La postilla
Luis Benítez entra en el lujoso
puerto del club marítimo al volante de su viejo Peugeot 206. En el puerto la
música es suave, el bar de copas chill out refresca los oídos a
enriquecidos hombres de la yet set que suelen aprovechar la temporada
veraniega sentados en la terraza, con una copa de Gin Hendrick o de
mojito en la mano, charlando sobre la situación de la economía o sobre
política. Varias decenas de yates flotan aparcados uno junto a otro ondeando
pequeñas banderas de España y de otros países, listos para surcar las aguas de
la Costa del Sol en cualquier momento, y alrededor del complejo hostelero hay
aparcados numerosos coches de alta gama: Lexus, Porsch, Ferrari, Lamborgini, Jaguar…
Nada que ver con el de Luis Benítez, «mi coche es mu apañao, a mí
me lleva y me trae a to los sitios», suele decir él cuando surge una
conversación de coches. Tras aparcarlo, permanece quieto en el asiento un
momento antes de bajarse. Se mira en el pequeño espejo rectangular del
quitasol: tiene el pelo recogido en una coleta y un pequeño corte en la
barbilla, pero ya no sangra, se le ha formado una pequeña postilla roja. Esta
mañana se afeitó más deprisa de lo habitual. Luis Benítez se encamina al restaurante
jugueteando con el sacacorchos de camarero en la mano.
―Hola, soy Luis ―dice a la
primera camarera que encuentra. El restaurante del hotel, situado en una de las
puntas del puerto, ostenta las más deliciosas vistas a mar abierto del lugar,
con el mediterráneo al fondo cortado por un horizonte azul que no termina.
―Hola, yo soy María ―le
contesta―. Tú debes ser el nuevo, ¿no?
―Sí ―dice Luis, reparando en el
moño de pelo negro que la chica lleva recogido en la cabeza―. Encantado.
―Encantada ―dice María. Su cara
es rechoncha como el corcho de algunas botellas y está un poco gorda―. ¡Qué!,
¿estás listo para empezar?
―Listo ―dice Luis.
―¿Tú has trabajado alguna vez de
camarero?
―Bueno, yo he hecho eventos…
pero me parece que esto es distinto ―María responde con una sonrisa irónica y
se queda mirándole unos segundos sin decir nada.―¡Ofú! ―dice al fin―. Pues te
tienes que poner las pilas rápido que ya tenemos aquí agosto. ¡Madre mía, la
que nos espera…! ―añade resoplando como para sí―. ¿Pero sabes coger una bandeja
al menos?
―Sí, sí, ¡claro que sí! ―dice
Luis, y justo en ese momento aparece otro camarero con una bandeja repleta de
copas de cristal sucias.
―Hola, yo soy Marcos ―dice el
camarero. Luego suelta la bandeja sobre la barra y se vuelve hacia Luis para
estrecharle la mano―. Encantado.
―Yo Luis ―responde alargándole
la mano― Encantado.
―¿Le has explicado ya al chaval
cómo funciona esto? ―dice Marcos.
―¡Si no me ha dado tiempo! ―dice
María― Acabo de conocer al chiquillo…
―Bueno, esto es muy sencillo:
poner el pan, las bebidas, sacar platos… Ahora te explica ella cómo tienes que
hacerlo, o si no, te lo explico yo dentro de un rato, que tengo una mesa
esperando ahí afuera ―dice Marcos a punto de darse la vuelta para salir a la
terraza.
―Vale ―dice Luis―. Gracias.
―De nada, campeón ―dice Marcos,
y desaparece con prisas.
―Yo ahora te explico, no te
preocupes ―repone María, con los brazos en posición de jarra―. Esto es muy
fácil, pero hay que cogerle el rollo ―Lo mira con una media sonrisa. Luis
asiente con la cabeza sin decir nada.
―¿Y Carlos? ―dice Luis, que aún
no sabe cuál será su sueldo y el encargado le dijo que hoy le informaría. De
todas formas, hoy es su primer día de prueba y aún no es seguro que vayan a
contratarlo.
―Carlos todavía no ha llegado,
hoy entra media hora más tarde.
―Me dijo que tenía que hablar
conmigo para explicarme una cosa.
―Sí, luego cuando él venga tú
hablas con él lo que tengas que hablar. Ahora ven para acá, toma, coge esta
bandeja y lleva estas bebidas a la mesa de los señores esos que hay ahí
sentados, afuera en la terraza derecha ―dice acercándole una bandeja que había
en la barra―Esa, esa de allí, ¿la ves? ―señala con el dedo a unos clientes.
