Café cuando acabe
La taza de café hierve en la
mesa, como a ella le gusta, y el reloj aún marca las ocho y media de la mañana,
el día se abre ante su tostada de aceite y tomate con tiempo de sobra para
hacer lo que se ha propuesto. Al morderla, cruje, eso también le gusta, y el
aceite le resbala por la comisura de los labios. Para Marta Andrades el
desayuno es uno de los momentos más placenteros del día, cuando todo empieza;
además una ilusión la embriaga hoy especialmente. Tiene previsto ir a la
oficina de empleo con el resguardo del título de recién licenciada en
Periodismo, y luego recorrer Sevilla en bicicleta con cuatro tipos de
currículos guardados en la carpeta: uno cariñosamente elaborado para
periódicos, radios y demás medios de comunicación, otro específico para
librerías y secciones de material audiovisual de grandes centros comerciales,
uno más dirigido a las tiendas de ropa y, finalmente, otro adaptado al Mc
Donals, Burger King y toda clase de franquicias hosteleras, los dos últimos
escritos con no poco desdén y bastante desgana; juntos suman más de cincuenta
copias. Se ha levantado entusiasmada, porque también ha quedado con alguien.
Sin embargo, últimamente Marta piensa demasiado. Mastica pensativa su tostada.
Se rasca la cabeza. De pronto escucha los pasos de su compañera de piso Noelia,
que al parecer acaba de levantarse y viene del baño. Su débil voz quebradiza,
todavía medio dormida, le llega deshilachada desde el pasillo:
—Buenos días.
—Buenos días, petarda…
En pijama y
arrastrando unas suaves zapatillas de peluche, Noelia entra al salón, se
despereza, enciende el televisor y coge el mando a distancia. Pese a haberse
lavado la cara, no se ha limpiado bien el abundante maquillaje que acostumbra a
usar y aún le quedan restos de carmín, rímel y polvos de color de la noche
anterior. A Marta no le sorprende verla así un jueves por la mañana.
—Vaya cara…
—Ojú, tengo
clase a las diez… ¿Y tú qué haces levantada tan temprano?
—Voy a ir a
echar currículos.
—Puff… La
llevas clara, tía. Yo eché unos cuántos hace dos meses y todavía estoy
esperando que me llamen.
—Bueno y
qué… Nunca se sabe.
—¿Por qué no
haces más prácticas?
—No. Ya
llevo tres. Pero no pagan una mierda. Y este año me hace falta el dinero, mis
padres no pueden con el piso.
Hace dos
días que Marta terminó sus prácticas en un periódico; los ciento veinte euros
mensuales que cobraba le han venido bien para echarle atún a los macarrones.
—Ya, tía… A
mí todavía me queda este curso, espero... El año que viene no sé lo que voy a
hacer. ¡Buah!, hoy nos hacen un test de actualidad en Periodismo Político
Nacional… A ver qué dice la tele.
Con el mando a distancia, Noelia
cambia de canal varias veces hasta detenerse en La Primera de Televisión
Española, que está emitiendo el informativo matinal, y luego mira a Marta. Por
un momento, algo tensa, no sabe qué decir.
—No veas anoche qué desfase,
tía…
—Ya te veo, estás hecha una
zorra buena… —La sonrisa de Marta muestra una bonita dentadura aunque no
perfecta, con un colmillo graciosamente ladeado.
—Estuvimos en La Luna, ¡vaya
pedazo de discoteca!
—Últimamente no paras.
La pantalla bombardea una
batería de imágenes en las que aparecen el presidente del Gobierno, el
dirigente de la patronal y los líderes de los sindicatos mayoritarios, y las
palabras de la presentadora se deslizan por el salón como una cancioncilla
metálica: “el Ejecutivo anuncia nuevos recortes públicos y otra reforma laboral
para los próximos meses…”
—¡Hay que ver que siempre están
con lo mismo, chiquilla, con tanto recortar…! Espero que me den la beca… Este
año se están retrasando. —Un gesto de preocupación deforma el garabato de
cosméticos que resiste en la cara de Noelia.
—Nos están jodiendo bien. A
Carlos tampoco le han dicho nada todavía, por lo visto hay mucha gente igual.
—Sí, ya lo sé… —Noelia parece
ponerse un poco nerviosa- Recuerdo que lo comentó el otro día, que estuvo aquí.
