martes, 8 de mayo de 2012

Relato3 Fernando Morago Rodríguez

La vecina

La mirada perdida de Fernando sobrevolaba la piscina y el jardín como si no pudiera identificar nada de lo que se ofrecía ante sus ojos. Estaba cansado, no había podido dormir en toda la noche. También hoy parecía ausente; y tampoco había conseguido trabajar aunque sólo fuera un poco.
--Hola, monstruo, ¿qué tal ha ido tu mañana? –Reyes acababa de entrar y, como siempre, dejó el bolso entre el ordenador y Fernando. De un manotazo enérgico pero indiferente, él lo aparta--. Vaya, veo que sigues igual. –Reyes se acerca a la puerta-ventana lateral del estudio y observa el alto seto que separa la casa del chalet contiguo, ahora en silencio.
--Pues sí, no consigo hilvanar dos frases seguidas.
--Tranquilo, todo se arreglará –contesta Reyes. A sus cuarenta años tiene el mismo porte de diosa que a los veinte y a los treinta y parece que lo conservará hasta el momento de su muerte, como una estatua griega a la que la acumulación de suciedad es el único perjuicio que puede causar, sobre su pétrea y fría anatomía, el paso de los años.
Fernando se levanta, se acerca a la mujer, le echa las solapas de la chaqueta hacia atrás, hasta el centro de la espalda. Inmovilizada, la besa con forzada lascivia.
--Suéltame –dice Reyes sonriendo sobre los labios del hombre--. Me vas a arrugar el traje. Sobón.
Fernando se aleja displicente tras colocar cuidadosamente la prenda sobre los hombros de la mujer. El estudio es rectangular, acristalado por dos de sus cuatro lados, con grandes puerta-ventanas dobles que dan acceso al jardín. El huerto se encuentra en la fachada opuesta de la casa. Fernando va a recoger algunos tomates.


A primera hora de la mañana, como todos los días antes de desayunar, estuvo trabajando allí un rato. Removiendo la tierra, deshijando tomateras, comprobando el sistema de riego y si los brotes de los pimientos tenían pulgón. Agazapado ha observado a la mujer a través de los diminutos huecos que deja el seto entre las ramas. A la misma hora de siempre ella ha sacado el coche, se ha bajado, se ha asegurado de que la puerta del garaje quedase bien cerrada, se ha vuelto a subir y ha arrancado. Cuando la ha perdido de vista Fernando se ha quitado los guantes, ha entrado en la cocina, se ha lavado las manos y ha preparado el café del desayuno, con el ruido de fondo de la ducha de Reyes en el piso de arriba.


--¿Quieres que haga una ensalada? –pregunta Fernando.
Reyes acaba de reaparecer en la cocina ya sin el inútil sujetador, con una camisola estampada en tonos alegres y unas alpargatas de medio tacón que realzan su culo al caminar sobre las larguísimas piernas.
–Los tomates están calientes, los acabo de traer del huerto, esta mañana se me olvidó coger algunos. Me lo podías haber recordado.
--No me fijé en lo que traías, tenía mucha prisa. Y el hortelano eres tú.
--Bueno, pero podrías ayudarme un poco de vez en cuando, cada vez tengo más terreno cultivado y pierdo mucho tiempo. Me canso ya.
--¡Ay, mi hombre grande que se cansa, que ya está mayor! Con esos cuarenta y siete añazos que ya los quisieran sus sobrinos y todas las envidiosas que no paran de comérselo con los ojos.
--Ya no todas…
--Pero si siempre me has ganado las apuestas. Ni una se te ha resistido. Y mira que te lo he puesto difícil. Acuérdate de mi hermana, lo más cerrado del mundo y cómo la pusiste. Tantos años juntas y no sabía yo que pudiera ser tan suelta en la intimidad. Y el cuñado que casi se entera.
–Lo mío me costó –Fernando sonríe presuntuoso. Siempre ha tenido éxito con las mujeres: es alto y atractivo--. Lo de los desafíos fue cosa tuya…
--Ya sabes: para que no me abandonaras por otra como hiciste con Ana cuando me conociste. Si te dejo ser como eres, tú no me dejarás a mí ¿Te he vuelto a regalar bien los oídos, nene?
--Ahora no me vengas con retos eh, no está este culo para pollas
--¿No? ¡Pero si no puedes vivir sin engatusar a alguna! Y a mí me encanta: sentirme magnánima con ellas, que sepan que eres mío, y que sepan que lo sé ¡Hummmm! –Reyes se frota las manos, golosa--. Además, ahora te vendría bien, estás muy apagado últimamente.
--Mira que eres golfa, tía.
--¡Eh! Que no soy yo la que está por ahí con nadie.
--Porque no quieres.
--Claro que no –Reyes abraza por detrás a Fernando que está preparando la ensalada--. Porque no quiero.
--A ti no te hace falta para ser tan zorra.
--Tu zorra, guapo, y bien que te gusta.


