Carlos sale de trabajar cada día
a la misma hora, exactamente a las ocho y media. Son las doce de la noche y aún
sigue en el despacho. Marta, su hermana y compañera de trabajo, le ha dejado un
post it pegado a la pantalla del ordenador con una carita sonriente. Con
desgana, lo rescata y lo guarda en el
cajón de su mesa de trabajo. Marta y Carlos son, además de hermanos, amigos.
Ambos heredaron el despacho de su padre cuando murió hace dos meses. Él es un
abogado asqueado de su profesión, y ella entró a trabajar en el despacho hace
un año por problemas económicos. Es la
tercera vez en la misma semana que Carlos no va a cenar a su casa. Allí le
esperan su novia Raquel, con la que lleva viviendo pocos meses, y el perro que
tienen ambos. Carlos está nervioso, las manos le tiemblan perceptiblemente, y
no deja de moverse de un lado a otro de la minúscula habitación con vistas a un
edificio ocupado. Espera una llamada impaciente, la misma que lleva esperando
tres días seguidos. Tiene un tic en el ojo derecho y un clip en la mano con el
que juguetea constantemente. Está agotado frente a la pantalla de un ordenador
que apenas emite sonido. Escucha ruidos provenientes de la calle, alguien dice
en un francés etílico una frase incomprensible, y se oye el choque violento del
cristal de una botella contra el suelo. Carlos no se inmuta ni se mueve al oír
a una mujer gritando su nombre.
–¿Estás ahí? –La voz de la mujer se escucha cada vez más
fuerte–. Tío, ábreme la puerta de una vez, que aquí abajo hace un frío que
pela.
Carlos sigue inerte, congelado.
Mira el teléfono y respira entrecortadamente.
–¿Carlos? –La mujer mira hacia el
suelo, parece nerviosa, tantea el terreno y coge una piedra pequeña, la lanza
contra la ventana y espera unos segundos–. ¡Ábreme joder! Se me están
congelando los huesos y no traigo la llave encima. Sé que estás ahí…
¡Abre!
Al escuchar el golpe contra la
ventana, Carlos se levanta y se asoma para ver quién está abajo. Indeciso,
sonríe y se aleja para abrirle la puerta.
–¿Qué haces todavía aquí?
–Pregunta ella buscando algo en su bolso. Saca un pañuelo, se quita las gafas y
las limpia con él–. Raquel me ha llamado. Está preocupada. Dice que hace tres
días que no vas a casa a cenar, que llegas muy tarde de madrugada y que apenas
le hablas. –Inquieta, saca el teléfono del bolsillo de su pantalón y se lo da
al hermano–. Escríbele diciéndole que estás bien, porque… estás bien, ¿no?
–busca un cigarrillo, lo saca y lo enciende–. ¿No habrás…?
–¿Qué? –Le interrumpe él,
quitándole el cigarro a la hermana, y llevándoselo a sus labios–. ¿No habré
qué?
–No la habrás llamado, ¿verdad?
–¿Y si lo hubiera hecho?
–Bah, que no,… tío, no serías
capaz.
–Es mucha pasta, Marta. Tiene
derecho a saberlo. Además, tú misma lo dijiste. Papá quería que lo
repartiéramos.
–No, Carlos, papá estaba mal,
enfermo, deliraba, mezclaba las palabras, los recuerdos. Al final, ya no sabía
si hablaba dirigiéndose a mí, o a ella.
–Por eso mismo, la quería.
–La queríamos todos, joder. Pero
eso no le da derecho a nada. Se fue, se piró,… Para mi murió el día que se
largó. –De repente observa cómo su hermano dirige la mirada al teléfono que
está sobre la mesa y mira hacía él con gesto extraño–. ¿La has llamado? No me
puedo creer que la hayas llamado.
–No ha hecho falta. Se me ha
adelantado. Llamó hace tres días.
–¿Ha tenido la cara de llamarte?
¿Aquí? ¿Al trabajo de papá? –Se aleja unos pasos y habla bajito, casi
susurrando–. ¿Sabe que… ha muerto?
–Sí, y dice que no quiere nada.
–Esa lo que… es una mentirosa.
Seguro que ha llamado porque uno de tus tíos le habrá dicho algo de la pasta.
–Joder Marta, déjalo ya. Es tu
madre.
–Y tu madre también, pero yo no
la recuerdo en el funeral de papá ¿Tú sí? Seguro que ahora viene a pedirnos la
pasta. Andará mal de dinero, fijo.
–Y si fuera así, ¿no se la
darías?
–No. –Permanece firme,
mordiéndose los labios, con postura defensiva–. ¿Tú sí?
–He quedado con ella ahora, por
eso sigo aquí. No paro de darle vueltas. No sé qué hacer, ni lo que haría papá.
–Sencillo. No abrirle la puerta
jamás. Y otra cosa, me largo antes de que venga esa arpía y me ensucie con su
veneno putrefacto. No sé qué vio papá en ella. Y ya no importa.
–Quédate. No me dejes solo. No sé
por dónde me saldrá. –Suspira y pone una cara de dolor al sentir el clip
atravesándole la piel de la mano–.
–Yo sí. Te mentirá, te dirá lo
que quieres oír, y luego se irá con un cheque bajo el brazo hasta que vuelva a
quedarse sin pasta.
–No seas así, al menos intenta
estar en contacto.
–Sí, cuando necesita dinero, y
más ahora que papá no está para negárselo. En fin, me rajo de aquí, no quiero
encontrármela. –Recoge sus cosas, le da dos besos al hermano y se aleja
cerrando la puerta–.
Se queda solo, tembloroso y
sudando. Se acerca a la ventana y piensa en su padre. Mientras tanto, lanza un
sonido de dolor al levantarse un nuevo trozo de piel con el clip que tiene en
la mano. Se gira buscando un punto de apoyo. Se sienta, se acerca al ratón del
ordenador y abre una carpeta en la que encuentra un documento llamado “para
cuando muera”. No se ha atrevido a enseñárselo a su hermana, y no está
preparado para abrirlo todavía. Cansado, apaga el ordenador, remueve algunos
papeles, recoge el maletín, se levanta y se pone la chaqueta. Ya es hora de
abrirse el cuello de la camisa y quitarse la corbata. La introduce también en
el maletín. Abre el cajón donde estaba guardado el post it de su hermana, ve la
carita sonriente y estira el brazo buscando otro post it en blanco. Toma un
bolígrafo y, dibujando letras en el papel, escribe una frase corta. Coge todas
sus cosas, se acerca a la puerta del despacho, la cierra desde fuera y pega el
post it sobre ella. Desde allí puede leerse claramente: NO VUELVAS. Mira unos
segundos el papel, y se va.
No hay comentarios:
Publicar un comentario