―Sí, sí… Voy.
―Venga, antes que se derrita el
hielo… A ver si sabes llevar la bandeja. Ten cuidadito, cógela bien, qué no se
te caiga ―Luis coloca deprisa en la bandeja la botella de güisqui, las dos
botellas de agua de cristal y los vasos de colodrio cargados de hielo que
esperaban en la barra―. ¿Sabes servirlo, no? Primero echas el güisqui y luego
un poco de agua. Y le dejas el resto del agua en la mesa para que el cliente se
sirva a su gusto. Venga…
Luis vuelve con la bandeja llena
de agua y una botella medio vacía empapada. María lo mira de arriba a abajo.
―¿Le has pedido disculpas?
―Claro que sí, le he dicho que
le llevo otra. Joder… Lo siento.
―Anda, coge otra botella y
llévasela. Rápido. Deja el güisqui aquí.
Luis abre la puerta del viejo
coche y se deja caer en el asiento del conductor resoplando profundamente. A
las dos de la madrugada, la luz tenue de las farolas proyecta una atmósfera
semioscura e íntima en el puerto. Permanece con la mirada perdida en la pared
del bloque de chalets que hay justo enfrente del coche durante varios minutos.
Al fin pestaña.
Al llegar a casa, la luz del
salón está encendida. La madre de Luís Benítez lo espera sentada en el sillón
viendo un programa de prensa rosa. Sus ojos verdes hacen gala de una belleza
castigada por las arrugas. Luis no tiene padres, se quedó huérfano a los seis
años, el padre abandonó a su madre cuando tenía dos años.
―¡Luis, qué!, ¿cómo te ha ido tu
primer día, hijo?
―Mal.
―¿Sí? ¿Y eso?
―Ojú, mamá… Son muchas cosas de
golpe, eso es muy agobiante…
―Pero es normal, es el primer
día. Además ahora estamos en verano y hay mucha gente de vacaciones.
―¡Ya! Sí… Pero no…, no es sólo
eso. No sé, es demasiado… ―Luis se rasca la cabeza y se encamina a su
habitación. Se quita lentamente los zapatos, con desgana, luego. Luego, los
pantalones negros. Finalmente, el polo blanco de camarero con el logotipo de la
empresa. Después apaga la luz y se tumba en la cama. Permanece mirando el techo
un buen rato, hasta que cierra los ojos vencido por el cansancio.
La alarma del despertador del
móvil está puesta a las nueve y media, pero Luis se ha levantado antes de que
sonase. Baja a desayunar y encuentra a la madre apurando los últimos buches de
su taza de café.
―Buenos días. Vaya cara de
cansado traes… ―La madre se queda mirándolo, pero Luis pasa por delante de ella
y se va directo a la cocina sin decir nada.
Se pone un
café bien cargado y una rebanada de pan con mantequilla. Se a la mesa del salón
enfrente de la madre.
―¡Chiquillo qué te pasa, que
estás tan arisco…!
―Mamá, déjame ahora ―dice
agarrando la taza de café con aspereza.
―¿Te ha pasado algo en el
trabajo?
―¡Qué me dejes, te digo!
―¿Es por lo del otro día?
―¡Nada, que no me deja…! ―Y
diciendo esto, coge la taza de café y la tostada y se levanta de la mesa.
―Van a cortarnos la luz si no
pagamos alguno de los recibos pendientes.
―Que la corten sin les da la
gana.
―¡Cómo que la corten! ¿Tú sabes
lo que cuesta un enganche nuevo? Mira, mañana por la mañana voy a ir a limpiar
una casa, me han llamado para dos días. Con lo que saque mañana y pasado voy y
pago una factura.
Luis Benítez
sorbe su café sin decir nada.
―Hola, buenas tardes ―dice Luis
con una pequeña libreta y un bolígrafo azul en la mano con el que suele anotar
las bebidas y los postres que le piden los clientes. Dos hombres bien vestidos
y perfectamente afeitados hablan entre ellos sentados a la mesa, sin prestar la
más mínima atención a la presencia del camarero―. ¿Qué desean beber? ―Luis los
mira esperando respuesta, pero ellos siguen hablando como si no estuviera.
―Perdonen ―alza la voz Luis
Benítez―, ¿desean algo de beber? ―y en esta ocasión, uno de ellos vuelve la
cara y lo mira con gesto amenazante, como si huera sido ofendido.