—Ah, sí, es verdad... Pronto
habrá otra manifestación del 15M. Se están cargando los servicios públicos,
tía. Ya es hora de que hagamos algo o acabarán quitándonos todo.
—No sé… No sé si servirá de
mucho…
Marta conoció a Carlos cuando
estudiaba tercero de carrera. Bebía cerveza después de clase y a menudo acababa
en la alameda o en cualquier pub del centro por la noche, sobre todo de
jueves a sábados. Carlos se le acercó en el cumpleaños de una compañera de
clase con el único reclamo de unos bíceps bien amasado que ella encontró
interesantes en ese momento, y al poco rato se enrollaron. Lo curioso fue que
acabaran saliendo juntos, realmente no comparten grandes inquietudes y Carlos
no se caracteriza precisamente por ofrecer una aguda conversación de las que
alimentan el espíritu, de esas que hechizan a Marta. Pero se enamoró de él. Le
cautivó sin más el entusiasmo que desprendía y, sobre todo, la afabilidad y la
ternura que leía en sus ojos; eso y por supuesto su cuerpo atlético de antiguo
delantero del equipo juvenil de fútbol de su pueblo. Carlos está acostumbrado a
conseguir lo que se propone con un arrojo que a Marta le resulta admirable.
Hace poco estuvo a punto de irse a trabajar a Reino Unido al terminar
Ingeniería Informática, el curso pasado. Entonces ella lo pasó muy mal, tanto
que casi lo dejan, pero al final se quedó a hacer un máster. Ahora, sin
embargo, probablemente no derramaría muchas lágrimas. Carlos apenas pasa tiempo
con ella, dice que “el máster es muy difícil” y tiene que “echarle muchas
horas”, se ven pocas veces a la semana. Además ya no la mima como antes. Y
ahora es cuando más lo necesita.
Marta se
acaba la tostada, paladea los últimos sorbos de café y se levanta.
—Bueno, tía. Te dejo.
—Venga, guapa… Suerte.
Marta se dirige a un bar del centro
cercano a la Campana. Ya ha repartido buena parte de los currículos y
está agotada de pedalear y patearse el centro de Sevilla durante la mañana. Ha
quedado allí con Julio, y al pensarlo se alegra. Últimamente Marta piensa
demasiado. No es bueno pensar demasiado. Eso no sirve de nada. Lo que sirve es
hacer. Y lo intenta. Pero no puede evitar pensar, hay una idea terrible que le
inquieta. Se fue gestando silenciosamente en una honda parte de sí misma, sin
que ella se diese cuenta, con ese tipo de sensaciones que se agitan cada vez
más vigorosas, hasta que un día emergieron palabras de no sabe qué
profundidades: El mundo se acaba. Desde entonces ese pensamiento le cruza la
mente como una serpiente reptando en el suelo. El mundo se acaba. No es que
tenga un zoo en la cabeza ni que se esté volviendo loca. El mundo se acaba.
Sabe que también le pasa a sus amigas, y a las amigas de sus amigas. Es un
miedo instintivo, un miedo a la nada. Intuye que lo comparte toda su
generación, pero eso no la consuela. El caso es que el mundo se acaba.
Julio es
algo más que un amigo, ha quedado con él para tomar unas cervezas y pasar el
resto de la tarde juntos, aprovechando que Carlos le ha dicho que estudiará
todo el día, como de costumbre. Le divierte, le gusta mucho hablar con él, es
bastante inteligente; casi siempre acaban follando. Es filósofo, los filósofos
tienen muchas ideas y a menudo poco dinero, aunque eso a Marta no le importa,
al igual que él, ella ha podido estudiar en la universidad gracias a una beca
del Ministerio. Julio le proporciona el apoyo emocional que necesita, que no es
poco, y cuando está con él se siente libre, algo culpable, pero libre. No debe
tardar mucho en llegar porque ha quedado a las dos y media y ya sólo faltan
cinco minutos. Decide tomarse una cerveza mientras espera; ninguno de los dos
suele ser puntual, pero esta vez ha llegado ella antes y debe ser quien espere,
algo que paradójicamente detesta. Se acerca a la barra, pide y sale con la caña
de cerveza a sentarse fuera; busca una mesa libre con la mirada, hay varias:
escoge una algo apartada en la que el sol derrama deliciosamente su calor suave
de principios de marzo. Saca la carpeta y aprovecha para hacer un recuento de
los currículos que ha entregado y de todas las empresas visitadas. Un total de
veinticuatro, no está mal. Quizá la llamen de alguna. Sí, ¿por qué no?,
deberían llamarla, si no, no sabe cómo pagará el piso dentro de dos meses.
