miércoles, 5 de septiembre de 2012

-Relato 1. Francisco Javier Martín López




Café cuando acabe


La taza de café hierve en la mesa, como a ella le gusta, y el reloj aún marca las ocho y media de la mañana, el día se abre ante su tostada de aceite y tomate con tiempo de sobra para hacer lo que se ha propuesto. Al morderla, cruje, eso también le gusta, y el aceite le resbala por la comisura de los labios. Para Marta Andrades el desayuno es uno de los momentos más placenteros del día, cuando todo empieza; además una ilusión la embriaga hoy especialmente. Tiene previsto ir a la oficina de empleo con el resguardo del título de recién licenciada en Periodismo, y luego recorrer Sevilla en bicicleta con cuatro tipos de currículos guardados en la carpeta: uno cariñosamente elaborado para periódicos, radios y demás medios de comunicación, otro específico para librerías y secciones de material audiovisual de grandes centros comerciales, uno más dirigido a las tiendas de ropa y, finalmente, otro adaptado al Mc Donals, Burger King y toda clase de franquicias hosteleras, los dos últimos escritos con no poco desdén y bastante desgana; juntos suman más de cincuenta copias. Se ha levantado entusiasmada, porque también ha quedado con alguien. Sin embargo, últimamente Marta piensa demasiado. Mastica pensativa su tostada. Se rasca la cabeza. De pronto escucha los pasos de su compañera de piso Noelia, que al parecer acaba de levantarse y viene del baño. Su débil voz quebradiza, todavía medio dormida, le llega deshilachada desde el pasillo:
—Buenos días.
—Buenos días, petarda…

En pijama y arrastrando unas suaves zapatillas de peluche, Noelia entra al salón, se despereza, enciende el televisor y coge el mando a distancia. Pese a haberse lavado la cara, no se ha limpiado bien el abundante maquillaje que acostumbra a usar y aún le quedan restos de carmín, rímel y polvos de color de la noche anterior. A Marta no le sorprende verla así un jueves por la mañana.
—Vaya cara…
—Ojú, tengo clase a las diez… ¿Y tú qué haces levantada tan temprano?
—Voy a ir a echar currículos.
—Puff… La llevas clara, tía. Yo eché unos cuántos hace dos meses y todavía estoy esperando que me llamen.
—Bueno y qué… Nunca se sabe.
—¿Por qué no haces más prácticas?
—No. Ya llevo tres. Pero no pagan una mierda. Y este año me hace falta el dinero, mis padres no pueden con el piso.
Hace dos días que Marta terminó sus prácticas en un periódico; los ciento veinte euros mensuales que cobraba le han venido bien para echarle atún a los macarrones.
—Ya, tía… A mí todavía me queda este curso, espero... El año que viene no sé lo que voy a hacer. ¡Buah!, hoy nos hacen un test de actualidad en Periodismo Político Nacional… A ver qué dice la tele.

Con el mando a distancia, Noelia cambia de canal varias veces hasta detenerse en La Primera de Televisión Española, que está emitiendo el informativo matinal, y luego mira a Marta. Por un momento, algo tensa, no sabe qué decir.
—No veas anoche qué desfase, tía…
—Ya te veo, estás hecha una zorra buena… —La sonrisa de Marta muestra una bonita dentadura aunque no perfecta, con un colmillo graciosamente ladeado.
—Estuvimos en La Luna, ¡vaya pedazo de discoteca!
—Últimamente no paras.

La pantalla bombardea una batería de imágenes en las que aparecen el presidente del Gobierno, el dirigente de la patronal y los líderes de los sindicatos mayoritarios, y las palabras de la presentadora se deslizan por el salón como una cancioncilla metálica: “el Ejecutivo anuncia nuevos recortes públicos y otra reforma laboral para los próximos meses…”
—¡Hay que ver que siempre están con lo mismo, chiquilla, con tanto recortar…! Espero que me den la beca… Este año se están retrasando. —Un gesto de preocupación deforma el garabato de cosméticos que resiste en la cara de Noelia.
—Nos están jodiendo bien. A Carlos tampoco le han dicho nada todavía, por lo visto hay mucha gente igual.
—Sí, ya lo sé… —Noelia parece ponerse un poco nerviosa- Recuerdo que lo comentó el otro día, que estuvo aquí.
—Ah, sí, es verdad... Pronto habrá otra manifestación del 15M. Se están cargando los servicios públicos, tía. Ya es hora de que hagamos algo o acabarán quitándonos todo.
—No sé… No sé si servirá de mucho…

