la comida y la bebida... los refrescos y eso.
—Ya, los refrescos —Sergio suelta un ronquido por la nariz a modo de carcajada. Susana le lanza su mirada más afilada.
—¿Has llamado a tu madre? —Roberto coge de la mesilla su cartera y saca diez euros.
—No me contesta. Estará cotorreando con sus amigas. Bueno, me voy, hasta mañana —coge el billete, le da un beso a su padre y descuelga las llaves—. Adiós Sergio.
Sergio se despide desde el sofá. Ha decidido no moverse más. Roberto coge su cerveza y se sienta en el sillón.
—¿Ha cumplido ya los 18?
—¡Ni se te ocurra! Estás mal, eh. Búscate una novia ya.
—Ni de coña. ¿Para que me de la lata con el matrimonio y se divorcie a los tres años? Estoy muy bien como estoy, gracias.
—Estaba claro que sólo quería los papeles. Nos cansamos de decírtelo.
—Lo hecho hecho está. No me vengas a estas alturas con un “te lo dije” —va a tomar un sorbo de su cerveza pero descubre que ya no le queda más—. Ve a por otra, anda.
—¿Por qué no vas tú? A mí todavía me queda.
—Por lo que parece no eres el anfitrión del que tanto presumes ser... —levanta el botellín. A través de él Sergio lo ve todo marrón—. Estás perdiendo virtudes con la edad. Y pelo también.
—Vale, voy. Pero deja de insultar, cretino —se levanta y le quita el botellín de un tirón—. Aunque para revolverlo todo porque tienes hambre no te hace falta anfitrión.
—Venga Bertito, que sé que lo haces con gusto.
Roberto no llega a cruzar la puerta de la cocina cuando pulsan el timbre. Esta vez no necesitará la insistencia de Sergio para abrir. Tiene claro lo que va a hacer. Se dirige con paso firme hacia la puerta y la abre. Ni siquiera mira a quienes están detrás de la puerta. Dos niños, vampiro el más pequeño y zombie el mayor, ni siquiera tienen tiempo de hablar.
—¡Ni truco ni leches! ¡En esta casa no hay guarrerías para vosotros! —sujeta al más pequeño por el brazo—. ¡Y ojo con hacerme algo! ¡Como saquéis algo raro pienso llamar a vuestros padres! ¿Entendido? —El más pequeño comienza a llorar—. ¡He dicho que si lo habéis entendido!
—Sss... si señor —dice el mayor. Roberto suelta el brazo del pequeño—. Vámonos Toñín, este hombre está borracho— los dos se vuelven para irse—. ¿No ves la cerveza que tiene en la mano? — el más chico se da la vuelta, aún sobrecogido, para mirar, pero el otro niño tira de él y se van.
A Roberto se le hinchan los carrillos por el comentario, pero no dice nada. Se queda vigilándolos. De fondo suena la voz de Sergio llamando a Roberto para saber qué pasa, aunque, como en las otras ocasiones, ha estado pendiente de lo que pasa desde el sofá.
—Pero qué bien se te dan los niños, Torrebruno. Quién diría que has tenido una hija...
—¿Sabes qué? —deja el botellín sobre la mesa—. Que la cerveza te la traes tú. Por gracioso.
El teléfono suena. Antes de responder Roberto mueve la cabeza y señala la cocina autoritariamente para hacer que Sergio se mueva. Es Ramón. Llama para anunciar que no va a llegar a tiempo porque tiene visita, su suegra parece estar a gusto. Durante la conversación Sergio hace churros con los envoltorios y los mete uno a uno por la boca del botellín.
—De acuerdo. Intenta no retrasarte mucho y no te olvides de las fichas de póquer —Roberto cuelga el teléfono—. ¿De qué te ríes?
—No, de nada. Después de haberme dado la lata quejándote de Estados Unidos y de enfadarte a saber cuántas veces porque los niños hacen americanadas, resulta que nos vamos a reunir un grupo de amigos a jugar póquer y a beber cerveza. Y luego qué haremos, ¿hablar de béisbol? ¿Puede haber algo más americano?
—En realidad el póquer no es americano. Se supone que su origen es francés.
—Pues igual que la música del Edgar Allan ese.

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