jueves, 6 de septiembre de 2012

Relato 1 - Lucía Baltar González


Carlos sale de trabajar cada día a la misma hora, exactamente a las ocho y media. Son las doce de la noche y aún sigue en el despacho. Marta, su hermana y compañera de trabajo, le ha dejado un post it pegado a la pantalla del ordenador con una carita sonriente. Con desgana,  lo rescata y lo guarda en el cajón de su mesa de trabajo. Marta y Carlos son, además de hermanos, amigos. Ambos heredaron el despacho de su padre cuando murió hace dos meses. Él es un abogado asqueado de su profesión, y ella entró a trabajar en el despacho hace un año por problemas económicos.  Es la tercera vez en la misma semana que Carlos no va a cenar a su casa. Allí le esperan su novia Raquel, con la que lleva viviendo pocos meses, y el perro que tienen ambos. Carlos está nervioso, las manos le tiemblan perceptiblemente, y no deja de moverse de un lado a otro de la minúscula habitación con vistas a un edificio ocupado. Espera una llamada impaciente, la misma que lleva esperando tres días seguidos. Tiene un tic en el ojo derecho y un clip en la mano con el que juguetea constantemente. Está agotado frente a la pantalla de un ordenador que apenas emite sonido. Escucha ruidos provenientes de la calle, alguien dice en un francés etílico una frase incomprensible, y se oye el choque violento del cristal de una botella contra el suelo. Carlos no se inmuta ni se mueve al oír a una mujer gritando su nombre. 

–¿Estás ahí? –La  voz de la mujer se escucha cada vez más fuerte–. Tío, ábreme la puerta de una vez, que aquí abajo hace un frío que pela. 

Carlos sigue inerte, congelado. Mira el teléfono y respira entrecortadamente. 

–¿Carlos? –La mujer mira hacia el suelo, parece nerviosa, tantea el terreno y coge una piedra pequeña, la lanza contra la ventana y espera unos segundos–. ¡Ábreme joder! Se me están congelando los huesos y no traigo la llave encima. Sé que estás ahí… ¡Abre!   

Al escuchar el golpe contra la ventana, Carlos se levanta y se asoma para ver quién está abajo. Indeciso, sonríe y se aleja para abrirle la puerta. 

–¿Qué haces todavía aquí? –Pregunta ella buscando algo en su bolso. Saca un pañuelo, se quita las gafas y las limpia con él–. Raquel me ha llamado. Está preocupada. Dice que hace tres días que no vas a casa a cenar, que llegas muy tarde de madrugada y que apenas le hablas. –Inquieta, saca el teléfono del bolsillo de su pantalón y se lo da al hermano–. Escríbele diciéndole que estás bien, porque… estás bien, ¿no? –busca un cigarrillo, lo saca y lo enciende–. ¿No habrás…? 

–¿Qué? –Le interrumpe él, quitándole el cigarro a la hermana, y llevándoselo a sus labios–. ¿No habré qué? 

–No la habrás llamado, ¿verdad? 

–¿Y si lo hubiera hecho? 

–Bah, que no,… tío, no serías capaz. 

–Es mucha pasta, Marta. Tiene derecho a saberlo. Además, tú misma lo dijiste. Papá quería que lo repartiéramos. 

–No, Carlos, papá estaba mal, enfermo, deliraba, mezclaba las palabras, los recuerdos. Al final, ya no sabía si hablaba dirigiéndose a mí, o a ella. 

–Por eso mismo, la quería. 

–La queríamos todos, joder. Pero eso no le da derecho a nada. Se fue, se piró,… Para mi murió el día que se largó. –De repente observa cómo su hermano dirige la mirada al teléfono que está sobre la mesa y mira hacía él con gesto extraño–. ¿La has llamado? No me puedo creer que la hayas llamado. 

–No ha hecho falta. Se me ha adelantado. Llamó hace tres días. 

–¿Ha tenido la cara de llamarte? ¿Aquí? ¿Al trabajo de papá? –Se aleja unos pasos y habla bajito, casi susurrando–. ¿Sabe que… ha muerto? 

–Sí, y dice que no quiere nada. 

–Esa lo que… es una mentirosa. Seguro que ha llamado porque uno de tus tíos le habrá dicho algo de la pasta. 

–Joder Marta, déjalo ya. Es tu madre. 

–Y tu madre también, pero yo no la recuerdo en el funeral de papá ¿Tú sí? Seguro que ahora viene a pedirnos la pasta. Andará mal de dinero, fijo.  

–Y si fuera así, ¿no se la darías? 

–No. –Permanece firme, mordiéndose los labios, con postura defensiva–. ¿Tú sí? 

–He quedado con ella ahora, por eso sigo aquí. No paro de darle vueltas. No sé qué hacer, ni lo que haría papá. 

–Sencillo. No abrirle la puerta jamás. Y otra cosa, me largo antes de que venga esa arpía y me ensucie con su veneno putrefacto. No sé qué vio papá en ella. Y ya no importa. 

–Quédate. No me dejes solo. No sé por dónde me saldrá. –Suspira y pone una cara de dolor al sentir el clip atravesándole la piel de la mano–. 

–Yo sí. Te mentirá, te dirá lo que quieres oír, y luego se irá con un cheque bajo el brazo hasta que vuelva a quedarse sin pasta. 

–No seas así, al menos intenta estar en contacto. 

–Sí, cuando necesita dinero, y más ahora que papá no está para negárselo. En fin, me rajo de aquí, no quiero encontrármela. –Recoge sus cosas, le da dos besos al hermano y se aleja cerrando la puerta–. 

Se queda solo, tembloroso y sudando. Se acerca a la ventana y piensa en su padre. Mientras tanto, lanza un sonido de dolor al levantarse un nuevo trozo de piel con el clip que tiene en la mano. Se gira buscando un punto de apoyo. Se sienta, se acerca al ratón del ordenador y abre una carpeta en la que encuentra un documento llamado “para cuando muera”. No se ha atrevido a enseñárselo a su hermana, y no está preparado para abrirlo todavía. Cansado, apaga el ordenador, remueve algunos papeles, recoge el maletín, se levanta y se pone la chaqueta. Ya es hora de abrirse el cuello de la camisa y quitarse la corbata. La introduce también en el maletín. Abre el cajón donde estaba guardado el post it de su hermana, ve la carita sonriente y estira el brazo buscando otro post it en blanco. Toma un bolígrafo y, dibujando letras en el papel, escribe una frase corta. Coge todas sus cosas, se acerca a la puerta del despacho, la cierra desde fuera y pega el post it sobre ella. Desde allí puede leerse claramente: NO VUELVAS. Mira unos segundos el papel, y se va. 


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