viernes, 18 de mayo de 2012

-Relato 4 Itziar Fadrique

Cuadros vacíos


Hacía tiempo que había perdido el derecho a la ausencia. Hastiado de la alternancia entre el timbre del teléfono fijo y el del móvil, Julián había decidido silenciar el último y salir a dar un paseo por el barrio. Sin embargo, no podía desconectarse del todo y decir simplemente  “no estoy” a todo el mundo. Podrían llamarlo su hija Gabriela, su novia Lorena o su exesposa Fernanda. Sin embargo, el número de las llamadas perdidas en su móvil era siempre el mismo, el de su exnovia Mariana, quien no terminaba de asimilar que lo suyo había sido simplemente algo pasajero. “Como máximo quince años de diferencia”, se había impuesto Julián, pero el cuerpo con 17 años menos de Mariana había logrado seducirlo brevemente, el lapso en que tardó en encontrarse el de Lorena.
–Lo de siempre, Raúl. – El cabello canoso, con corte estilo “emperador romano” le sentaba  bien a los cuarenta y cinco años que había cumplido Julián recientemente. La edad, junto al alto cargo en el departamento de cultura y el abolengo heredado de una familia ilustre, le daban un cierto toque de distinción. Julián, además, había sabido vivir–.  Se ve poca gente por aquí el día de hoy, ¿no?
–Es que hay partido de fútbol, señor –le respondió el mesero.

Julián sacó el móvil de su bolsillo y lo colocó sobre la mesa. Mariana no se había dado por vencida y Lorena lo había llamado también un par de veces. Además tenía una llamada de su madre, pero de “Paula, veinte años menos”, nada. Paula y su hija Gabriela, eran las únicas dos mujeres en su vida que no le llamaban tanto como a él le gustaría y además, eran amigas. “Parece que se ponen de acuerdo”. Con ademán un tanto desalentado, marcó el número de Lorena:
–¿Vienes a casa esta noche?


Cuando llegó Lorena, Julián estaba enfrascado en su pintura. “Los cuadros del vacío”, les llamaba Paula. Con tonos de azul plomizo, grises y unos destellos ocres, Julián detallaba una bodega dibujada con trazos hiperrealistas, junto a la cual, una serie de viejos postes de cables de luz se multiplicaban hasta perderse en un único y simple punto de fuga, al que también se dirigía el asfalto de una carretera fragmentada por una línea blanca intermitente. Visualmente, el cuadro era francamente malo, y solamente Paula había podido ver lo que Julián había querido pintar: el vacío.



–Pero, ¡qué cuadros más hermosos! –exclamó para saludar Lorena. Sin sopesar si era deliberada mentira o ineptitud, Julián observaba gustoso los pechos de Lorena, que habían llegado a alegrarle la noche. Cuidadosamente dejó los pinceles con acrílico en el agua y se levantó a darle un beso. Se sentaron en el salón y, mientras Lorena le platicaba alegremente, él miraba a la distancia su obra pictórica. En sus ciudades, ni siquiera existían los fantasmas, tampoco la ausencia. Quería pintar objetos intactos, crear la impresión de que jamás habían sido manipulados; mundos pulcros, inhabitados, fríos, atemporales. Sus cuadros eran como unos enormes congeladores industriales, en los que se podía meter al mundo entero.


-.-

–Hoy no está Gabi, ¿quieres venir a comer conmigo en exclusiva? –Paula era la única amiga de Julián que se había hecho amiga de su hija Gabriela. De hecho parecía más amiga de ella que de él, cosa que a Julián no siempre le disgustaba. Muchas veces, cuando tenía reuniones que terminaban tarde, Paula se quedaba con Gabriela y se la pasaban en grande. Se pintaban cada uña de un color distinto y veían el ciclo entero de Harry Potter, mientras se hartaban de palomitas y chocolates. Su amistad había quedado sellada un día en que se dedicaron a recrear las posibilidades de las “golosinas de todos los sabores” de la célebre película. Estando en el restaurante, fueron juntas a los servicios y cuando regresaron a la mesa, con toda seriedad, le pidieron a Raúl:
–Yo quiero espagueti en salsa de renacuajo –dijo Gabriela,  –y para mí, tallarines en caca de libélula –añadió Paula. El pobre Raúl había dejado de escribir en su libreta y las miraba atónito, igual que Julián. Cuando explotaron las carcajadas, ninguno de los dos había logrado reaccionar, lo hicieron con indignación poco después, cuando ellas, con sus eficaces encantos femeninos, les prometieron a ambos incluirlos en la próxima lista de los hombres más guapos sobre la faz de la Tierra.
–Aunque en el último lugar – había añadido Gabriela, lo que provocó que a ambas se les saltaran las lágrimas de la risa. Ese día, Julián permaneció en silencio haciendo cuentas: doce, veinticuatro, cuarenta y cinco. Prácticamente múltiplos.


