miércoles, 5 de septiembre de 2012

Relato4 Fernando Morago


Cándido



   La brisa fresca de ese amanecer sería lo único digno de recordar de una noche para matar en el olvido. El aplastante calor, el bullicio de la calle, el estrépito de los vehículos y los mosquitos que penetraban por la ventana de la habitación ansiosa de frescor, habían colaborado lo suyo para que no hubiera podido pegar un ojo. Eso y los oscuros pensamientos de Cándido. Otra vez había sido castigado a dormir solo por una estúpida discusión y, durante la vigilia, había estado dándole vueltas a lo que estaba ocurriendo y a su absurdo papel en todo ello. Menos mal que a él siempre le tocaba la cama, con su tamaño es un calvario intentar dormir en un sofá.
   La relación de Cándido con Sofía se remontaba a cuatro años de tersura chispeante. Mientras se fueron conociendo y convenciéndose de que podía existir en el mundo algo como el otro, sintieron un hueco en el estómago como el del vertiginoso descenso de una montaña rusa. «¿Dónde te has metido todos estos años?», le dijo a Sofía cuando la tenía ensartada a horcajadas sobre él una de las primeras tardes, apesadumbrado por el tiempo perdido, sumergido aún en el escepticismo y el empacho sexual. Pero anoche, dando vueltas en la cama, en lucha desigual con la comezón de las picaduras y mientras maldecía a los camiones de la basura y a los trasnochadores, pensó que si antes el amor los llevaba en volandas, ahora se encontraban trepando lenta y afanosamente por una rampa sin fin en el carricoche de la atracción de feria de la vida. O arriesgando en una ruleta rusa, en lugar de en una montaña.
    --¿Por qué siempre hay ceniza alrededor de tu cenicero? –Sofía intentaba asir con los dedos alguna de las cuatro o cinco virutillas, casi imperceptibles, que descansaban plácidamente sobre la mesita.
   --Ya ves –Cándido sintió de nuevo la punzada--, aposta que lo hago. Para molestar.
Así había recomenzaba todo. La semana anterior un enfrentamiento semejante había acarreado cuatro días de separación. Esta noche era la segunda que pasaban juntos después de reconciliarse.


   --Hoy voy a dormir en el sofá. –Sofía ni miró a Cándido cuando se cruzaron en el pasillo mientras él iba hacia la cocina a vaciar los ceniceros. Llevaba unas chanclas y un viejo vestidito corto de algodón que podría haber sido azul, de andar por casa, que la hacía mayor de lo que era y no la favorecía en absoluto. La vulgaridad hacía tiempo que se venía imponiendo en sus vidas.
   A Cándido le resulta curioso comprobar cómo el tiempo va deformando imperceptiblemente todo lo extraordinario y atractivo que, al principio, teníamos para el otro. La desfiguración se apodera de uno hasta convertirlo en un proyecto de adefesio de lo que era. Hace años, a ninguno de los dos se le hubiera ocurrido presentarse ante el otro de una guisa parecida a la que lucían cuando estaban en la intimidad. Ahora sí. Habían perdido el decoro mutuo y ese respeto estético con uno mismo y con el otro que se sostiene cuando todavía se impone el deseo, el ardor, el amor y el coqueteo. Antes, no hace tanto, mantenían el prurito de la seducción y la sensualidad incluso cuando andaban de trapillo por la casa. Un escote llamativo, una falda sexy pero cómoda, siempre tanga, un pantalón informal pero medianamente elegante, calzado confortable y en buen uso. Ropa que venía de ser de diario desde su estreno triunfal como ropa de vestir, y se había adentrado, casi sin pasar de moda, en el mundo del trapito para ser lucida en casa. Esa misma ropa perduraba todavía, pero en el estado de inminente transformación en harapos, paños y bayetas. Es la comodidad y no la rutina la asesina del anhelo.
   Todo había vuelto a empezar con el comentario de la ceniza. Pero no quedó ahí la cosa. En la cocina, por lo visto, un trapo no estaba en su sitio.
   --Otra vez que no está el paño aquí –dice Sofía con las manos goteando sobre el fregadero y un tono de reprimenda que saca de quicio a Cándido.
   --Toma, toma, por Dios. –Cándido está preparando la cena.
   --Es que siempre pasa lo mismo. Te llevas los trapos por todas partes y nunca están donde deben.
