jueves, 6 de septiembre de 2012

Relato 4 - Lucía Baltar González


 —¿Ya compraste las entradas? —Pregunta Iván al volver del baño­­— Esta peli es cojonuda, la recomiendan los del curro.
—Sí, sí. Y esta vez invito yo que siempre acabas pagando tú. —Mara acaba de conseguir trabajo de recepcionista en una empresa de cosméticos. Lleva varios meses en paro, y han quedado esta noche para celebrarlo.
—¿Sabes de qué va?
—Qué voy a saber si me has traído al cine sin saberlo.
—Es de un tipo que es adicto al sexo.
—Anda, otro como tú. —Sonríe y le coge del brazo—.
—Cariño, si me fueran las mujeres todo serían fiestas y orgías de placer contigo.—Iván abandonó la idea de salir con el género femenino a los siete años. Por aquel entonces se enamoró perdidamente de su profesora Mariola. Enamoramiento que duró apenas unos días, el tiempo en que tardó en aparecer en escena el novio de su profesora, al que prestaría más atención de ahí en adelante.— Además, un poco de movimiento en la cama no hace daño a nadie. Y hablando de todo esto, ¿ningún maromo a la vista? Mira que no es sano ni una cosa ni la otra. Es tan mala la adicción, como la abstinencia.
—Déjame en paz. Sabes que no me gusta hablar de eso.
—¡Ay Chica!… tú siempre tan reservada. Necesitas a alguien te que dé un poco de caña.
Mara piensa en la belleza y en lo sobrevalorada que está. Para ella el mundo convierte en bello aquello que es minoritario, y exalta la grandeza  en lo más absurdo. Como aquel niño recién nacido que es feo, porque es feo y no hay por dónde cogerlo, y todos dicen lo guapo que es. Mentirosos. La mentira está incluida y servida en el menú diario de la existencia humana. Pandilla de gilipollas blandengues lameculos que estamos hechos. “Cásate con un millonario, hija, que luego te divorcias y eres rica” solía repetirle su madre cada vez que la veía salir de alguna relación defectuosa, que no amorosa. A sus treinta y dos años, Mara ya tiene claro al menos una cosa, el apego aniquila cualquier sentimiento relacionado con el amor. Por eso necesita tiempo. No entiende qué manía es esa de tener que emparejarse constantemente con cualquier mamarracho seguidor de la fórmula uno y de las tías buenas de las pelis porno.

—Ya verás. —Iván trajo a Mara de vuelta a la realidad—. Te voy a presentar a alguien.
  
*        *     *

¿Vienes a la cama? — Hace unos años que Mara dejó de salir de fiesta para acostarse con alguien. Ahora es distinto. Salir implica pasarlo bien con sus amigos, bailar, beber y llegar pronto a casa. Por eso le aterra tanto estar de nuevo a solas, desnuda, frente a otro cuerpo desconocido.
—Ya voy, deja que termine en el baño. Ya salgo.
Está temblando en el cuarto de al lado. Saca un cigarro del bolso y lo enciende como si fuera el último resquicio de oxígeno que hubiera en la tierra. Piensa en aquella frase que dice aquello de “fumar perjudica gravemente su salud” y recuerda a su padre muriendo de cáncer de pulmón. Luego tose, termina el cigarro, se lava los dientes y sale del baño.
—¿Qué estabas haciendo? Ya empezaba a preocuparme.
Mara introduce una pierna entre las sábanas y luego la otra. Se adapta poco a poco a la temperatura del interior de la cama y coloca su lencería de forma cómoda. Va bien depilada  y por una vez se alegra de seguir los consejos de su madre “hija, ve siempre depilada y con ropa interior limpia, no vaya a ser que un día tengas un accidente y te encuentren con un calcetín agujereado y piernas de oso”. Mara siempre discute con su madre por cosas como esa y ahora se encuentra perdida en un piso que no conoce, con una persona que no conoce, y por la que no siente nada. Se aproxima lentamente y susurrándole al oído dice. —Te aviso, nunca me quedo a dormir en casas ajenas. 


*        *     *


—¿Cómo fue la otra noche? Al final te largaste con el guapo de la fiesta. —Iván siempre consigue que el rostro de Mara cambie de color al ritmo de un semáforo que va a ponerse en rojo—.
—Déjalo ya, tío. Solo fue un rollo de una noche.
—Voy a pensar que tienes un problema.
El único problema de Mara es sentirse ajena a la realidad de su tiempo. Es como si perteneciera a otro lugar, o a otra vida. Nunca ha ido al ritmo de las personas que le rodean. Llega tarde a todos sitios, incluido al funeral de su padre. Siente que no pertenece a nada y que nada le pertenece. Le da asco la masa que le bloquea. Se cansa de todo el mundo - hasta de sí misma- y le repugna reconocerlo. Está harta. Harta de buscarle el sentido a todo lo absurdamente ridículo de la especie humana. Carencias. Carencias. Carencias multiplicadas por decenas. Explicaciones sin orden ni objetivo. Palabras. Palabras. Palabras. 


*        *     *


El día que su padre se fue de casa ella hizo una promesa. No enamorarse. Jamás. Bajo ninguna circunstancia pasaría lo que pasó su madre. Desde entonces ha transcurrido el tiempo, los años, los novios a los que nunca quiso, las estrías, la caída de tetas, la grasa acumulada en el vientre, el culo aplastado, las ojeras, la piel arrugada. Y aún así, a pesar de la distancia temporal, sigue siendo la misma niña de quince años con aparatos, granos y piel brillante. Entonces piensa que es hora de seguir luchando y recuerda la frase que leyó en un poema la semana pasada “la realidad no dura mucho tiempo”. Y decide plantarse. Dejar de creerse, decrecer y salvarse. ¡Qué coño!. Aún está a tiempo de extinguirse entre las llamas del credo sin querer controlar absolutamente todo el incendio.

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