miércoles, 5 de septiembre de 2012

Relato 2 Julio Trino Blanca Vergara

                                                              SUPAY PA WAWA

Fuma con ansia un suave mentolado, ritual sacro antes de subirse a cualquier autobús. Piensa en el siguiente. Esta vez la urgencia es más que entendible: pasará 23 horas seguidas en un autobús. Lleva tres días en Lima y aún el bullicio lo abruma: las moto- taxis expelen gases, compases cumbieros y colores chillones, esquivados por sus ojos caníbales que roen fisonomías y chispean cuando encuentran una nariz inca bajo una frente criolla. Arriba, los cerros, aguan la fiesta: en la carrera de sociología le enseñaron que detrás de los colores vistosos de las casas latinoamericanas se encuentra aún el negro peso de las ancestrales cadenas.

Llamada y subida al vehículo: Chela ha pagado más dinero para huir de la muchedumbre y rápidamente toma posesión de su lugar. Automático vigoroso reconocimiento del espacio y prueba de las diferentes posibilidades del mismo. Inmediatamente va a por las narices y las frentes que cohabitarán con él durante el tiempo de espera hasta arribar al destino: puro peruano con chaqueta de cuero, aferrado a una bolsa de tela, con una gorra sudada. Solo hay nueve asientos: tres hileras de dos a la derecha y tres individuales a la izquierda. La suya es la última. Sube una chica, también autóctona y, tras ella, un gringo pelirrojo de 1´85 con aspecto de bonachón (-“Razumikin”- masculla para sí). Nada de niños. Bien.

Chela prepara su cámara, espera la partida. Deja a mano un libro (“El corazón de las tinieblas”) y borra fotos de su cámara digital. Movimiento en sus intestinos. Espera que no arrecie el temporal. Son las 16:08 y debían salir a las 15:00.
Las ruedas comienzan a girar.

Por las ventanas disfruta del nuevo mundo: exceso de individuos, perros sin amo, polvorientos caminos, negocios improvisados. Intenta captar bocetos, rasguños, arquetipos y la esencia de la cultura imperante

Y así pasa una hora.

Poco después, aparece en la pequeña sala “vip” un tipo uniformado, sujetando bandejas rojas. -“Vaya, esto no lo esperaba”-se comenta a sí mismo. Pronto tiene sobre el regazo una de ellas, con caja sorpresa sin sorpresa: Pollo con arroz. El ave viene acompañada de pan deprimido y puding. Tiene hambre, así que comienza a engullir, no sin el acostumbrado desagrado que siempre siente cuando usa cubertería de plástico.

El gringo termina su rancho y solicita a la chica sentada atrás que la coloque en el pequeño armario entre Chela y ella. Opta por lo mismo y tienen un primer contacto visual. Parece simpática, extrovertida. Aún está en proceso de acostumbrarse a la belleza de las mujeres de este país: Esta concretamente no parece excesivamente mayor y rezuma vida; sonríe continuamente, dejando a la vista un estruendoso corrector. El acné pulula por su cara de manera aleatoria y es de mirar fijo, con ojos de obsidiana caoba y cejas mínimas. Menuda, de nariz respingona y larga trenza sobre seno pequeño, hace preguntas típicas al pelirrojo, el cual responde con educación sin sangre. Chela observa. Ella, de refilón, procesa sus rasgos finos, siente curiosidad por su cola de caballo rizada, por el vello que se desparrama por su camisa abierta.

- ¿Y qué hay de usted?- le lanza de repente- ¿Primera vez por Perú?

- En efecto- responde lacónicamente- pero no en Latinoamérica- Hace años fue advertido de la conveniencia de dar ese tipo de respuestas, para que no lo tomen a uno por neófito en este mundo real e intenten jugársela. Es algo que, por ahora, le ha surtido efecto.

- Ah, muy bien. Sea usted bienvenido. Mi nombre es Marlín. Gusto en conocerle.