–Está bien, llego a tu casa a las dos y media. –Paula se dedicaba a la danza contemporánea. “Contorsionista”, según la opinión de Julián. Para vivir, trabajaba dando rehabilitación física en un centro de día y haciendo algunas coreografías para eventos escolares. Julián la había conocido en la inauguración de un festival de arte contemporáneo.
 –¿Qué haces tan lejos de los bocadillos y del alcohol? –le había preguntado Julián.
 –Huyendo de los snobs. Por cierto, me gustó la brevedad de tu discurso –había añadido Paula. “Duro y a la cabeza”. A Julián le gustó esa sutil honestidad y se quedó ahí, en un acto políticamente incorrecto, platicando con su nueva amiga.


Cuando Paula llegó a casa de Julián, éste redondeaba un artículo de periódico que tenía que entregar ese mismo día. Mientras lo terminaba, Paula entró al estudio a mirar los cuadros de su amigo. Quería ver cuánto había avanzado el vacío. Había observado de cerca el proceso creativo de varias pinturas y siempre tenía la misma sensación, de que esos cuadros eran como los agujeros, que mientras más les quitas, más grandes se hacen. Estas obras, mientras más se iban llenando de pintura, más vacías parecían. El arte de Julián consistía en saber cuándo parar. Siempre terminaba el cuadro con un detalle turbador, inexplicable, que, según Paula, resumía el cúmulo de la nada. El cuadro de la bodega todavía tenía mucho aire, Julián pasaría bastante tiempo con él, antes de exprimirlo por completo.
–¿Comemos donde siempre? –preguntó Julián.
–Me parece perfecto –respondió Paula.
–¿Qué te parece éste último? –dijo Julián señalando el cuadro.
–Me gusta la bodega. Totalmente impersonal. Una construcción hecha para guardar cosas de gentes que no existen. Es como anticipar que si existieran serían consumistas. Me da la sensación de que lo que se guarda ahí es la nada, el vacío. Es decir: materialismo igual a vacío. Es una fuerte carga simbólica, ¿no?
–Bueno… yo solo la vi en una foto, me gustó y la estoy pintando. – Con un exagerado gesto de extrañeza, Julián se mofaba así de Paula, quien había reaccionado dándole un cariñoso puñetazo en la barriga. Julián en cambio, habría querido besarla, pero veinte años menos eran una barrera difícil de traspasar. –De todas formas acuérdate de lo que dijiste, para que cuando exponga el cuadro, me lo dictes y lo lea como si lo hubiera pensado yo.
– Creo que el hambre confunde tu cerebro. Anda, vamos a comer. –Diciendo esto, Paula se le colgó del brazo y se dirigieron gustosos al lugar de siempre.

–¿Qué tenemos hoy en el menú, Raúl? –preguntó Julián.
–Hoy solo tenemos platos normales, como pescado a la plancha y tallarines a la boloñesa. Lo más excéntrico y verdoso podrían ser los gnoquis al pesto, por si le apetece algo así a la señorita. Y Paula pidió sonriente el plato, no solo porque le encantaba, sino porque le gustaba seguir jugando a las cosas raras.

