—¡Dame el arma!
Fernando despertó
de súbito. Se había quedado dormido con la tele encendida. Tenía los ojos
resecos, los labios pegajosos y rastros de saliva en la cara. Movía el cuello
con rostro dolorido girando la cabeza de un lado a otro formando círculos. El
pijama le quedaba estrecho y marcaba la silueta de un cuerpo con exceso de
grasa. Mientras intentaba moverse para ponerse en píe, los pliegues de la ropa
se amoldaban a la piel sobrante de una manera nefasta. Frente a él, sobre una mesa
de madera gastada, había restos de pizza fría y varias cervezas tiradas. El
cuarto en el que estaba carecía de ventilación directa ya que no había
ventanas, lo cual provocaba el color opaco de las paredes con restos de sudor
rancio y de alquitrán. Al conseguir levantarse, Fernando tropezó con uno de los
zapatos y maldijo en alto su mala suerte. Buscó el mando y apagó la tele.
Deslizó las piernas, una a una, hasta alcanzar la estantería. Agachó la cabeza,
observó lo poco que había en ella, dos o tres libros muy usados, un móvil,
pilas sueltas, una taza con las sobras de un café frío, carpetas de pequeño
grosor, alguna que otra botella de alcohol, cigarros, y marcos vacíos sin
fotografías. Fernando dirigió la mirada hacia los marcos durante un instante,
luego, con la mano en la barbilla, cerró los ojos unos segundos y los abrió de
nuevo para coger la cajetilla de cigarros.
—Acabarán matándome
si no lo hago yo antes. —Dijo acercándose al sillón y sentándose de nuevo—.
Encendió el
cigarrillo con la mano derecha, inhaló todo el humo que podían aguantar un par
de pulmones de cincuenta y cuatro años, y treinta y cinco siendo fumadores.
Cerró los ojos de nuevo y no se movió hasta escuchar la alarma del móvil.
—Bienvenida,
jornada laboral. —Dijo apagando la alarma, encendiendo otro cigarro y dándole
la última calada antes de coger las llaves del taxi y salir a trabajar—.
*
* *
A kilómetros de
allí, una mujer de veintitrés años temblaba dentro de un coche.
—Muy bien, Sofía.
Le voy a explicar detenidamente lo que tiene que hacer. Primero arranque el
motor, y una vez realizada esa parte, sáquenos de la zona de estacionamiento y
diríjase hacia la salida más cercana. —Sofía gira la llave, quita el freno de
mano, aprieta el embrague, mete primera y lo suelta poco a poco a la vez que va
acelerando—. En cuanto estemos en marcha, quiero que nos lleve siempre en
dirección Sevilla/Cádiz.
—Sabe que no soy de
aquí, ¿verdad? Sabe que puedo equivocarme, ¿no?
—Usted tranquila,
yo le indico con tiempo. Ya sabe que en el examen dispone de diez minutos de
conducción autónoma, y quince de
conducción guiada, ¿verdad?
—Sí, sí… claro que
lo sé, pero es que… es que es la quinta vez que me examino, y ya no sé qué más
hacer para aprobar. —Rafa, su profesor de autoescuela que está sentado a su
lado, le mira insistentemente y le indica con la mano y sin que le vea el
examinador, que pare de hablar—.
—De momento, lo
mejor que puede hacer es concentrarse en la carretera y estar tranquila.
Sofía es de
Canarias y aunque lleve dos años viviendo en Sevilla, aún no ha perdido el
acento de las islas. Llegó a la capital andaluza sin un duro pero con la oferta
de un trabajo digno y fijo. Es por este trabajo que ha podido pagarse las tasas
y renovaciones del carné de conducir, y asistir paralelamente a la universidad.
—Va usted muy bien.
Ahora, en la siguiente rotonda, recuerde fijarse en el cartel que indique la
salida Sevilla/Cádiz.
Sofía se iba
aproximando lentamente a la rotonda, y al llegar a ella, se saltó la salida indicada
por el examinador. Con rostro intranquilo, tomó la decisión de seguir dando una
segunda vuelta a la rotonda.