Le tiende su mano, la cual estrecha: desaparece bajo la suya, pequeña y caliente. Decide mantenerla agarrada un segundo más de lo normal. Quiere que se le impregne del olor de ella para olfatearla más tarde. Suele hacer ese tipo de cosas.

-  Muchas gracias. Para mí también es un gusto.

El gringo mira a Chela e intenta entrar en la conversación a tres bandas, pero pronto desiste, debido a la falta de contacto ocular por parte de las otras dos. El muy imbécil se despide educadamente, infla una almohada de esas que se encajan en el cuello y reclina el asiento, dispuesto a intentar seguir el hilo de una película patética sobre un panda amigo de unos niños, con el audio latino atronando.

-  ¿Y cuál es el motivo de su visita? ¿Trabajo, estudios? ¿Placer?- sisea la pequeña latina, acercando el cuerpo hacia él y bajando la voz.

- Placer, siempre placer- Las miradas arrecian- Me dirijo a Condorcanqui, para una estancia de 6 meses por una beca. Me voy a encargar del empoderamiento de líderes sociales de una comunidad shipibo en principios etnopsicológicos, para su capacitación y actuación con jóvenes antes de su partida hacia universidades ubicadas en otras provincias, con la intención de prevenir choques culturales y el desarrollo de patologías asociadas.

-Guau- ladra ella- Suena interesante.

-A ver. Supongo que hasta que no esté allí no sabré si además del sonido, también tiene buen sabor. ¿Tú por qué viajas a esas tierras?

- Huyo unos días de mi “amorodiada” Lima, invitada a pasar las fiestas en Bagua con unos amigos.

- ¿Y a qué te dedicas?

-Soy publicista y bombero.

- Vaya mezcla.

- Lo de bombero es de forma voluntaria. Aquí no es una profesión pagada. Pero me encanta. Soy especialista en intervención en edificios colapsados.

Eso le resulta a Chela especialmente interesante. Desde pequeño, le atraían los terremotos y las voladuras controladas. Su juego favorito era coger una caja de madera llena de playmobil (incluido el castillo) de las que le mandaban a su padre con botellas desde un club enológico y volcarla sobre la alfombra que su madre le colocaba en invierno en el dormitorio para que no cogiera frío en el pecho. Dejaba fuera siempre a su héroe, el muñeco menos ajado y se imaginaba algún tipo de colapso natural o hecatombe nuclear que lo había derruido todo y comenzaba a investigar las ruinas, calculando las posibilidades de sobrevivir que el volcado aleatorio le había dejado al resto de los muñecos de su colección. Decide contárselo a la chica, que ríe divertida:

- Mira por donde a mí siempre me ha resultado interesante trabajar con pueblos originarios, como vos va a hacer. Mi abuelita, que en paz descanse, era una aguaruna, quechua-hablante, muy sabia.

- ¿Y tú lo hablas? Es una pena que el uso de esa lengua se esté perdiendo.

- Algunas palabras sueltas no más. Es una desgracia.

- Sí. ¿Me enseñas alguna?

- Mmm...”Supay pa wawa”...jajajaja.

- ¿Qué significa?

- “Hijo del diablo”. Ya conoce el insulto más grave que se puede proferir en quechua.

Cuando lo dice le mira fijamente a los ojos y vuelve a mostrarle su sonrisa metálica. A Chela le viene a la cabeza aquel enemigo de James Bond, “Tiburón” creía recordar que se llamaba.

- Yo soy “ Nina Urpi”. Significa “Pájaro de fuego”. Mi abuela siempre me llamaba así.

- Precioso.

- ¿Quiere un nombre en quechua?

- Me encantaría.

- Mmm...la verdad es que tiene cara de diablo, así todo serio. Pero parece bueno. Le llamare “Sunquyux Supay”. “Diablo generoso” significa.

- Yeah. Muchas gracias, morena. Lo llevaré con orgullo.

Una música moderna clónica brota de su jean ajustado. Es su celular.

- Disculpa- tutea por primera vez. Luego reclina el asiento y comienza a hablar con algún tipo de amiga: cuenta sus planes de viaje y naderías varias.