-.-

Paula tenía algunos pretendientes, entre los cuales estaba Armando, “la mala copia del Capitán Cavernícola”, según Julián. Ella había salido algunas veces con Armando, pero le disgustaban sus celos excesivos y sobretodo, que pusiera objeciones a su amistad con Gabriela y con Julián, “el cincuentón”. Los amigos de Paula eran un grupo de jóvenes artistas enamorados de sí mismos, llenos de energía, de ideales y con la convicción necesaria para creerse que transformarían los cauces del arte del momento. Paula disfrutaba sus desvaríos y se limitaba a reírse cuando le parecían demasiado imaginativos o se fugaba cuando les daba por hablar mucho de la densidad del ser. Para ella la vida era más simple; cuando había que bailar, bailaba y cuando había que pensar, pensaba; para ella misma, en silencio, sin que nadie lo notara.
–A ti lo que te importa es el dinero, por eso te follas al viejito ¿verdad? –Le había dicho Armando una vez que Paula había llegado acompañada por Julián a un performance pictórico-teatral.
–Eso y otras cosas –le respondió sencillamente Paula.

Lo cierto es que todos los amigos de Paula se desconcertaban cuando la veían llegar o irse en el flamante BMW color lavanda del responsable de la cultura del país. “Color de mariquitas”, opinaban todos ellos con un poco de envidia. Pero no decían mucho más, porque Julián estaba tratando de mejorar las cosas y porque a Paula la querían bien.


-.-

–¿Has escuchado un Ondas martenot alguna vez en tu vida? –Le preguntó Julián a Paula por el móvil.
–¿Un qué? –preguntó a su vez ella.
Sinfonía Turangalîla, Messiaen. Un evento histórico, el próximo viernes. Primero paso por Gabi y llegamos por ti a las siete de la tarde. El concierto es a las ocho. Ponte guapa.



Después de unos minutos de transcurrir la Introducción, Gabriela y Paula comenzaron a intercambiar impresiones a través de los programas de mano:
–No hay ni un solo músico guapo –había escrito Gabriela en una orilla. Paula le respondió dibujando una cuadrícula de puntos para jugar un largo partido de timbiriche, que las entretuvo todo el Chant d´amour I; sin embargo, todavía quedaba mucho tiempo, la obra completa duraría al menos ochenta minutos. Cuando comenzó el Turangalîla I, Paula se la pasó maldiciendo esas estridencias y masas de sonido sin sentido. “Eso me pasa por querer un amigo tan erudito”, pensaba Paula. Había pensado “querer” cuando en realidad, había querido pensar “tener”, lo que la contrarió un poco.

Miraba a la vez el sopor de Gabriela, acompasado con el Presque lent, rêveur del canto, y entendía que las dos estaban completamente fuera de lugar ahí. Volteó a ver a Julián, quien observaba totalmente absorto los movimientos del director de orquesta. Seguramente comprende y disfruta todo lo que está escuchando seguía pensando Paula. Lo sabía por la forma en que Julián enfocaba la mirada. En ese momento, ella hubiera preferido estar tomando cervezas con sus amigos y escuchando a The sex pistols, quienes ya eran suficientemente raros para ella. Esto no tenía límites, la música de Messiaen le parecía tan extravagante como ir a comer escorpiones en la sierra; y eso que ella bailaba danza contemporánea y no solo estaba acostumbrada a las cosas raras, incluso algunas le gustaban.

Para ese entonces, había comenzado el Chant d´amour II, Gabriela se había recostado en el hombro izquierdo de Paula y se había quedado discretamente dormida. Paula le quitó el programa de mano antes de que se le cayera e hiciera ruido, al menos un ruido no programado oficialmente en la espesa partitura que estaban sometidas a escuchar. En ese momento, Julián le tomó la mano derecha y le dio un pequeño beso, como con sordina, como acompañando la Joie du sang des etoilles. Paula lo miró y comprendió entonces que tanto ella como Gabriela estaban ahí, y eran capaces de acompañar a Julián a todos sus eventos acartonados y aburridos porque lo querían mucho, tanto, como para ser absolutamente solidarias con él. Sonaba entonces el Jardin du sommeil d´amour. A veces se quejaban y le reclamaban hasta el cansancio las torturas a las que las sometía Julián frecuentemente; pero siempre volvían a ir, siempre estaban con él, nunca lo dejaban solo. Turangalîla II.