Sofocada, sudorosa, con el pelo revuelto, los tirantes del corsé en los costados del torso, las tetas por encima de la copas y las medias retorcidas, va apagando una por una las velas repartidas por la habitación.
--¿Qué pasa, Fernando? –Reyes vuelve a la cama y se acurruca al lado del hombre.
--No sé, no duermo, no me relajo, no puedo escribir…
--Voy a volver a hablar con el presidente de la comunidad.
--¿Para qué? No sirve de nada. No hace nada mal…
--Lo que no sirve de nada es que no podamos follar como siempre.
--Tampoco nos pasa todos los días. Una mala tarde la tiene cualquiera.
--Una mala tarde, dices. Parecemos dos viejos puritanos.
--Dos viejos puritanos no joden todos los días.
--Pero sí que deben follar como nosotros desde que apareció. Y nosotros no jodemos todos los días, sólo lo intentamos. --Ella se aparta y se tapa con la sábana.
--Así me ayudas poco. –Fernando enciende un cigarrillo y se lo pasa a ella, luego prende otro para sí--. Ni te imaginas lo mortificante que es esto.
--¿Y yo qué? Preparo el ambiente, me pongo sexy, estoy totalmente salida, empapada y, a medio polvo, adiós ¿Dónde vas ahora?
--A mear, ¿puedo?
La puerta del baño golpea contra el marco. Desde dentro Fernando sigue hablando como queriendo quitar hierro al asunto.
--Pero tú bien que te has corrido, guapa. Todavía te tengo pegajosos los morros. Ahí se va a quedar, mira tú.
--Joder, Fernando, no es eso lo que quiero. Pretendes dejarme satisfecha, como si fuera un trámite que desagravia tu hombría. –Huele a cera quemada y humo de pábilo--. Yo también me siento humillada, siento que no te sirvo.
--Te recuerdo que tú anduviste algo cortita un tiempo. Antes de venirnos a esta casa. –Habían comprado el chalet hacía dos años. Un lugar silencioso, tranquilo, amplio, luminoso, y con un enorme jardín, donde él pudiera aislarse. Era una urbanización de grandes parcelas, en el campo, sin club social, donde no era necesario tratarse con los vecinos--. Pues ahora parece que me toca a mí.
--Pero yo no estaba casi muerta. Me aterraba que nos metiéramos en un gasto tan grande. Por qué no me haces caso y vas a ver Ignacio. Sólo para hablar con él. –La cisterna descarga el agua--. Quiero volver a sentirte chorreando dentro de mí. Esa polla dura y dispuesta a todas horas. Quiero volver a tenerte como siempre.


Aún era noche cerrada cuando ya estaba en el huerto trabajando sigilosamente a oscuras: si encendía los focos llamaría la atención. Oye un ligero ruido en la casa de al lado y se acerca de puntillas a la valla vegetal. Fernando empuña con fuerza el astil de la azada mientras la ve cerrar la puerta del garaje. Es la primera vecina que sale todas las mañanas. El sonido del motor y la música del coche desbaratan la paz del inminente amanecer.
--Vaya, hoy te has levantado antes. –Reyes está moliendo el café. El aroma moreno y grave de los granos quebrándose inunda la cocina con su espíritu vivificante. Los servicios de desayuno están ya en la mesa de la terraza. Fernando lava el nuevo suministro de verduras frescas--. Si me da tiempo, hago un gazpacho. Quizás sea mejor que pasarme la mañana como un gilipollas delante del ordenador. Y a ver si me acuerdo de coger algunas naranjas, casi no quedan para el zumo.
--Esta noche no has parado de dar vueltas y cuando te has ido ya no he podido seguir durmiendo.
--Ese zumbido… que me tiene loco.
--Yo no oigo nada. –Reyes derrama suavemente el aceite sobre una tostada de pan integral.
--Pues suena claramente. No es cosa mía, me tapo los oídos y se acaba. Si no fuera por los días que paso, por las noches no estaría tan alerta, tan sensible a cualquier sonido.
--Fernando, no puedes vivir de esta manera. Esta misma tarde voy a ir a ver al presidente.
--Hay que estar aquí cuando el silencio es absoluto, solo, intentando concentrarte y sentir esa puñalada constante. Con lo bien que nos iba todo hasta que llegó.
--Te estás obsesionando, Fernando. Llama a Ignacio. Habla con Carmen.
--No puedo. Ya te lo he dicho, esa mujer me supera. Tiene algo que no soporto. Me hace perder la seguridad, parece que me manejara a su antojo, me inmoviliza. –Fernando se bebe de golpe el vaso de zumo.
 --¡Venga ya! Si quieres vuelvo a hablar yo con ella.
--No sé, mejor no. No sé ¡Pero si ella no hace nada mal!
--Joder, qué tarde es ya ¿Recoges tú? –Reyes besa la frente del hombre. Él le aprieta un pecho, cuando ella se da la vuelta, lanza un azote que sólo le roza un cachete del culo.