Chela queda un rato a la espera, pero viendo que se va a demorar, comienza a hojear el libro, no escogido al azar: una parte de él está allí para adentrarse en la selva y no volver nunca más. Había dejado su trabajo meses antes y andaba buscando un revulsivo. Esta beca era la oportunidad perfecta de salir de la mediocridad y de los aspavientos consumistas de los zombies que pululaban por las calles de su ciudad. Marlín se gira, dándole la espalda y el culo, respingón como su nariz. De manera natural, roza ambos pies para desembarazarse de las botas, dejando a la vista unos calcetines blancos con estrellitas rosas. Chela también se reclina en la butaca, con las piernas abiertas. Intenta leer, pero las letras son hormigas en movimiento y, los torrentes de pensamientos, inconexos. Apoya la frente contra el cristal, chocando lentamente esta por el traqueteo de la irregular carretera. Mira afuera y atisba los comienzos del anochecer: jirones de luz de las alturas se cuelan por la tupida maleza que todo lo preside, incluso las extrañas peñas que son muestra del vigor de las placas tectónicas de la zona. El bus galopa junto a un río salvaje, que agita las posaderas sobre su tez pálida. Se queda dormido escuchando el acento de la menuda mestiza: miel plagada de destellos arcaicos y preincaicos.

Su brazo sacudido lo arrebata de la fase R.E.M: es ella, sentada en unos pequeños escalones que llevan al armario que separa sus asientos. Todos los cuellos de los demás viajeros están quebrados: Morfeo triunfa.

- Perdona que te importune. He de ir al baño y no hay manera de abrir la puerta de nuestro compartimento. ¿Me puedes ayudar?

Otra chica independiente delegando. Juego. Chela siempre fue un galán, consciente de que esta era tan solo otra forma de machismo.

- Como no, querida- espeta atléticamente levantándose. Ella también lo hace, a la par que enciende la linterna más potente que él ha visto en su vida. - Que derroche de luz.

- Es mi linterna de bombera, capaz de atravesar paredes. Puedo incluso ver en tu interior con ella- susurra divertida. El arquea la ceja como Robert de Niro le había enseñado a hacer y avanza hacia la puerta. Se siente desmesurado a su lado y con ganas de acercarse. Le suele pasar con las chicas bajitas: por una parte le atraen pero por otra siente miedo, al pensar que podría estrangularlas con una sola mano.

La puerta solo necesita un empellón bruto: se abre al momento.

- Oh, perdona por haberte molestado- susurrando también murmura-

- Un placer. Siempre es un placer.

Chela está a punto de sentarse cuando escucha un diminuto “hey”. Se gira hacia ella y sus señales. Se agacha para escuchar lo que parece tener que decirle al oído.

- La puerta del baño no cierra... ¿Te importaría sujetarla?- silba entre metales.

- Sin molestia alguna, querida.

- No tardaré. Son solo aguas menores.

Las hormigas del libro se alojan en sus pantalones y no intenta evitar colocar su oído en la puerta: puede distinguir perfectamente el rasgado controlado de una cremallera, la fricción de la tela vaquera en los muslos y la bajada vertiginosa de la moñita de una braga ñoña. Pasa la lengua por la comisura de sus labios, detectando restos de postre petrificados. El chorro no tarda en llegar, para su sorpresa acompañado de una canción mínima, húmeda: las hormigas muerden el algodón. Cuando acaba la melodía de la uretra, se apresura a retirarse y a disfrutar del deja vú inverso de la moña, el jean y la cremallera. Pronto vuelve a estar ante él, frotando con un pañuelo sus manos.

- Muchas gracias, Supay.

- De nada. De hecho te pido que me devuelvas el favor.

- Será un placer. Siempre es un placer.