Marta quería hacer un máster de Relaciones Internacionales para especializarse
en Periodismo Político Internacional, pero aprobó la última asignatura de la
carrera en septiembre y no le dio tiempo a inscribirse para este curso lectivo,
por eso se ha quedado viviendo en Sevilla, buscando trabajo para aguantar todo
el año. Bueno, por eso y porque no soporta vivir en su casa. Ni tampoco en su pueblo,
tiene sus razones. Su madre se mete demasiado en su vida y eso no le gusta.
Piensa que todavía es una niña, quiere ordenarle todo como si fuera dueña de su
destino y siempre acaban discutiendo. La quiere mucho a pesar de todo, es su
madre, pero no puede vivir con ella. A estas alturas, con veinticuatro años,
una carrera y después de haber probado el sabor de vivir sola sin nadie que le
diga hasta la ropa que debe o no debe ponerse, bajo ningún concepto Marta está
dispuesta a volver a casa de sus padres. Además, en el pueblo no hay
posibilidades de trabajo. Es una ratonera. Se estancaría. Esa idea la deprime
sobremanera, siente una aguda punzada en el estómago cada vez que lo piensa.
Por fin llega Julio, con más de quince minutos de retraso y una mochila colgada
al hombro, la mochila que le acompaña siempre como si fuera parte de su cuerpo.
—¡Qué pasa,
periodista!
—Hombre…
—Qué raro
que hayas llegado antes.
—Pues sí… y
no me gusta esperar. —Marta finge que se enfadada, apretando los labios para no
dejar escapar una sonrisa infantil que empuja con fuerza.
—Pero no te
importa que te esperen, ¿eh?
—¡Mira quién
fue a hablar!
—Voy a por
una cerveza, ¿quieres otra? —Con un movimiento de mano, Julio se aparta el
flequillo, que le llega casi a los ojos, luciendo una sonrisa que Marta
encuentra irresistible.
La historia
de cómo conoció a Julio es muy distinta a la de cómo acabó con Carlos. La
primera vez que Marta vio a Julio fue en un encierro estudiantil contra la
privatización de la educación pública en el Rectorado de la Universidad de
Sevilla, hace apenas unos meses. Los estudiantes habían ocupado el Aula Magna
de la Facultad de Geografía e Historia para celebrar una Asamblea por la noche,
dado que eran más de doscientos y las otras aulas no tenían capacidad suficiente
para albergar a ese número, y Marta se sentó con sus amigas en una de las filas
del fondo. A pocos centímetros, justo en la banca de la izquierda, estaba
Julio. Esa noche acabaron hablando de sueños, de la impunidad de los bancos, de
Europa y el desmantelamiento del Estado de Bienestar, de Nietzsche, de Jim
Carrey, de arte moderno, de poesía, del amor y el egoísmo, del instinto, de
religiones orientales y de sexo... Carlos no comparte con Marta las luchas
estudiantiles. Ella se irrita mucho cuando él intenta convencerla de que no
sirven de nada. Julio la mira en silencio, Marta parece preocupada.
—No sé qué
voy a hacer con mi vida.
—¿Pero eso
te suele pasar siempre o sólo ahora?
—Últimamente.
Depende del día, hay momentos que sí y otros que no lo pienso.
—Disfruta de
esta cervecita fría que es una maravilla… mira, mira cómo brilla con este
solecito de puta madre que hace. —Julio levanta el vaso con gran entusiasmo,
como si estuviera a punto de descubrirle algo extraño y sorprendente, lo mira y
luego lo inclina a pocos centímetros de la mesa observando la luz que atraviesa
el líquido iluminando las burbujas—. ¿Lo ves?
Marta sonríe.
—Pronto no tendré para cervezas.
—Pues beberemos agua en mi piso.
—A mí me gusta tomar cervezas en
la calle.