Fernando ordena la cocina: introduce los cacharros sucios en el lavavajillas, guarda el aceite, el café, la fruta, el azúcar, el pan, el molinillo; friega la sartén donde se han revuelto los huevos, se sirve otro café en una taza limpia y se dirige al estudio. Enciende el ordenador y la impresora, pone música clásica, mira el reloj; comprueba que todo esté en su lugar: los libros de consulta, los rotuladores, el papel, el cenicero, el tabaco, los lápices; desplaza unos centímetros el teléfono y baja las persianas hasta conseguir la luminosidad precisa… Con una especie de estallido de motor de dos tiempos, la depuradora comienza a filtrar el agua de la piscina; los aromas matutinos del campo penetran desde el jardín y la luz del sol tiñe el ambiente de una intensa claridad alógena.
Una hora y media después, no ha conseguido escribir nada decente. Alcanza el móvil y marca.
--¿Ignacio? Soy Fernando ¿Cómo estás?
--…
--Aquí andamos… Reyes, muy bien. Como siempre.
--…
--La casa, estupenda. Menos los vecinos, todo fantástico.
--…
--Ni una línea desde hace meses… El huerto, el jardín, cocinar…, matar el rato. A ver si se me viene algo a la mente… Oye, Ignacio, me gustaría quedar contigo cuando tengas un rato.
--…
--No, no, que me cobras. Tomamos un café y te cuento, hace mucho que no hablamos.
--…
--A mí me viene bien. Sí, sí. Vale, nos vemos, voy a ver si sigo haciéndome viejo inútilmente. Hasta el miércoles.
Apaga el teléfono y comprueba la hora, inquieto. Al poco tiempo comienza a sonar música en el exterior. Fernando cierra las cristaleras de golpe. El sonido invade la atmósfera, parece penetrar en su cabeza, por todos sus poros. Enciende otro cigarrillo.