Los ojos de ambos ya lo dicen todo; solo faltan las bocas. Entra en el baño y saca el mástil a medio izar de su bandera (ciertamente cercana la posibilidad de blanco ondeando.) Agita con violencia y rabia, sabiendo que no tiene tiempo. Todos sabemos lo que pasa cuando se mea en ese estado. Le da igual. Ya la enfunda cuando fuera está dentro: la puerta está abierta. Nina Urpi lo abraza por detrás con ansia, haciendo que tenga que colocar una mano en la pared de delante para no golpearse. La pequeña mano se hunde en la abertura del pantalón, agarrándolo sin piedad, estrangulándolo como la abuela los cuellos de los pavos aquellos domingos de antaño. Supay se gira en el diminuto habitáculo como puede, sin verdadera intención de zafarse. Ella hunde la cara en su pecho y muerde su vello, sin compasión: no grita por poco, agarra su cabeza y la separa. Ella enciende la linterna e ilumina la penúltima sonrisa, entre pelos y acero, con labios abultados. Sin hablar, encuentran la manera de entenderse: en los tobillos la ropa por debajo del ombligo, Marlín se sube en el retrete metálico y flexiona las rodillas. Supay, detrás, manosea su pene, para darle forma, mientras acaricia el jugo de la rosa de óxido existente entre las suaves piernas femeninas. La entrada es como volver a la madre pero sin llanto: Nina Urpi mueve la cola mientras jadea hacia la calle, aferrada a la ventana. La asfixia erótica la hace graznar pero no bajar la intensidad.

“Internarse en la selva y no volver nunca más”.

Pronto se da una nueva colonización seminal: Supay tiene que aferrarse al lavabo, tras severo temblor de piernas. Ella, radiante, tiene finalmente la deferencia de engullir su sexo extranjero y tragarse hasta la última gota de maná ario. Vuelve a iluminar su cara con la linterna y, burlona, con burbujas en su aparato, traza en el aire con palabras:

- ¿Te gustó Supay?

- Ha sido un placer. Un auténtico placer, Nina Urpi.

- Me alegro. Aquí nos gusta tratar bien a los turistas. Así traen más

- Que le jodan a Machu Pichu.

- Ja, ja, ja.

Arreglan sus ropas mutuamente, con gratitud, volviendo de inmediato a sus asientos.

- No te acomodes mucho- avisa ella- Estamos a punto de hacer una parada.

Tiene razón. Fuera la noche impenetrable ha sido interrumpida por las luciérnagas de una ciudad.

- Llegamos a Tajopampa. Pararemos media hora. ¿Me invitarás a un café, no?

- Por supuesto, querida. Si quieres, también a galletitas.

- ¡Sí! Salgamos de la estación, que junto a ella hay un lugar donde lo ponen todo bien rico.

En unos minutos están detenidos, rozando el bulto sus lumbares en el pasillo, a la espera de que salgan el resto.

- Te recomiendo que cojas tus pertenencias. A veces aprovechan los loquitos, suben y arramblan.

- Ok.

Fuera hace frío, pero Chela aún nota el rubor interno que se alberga después de sexo realmente bueno.

- Apúrate Supay, no tenemos mucho tiempo.

No se sorprende cuando repara que el supuesto lugar donde van no está tan cerca como le ha dicho. Tampoco cuando se gira para sonreír por última vez, mientras detrás de él irrumpen dos voces masculinas amenazantes que probablemente le conminan a no moverse y a entregarle sus pertenencias (la velocidad en esputar verbos desconocidos los hace ininteligibles.)

El rugido de la decepción de los cojones se junta con el vertido tóxico de ira dentro de sus sienes: desde su altura europea lanza el tren bala de un puño vengativo sobre la boca de ella, sintiendo por primera vez el secreto prohibido de golpear a una mujer. Y poco más, ya que pronto su vista enmudece ante la ternura de terciopelo que preside las escalinatas que llevan a la muerte: está pasando de tener dos riñones a tres y branquias producto de filosos machetazos. El peso de la mochila desaparece y la vista vuelve: ella arrodillada ante él hurga en sus bolsillos y le demuestra que es aguaruna, líder, poderosa y etnopsicológicamente superior, sin su ayuda


La redención selvática tendrá que esperar.









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