Llevan una
hora juntos, en la mesa quedan restos de dos tapas (papas bravas y
ensaladilla rusa), y Julio espera solo hasta que Marta regresa del servicio con
una cerveza en cada mano, la tercera para ella, ha bebido una más que él: trae
las mejillas encendidas y los ojos chispados, y se percata de que él no ha
dejado de observar fijamente su movimiento en el camino de vuelta a la mesa con
una expresión de curiosidad y una imperceptible sonrisa. Actúa como si no se
hubiese dado cuenta, se sienta y, finalmente, lo mira. Intuye que está a punto
de soltar uno de sus pájaros de presa, esos que vuelan majestuosos como
halcones de cetrería a decenas de metros del suelo y luego se abaten en caída
libre.
—Sabes que
me gusta mucho ese lunar que tienes cerc No tendrá más remedio. Porque Marta
Andrades ya se ha quemado y ahora el calor le ayuda.a del labio.
Plumaje blanco y manchas pardas,
elegante. Espera… nota que la sombra del halcón se va cerrando vertiginosa
sobre su cuerpo: cae.
—Es como un pequeño abismo al
borde. De los que incitan—. Julio la mira a los ojos un instante, baja la
mirada al abismo y se inclina lentamente sobre la mesa para besarla… convertido
ya en ave de presa.
Después de
acabar la cerveza, deciden dar un paseo y tomar otra en un bar próximo a la
Plaza del Salvador, cerca del piso de Julio. Piden y se la toman de pie entorno
a un barril que hace de mesa en la calle. Son más de las tres y en la plaza hay
bastante gente. Marta se rasca la cabeza; coge el vaso, bebe, lo planta en la
mesa:
—Quiero
hacer un viaje. Irme fuera y aprender inglés de una vez por todas. Y ahorrar un
poco. ¿Tú te fuiste de Erasmus?
—Sí, estuve
un año en Roma.
—¡Buah! ¿Y
qué tal?
—Increíble,
único… Una locura. ¿Y tú?
—No.
—Podrías
haberla pedido.
—Tengo
compromisos aquí.
—Carlos…
Julio aparta la mirada un
instante. Luego la vuelve de nuevo con firmeza, destello de ave salvaje en sus
ojos marrones.
—Por qué te enrollas conmigo.
—¿Cómo?
—¿Que por qué te enrollas
conmigo?
—Tú no estás bien de la cabeza.
—Tengo curiosidad. Quiero
saberlo.
—Pues métete la curiosidad por
el culo.
—No te pongas así… No te lo digo
con mala intención.
Marta lo mira fijamente unos
segundos, orada por dentro, otea fondo: le gusta el pulso que irradian sus
pupilas.
—Eres un capullo, no sé si un
capullo honesto, pero sí un capullo. Pero tienes cosas interesantes en la
cabeza.
—Veo que no me conoces. Dime…
—¿Qué?
—¿Quieres a tu novio?
Marta
titubea un instante, vuelve la cara y se fija en un perro a lo lejos: el animal
olisquea restos de comida en el suelo, con el hocico. Está flaco, es un chucho
hambriento y solitario. Es el segundo chucho hambriento y solitario que ve en
esa mañana.
Levanta la
mirada y ve detrás del perro, a varios metros de distancia, a una pareja
besándose apasionadamente. La chica se encuentra de espaldas. Marta se rasca la
cabeza. Por un momento le parece que es Noelia, lleva su mismo peinado con el
pelo recogido en alto y el jersey de hilo verde que tanto le gusta. Sí, es
ella. Marta la mira con curiosidad. Dejan de besarse. Al instante, una tensión
de acero recorre los músculos de Marta Andrades como el veneno de una
serpiente. Carlos, su novio, aparta las manos del culo de Noelia, la coge de la
cintura y los dos se marchan caminando juntos. Marta mira a su novio y a su
compañera de piso. Atónita. Paralizada. Julio pronuncia su nombre varias veces
pero apenas lo escucha. “Marta…” La palabra se desliza como un eco, sonido
imperceptible: “Marta…” No piensa, no sabe, no entiende. “Marta…” En los ojos
de Marta Andrades hierven posos sueltos de café molido. “¡Ey, despierta!”,
chisquea los dedos Julio. Posos sueltos…
Aunque el mundo se
acabe, o precisamente por eso, Marta Andrades tendrá que levantarse mañana y
tomar una taza de café hirviendo, más caliente que la de hoy.
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