Se han citado en una terraza para poder fumar tranquilamente. Ignacio tiene barba canosa y rala, usa gafas de concha, gorra azul de marino y toma infusiones. Fernando pide su segundo café.
--…y eso me tiene muy jodido, impotente.
--Todos los vecinos hacen ruido, Fernando. –Ignacio se acaricia la sotabarba.
--Pero no te invaden la casa. Ni se te clavan en el alma como un berbiquí.
--¿La música?
--Sí, ya tengo el sentido del oído sensibilizado. Lo oigo todo. Me parece sentir hasta su respiración. No existen más sonidos en el campo, o yo no los escucho.
--Pues sí que estás tú perceptivo. Aunque con percepción selectiva, macho.
--Hasta las diez y media, cuando pone la música, oigo todo perfectamente, mejor que antes, porque estoy pendiente del momento, aguardando, con la vida dedicada sólo a la espera –Fernando alarga el cuello, adelanta el torso por encima de la mesa hacia su interlocutor—, no puedo hacer otra cosa.
--Chaval, estás obsesionado y un poco neurasténico. Te vendrían bien unas sesiones para serenarte un poco y quitarte esa fijación que tienes con ¿cómo se llama?... Carmen. Y unas vacaciones, un tiempo de descanso.
--Me la imagino, y la oigo, ¡la oigo! Oigo cómo baila al ritmo de la música, cómo se baña desnuda en la piscina, cómo duerme, cómo se masturba, cómo ella me oye también a mí. La veo con los oídos.
--Trabajas en casa, solo todo el santo día. Deberías socializarte un poco ¿Vas a algún sitio, te relacionas con alguien que no sea Reyes?
--Últimamente, no. Vivo en el campo, ya sabes lo que pasa…
--¿Seguís con el juego de las apuestas?
--Tampoco. Desde que nos mudamos, no me siento con fuerzas, no me encuentro atractivo. Y Reyes no me ha propuesto nada. Ella dice que no, pero yo sospecho… Vamos, que no es el momento.
--¿Has hablado con Carmen, le has dicho que te molesta el ruido, que tienes que trabajar en casa?
--Me es imposible hablar de esto con ella, me da pánico, es algo desconcertante; es como si fuera un niño que hubiera roto un ordenador y se lo tuviera que decir a la maestra; como si tuviera que hablar tan tranquilo con ella en el momento que acaba de pillarme agachado, mirándole las bragas por debajo de la falda. Reyes sí se lo ha comentado y ella pone la música más baja y toca más suavemente. Pero sigue todo igual. La oigo, ya te lo he dicho.
--Tranquilízate, hombre. Estás en tensión, una mala racha, falta de ideas, acéptalo y vente por la consulta, no seas cabezota.
--Tengo que terminar con esto, Ignacio. Siento que me estoy quedando castrado, baldío; que me estoy embruteciendo


--¿Dónde irá tan temprano? –pregunta Fernando cuando, recién vestida, entra Reyes en la cocina.
--¿Quién?
--La vecina. Ha salido hace un rato. Se va todas las mañanas cuando tú te metes en la ducha. –Fernando ha estado mirándola otra vez a través del seto. Como ella ha tenido problemas con el coche ha podido observarla mejor, más tiempo. A punto ha estado de salir a ayudarla con las tijeras de podar en la mano.
--Ponme más café, anda, guapo. Estoy medio dormida. Irá a trabajar, supongo.
--Y a las diez y media ya está de vuelta. Un trabajo un tanto extraño. Los músicos trabajan hasta el amanecer, no se levantan cuando amanece para ir a trabajar.
--Irá al gimnasio a primera hora. Podías ir tú también y así la conoces. Lo mismo te interesa y consigues que no haga ruido… con el piano. No se te pondría muy complicada; no te mira mal. Y hacer ejercicio de nuevo te resultará muy saludable. –Reyes le agarra firmemente el paquete--. Parece que la cosa ha funcionado bien, si sigue así, volverá a haber para todas.
--Déjate ¡Con la vecina, menudo lío! Si se pone tonta, no hay quien se la quite de encima.
--Así podríamos tener a alguien cerca para pasar buenas veladas los tres juntitos. Y nosotros nos reanimamos, que falta nos hace. No es de las que se ponen tontas, seguro.
--Ya, ni celosa ni nada… ¿Tú cómo lo sabes?
--Ayer volví a hablar con ella. Me invitó a un café en su casa y me dijo algunas cosas.
--¿Por qué no me has dicho nada?
--Anoche no me diste ni un respiro, monstruo.
--Cuenta, cuenta…
--De eso nada, son asuntos nuestros. Procurará no molestarte, pero ella tiene que tocar el piano, vive de eso. Y necesita estar al día de lo que hay en cuestión musical ¿De verdad que no te gusta?
--Si no viviera al otro lado de esa valla; sabiendo que es pianista y con el cuerpo que tiene, sería otra cosa. Pero sólo veo teclas negras y blancas cuando sonríe. Y me fijo más en las oscuras.
--Mejor que este cuerpo no será –Reyes se sube la minifalda y enseña el vientre, el pubis, las piernas; hoy no lleva bragas-- ¿Verdad que no?
--No sé qué decirte. –Fernando la mira y sonríe especulativamente. Ella se gira, se dobla levemente hacia delante, y le provoca meneando el culo. Esta vez el azote restalla en su sitio--. Pero difícil va a ser.


