Antorchas en la noche
—Correo, corre. Vamos, aligera antes que vengan —dice Pablo—.
Vamos, coloca la antorcha. Así, así, así está bien. Ya está.
Venga, agárrate a mí. Te ayudo.
La angustia es un sentimiento también sublime. Porque supera. Es tan
extremo que abre los límites y no se sabe. De la angustia nacen las
fieras, porque después de la angustia ya no importa el miedo. Y lo
humano, de la angustia también nace lo humano, porque en ella se
recuerda y reconoce. La humanidad despierta cuando se toca fondo: el
dolor es una verdad que a menudo se olvida. Artaud, Artaud era
consciente. Mucha gente se hace pobre poco a poco y cada vez hay más
estómagos gestando abismo. Y conciencia, la conciencia a veces brota
en los abismos. Europa está robando dignidad y eso es peligroso. En
la angustia la humanidad se revela, y se levanta, y se rebela. La
angustia es tan profunda que limpia desde el fondo. El fondo sucio.
La madre de Lorena está parada. El padre de Lorena está parado.
Lorena Domínguez tiene veintiún años y estudia tercero de Historia
en la Universidad de Sevilla. Hace tiempo que quiere ser historiadora, a
Lorena le apasiona conocer el pasado del ser humano y convertirse en
historiadora es la gran meta de su vida.
—Papá
—Qué.
—¿Sabes una cosa?
—¿Qué, hija?
—El año que viene van a quitar becas.
—¿Cómo?
—La Universidad de Sevilla dice que habrá tres mil estudiantes
menos con beca por culpa del decreto del gobierno. Tres mil
estudiantes de la Universidad de Sevilla, y eso solo en mi
universidad, imagino que en el resto de universidades habrá más.
—¡Me cago en sus muertos! —Lorena mira al padre fijamente; en su
garganta titubea una frase de ánimo que muere prematura como un
pájaro recién nacido. No dice nada. —Lo que nos están haciendo
la manada de cabrones estos…—sentencia el padre.
El hombre permanece pensativo unos instantes. Hace tiempo había
pensado que algo así podía pasar, que su hija perdiera la beca.
«Eso que estás haciendo tú es una suerte. Estudia para no perder
la beca», le dijo un día. Y eso hizo Lorena, sin duda, el padre lo
sabe. Las arrugas de su frente han formado barricadas capaces de
guardar caricias a toda costa.
—Si no te dan la beca ya nos apañaremos como sea. No te preocupes
—dice—. Seguirás estudiando —dice.
Lorena sueña con ser historiadora. Quiere acabar la carrera y ayudar
a su familia. Sí, quiere ayudar a su familia y ser historiadora.
Lorena Domínguez sospecha que será hija de la angustia.
Como Lorena habrá muchos jóvenes.
Aunque no lo sepan.
Algunas noches, a solas en la cama, Juan Domínguez llora en silencio
para que nadie le escuche. Pero la hija se da cuenta, su hija, su
hija lo sabe. Tiene cincuenta años y lleva tiempo buscando trabajo.
Demasiado. Antes conducía camiones de gran tonelaje; fue de los
primeros en caer al estallar la crisis de la construcción, agudizada
luego por la crisis financiera. A veces piensa en irse a Francia o a
Alemania a probar suerte, pero ya no se siente tan joven y no quiere
dejar a su familia, Juan no soportaría pasar demasiado tiempo lejos
de su mujer y de sus hijas… Lorena sabe que el padre llora a solas
algunas noches y una punzada de metal profundo la atraviesa cuando lo
nota… Entonces ella también llora, llora por dentro, llora de
impotencia. No sabe qué hacer para consolarlo. A veces después de
comer, Juan Domínguez se sienta en el sillón, apaga el televisor
apesadumbrado y permanece pensativo mirando la pantalla apagada.
Piensa. Piensa en cosas y acaba encontrándose con la angustia. Hasta
que cruza el salón Lorena y lo ve sentado.
