miércoles, 5 de septiembre de 2012

Relato 4 Julio Trino Blanca Vergara

                                            CALLEJÓN PERSÉFONE

(“Sueño con un mundo en el que todos sepamos lo que es tener que rebuscar en la basura.”)

El verbo dorado del hombre gris ascendía a los oídos de la bulliciosa ciudad como el vapor bastardo que expelen los incensarios, también conocidos como alcantarillas, de la vieja Coney Island.. Rick Savini hablaba consigo mismo, oculto por su bigote, con aliento otoñal sobre nuca de asno que hacía girar la roja rueda de molino dentro de su pecho, cubierto por abrigo negro de demacrados hombros. Sus ojos inmóviles alborotaban el pelo de los minutos que corrían entre sus piernas, como trasgos inútiles destinados a ahogarse en charcos poco profundos.

Rick sabía que tenía que tomar decisiones inauditas para su vida de merengue antiguo (“ni las moscas se posan en mi nenúfar semidulce”) y que estas dejarían escaras en su recuerdo (“las escaras de la abuela Moses y ese olor a queso moribundo”) por las cuales las semillas de las larvas más terribles se colarían para plantar sus agujeros y su baba. Pero tenía que decidir antes de que lo hicieran por él. “Como siempre.”

Por el camino, decidió volver a la cama con ella: Lulú dejó hace unas noches uno de sus pendientes olvidado entre las sábanas, haciendo que pequeñas punzadas astillaran su sueño. Llego tarde, con los ojos chispeantes: ni rastro de carmín en la sonrisa perenne con la que peina el mundo, con hambre de besos y el pelo alborotado. Como siempre, se había enredado en alguna de esas recepciones de burgueses bohemios, donde bebe vino barato rodeada de hombres cuyo calzón interior vale más que todo lo que él suele llevar encima puesto. “Sabe su poder sobre mí”. Accedió a ejercerlo, con todo lo que eso conlleva. Su pecho desprovisto de abalorios, deslizándose la desnudez por su hombro debido a posturas desenfadadas: lunares solares en un fondo invernal sobre la primavera de su cuerpo.

Rick necesitaba llamarla. De camino a su destino, apareció un neón de los que pronto muestran todas sus cartas- “borrachos selectos y bebida barata”- En la barra, junto a un vodka naranja, agitado y removido, Coltrane lo lleva a Vian, pasando por el pie desnudo sobre el acelerador de Dean, una botella de Porto, cajetilla de Marquise... besos en el labio superior húmedo de Lulú.

El aparato rojo vintage daba tono, pero nada más. (“Pequeña puta bohemio- burguesa”) Los redobles jazzies mutaron en atonales y sincopados: ansiedad lo tuvo en sus brazos.

Sale.

Rick se acercó a la puerta con su cara de esparadrapo gastado tras una larga temporada en el tobillo de alguien con un zapato nuevo y duro. Dos pilas de cajas de cartón llenas de prensa amarilla amarillenta por sol y orina mil, hacían las veces de maceteros de recepción a ambos lados. El viento nocturno creaba pequeños remolinos de escoria que miraban curiosos a Rick.

(“Llama tres veces a la puerta, luego abre y siéntate en el sillón negro.”)

Eso fue lo único y último que dijo aquella voz, torpemente distorsionada, despertando en Rick tanta curiosidad la noche anterior, mientras intentaba estrangularse inconscientemente con la ropa de su cama a las 05:05 de la madrugada, sufriendo borrachera de plomo pendiente de su hilo de plata.

Rick había estado acostumbrado a llamadas raras: hace años había sido un famoso escritor. Su novela negra -“nigger”-, “Pall y el Mal” había hecho que, entre las rubias ávidas de un paseo en su Cadillac del 62 y una copa de champaña -“Hola, papi... ¿bailas?”- los niñatos pretenciosos que querían mandarle pesados legajos de fruslerías que ellos consideraban un nuevo dogma literario - “Le doy el honor de ser el primero en admirar...”- y putos locos a secas -“Desde aquí huelo tu polla, Rick”, “¿Por qué te metes en mi cerebro y me robas las frases?”- su contestador estuviera siempre lleno de mensajes listos para desaparecer.

Sí, fue un genio. una joven promesa. Y allí estará su libro, en las estanterías de matrimonios bien avenidos, en cajas de separados, en cubos de basura... Ahora ya no. Tan solo un tipo triste, usualmente con chaqueta de cuadros, ni lo grandes ni lo pequeños que es necesario para que sean tolerados -“otro tipo que no entiende la importancia de tener en cuenta el color de los calcetines, el de los zapatos y el largo del pantalón, que fuma pequeños puritos en una habitación grande y húmeda que apesta a café y a universitario malogrado, en un semisótano con poca luz y atestado de miradas vacuas. Un tipo que ve “El Padrino” mientras come espaguettis de lata y apunta frases de Al Pacino que le parecen cojonudas pero que nunca será capaz de soltar.”-

Hacía mucho que su contestador no tenía la luz roja encendida cuando volvía a casa de los huecos inmundos donde se reunía con sus amigos, los insectos etílicos: el bebercio había ahogado la chispa antes de que esta hubiera conseguido afianzarlo en su dulce sueño artístico.