Julián no soltó la mano de Paula hasta que hubo que aplaudir. Développment
d´amour. Fueron muchos minutos, tantos que Paula perdió la cuenta, porque además, de pronto comenzó a comprender. Sin palabras. Sutilmente. Turangalila III. Era como si la música hubiera comenzado a entrarle a través del contacto de la mano de Julián, y de pronto estaba ahí, saboreando esas armonías y ritmos extraños, acompañados por el estrafalario sonido de las ondas martenot, que ahora le parecía un instrumento  indispensable, imprescindible, como las nieves de limón. Final.


–¿Quieres que te lleve a tu casa o te quedas hoy con nosotros? –le preguntó Julián a Paula con voz cansada.
–Anda, quédate y mañana desayunamos hot cakes con kilos de nutella… ¿si? –imploró además Gabriela. Ante esa tentación, Paula no pudo más que aceptar.
–Podemos poner también los colchones en el piso y hacernos un techo con las mantas, como si nos fuéramos de campamento y entonces, contarnos historias de miedo –añadió con emoción Gabriela.
–Bueno, habrá que ver si hay suficiente espacio para los tres –argumentó Julián.
–Pues para ti no hay, porque además, nos contaremos historias de mujeres. –En momentos como este era cuando a Julián le disgustaba sobremanera que Ella fuera más amiga de su hija Gabriela que de él.– Y… tú no eres mujer, o ¿si? –Gabriela y Paula volvían a reir a sus costillas, con su infantil complicidad.

Mientras Paula y Gabriela preparaban lo necesario para su acampada en el suelo de la habitación, Julián escuchaba lo que decían de él mismo en el noticiero de la noche. Como siempre, unos lo criticaban y otros lo alababan. Nada fuera de lo común. 
–Antes de que empiecen con las historias, al menos ven y dame un beso –dijo Julián a Gabriela.
–Buenas noches, papá –dijo Gabriela.
–Tu también, dame un beso –le dijo a Paula, y con un movimiento pausado Julián se le acercó y la besó con cuidado, muy cerca de la comisura de los labios. Paula le respondió con los ojos un poco más abiertos y un súbito temblor en las entrañas.

Conforme fueron cesando las voces y las risas, se acabaron también las noticias, los programas y las llamadas perdidas en el móvil de Julián. Julián no tenía ganas de devolver ninguna y simplemente apagó el aparato. Se quedó por unos momentos inmóvil en su estudio, sintiendo esa calma vacía, esa especie de silencio asfixiado que produce la soledad en la ausencia de todo, menos de él mismo. Julián tomó los pinceles y continuó haciendo por vaciar el aire de su cuadro. Al costado derecho de la bodega, comenzó los trazos del cascarón de una pequeña cafetería, en la que jamás habría una plática amigable, ni se tomaría nadie una taza de café.


Mientras Julián compraba en el puesto de la esquina su dotación de periódicos dominicales, Paula y Gabriela se quedaron esperándolo en la cafetería de enfrente.
–¡No sabía que tenías dos hijas! –le dijo a Julián, Federico Falcón. Federico Falcón era un conocido periodista que vivía en el mismo barrio, famoso por sus críticas ácidas e irónicas en las secciones de sociales.
–Mi hija es la pequeña, la otra es amiga suya –respondió Julián. “Suya” repitió para sí mismo, como intuyendo el peligro que encerraba poder haber dicho “mía”. Veinte años menos, aunados al cuerpo alargado y sin curvas evidentes de Paula, podrían hacerlo pasar por un corruptor de menores. Federico Falcón se despidió y Julián se quedó observando un momento al otro lado de la calle, donde Gabriela y Paula seguían pidiendo pruebas de los distintos sabores de helados, sin decidirse todavía por ninguno. Se quedó mirando un minuto más, como queriendo sacar una instantánea de ese momento y después cruzó la calle y les dijo con seriedad:
–Tengo mucho trabajo por la tarde, así que las llevo. Cada quien a su casa.