—Tienes la sonrisa más bonita del mundo —le dice su hija al
verlo así. Y a Juan se le abre una sonrisa en el rostro hecho arena.
—Hija, tú… Tú eres lo más bonito de este mundo, chiquilla —le
responde. Y se queda mirando a la hija con los ojos inundados de
estrellas que se mueren, hasta que la besa en la mejilla y la
estrecha entre los brazos, robustos como la enorme bañera de acero
que durante años ha paseado enganchada al camión, de carretera en
carretera, llevando y trayendo grava a lo largo y ancho de la
península.
La hermana de Lorena la admira profundamente. Tiene seis años; se le
ve la mella cuando sonríe y eso a Lorena le encanta. «¡Ay, mi
mellaíta!», le dice, y se ríe cariñosamente; algo que a
Sandra le irrita, porque no soporta que su hermana se burle de ella.
Sandra de mayor quiere ser como Lorena. Quiere estudiar Historia. La
Historia. Quiere ir a la universidad como su hermana. Sandra dice que
quiere estudiar la Historia como Lorena, aunque todavía vaya al
colegio, crea en los reyes magos y a sus seis años no sepa muy bien
qué es la Historia. Sandra, la pequeña.
—¿Pero tú sabes lo que es la Historia, chiquilla? —le pregunta
Lorena. Es de noche y están juntas en la habitación, donde duermen
con las camas pegadas una al lado de la otra. Todas las noches,
Lorena y Sandra hablan con la luz apagada antes de dormir. A Sandra
le gusta mucho hacer preguntas y luego escuchar impaciente, escucha
las respuestas de la hermana, escucha las cosas que le cuenta Lorena.
—Sí, lo que tú estudias —responde Sandra sin parpadear.
—La Historia es eso que se repite, pequeña. La repetimos como
tontos —contesta su hermana mayor con una sonrisa—. No te
preocupes. Hay mucha gente mucho más grande que tú que no la
conoce. Si tú quieres, estudiarás Historia —le dice. Y le da un
achuchón cariñoso con toda su alma; Sandra entonces aprieta el
cuerpo de su hermana con sus pequeños bracitos como si se abrazara a
una boya—. Yo me encargaré de que puedas hacerlo. Eres una niña
muy lista —le dice. Sandra sonríe, le encanta que le digan que es
lista. En la oscuridad no puede verse, pero cada vez que sonríe
enseña su graciosa mella—. La Historia la hacemos nosotras,
pequeña. Por eso es tan fascinante. Y no se detiene. La hacemos
nosotras y no se detiene…
—¡Qué guay! Pues yo quiero estudiar eso —dice Sandra—. Se lo
dije a mi amiga Paula, le dije que quería estudiar como tú.
—Muy bien, pequeña. ¡Muy bien!
Sandra imagina la universidad como el colegio de los mayores. Admira
mucho a Lorena, su hermana mayor, la que estudia la Historia.
“Nacerán revoluciones por las esquinas como nacen raíces en los
muros”. Otra pintada en la pared: “piedra gana a tijera”. Un
dibujo en el muro resquebrajado: una antorcha encendida y flameando
una llama. Es el símbolo que eligieron los estudiantes. Casi dos
mil. Se reunieron hace una semana por la noche en el Rectorado de la
Universidad de Sevilla y lo votaron. Eran tantos que no cabían en el
aula magna y tuvieron que hacer la asamblea en el patio exterior del
edificio. Así empezó el encierro. Ahora las paredes aledañas al
Rectorado están repletas de frases reivindicativas.
―Hemos encendido una mecha ―dice Lorena. La melena lisa de pelo
castaño le cae sobre los hombros y bajo el fino suéter su piel
morena suda. Se pasa la mano por la frente, también húmeda― Que
arda fuerte y no se apague ―Sofía, compañera de clase, la mira
con los ojos abiertos excitada―. Habrá que hacer muchas cosas
estos días.