—A ver, Sofía, como
veo que sigue un poco nerviosa, y ya han pasado los primeros diez minutos,
vamos a pasar a la conducción guiada. Por lo tanto, ahora tiene que seguir mis
indicaciones. Intente salir de la rotonda usando la tercera salida. Si quiere,
cuéntelas en alto.
—A ver. Uno. —Sofía
señala con la mano derecha la primera salida—. …dos… ¡Tres! ¡Por aquí!
—Muy bien. Ahora
quiero que siga recto, y que en el momento en el que exista la posibilidad de
cambio de dirección, proceda a realizarlo.
—Vale.
El coche de la
autoescuela frenó al aproximarse a un semáforo en rojo. A su lado había un
taxista cincuentón con cara demacrada y bastante corpulento. El taxi iba vacío
pero ya había alguien haciendo señales al otro lado de la calle. Eran dos
personas jóvenes, probablemente pareja —iban de la mano—. Se veían felices y revoloteaban
de un lado a otro de la acera. Al llegar a la puerta del taxi, subieron y se
sentaron. En ese instante, el examinador dirigió su atención a los jóvenes y
reconoció a la mujer justo cuando el
semáforo cambió de color, y Sofía metía primera para proceder al cambio de
dirección a la derecha.
—Pero… ¡¡¡pero!!!
No puede ser… —Gritaba el examinador—. Sofía ¡frena! —Sofía parecía
paralizada—. ¿Me oyes? Maldita sea… por lo que más quieras ¡sigue a ese taxi!
El examinador se
casó con la joven que estaba en el taxi hace dos años. Fueron de luna de miel a
Berlín y no tenían hijos.
—Sofía, si sigues a
ese coche y no lo pierdes, por dios, que te apruebo ahora mismo. —Gritaba otra
vez el examinador—.
—No puede hacer
eso. —Decía Rafa—. ¿Qué dice? ¿Está loco? ¿No ve que estamos en medio de un
examen?
—Da igual lo que digan,
como no sigan a ese taxi de mierda, me bajo ahora mismo del coche y me
comprometo a que no le dejen aprobar el carné en su puta vida.
—Pero, ¿por qué les
seguimos?
—Esa que ven ahí,
tan sonriente, es mi futura ex mujer. Y yo, un cornudo de mierda.
Minutos más tarde,
el taxista detuvo el coche y la joven pareja descendió rápidamente. Sofía
intentó frenar para no golpearle, pero no lo hizo a tiempo e intervino el profesor.
Entonces todos miraron al coche de la autoescuela y la mujer reconoció al marido,
que la miraba sin separar los ojos de ella. En ese instante, la mujer
retrocedió sobre sus pasos, entró al taxi de nuevo, y le gritó que se alejara
lo máximo posible. Con movimientos lentos, el taxista miró hacia atrás y
observó a la chica dentro del coche de la autoescuela. Permaneció paralizado
unos segundos. La mujer joven comenzó a gritar más fuerte a medida que veía
cómo el marido salía del coche y se acercaba a ella. El taxista descendió del
coche entre insultos y plegarias por parte de la mujer joven, y se acercó a
Sofía. Se aproximó tanto y tan rápido, que Sofía se asustó.
—Perdona que me
acerque de esta manera tan extraña, pero te pareces tanto a alguien que conocí
hace algún tiempo. —Sofía lo mira inquieta, y se aleja unos centímetros
del taxista desconocido—.
Mientras tanto, el
examinador y su mujer comienzan a gritar en medio de la calle y el otro joven
permanece apartado.
—Te pareces tanto a
ella. —El taxista continuaba hablando con rostro pálido. —
En ese momento, el
examinador se sube al coche de autoescuela y le dice a Sofía que está aprobada
y que pueden irse. Sofía permanece quieta unos instantes, mira al taxista, mira
al examinador, mira a Rafa, se mira al espejo retrovisor, y se desmaya.
Vas cambiando los tiempos verbales sin ton ni son: primero en pasado, después en presente, después un pasado continuo y al final presente. Revísalo. Un escritor no puede cometer estos errores básicos.
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