   --Si los necesito, los cojo. Como casi no entras en la cocina, no los utilizas. Tampoco pasa nada si, antes de ponerte a hacer algo de lo poco que haces por aquí, mirases a ver si tienes alguno a mano. Es una costumbre más sana que abroncar al vecino. –Con rabia, Cándido va colocando los trapos en los lugares que Sofía se figura como los más adecuados. Aunque cada uno conservaba su vivienda y conviven alternándolas, Cándido lleva meses viviendo casi continuamente en casa de Sofía y aún ni puede siquiera cambiar los paños de sitio. Como trabaja en casa él se encarga de cocinar mientras ella está fuera, «bueno, cuando pueda y tenga tiempo…, haré algo de comer.» Cuando ella vuelve la comida está preparada porque Cándido deja todo a las dos, vaya por donde vaya, para preparar el almuerzo--. ¿Así están bien? ¿Los doblo? ¡Joder!, parece que nunca hago nada a derechas.
   En las ocasiones en que se siente como un invitado o un niño más en casa de Sofía, repunta en su memoria cómo se instaló ella en la suya y cuánto le agradó a él esa soltura. Sin consultar, un día de los que ella iba a pasar la tarde y la noche con él, apareció con una gran bolsa, se dirigió al dormitorio, comenzó a colocar vestidos, blusas y pantalones en las perchas; bragas y sujetadores, en un cajón que habilitó para este fin; sus chanclas y un par de pares de zapatos fueron a parar junto a los de Cándido. Se desnudó, se abalanzó sobre él, le tumbó en la cama y no paró de hacerle el amor hasta la madrugada. Y ella se hizo dueña de la casa, sin desmerecer la autoridad de Cándido, pero sin cortapisa de ninguna especie. Y a Cándido le encantaba que eso fuera así. Disponía, cambiaba el orden de las cosas, salvo la mesa de Cándido, que respetó como un altar, e introdujo sus costumbres domésticas junto a las de él. Sintió Cándido alguna vez envidia por esa facilidad de Sofía para hacerse con las situaciones, de la naturalidad que mostraba en todo su nueva pareja. Pero él no podía hacer así las cosas, necesitaba tiempo y permiso, sentir que no invadía nada ni a nadie, y cualquier obstáculo en la colonización del nuevo territorio, le hacía sentirse non grato y debía volver a empezar. «Quizás debería tomar yo la iniciativa, ir adueñándome del terreno en lugar de parecer una especie de inválido o un preso que transita tan sólo sobre las líneas dibujadas en el suelo del penal, indicando el trayecto autorizado.»
   Cándido odia cenar con una bandeja sobre las piernas, viendo siempre la televisión. Ya ni se acuerda cuándo comió por última vez como las personas, sentado ante una mesa cubierta por un mantel y con los servicios ordenados convenientemente. En casa de Sofía todo tiene un orden singular: los trapos deben estar en su lugar y, sin embargo, en la sala, todas las mesas, las sillas, los picaportes de las ventana y de las puertas, las estanterías, están llenas de ropa por planchar, o colgada de perchas, o amontonada sin orden…; la plancha sobre su tabla, como un faro de la civilización moderna, es un mueble más, el más visible por encontrarse situado en medio de la estancia: la muestra fehaciente de la personalidad de la vivienda. En el cuarto de baño, las bragas sanguinolentas se enseñorean del cóncavo paisaje del bidet.
   --Cuando vuelvas de recoger tu bandeja, pasa el aspirador y limpia las miguitas que has tirado. –Otra vez como si se dirigiese a un niño de trece años.Como no quiere más enfrentamientos, Cándido se traga la respuesta que le sale del alma con el último trozo de una pera.
    --Coño, como Hansell y Gretel. Si las quito no voy a saber dónde sentarme.
    --Si no las quitas ahora, mañana pasas el aspirador por la sala entera.
   Cándido ya no aguanta más, ya es demasiada carga. Mientras cenaban en el sofá, Sofía, que nunca suelta el mando de la televisión, le había amenazado sutilmente con irse a la cama si no veían el programa que ella quería. Otro telefilme insufrible. La amenaza sobraba, siempre se sale con la suya. Cándido siente que se está embruteciendo por días con tanta televisión y tanto policía científico.