-.-

Mientras los amigos de Paula discutían animadamente sobre la última instalación expuesta en el Foro de las Artes, ella bebía retraídamente una cerveza. Roberto, el anfitrión, le ofrecía frecuentemente botanas como papas fritas o cacahuates. Paula no tenía muchas ganas de comer y simplemente seguía bebiendo su cerveza.
–También tengo un poco de queso y quizás hasta unas aceitunas. Si quieres, las busco para ti –le ofreció amablemente Roberto.
–De verdad que hoy no me apetece nada, Robert –le respondió Paula.
–¿No te gustan los play mobil? –La instalación había consistido en una aglomeración de los famosos juguetes, expuestos en escenarios cotidianos en los que hacían cosas como follar, masturbarse u orinar.
–Sí, los play mobil sí me gustan –respondió Paula.
–¿No te gusta que follen o que orinen? –insistió Roberto.
–Me encanta que lo hagan, nunca me creí eso de que fueran asexuales –añadió Paula.
–Entonces, ¿es que tienes ganas de follar o de orinar?
–De orinar no, y ahora mismo, solamente follaría contigo –le dijo Paula, abrazándose a su amigo, cien por ciento gay.
–¿Estás bien amor? –le preguntó cariñosamente Roberto.
–No, no me ha llamado todavía.

Julián llevaba más de dos semanas sin llamar a Paula. Ella lo conocía bien y sabía que de vez en cuando necesitaba su espacio, el cual ella respetaba y nunca había invadido, pero esta vez todo parecía distinto. En otras ocasiones, aunque Julián estuviera absorto en sus ocupaciones, al menos la llamaba cada pocos días, para saludarla y preguntarle si todo estaba bien. Ahora, incluso ella había hecho por llamarle un par de veces sin obtener respuesta. Conocía a Julián, sabía que estaría sentado en cualquier parte viendo relucir su número en el móvil y que simplemente no quería contestar, como lo había visto hacer en tantas otras ocasiones. Por eso no insistía más, aunque no alcanzaba a entender ni pizca de lo que pasaba.
–Y, ustedes dos, ¿qué? –preguntó Armando desde el otro lado del salón.
–Nos queremos, ¿te afecta? –respondió Roberto.
–A mí no, pero supongo que a Paula sí. Digo, que te usen y que después te boten como si fueras un plato desechable no ha de ser muy agradable. Consuélala, lo necesita –añadió con ironía Armando.
–Mira, yo creo que ya tomaste de más. ¿Porqué no te vas a decir idioteces a otra parte? –contestó Roberto, y Armando se fue gustoso, había dado en el blanco.

-.-


Julián extrañaba a Gabriela, pero respetaba la decisión que había tomado. No quería quedarse con él mientras estuviera ahí Lorena. También extrañaba a Paula y sus veinte años menos, pero no podía permitirse decirlo, ni siquiera pensarlo. Con el pincel en la mano, calculaba los últimos retoques de su cuadro. Dentro de la cafetería que había añadido, en un perchero imposible detenido solo en dos patas, había dibujado colgando su chaqueta favorita. Una chaqueta de pana azul marino que le habían regalado en equipo Gabriela y Paula cuando cumplió cuarenta y cinco años. Le había pintado todo, hasta el olor. Resultaba turbadoramente hostil verla ahí encerrada, en medio de la nada, como absorbiendo todo el vacío que emanaba del cuadro. Paula habría sabido verlo, pero ya no lo vería. Julián entendió entonces que había que parar. Dejó los pinceles en el agua y alejó la silla, para mirar su obra desde lejos. Observó su chaqueta, confinada en medio de la nada, miró la bodega, completamente vacía y entonces, sus ojos comenzaron a seguir las líneas interrumpidas de esa carretera que no llevaba a ninguna parte. Ni siquiera enfilaba con decisión hacia el punto de fuga. De pronto se vio atrapado en el vacío de su propio cuadro. Por más que sus ojos buscaban el horizonte al final de ese camino, éstos solo le mostraban pedazos de líneas sin sentido que se multiplicaban sin parar. La carretera parecía enrollarse sobre sí misma, como si fuera la banda inacabable de una caminadora eléctrica.

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