Marta conoció a Carlos cuando estudiaba tercero de carrera. Bebía cerveza después de clase y a menudo acababa en la alameda o en cualquier pub del centro por la noche, sobre todo de jueves a sábados. Carlos se le acercó en el cumpleaños de una compañera de clase con el único reclamo de unos bíceps bien amasado que ella encontró interesantes en ese momento, y al poco rato se enrollaron. Lo curioso fue que acabaran saliendo juntos, realmente no comparten grandes inquietudes y Carlos no se caracteriza precisamente por ofrecer una aguda conversación de las que alimentan el espíritu, de esas que hechizan a Marta. Pero se enamoró de él. Le cautivó sin más el entusiasmo que desprendía y, sobre todo, la afabilidad y la ternura que leía en sus ojos; eso y por supuesto su cuerpo atlético de antiguo delantero del equipo juvenil de fútbol de su pueblo. Carlos está acostumbrado a conseguir lo que se propone con un arrojo que a Marta le resulta admirable. Hace poco estuvo a punto de irse a trabajar a Reino Unido al terminar Ingeniería Informática, el curso pasado. Entonces ella lo pasó muy mal, tanto que casi lo dejan, pero al final se quedó a hacer un máster. Ahora, sin embargo, probablemente no derramaría muchas lágrimas. Carlos apenas pasa tiempo con ella, dice que “el máster es muy difícil” y tiene que “echarle muchas horas”, se ven pocas veces a la semana. Además ya no la mima como antes. Y ahora es cuando más lo necesita.
Marta se acaba la tostada, paladea los últimos sorbos de café y se levanta.
—Bueno, tía. Te dejo.
—Venga, guapa… Suerte.


Marta se dirige a un bar del centro cercano a la Campana. Ya ha repartido buena parte de los currículos y está agotada de pedalear y patearse el centro de Sevilla durante la mañana. Ha quedado allí con Julio, y al pensarlo se alegra. Últimamente Marta piensa demasiado. No es bueno pensar demasiado. Eso no sirve de nada. Lo que sirve es hacer. Y lo intenta. Pero no puede evitar pensar, hay una idea terrible que le inquieta. Se fue gestando silenciosamente en una honda parte de sí misma, sin que ella se diese cuenta, con ese tipo de sensaciones que se agitan cada vez más vigorosas, hasta que un día emergieron palabras de no sabe qué profundidades: El mundo se acaba. Desde entonces ese pensamiento le cruza la mente como una serpiente reptando en el suelo. El mundo se acaba. No es que tenga un zoo en la cabeza ni que se esté volviendo loca. El mundo se acaba. Sabe que también le pasa a sus amigas, y a las amigas de sus amigas. Es un miedo instintivo, un miedo a la nada. Intuye que lo comparte toda su generación, pero eso no la consuela. El caso es que el mundo se acaba.