―Sí. Tenemos que aprovechar que no habrá clases―Son las dos de
la madrugada, la asamblea ha finalizado y las dos amigas comparten
impresiones mientras pasean por los jardines del Rectorado entre
grupos de estudiantes que van y vienen y otros grupos que charlan
animados sentados en corrillos sobre el césped― Las comisiones.
¡Qué fuerte, tía! ¡La que estamos liando! ¿Tú en qué comisión
te vas a meter?
―Yo en la de acción.
―¿Sí? ―dice Sofía con los ojos entornados y hablando
nerviosa―. ¿No veas, no? Pues esa es la que organiza lo de ocupar
edificios y cortar carreteras.
―Sí, eso es lo que quiero ―dice. Sofía la mira fijamente.
Lorena se ha unido a la Comisión de Acción porque tiene rabia,
mucha rabia, y quiere cortar carreteras. No comprende cómo es
posible que el gobierno done diez mil millones de euros a un banco
para salvarlo de la quiebra y al mismo tiempo quite diez mil millones
de euros a la educación y la sanidad públicas de un país que se
hace pobre. Por eso quiere cortar carreteras. No comprende que el
gobierno haya anunciado su intención de dar otros veinte mil
millones de euros a ese mismo banco. Eso le enfurece mucho. No
comprende que el curso que viene no pueda estudiar porque cueste muy
caro. Por eso quiere ocupar bancos. Y prenderles fuego. Hasta
expropiarlos. Hasta que sean públicos. Quiere que los bancos sean
públicos. Lorena conoce la Historia y sabe que eso es posible. Sofía
la mira excitada y con gesto preocupado.
―Mi padre lleva parado seis meses y esta gente no hace más que
quitarnos derechos y darle dinero a los bancos. Lo que hace falta ya
es acción, tía ―añade Lorena―. Hacer cosas, que se vea lo que
está pasando y que esta gente sepa que no vamos a aceptar lo que
quieren imponernos.
―Pues ten cuidado, tía ―dice Sofía esbozando una sonrisa―. Yo
me he metido en Logística. Por cierto, la reunión por comisiones
debe de ser ya, ¿no?, dijeron que íbamos a darnos quince minutos de
descanso antes de dividirnos por comisiones. ¿Dónde se reúne la
mía?
―No lo sé. ¿Y la mía? ―dice Lorena.
―Creo que la tuya se reúne por aquella parte del césped. No lo
sé, esto es muy grande, hay que buscarlo…
Lorena se acerca a tres estudiantes que parecen encontrarse
enfrascados en una conversación y hacen gestos apasionados con las
manos.
—Vamos a ver, Pablo. El gobierno regala a Bankia miles de millones
del dinero de todos —dice Antonio— y Bankia sigue quitando casas
a las familias que no tienen para pagar la hipoteca. ¿En qué país
vivimos?
—Lo llaman democracia... —dice Pablo riendo—. Y también
capitalismo.
—Esto es un país de locos —interviene Lorena, que no puede
evitar unirse a la conversación—. Y en un país de locos acaban
llegando revoluciones ―Pablo la mira y sonríe.
—Por lo visto, en Barcelona ya han ardido cuatro sucursales
bancarias—dice Pablo.
—No te digo yo… —dice Lorena—. La gente empieza a estar muy
harta.
―Bueno, quillo, vamos a empezar ya la reunión, ¿no? ―dice
Antonio―. Que yo creo que ya somos bastantes. Dijimos a y media y
son menos cuarto, hay que poner en marcha esto… El comité General
de Huelga se reúne dentro de una hora, de aquí tiene que salir un
portavoz que informe de lo que decidamos.
―Venga, vamos ―dice Pablo―. Quien vaya llegando, que se vaya
sumando.
—¿Cómo va la cosa? —dice Lorena Dominguez.
—Todo listo, las antorchas están pintadas —dice un estudiante de
Bellas Artes.
—Estupendo —contesta Lorena.
—Haremos varios grupos y nos dividiremos por diferentes zonas de la
ciudad.
—Vale.