Fernando está otra vez delante del ordenador, el estudio cerrado a cal y canto y las notas del piano sobrevolando. La música cesa de repente. Escucha atentamente: no se está bañando, no aprecia el chapoteo del agua de la piscina. Al rato, suenan unos golpes secos; inmediatamente después parece como si unos cristales se hubieran roto. Fernando sale al jardín, se acerca al seto.
--Carmen, ¿estás bien?, ¿te ha pasado algo?
--¡Me cago en la…! No, nada. Estaba intentando poner unas macetas colgando de la pared, pero se me sueltan los clavos. Se ha roto una.
--¿Los clavas con un martillo?
--Pues sí, pensaba que valdría. Soy muy negada para el bricolaje. Hace meses me quedé sin taladro. Voy a tener que hacerme con uno. Una mujer sola en un chalet, sin taladro…
--¿Quieres que te ayude? Hoy no estoy haciendo nada. Si te parece bien me paso con el trompo y lo terminamos en un momento.
--Si te digo la verdad, ni te imaginas lo bien que me vendría tu trompo.
Por fin encuentra la caja de herramientas, se le cae. Un estremecimiento le recorre todo el cuerpo. Tiembla. Respira profundamente varias veces, resopla, comprueba que lleva tabaco y sale. El jardín vecino está mejor cuidado que el suyo y la casa tiene una disposición más agradable. Incluso puede que sea más grande. La vecina le recibe con el pelo recogido en un moño negligente, enfundada en unas mallas cortas negras, y un ajustadísimo y generoso top rojo. El olor de las rosas y el azahar se mezclan en una fragancia dulzona, subyugante, violenta. Fernando se da cuenta de que es más alta que Reyes, lo demás ya lo ha visto; lo ha oído perfectamente.
--Tienes precioso el jardín. Voy a tener que cambiar de jardinero.
--Lo cuido yo y me ayuda la asistenta.
--Pues cambiaré de jardinero y de asistenta.
--La mía no está disponible.
--Es una lástima, tendré que tentarla o sobornarla. –La voz de Fernando se asienta por momentos.
--Ni se te ocurra, es capaz de irse contigo –la vecina le mira a los ojos-- si se entera que estás todo el día solo en casa.
--Entonces tentaré al jardinero.
Carmen se agacha para recoger los trozos de cerámica del tiesto roto, la malla parece reventar al cálido ambiente de la primavera. El sol ya molesta y el calor empuja a mediodía, pero aún es soportable estar al cobijo de la sombra. Necesita una toma de corriente.
--¿Dónde enchufo esto? –Pregunta con la clavija macho en la mano.
--Pues… debajo de esa ventana, a la derecha –sonríe Carmen, señalando con el mango de la escoba.
De espaldas a Fernando, sudorosa, de cara a la pared soleada, con los brazos estirados por encima de la cabeza, la mujer marca con un lápiz los lugares donde quiere colgar las macetas.
--El otro día estuvo Reyes aquí tomando un café. Estuvimos un buen rato hablando de ti, entre otras cosas.
--Bien, supongo.
--Pues… sí, muy bien… Perdona si te he molestado este tiempo con el piano. Espero que ya no te incomode tanto. Ahora, cada vez que me pongo a tocar…, me acuerdo de ti… y cierro todas las ventanas.
--Es una lástima.
--¿El qué?
--Que tengas que acordarte tantas veces de mí –sin bajar los brazos, Carmen vuelve la cabeza y le sonríe- y tengas que encerrarte, alejarte.
--Bueno, así nos compenetramos. Tú piensas mientras yo toco.
--Otra lástima. Podríamos cambiar de vez en cuando. Tocar yo mientras tú piensas. Sería cuestión de ponerse, siempre he sido bueno con las manos, y tengo los dedos ágiles también.
Fernando termina de taladrar el primer agujero y coloca el cáncamo, Carmen ha desaparecido dentro de la casa. De repente comienza a sonar música. La cara del hombre se contrae en una mueca.
--Ahora que ninguno estamos trabajando, he puesto la música altita para que nos haga compañía. Supongo que te gusta la música. Para mí es… otra pasión. –Le clava una significativa mirada.
--Claro, claro. Estás en tu casa.
--Voy a ver cómo queda esto.
Ella coloca el soporte en el cáncamo, se agacha mostrándose y recoge una maceta cuajada de flores color sangre. Se vuelve hacia la pared, de puntillas intenta introducir el tiesto en el aro metálico. La música sigue sonando. Con el semblante extraviado y el taladro en la mano, Fernando se aproxima acechante hacia la firme, elegante, pálida y sensual nuca de la vecina.



Fernando Morago                       Sevilla a 1 de mayo de 2012


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