Julio es algo más que un amigo, ha quedado con él para tomar unas cervezas y pasar el resto de la tarde juntos, aprovechando que Carlos le ha dicho que estudiará todo el día, como de costumbre. Le divierte, le gusta mucho hablar con él, es bastante inteligente; casi siempre acaban follando. Es filósofo, los filósofos tienen muchas ideas y a menudo poco dinero, aunque eso a Marta no le importa, al igual que él, ella ha podido estudiar en la universidad gracias a una beca del Ministerio. Julio le proporciona el apoyo emocional que necesita, que no es poco, y cuando está con él se siente libre, algo culpable, pero libre. No debe tardar mucho en llegar porque ha quedado a las dos y media y ya sólo faltan cinco minutos. Decide tomarse una cerveza mientras espera; ninguno de los dos suele ser puntual, pero esta vez ha llegado ella antes y debe ser quien espere, algo que paradójicamente detesta. Se acerca a la barra, pide y sale con la caña de cerveza a sentarse fuera; busca una mesa libre con la mirada, hay varias: escoge una algo apartada en la que el sol derrama deliciosamente su calor suave de principios de marzo. Saca la carpeta y aprovecha para hacer un recuento de los currículos que ha entregado y de todas las empresas visitadas. Un total de veinticuatro, no está mal. Quizá la llamen de alguna. Sí, ¿por qué no?, deberían llamarla, si no, no sabe cómo pagará el piso dentro de dos meses. Marta quería hacer un máster de Relaciones Internacionales para especializarse en Periodismo Político Internacional, pero aprobó la última asignatura de la carrera en septiembre y no le dio tiempo a inscribirse para este curso lectivo, por eso se ha quedado viviendo en Sevilla, buscando trabajo para aguantar todo el año. Bueno, por eso y porque no soporta vivir en su casa. Ni tampoco en su pueblo, tiene sus razones. Su madre se mete demasiado en su vida y eso no le gusta. Piensa que todavía es una niña, quiere ordenarle todo como si fuera dueña de su destino y siempre acaban discutiendo. La quiere mucho a pesar de todo, es su madre, pero no puede vivir con ella. A estas alturas, con veinticuatro años, una carrera y después de haber probado el sabor de vivir sola sin nadie que le diga hasta la ropa que debe o no debe ponerse, bajo ningún concepto Marta está dispuesta a volver a casa de sus padres. Además, en el pueblo no hay posibilidades de trabajo. Es una ratonera. Se estancaría. Esa idea la deprime sobremanera, siente una aguda punzada en el estómago cada vez que lo piensa. Por fin llega Julio, con más de quince minutos de retraso y una mochila colgada al hombro, la mochila que le acompaña siempre como si fuera parte de su cuerpo.
—¡Qué pasa, periodista!
—Hombre…
—Qué raro que hayas llegado antes.
—Pues sí… y no me gusta esperar. —Marta finge que se enfadada, apretando los labios para no dejar escapar una sonrisa infantil que empuja con fuerza.
—Pero no te importa que te esperen, ¿eh?
—¡Mira quién fue a hablar!
—Voy a por una cerveza, ¿quieres otra? —Con un movimiento de mano, Julio se aparta el flequillo, que le llega casi a los ojos, luciendo una sonrisa que Marta encuentra irresistible.

La historia de cómo conoció a Julio es muy distinta a la de cómo acabó con Carlos. La primera vez que Marta vio a Julio fue en un encierro estudiantil contra la privatización de la educación pública en el Rectorado de la Universidad de Sevilla, hace apenas unos meses. Los estudiantes habían ocupado el Aula Magna de la Facultad de Geografía e Historia para celebrar una Asamblea por la noche, dado que eran más de doscientos y las otras aulas no tenían capacidad suficiente para albergar a ese número, y Marta se sentó con sus amigas en una de las filas del fondo. A pocos centímetros, justo en la banca de la izquierda, estaba Julio. Esa noche acabaron hablando de sueños, de la impunidad de los bancos, de Europa y el desmantelamiento del Estado de Bienestar, de Nietzsche, de Jim Carrey, de arte moderno, de poesía, del amor y el egoísmo, del instinto, de religiones orientales y de sexo... Carlos no comparte con Marta las luchas estudiantiles. Ella se irrita mucho cuando él intenta convencerla de que no sirven de nada. Julio la mira en silencio, Marta parece preocupada.
—No sé qué voy a hacer con mi vida.
—¿Pero eso te suele pasar siempre o sólo ahora?
—Últimamente. Depende del día, hay momentos que sí y otros que no lo pienso.
—Disfruta de esta cervecita fría que es una maravilla… mira, mira cómo brilla con este solecito de puta madre que hace. —Julio levanta el vaso con gran entusiasmo, como si estuviera a punto de descubrirle algo extraño y sorprendente, lo mira y luego lo inclina a pocos centímetros de la mesa observando la luz que atraviesa el líquido iluminando las burbujas—. ¿Lo ves?
Marta sonríe.
—Pronto no tendré para cervezas.
—Pues beberemos agua en mi piso.
—A mí me gusta tomar cervezas en la calle.