   --Si no comiéramos siempre como cerdos en un pesebre, lo mismo no saltaba ninguna miga ¡Joder! Que no se puede uno sentar en una mesa porque está llena de ropa. Y las sillas igual.
   --Ayúdame a quitarla, que no haces nada.
   --Cuando quieras, pero quiere de una vez porque yo ya te he dicho mil que te ayudaba. Yo no haré nada, pero la comida siempre la tenéis a mediodía y por la noche. Y si llego más tarde que tú alguna noche y lleváis aquí las dos un buen rato jugando en el ordenador, también tengo yo que preparar la cena. –Cándido pasa rápidamente el aspirador de mano que se traga dos o tres miguitas de pan--. Y a ti no te veo yo moverte, sólo quejarte. La ropa la pones en cualquier parte y ahí se queda, que nos va a comer cualquier día. Y mía, poca hay. Como tampoco tengo sitio en esta casa donde se supone que vivimos juntos.
   --Estoy agotada. Llego agotada de trabajar y me encuentro que tú no haces nada en mi casa…
   --Vaya en tu casa, claro ¿Y qué pasa, que yo no me canso? Sólo se cansa la señora, nadie más en el mundo.
   --Y no tienes por qué hacer la comida, yo no te lo he pedido.
   --Tampoco tengo que levantarme a desayunar contigo y preparar el desayuno mientras te duchas. Lo hago porque quiero, por cariño, porque vivo contigo. Si tuvieras que hacerlo tú, aquí no se comía otra cosa que pizza y bocadillos. –Cándido ya lo suelta todo--. Soy como la chacha Sebastiana. Te lo preparo todo. Estoy aquí para ir a hacer la compra y haceros de comer, para que a Rita nunca le guste o no lo apetezca nada de lo que preparo, sólo porque lo preparo yo. Todo te parece poco. Eso sí, para follar, cada día cuento menos. Hay más noes que noches.
   --Vale, vale, lo que tú digas. No quiero discutir.


   Si las palabras impresas sobre las páginas del libro hubieran sido animales salvajes, Cándido habría sido devorado al poco de abrirlo. Leía sin prestar atención, mecánicamente, mientras su mente deambulaba, más bien se arrastraba, por lugares no muy lejanos ni acogedores. «Joder esta tía. Por un roce de mierda la que monta. Así no hay quien viva. Sabe lo que me jode eso de los castiguitos de dormir solo, y venga. Cada dos por tres, por la mínima, a darme duro. Igual que la otra.» Pero también recordaba momentos en los que nada de lo que estaba ocurriendo era imaginable.
   --¿Dónde te has metido todos estos años? –Cándido había sobrepasado de largo la cuarentena, aunque conservaba el porte seductor, la mirada franca y, las escasas veces en que era posible verla, la sonrisa luminosa. Estaba convencido de haber perdido el tiempo en la cama y fuera de ella con una multitud de mujeres, espléndidas la mayoría que, ni con una larga escalera, podrían alcanzar la suela del zapato de Sofía--. Si te hubiera conocido a los veinte, no te digo nada.
   --Puede que nos hayamos cruzado alguna vez. No hubiera sido igual. No éramos los mismos. –Originarios de una gran ciudad, habían crecido en el mismo barrio y transitado por las mismas zonas. Ahora coincidían en otro lugar, lejano y distinto.
   Hasta no hace demasiado tiempo todo era jovial, chispeante, festivo y ligero. Una promesa implícita de que nada de lo pasado volvería a repetirse embriagaba su alma, ya seca por el uso. La suspicacia yacía moribunda en algún rincón del interior de Cándido con la certeza de que ahora, sí: ésta era la buena. Porque cuando Cándido conoció a Sofía llevaba sobre sí un resquemor de meses, que le había obligado a apartar todo tipo de emociones en la relación con sus semejantes.
   Después de la traición se sintió libre e hizo la falsa promesa de no volver a dejarse joder de ninguna manera. «Ahora me toca a mí usar a los demás. Si se enamoran allá película», se decía cada mañana durante los primeros tiempos. Y así lo hizo, sin pena ni gloria, eso sí, porque a nadie llegó a defraudar profundamente, ni esa era su verdadera intención. Se trataba sólo de una pírrica venganza. Cándido se convencía cada día más de que era un simple, un ingenuo. Siempre había creído que lo suyo era bonhomía, honestidad, lealtad y honradez pero, a su edad, el desengaño había tomado carta de naturaleza a la vista de las experiencias vividas en sus relaciones con las mujeres, los demás y el propio mundo. Así que ahora, de nuevo, el escepticismo asomaba con ímpetu su cabeza de hidra entre las nubes de ternura que se deshacían y desaparecían tan rápido como los fatuos algodones de azúcar ensartados por el culo en las verbenas, que se transforman en nada en el aire y en la boca.