Rick era una sombra de Wisconsin que miraba una puerta.

(“Llama tres veces a la puerta, luego abre y siéntate en el sillón negro.”)

Rick nunca sabrá porqué: llamó tres veces, abrió la puerta y se sentó en el sillón negro, mientras escudriñaba el cuchitril inmundo, de ventanas tapiadas de mala manera con tablones que olían a vino y a arañas. No había nadie ni nada allí. (“El abuelo Tim siempre decía que hay que llevar la petaca para realmente matar los tiempos muertos”).

- Me alegra que hayas venido.

Rick ni se inmutó. Su capacidad de sorpresa se había desgastado hacía tiempo, a base de navegar por el Orinoco onírico de los bajos fondos. Se volvió lentamente y en la oscuridad vio una silueta y la cabeza de un cigarrillo que se esforzaba en respirar.

- Sí, he venido. El presidente anuló nuestra cita por una partida de bolos con algún magnate genocida.

Rick escuchó como unos labios perfectos esbozaban una sonrisa chinesca en las sombras y pegó un buen trago de su petaca. Luego se atusó el bigote y corrió su cortinilla craneal.

- Veo que aún conservas tu sarcasmo.

- Mi sarcasmo original lo perdí en Vietnam. Este es solo una prótesis que me dejó bajo el felpudo una nena insaciable de San Antonio, tras tres semanas de apariencias galantes.

- Ja, ,ja, ja.

Aquella risa exprimió una neurona naranja de la zona no neutralizada en el cerebro de Rick: angustiada, vomitó un recuerdo con sabor a tartas de arándanos y al humo final de un Pall Mall.

- Bev... Beverly... ¿Eres tú?

Rick miró de nuevo aquella silueta, que empezó a deslizarse hacia él.

- Sí, Rick: soy yo.

Beverly se hizo medianamente visible con la luz sucia y rasgada que permitían los tablones. Vestía pantalón blanco-“mataría por ver a la luz su camel toe”- y un ajustado suéter rojo de cuello vuelto. Parecía desprovista; alguien que conoció la felicidad hace un tiempo y luego acabo vendiéndola por un minuto de silencio en medio de la más injusta de las tormentas. (“Aquellas benditas borrascas que nos amorataban.”)

Rick hizo ademán de levantarse y acercarse a ella.

- No te muevas Rick. No quiero volarte los sesos aún

No pestañeó cuando reparó en aquella fría “Beretta Special C- 667”, que apuntaba a su cabeza. Lentamente se echó atrás en el sillón y vació lacónicamente su petaca.

-  Beverly, tú siempre tan sorprendente.

- Hay cosas que no cambian.

-  ¿Sabes qué me encantas?

- Eres un perro zalamero y mentiroso.

- Acertaste.

El silencio se materializó (“¿Por qué no harán petacas de a litro?”)

- ¿Y bien, Bev?

- Y bien, Ricky.

- Me gustaría saber por qué la chica que me decía que me quería en el asiento de atrás de mi Cadillac en aquellas santas noches en la colina del amor ahora me apunta con una pistola y con unos pezones perfectos.

Ella sonrió y saco pecho levemente. El respondió con una mueca y recolocó de nuevo su ralo peinado.

- No es nada personal, Rick. Me apetecía charlar contigo

- Ah, ok...siempre me gustó charlar con mujeres armadas, sobre todo si sus culos también son de cemento armado, como seguro sigue siendo tu caso.

- Ja, ja, ja. Sigues siendo el mismo hijo de puta, Rick.

-Sí, es algo irreversible. De nacimiento, ya sabes.

- Te odio.

- Lo suponía.

- No te puedes imaginar cuanto además.

- He sido odiado unas cuantas veces, querida. No subestimes a mis odiadores.

Ella se quedó en silencio mientras encendida otro cigarro. Rick fantaseó por un instante con un trío con la pequeña Lulú- “Verdaderamente eres un hijo de puta.”-

- Una pregunta, gatita.

- No me llames gatita.

- Antes te gustaba que te llamará así.

- Ahora no

- Esta bien, encanto. No te pongas nerviosa

- Escupe tu pregunta de una maldita vez

- Ok... ¿por qué coño me has traído aquí y por qué cojones me apuntas con una pistola?

- Es un secreto.

- Vaya. Que emocionante.

- Sí, bastante.

- Y excitante también.

Nueva mueca mientras encendía un pitillo.

- Ja, ja, ja.

La habitación volvió a sumergirse en silencio un buen rato. Parecía como si ninguno de los dos estuviera interesado en añadir nada más.

- Adiós Rick. Encontrarás mi novela en una caja de zapatos en el asiento de atrás de mi Chevrolet.

Una detonación y todo se hizo oscuridad para Rick.

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La radio suena en la cocina:

“A las 20: 00 horas de ayer fue encontrado el cuerpo de la exitosa Beverly Hudson en un callejón de Coney Island, conocido por los adictos al crack como “Callejón Perséfone”. La escritora fue encontrada con un disparo en la cabeza por unos niños que jugaban en la zona. La policía está investigando él porque de tan trágico final para la prometedora escritora la cual estaba.....”

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Pall Mall sonríe mientras come huevos y bacon una soleada mañana en la vieja New Jersey.



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