jueves, 6 de septiembre de 2012

Relato 2 - Lucía Baltar González


—Yo no quería, mamá, de verdad que no quería echarle helado en los pantalones para que pareciera que se hubiera cagado. Mamá, que no, que son cosas de Pablo y de Alex. Que tengo seis años, que ya sé elegir entre el bien y el mal. —Los ojos de Juan miraban aleatoriamente de un lado a otro, primero a su madre, y una vez estirado y gastado el tiempo de súplica,  miraba a su padre sin fijar nunca la atención demasiado tiempo en un único interlocutor—. Papá, ¿a que tú me entiendes?

- Que voy a entenderte yo, alma de dios. Si a estos niños de hoy en día no hay quién les entienda. ¿Helado derretido? ¿Pero a ti no te han enseñado nada las monjas esas que se llevan todos los meses mi maldito sueldo?


El colegio de Juan era privado por capricho de su madre, Francisca, y las deudas que arrastraban mes a mes las cubría Paco, su padre, trabajando once horas diarias en un puesto que absorbía su sangre, su tiempo y su vida. No eran épocas felices para familias como esta, pero al menos tenían una casa, comida y algo en lo que soñar para el futuro. Un sueño de una vida mejor en la que Juan se convirtiera en doctor, arquitecto o ingeniero. Su madre había estudiado también en un colegio de pago de monjas Isalinas. Allí había aprendido a ser útil, casta y debidamente apta para la vida de ama de casa, fiel esposa y amante dispuesta a dar placer al marido en cuanto él quisiera abrirle las piernas y alcanzar el cenit de la esencia humana.


— De momento vas a estar castigado en tu cuarto todo el fin de semana. Y nada de helado en un mes, ¿entendido?


Juan sabía la verdad pero no quería confesarla. Él no había sido el culpable del asunto del helado, o al menos, no el único culpable. Detrás de la trama, el origen se hallaba en Laura, una mente de escote indiscreto y maldad dulcemente potenciada. La idea principal era conseguir que Manu, el chico al que le tiraron el helado, llamara la atención de las monjas para poder entrar con los demás, Laura, Alex, y Pablo, a la cocina, y robarles lo poco de comida deseable que había en un lugar tan desolado y sórdido como ese. Al fin y al cabo, de allí salían los peores menús conocidos y por conocer del planeta, o eso pensaban ellos. Claro está que les pillaron en el primer intento de fuga, antes incluso, de comenzar la fase de manchar a Manu con el helado de chocolate. Todos habían puesto en marcha excusas prefabricadas y memorizadas para el caso en el que el plan fallara. Estaban hartos, aburridos y asqueados de las clases, de la profesora Lucinda, y de la madre superiora con sus castigos que incluían el saqueo, sin permiso, de los balones con los que jugaban en el recreo. Buscaban alguna emoción, algo distinto y divertido. Venían de un mundo fabricado en blanco y negro y, como repetían sus padres incesablemente, de poco valor. Juan iba a tener un hermano, y eso suponía una noticia fresca para él y sus amigos, algo nuevo de lo que hablar y preguntar. Solían reunirse debajo de un árbol a la hora del recreo donde hablaban de las semillas de sus padres, de la tierra de sus madres y de cigüeñas con picos largos, y patas delgadas. Cada día volvían a sus casas con una certeza nueva y un millón y medio de dudas por resolver.


—Mamá, sigo sin entender cómo se ha metido ahí mi hermanito. ¿Habrá entrado por tu boca?—Preguntaba Juan con los ojos muy abiertos y el cuerpo estirado—. Tal vez haya entrado mientras tú dormías y no te dabas ni cuenta.  ¡Oh! ¡No!… — Mirando al cielo con rostro asustado—. ¿Podría pasarme a mí? Mira que duermo con la boca abierta, que siempre me echas la bronca por lo mismo ¡Mamá! ¡Dime que no me va a pasar a mí! —Entonces era cuando Francisca, su madre, entraba en un ataque de risa irresistible lanzando carcajadas en direcciones opuestas de este a oeste, y de norte a sur de la casa, contagiando de pánico al rostro pálido de Juan, que esperaba impaciente como un parado en la cola del paro. Una vez recuperada la madre, tranquilizaba dulcemente a Juan—. Claro que no, hijo… ¿cuándo se ha visto que un hombre pueda quedarse embarazado? Y si un hombre no puede quedarse embarazado, ¿cómo le iba a suceder entonces a un niño?

Al cabo de unos segundos, Juan respiró hondo y se tranquilizó. Estaba bien, pero que muy bien, saber que no podía quedarse embarazado. De momento se conformaba con plantar semillas reales en tarros con tierra y regarlos todas las mañanas. Un tiempo más tarde, Miguel nació y Juan recibió la noticia estando en el colegio. El padre había ido a recogerlo para que conociera a su nuevo hermano.

—¿Ha dicho algo ya? —Miraba curioso a su padre mientras devoraba una palmera de chocolate y un batido—.

— ¿Quién?

—El bebé… ¿Quién va  ser? ¿Ha preguntado por mí? ¿Sabe quién soy yo?

—Juan, los bebés tardan en empezar a hablar, y además, no nos conoce.

—¿Cómo no nos va a conocer si todos los días le dábamos un beso de buenas noches a la barriga de mamá?

—Porque aún no nos ha visto con sus ojitos.

—No entiendo nada, papá. Tener un hermano apesta si no sabe que soy su hermano. —Y dándole vueltas y más vueltas a su pequeña cabeza continuó el interrogatorio—. ¿Qué cosas se pueden hacer con él? En el colegio me han dicho que se hacen caca todo el día, y se mean, y como que vomitan, o algo así, y ensucian todo, y chupan y chupan sin parar ¿Es verdad que se beben leche de mamá? —El padre mueve la cabeza con un gesto de afirmación—. Puag, que asco.


La conversación continuó con el mismo sabor y el mismo destino hasta llegar al hospital. Juan no recordaba haber estado allí en varios años. La última vez que entró en él, fue a consecuencia de una intoxicación. Se bebió un jarabe entero de fresa porque decía que estaba exquisito —Había aprendido esa palabra recientemente— y que no podía desaprovechar la oportunidad de disfrutarlo para él solito, a excepción, claro está, de su pez, ya que su limitada generosidad le llevó a compartirlo con él. Lo que nunca supo Juan es que el pez apareció muerto al día siguiente, y que fue eficazmente reemplazado por el que podría haber pasado por su hermano gemelo.

Entonces entraron en la habitación de la madre, donde estaban esperándoles sus abuelos y el recién llegado Miguelito. Al verlo, Juan se asustó y se acercó con miedo. Estiró el brazo y tocó con un dedo la mano de su hermano, el cual, no le soltó durante varios minutos. En ese momento, Juan miró atentamente al rostro de Miguel y dijo claramente — Papá, ahora que ya me ha visto, y que ya le he visto, quiero que sepas que me gustan los bebés y que si necesitas ayuda para plantar más semillas en el vientre de mamá, puedo ayudarte, pero me tienes que decir cómo.

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