miércoles, 5 de septiembre de 2012

-Relato 1. Diego Pla



Animal de costumbres
Háragan se detiene al pie del camino al divisar el monasterio. Franquear la entrada al templo supondrá el final de su largo peregrinaje. Llegado a este punto, sólo hay dos cosas que lo atan al materialismo mundano: la ropa y el perro, ambas conservadas con cariño. Se despoja del andrajoso hábito. Se agacha y mira profundamente a Perro, fiel compañero de viaje, le coge la cabeza y besa su hocico. Ahora es Perro el que intensifica la mirada, como haciendo fuerza para contener algo: comprende perfectamente. Perro baja los ojos, lanza un gemido apagado y comienza a andar en dirección opuesta al monasterio.
Háragan se desata las cómodas sandalias chinas y las deja en tierra. Se yergue e inspira hondo, mirando al frente. La claridad de mente y espíritu es absoluta. Ahora sí puede recorrer el trecho que dista hasta su destino. Pero tan fija tiene la vista puesta en la estructura recortada en la falda de la montaña que, al ir a dar el primer paso, tropieza con una piedra y se tuerce gravemente el tobillo. Intenta incorporarse y retomar la marcha pero le es imposible. Vaya, se dice, justo en la recta final. Instintivamente mira hacia atrás y ve que una carreta se aproxima. Los caminos de la naturaleza son inescrutables, piensa risueño. He aquí el motivo de que me haya lastimado: el Camino me indica que he de entrar al templo a bordo de este vehículo.
Cuando los dos búfalos que tiran de la carreta están a la altura de Háragan, el conductor saluda al peregrino y lo invita a subir. Va hacia el monasterio. La velocidad a la que avanza la carreta no excede apenas la del paso humano. Háragan no tiene problemas para comunicarse con el lugareño, pues ha aprendido el idioma local durante sus meses de atento peregrinaje por la zona. El carretero es el proveedor de los monjes, le hace saber, y una vez al mes acude al templo a hacer la entrega. Háragan se interesa por el tipo de productos que pudieran necesitar los monjes. A decir verdad, no tiene ni idea de la relación que mantienen con el exterior. 
-Échele un ojo a las cajas usted mismo –dice el lugareño.
Háragan, acomodado en la parte de atrás de la carreta, tiene las cajas al alcance de la mano. Abre una apartando cuidadosamente la cinta adhesiva que une las dos solapas de cartón.
-¿Coca-Colas? –dice Háragan, divertidamente sorprendido por el hallazgo.
-Sí, muchos monjes la prefieren al té. 
Háragan cierra la caja repleta de botellines de Coca-Cola. Con avivada inquietud abre otra caja. Esta contiene multitud de dulces variados, sobre todo bollería y barritas de chocolate de distintos formatos. 
-Son muy golosos ellos –dice el lugareño volteado hacia atrás, disfrutando con las reacciones de Háragan.
La siguiente caja que abre el peregrino contiene revistas. Revistas porno. Cantidad de ellas. Saca una y la levanta a la altura de sus ojos, pasando páginas, estupefacto. El campesino se carcajea; estaba esperando ese momento. Háragan siente una sensación emerger desde sus profundidades, algo casi olvidado por su pulida mente: confusión. Hace mucho tiempo desde la última vez que algo lo turbó. Pese a ello, su espíritu flexible y tolerante diluye el extraño sentimiento sin dificultad.
-Yo creí que me dirigía a un monasterio y no a un cuartel militar –dice Háragan, utilizando el humor para restablecer la serenidad.
-En realidad, las diferencias no son muy grandes –responde el lugareño, todavía riendo. De hecho, los monjes cada vez incluyen en la lista de pedidos más videojuegos de guerra. Supongo que así mantienen intacta su filosofía de 'no violencia', canalizando virtualmente la agresividad.
-¿Videojuegos?
-Sí, otra de sus aficiones. Imagínese, con tanto tiempo libre.
Háragan está asombrado. Sabe que la religión de aquellos monjes no tiene prohibición alguna, pero no esperaba que los estímulos exteriores hubieran penetrado tan notablemente en las costumbres del monasterio. Tendré que adaptarme, se dijo. 
La carreta está a escasos cien metros del arco de piedra que constituye la entrada al recinto. No hay puerta, símbolo de apertura y receptividad. De repente, Háragan escucha un sonido familiar: es Perro ladrando. Viene corriendo por el camino, tras la carreta. El lugareño detiene a los búfalos. Perro llega y de un salto sube al rústico vehículo. Háragan, confundido –aunque contento a la vez-, acaricia a Perro, mientras éste no escatima salivosos lametones. Está muy excitado. El lugareño, de nuevo volteado, los observa.
-Parece que le cae usted bien al chucho. 
Háragan no dice nada. 
-Será un buen presagio que llegue con un perro. Los monjes se lo agradecerán.
La aparición de Perro tiene absorto a Háragan. Escudriña en los ojos de su antiguo compañero.
-Ya sabe, por estas tierras no hay muchas mujeres –continúa el lugareño-. Y los monjes, como todos, tienen sus necesidades. 
Háragan levanta la cabeza y mira al hombre. Su ceño comienza a fruncirse contra su voluntad.
-Además, los perros también escasean desde hace tiempo –prosigue el lugareño, reanudando la marcha-. Y los animales de ganadería son muy tercos, incluso peligrosos en ocasiones, diría yo. Con un perro es más fácil, sin duda. Y lo digo por experiencia.
La carreta ya está bajo el arco cuando Perro salta y se introduce en el recinto. Háragan no hace ademán de contenerlo, pero pide al carretero que detenga a los búfalos. El peregrino baja torpemente ante la mirada intrigada del conductor. Háragan, de nuevo en tierra, da la espalda a los muros y se dirige cojeando hasta el tronco de un árbol, justo al borde del sendero. 
-¿Qué hace? ¿no viene? –pregunta el campesino.
-No, mejor le espero aquí. 
El lugareño encoge los hombros y azuza de nuevo a los búfalos, que avanzando ocultan la carreta de la vista de Háragan. El peregrino silba y al instante ve a Perro salir disparado bajo el arco. Perro se echa junto a él, a la sombra del follaje. Háragan enfoca la línea que acaban de recorrer. Es un gran trecho. Decide que el conductor tardará un rato en salir. No se le ocurre que en el monasterio podrían curarle el tobillo. Esperaremos a la carreta, se dice, seguro que no le importa llevarnos hasta el primer pueblo. Se deja caer apoyándose en el tronco. Su rostro ha recuperado la expresión apaciguada. Mira a Perro y, divertido, le dice: ¡será por tiempo!
                                                                                                                                           

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