Llevan una hora juntos, en la mesa quedan restos de dos tapas (papas bravas y ensaladilla rusa), y Julio espera solo hasta que Marta regresa del servicio con una cerveza en cada mano, la tercera para ella, ha bebido una más que él: trae las mejillas encendidas y los ojos chispados, y se percata de que él no ha dejado de observar fijamente su movimiento en el camino de vuelta a la mesa con una expresión de curiosidad y una imperceptible sonrisa. Actúa como si no se hubiese dado cuenta, se sienta y, finalmente, lo mira. Intuye que está a punto de soltar uno de sus pájaros de presa, esos que vuelan majestuosos como halcones de cetrería a decenas de metros del suelo y luego se abaten en caída libre.
—Sabes que me gusta mucho ese lunar que tienes cerc No tendrá más remedio. Porque Marta Andrades ya se ha quemado y ahora el calor le ayuda.a del labio.
Plumaje blanco y manchas pardas, elegante. Espera… nota que la sombra del halcón se va cerrando vertiginosa sobre su cuerpo: cae.
—Es como un pequeño abismo al borde. De los que incitan—. Julio la mira a los ojos un instante, baja la mirada al abismo y se inclina lentamente sobre la mesa para besarla… convertido ya en ave de presa.

Después de acabar la cerveza, deciden dar un paseo y tomar otra en un bar próximo a la Plaza del Salvador, cerca del piso de Julio. Piden y se la toman de pie entorno a un barril que hace de mesa en la calle. Son más de las tres y en la plaza hay bastante gente. Marta se rasca la cabeza; coge el vaso, bebe, lo planta en la mesa:
—Quiero hacer un viaje. Irme fuera y aprender inglés de una vez por todas. Y ahorrar un poco. ¿Tú te fuiste de Erasmus?
—Sí, estuve un año en Roma.
—¡Buah! ¿Y qué tal?
—Increíble, único… Una locura. ¿Y tú?
—No.
—Podrías haberla pedido.
—Tengo compromisos aquí.
—Carlos…

Julio aparta la mirada un instante. Luego la vuelve de nuevo con firmeza, destello de ave salvaje en sus ojos marrones.
—Por qué te enrollas conmigo.
—¿Cómo?
—¿Que por qué te enrollas conmigo?
—Tú no estás bien de la cabeza.
—Tengo curiosidad. Quiero saberlo.
—Pues métete la curiosidad por el culo.
—No te pongas así… No te lo digo con mala intención.
Marta lo mira fijamente unos segundos, orada por dentro, otea fondo: le gusta el pulso que irradian sus pupilas.
—Eres un capullo, no sé si un capullo honesto, pero sí un capullo. Pero tienes cosas interesantes en la cabeza.
—Veo que no me conoces. Dime…
—¿Qué?
—¿Quieres a tu novio?
Marta titubea un instante, vuelve la cara y se fija en un perro a lo lejos: el animal olisquea restos de comida en el suelo, con el hocico. Está flaco, es un chucho hambriento y solitario. Es el segundo chucho hambriento y solitario que ve en esa mañana.
Levanta la mirada y ve detrás del perro, a varios metros de distancia, a una pareja besándose apasionadamente. La chica se encuentra de espaldas. Marta se rasca la cabeza. Por un momento le parece que es Noelia, lleva su mismo peinado con el pelo recogido en alto y el jersey de hilo verde que tanto le gusta. Sí, es ella. Marta la mira con curiosidad. Dejan de besarse. Al instante, una tensión de acero recorre los músculos de Marta Andrades como el veneno de una serpiente. Carlos, su novio, aparta las manos del culo de Noelia, la coge de la cintura y los dos se marchan caminando juntos. Marta mira a su novio y a su compañera de piso. Atónita. Paralizada. Julio pronuncia su nombre varias veces pero apenas lo escucha. “Marta…” La palabra se desliza como un eco, sonido imperceptible: “Marta…” No piensa, no sabe, no entiende. “Marta…” En los ojos de Marta Andrades hierven posos sueltos de café molido. “¡Ey, despierta!”, chisquea los dedos Julio. Posos sueltos…  
Aunque el mundo se acabe, o precisamente por eso, Marta Andrades tendrá que levantarse mañana y tomar una taza de café hirviendo, más caliente que la de hoy.

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