―Sí, traiga usted la carta de
vinos ―El tono es frío, de reproche, y al mismo tiempo indiferente. Al hablar,
se le pronuncia un poco la papada bajo la barbilla.
―Muy bien ―dice Luis, y se va en
busca de la carta de vinos. La trae al instante―. Aquí tiene.
―Gracias ―El cliente la abre y
comienza a ojearla. Pasa las páginas. Luis se da la vuelta para irse a tomar
nota de bebidas a otras mesas mientras le deja tiempo para que decidan el vino
que van a tomar, pero el otro cliente lo detiene cortante:
―Espere, espere, no se vaya. Por
favor ―reprocha beligerante―. Vamos a pedirle un vino…
―Ah… ―titubea Luis dando la
vuelta― Vale.
El cliente sigue mirando la
carta de vinos sin decir nada. Pasa la página de los vinos espumosos a los
blancos, y luego, de los blancos a los tintos.
―¿Cuál? ―dice Luis, que aún debe
tomar nota de bebidas a dos mesas más que han entrado, una de ellas de cinco y
otra de cuatro personas.
―¿Te apetece un Chardonnay?
―comenta el cliente a su acompañante haciendo caso omiso a la pregunta del
camarero―. ¿O mejor un Rueda-Verdejo?
―¿Blanco? ―responde el acompañante.
―Sí… Chablis, por
ejemplo. O Marqués de Riscal, ¿qué te parece? ―dice― ¿O prefieres tinto…?
―No, no… Está bien. Venga, un
vino blanco. Vale.
―No, si lo prefieres pedimos un
tinto.
―Que no, que no, que a mí me da
igual, pide un blanco si quieres ―dice el acompañante.
―Bueno, luego pedimos media de
tinto para el solomillo de buey. Tienen medias de Protos.
―¿Les dejo que se lo piensen
unos minutos? ―dice Luis, impaciente.
―¿Chablis? ―dice el
cliente a su acompañante, ignorando a Luis por completo. El acompañante asiente
con la cabeza. Luis resopla y vuelve la cabeza hacia las mesas que han entrado
y esperan ser atendidas.
―Pónganos un Chablis ―ordena
el cliente alargándole con firmeza la carta de vinos cerrada como si estuviera
desprendiéndose de un objeto molesto―. Y luego, antes de servirnos los
segundos, nos abre una media de Protos. Pero cuando estén los
segundos,¿eh? Antes no.
―Vale ―responde Luis con desdén,
agarrando la carta de vinos.
Al llegar a casa, la madre está
en el salón viendo la tele. Luis la ve pero sube las escaleras directamente sin
decir nada.
―No me hablas, ¿no? Muy bonito.
Eso está muy bonito…
Al cabo de una hora, baja al
salón de nuevo. Es la hora de la merienda. Luis no lleva puesta la ropa del
trabajo y su madre se da cuenta.
―¿No entrabas a las ocho?
―No.
―¿Ah, no?
―Me han despedido.
Luis mata el tiempo zapeando con
el mando a distancia desde el sofá cuando oye abrirse la puerta del patio. Es
la madre, ha pasado la mañana limpiando otra casa. Desde el sofá, la ve a
través de la ventana cerrando la puerta del patio. Se rasca la cara algo
ansioso y al hacerlo se arranca la pequeña postilla que tenía en la barbilla.
Ya casi había cicatrizado. Sangra.
―Hola ―lo saluda la madre. El
sudor le barniza la frente.
―Hola ―dice Luis.
―Ya he pagado la factura de la
luz, al final me ha dado tiempo.
―Ah, qué bien.
―La próxima que hay que pagar es
la del agua.
Luis la mira sin decir nada.
Sigue sangrando.
―¿Qué te has hecho ahí en la
cara?
―Nada. Me corté afeitándome.
"Nada que ver con el de..." es una expresión coloquial que resitúa al narrador externo en narrador interno con personalidad.
ResponderEliminarLa frase: "dice Luis, que aún no sabe cuál será su sueldo", denota que el narrador sabe lo que piensa el personaje.
Casi igual pasa con la frase: "aún no es seguro que vayan a contratarlo". ¿Cómo sabe esto el narrador si sólo mira y oye?
Expresiones como "oye abrirse la puerta del patio" tampoco las puede usar este tipo de narrador. Puede decir que la puerta hace ruido y que él mira hacia ella.