   Porque nada de lo dicho, lo imaginado y lo prometido se estaba cumpliendo, o había dejado de cumplirse, y muchos de aquellos propósitos empedraban definitivamente el camino del infierno.
   --Las cosas no hay que encabronarlas y hay que dejarlas fuera de la cama. –Cándido estaba convencido de ello. Conseguía olvidar cualquier agravio al instante, al día siguiente, o poco más. El alivio era evidente--. En el trastero de lo inútil o durmiendo el sueño de lo injusto.
   --Yo, lo que no entiendo es cómo has podido soportar tantos años con una mujer como esa, siendo como eres. –Sofía fumaba mirando al techo de la habitación, mientras acariciaba el sexo satisfecho de Cándido con su mano de larguísimos dedos, estrecha, suave; tierna o firme según se terciara. Todavía se vestía con lencería sexy para acostarse con él. Eran aquellos tiempos que Cándido se negaba a dar por muertos--. Chantajeándote con el sexo y las rabietas.
   --Ya está acostada otra vez con nosotros. –Los pies del metro noventa de Cándido golpeaban en la madera del piecero de la vieja cama de sus padres muertos. Era tan antigua que de largo medía tan sólo un metro ochenta. Esquilmado por la separación, tuvo que arramblar con algunos muebles olvidados de la familia para poder dormir y sentarse--. Es como El Cid Campeador, da por culo aunque esté muerta.
   --De muerta nada, que bien que sigue jodiéndote la vida. Y a tu hijo. –Apaga el cigarrillo en el cenicero apoyado en el pecho de Cándido--. Pero que sepas que yo nunca he hecho ese tipo de jugarretas, no castigo ni chantajeo con la cama. Ni con nada.
Cuántas cosas no haría nunca y las que nunca dejaría de hacer, y todas las que haría. Mientras las palabras de Tristam Shandy revoloteaban en su mente, recordó Cándido la frase que se le quedó grabada ojeando un libro de autoayuda de esos de a treinta el lote de una amiga mezcla de orientalista, esotérica y neurótica sabihonda, que revestía un simple revolcón de tantas pátinas distintas que un día pareciera que era cosa de estados de conciencia superiores; otro, la expresión de la necesidad de comunión con el prójimo y con el universo; y, cualquier viernes, la solicitud de una subvención: «las parejas fracasan porque ella piensa que él cambiará con el tiempo; y él cree que ella nunca lo hará.» Y la más sabia que siempre repetía su madre en tono de broma: «hijo mío, búscatela delgadita y limpia, que gorda y guarra ya se pondrá, ya.»
   Pero Sofía seguía con un cuerpazo de asustar: piel blanquísima; el pecho bien formado, de modelo, firme, exacto; los pezones enhiestos; de caderas poderosas, cabales; nalgas apretadas, sobresalientes; talle perfecto, sin asomo de vientre pese a sus cumplidos cuarenta; y, aunque desordenada, desorganizada, desbarajustada, caótica, sucia sólo lo era en el sexo, y mucho. O lo había sido, que es lo que a Cándido le estaba arrastrando a ese estado de zozobra y desasosiego. Pero él la adoraba. Fue el descubrimiento de su vida. Su mirada diáfana desprendía alegría y sentimiento y, en la profundidad de sus ojos verdes, se descubría, sin embargo, la tenacidad de carácter. El rostro elegante, la nariz perfecta, los labios estrechos, los magníficos dientes y el cabello gris la revestían de un no se sabe qué de extraordinario animal salvaje. A Cándido le seguía deslumbrado por su forma de ser y de amarle, por aquella sonrisa que le convenció la primera vez que la vio de que iba a ser para él algo fundamental. Y así fue. No sólo se enamoró perdidamente de Cándido, sino que mostró un gran arrojo al comprometerse con un hombre bajo sospecha, casi acabado, que no podría acarrear más que problemas y sinsabores, y que arrastraba consigo profundas heridas por una infamia reciente y una lucha descarnada para seguir de pie en la vida y mantener a toda costa la relación con un hijo que pretendían arrebatarle. Y allí estaba ella, de juicio en juicio, de abogado en abogado, de acusación en acusación, de tropiezo en tropiezo; leal, rebosante de fe en Cándido, firme, a su lado en los momentos de desesperación y de júbilo, siempre alegre, inconsciente e insensata. Y con la sonrisa perenne.