—Mañana por la mañana —dice un estudiante de Periodismo—
ocuparemos varios bancos y recitaremos poesía social dentro de
ellos. Hasta que nos echen. ¿Te apuntas? La Comisión de
Comunicación enviará una nota de prensa a los medios a primera hora
de la mañana. Cuantos más seamos, más bancos ocuparemos.
—¿A qué hora?
—A las nueve y media salimos de aquí.
—No sé si tendré fuerzas mañana, después de lo de esta noche.
—Ahora, dentro de un rato, salimos para pegar las antorchas.
—Guay —dice Lorena excitada.
La avenida Constitución está casi desierta, con las luces doradas
iluminando la catedral desde lo alto. Lorena se encamina junto a
otros once estudiantes hacia la estatua de Murillo situada frente al
Real Alcázar, a uno de los laterales de La Giralda. Al llegar se
dividen en cuatro grupos: tres de ellos vigilan los accesos para
avisar en caso de ver a la policía y el cuarto se encarga de colocar
la antorcha de cartón al afamado pintor barroco. Lorena va en el
cuarto y la antorcha lleva el lema: «¡Nuestro futuro no se vende,
se defiende!».
—Vamos, ayudadme a subir, yo la pongo…, que peso menos —dice
Lorena.
—Vale —dice Pablo ofreciendo sus manos como escalón para alzar a
la chica.
—Venga —dice Antonio agarrándola por la cintura para evitar que
se caiga. Lorena consigue subirse sobre la base de la estatua, se
agarra al torso de metal y finalmente pega con celo la antorcha en la
mano de Murillo, de tal modo que parece que el artista está
blandiendo el peculiar pincel con ánimo de incendiar la noche. «Si
Murillo tuviera que pintar la España de ahora, haría bien
utilizando la antorcha», piensa mientras la refuerza deprisa con más
celo.
—Correo, corre. Vamos, aligera antes que vengan —dice Pablo—.
Vamos, coloca la antorcha. Así, así… así está bien. Ya está.
Venga, agárrate a mí. Te ayudo.
—Perfecto —dice Antonio. Lorena sigue moviendo la antorcha para
que quede mejor, su afán perfeccionista no le permite bajarse
todavía—. Vamos, bájate antes de que venga la policía
—Ya está—dice Lorena.
Pero ya es tarde. A cinco metros de la estatua, un coche común se
detiene con los faros encendidos y, acto seguido, bajan de él dos
hombres que los miran.
— ¡Policía! —dice uno de ellos mostrando en alto una placa—.
Quietos, no se muevan. Los tres jóvenes se quedan paralizados. Desde
lejos, los otros grupos de estudiantes observan sin poder hacer nada.
Los policías van vestidos de paisano y el coche que conducen es un
coche normal y corriente que ha pasado completamente inadvertido.
—¿Pueden explicarme qué están haciendo? —dice uno de los
policías, que se ha acercado y está junto a los jóvenes. Ninguno
de ellos contesta.
—El DNI, por favor.
—Somos estudiantes —dice al fin Antonio sacando su carné de
identidad—. Estamos defendiendo la educación pública. La de
todos: la nuestra, la de usted y la de sus hijos. —Pablo los
observa con el ceño fruncido y Lorena ya se ha bajado de la estatua.
—Ya… Van a pasar un rato en comisaría… —dice el policía
secreta.
—Que nos están quitando la educación, ¿no se dan cuenta?
—interviene entonces Pablo con voz tensa—. La educación, la
sanidad pública... ¡todo!
—¡Vamos, al coche! —insiste el policía, contundente.
Nuria los mira con los ojos empañados a punto de llorar. Uno de los
policías se acerca a Murillo y le arranca la antorcha.
—Esa antorcha de papel que estás quitando —salta Lorena con los
ojos anegados y un hilo de voz algo quebrada pero firme— ya está
ardiendo en el estómago de muchos. —El policía se queda mirándola
fijamente a los ojos, absorto por un instante— ¿Me oye? Que ya
está ardiendo…
—¡Cállate! ¡Venga, al coche! —le grita cogiéndola del brazo.
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