   Así que Cándido, fiel a su doctrina, intentó un acercamiento.


   Sofía estaba despierta en el sofá, con la televisión encendida y el sonido en un susurro, porque la niña estaba acostada y, daba igual cuál fuera el volumen al que la pareja intentase adivinar lo que se decía en la tele, hasta que no se dormía berreaba periódicamente quejándose del ruido, de manera que los dos adultos vivían en perpetuo temor a sus gritos y rabietas. Hacía un par de meses, Rita, después de una discusión con su madre, decidió ir a vivir con el padre. Pero había resuelto ahora pasar unos días allí, no se sabía cuántos, o por lo menos a Cándido nadie le había dicho nada. Sin pedir disculpas ni hacer declaración alguna de aceptar las reglas que su madre había intentado imponer.
   --¿Va a durar mucho esta vez? –Cándido se acercó y se sentó en el otro sofá.
   --¿El qué?
   --El castiguito de no dormir conmigo, no hablarme… El cabreo, vamos.
   --No es un castigo, es que no me apetece dormir esta noche en la cama. –Sofía mantenía fija la mirada en la pantalla. Cándido adivinaba el verde de sus ojos a la luz fantasmal de las imágenes.
   --Ya. Venga, mujer, que no ha pasado nada. Si no vamos a poder tener un roce de vez en cuando…
   --Es que a ti todo se te olvida enseguida. A los diez minutos, aquí no ha pasado nada y a echar un polvo.
   --Es que aquí no ha pasado nada. Y follar contigo me enloquece. Pero eso ya lo sabes. –Cándido hizo una pausa para encender un par de cigarrillos. Intentaba contemporizar. Le pasó uno a ella--. Mira, Sofía, a mí como me vienen los cabreos se me van, y si no se me van, los echo yo. No pienso agrandar una historia sin importancia. Un pronto es un pronto, y nada más. Como llega, se larga.
   --Pero es que me tratas muy mal, Cándido. Te pones como un energúmeno porque te digo que recojas unas migas del suelo.
   -- No te hagas la loca, no se trata sólo de las miguitas de marras. Y no te he tratado mal, eso no es tratarte mal.
   --¿Ah, no? Pasar el aspirador de malos modos como si te hubieran insultado… Hablarme como me hablas.
   --¿Cómo te hablo? Peor que tú a mí, no creo. Pero, claro, lo tuyo siempre está justificado.
   --Porque me provocas, y no me queda más remedio.
   --Pues, lo siento, perdona, no volveré a tratarme así a mí mismo. Al final verás cómo voy a tener yo la culpa de que me hables como hace un rato en la cocina…
   --Pues sí, me sacas de quicio…
   --…Como si fuera un crío. Si vivimos juntos, ésta también es mi casa, según no paras de decir. Y no puedo ni dejar los paños de la cocina en un lugar diferente al que tú has decidido. Tengo que mirar cómo está todo, no dejar una brizna de ceniza… Pero tú sí puedes dejar botellas de agua vacías, Rita las bragas por el suelo… Joder, y la ropa amontonada hace meses, la mesa de la plancha en medio de la sala desde el primer día que pisé esta casa…
   --Pues si no te gusta, ya sabes…
   --Claro, claro. En este mundo hay tres tipos de normas: las que se aplican sólo a Rita y a ti, que podéis hacer de todo, todo os está permitido; las que se aplican al resto de los mortales, bastante más restrictivas; y las que se aplican a Cándido, que para eso está, para tragar.
   --Pues, si te parece así, no sé qué haces aquí.
   --Hala, lo tomas o lo dejas ¿no?
   --No. Y no empieces.
   --No me das mi sitio, Sofía, y, además, y escucha bien lo que te digo, cada vez que tienes una agarrada con Rita, acabo pagándolo yo. Te pones a observarme y perseguirme, más si cabe.
   --Eso no es verdad…
   --Sí, lo es, sí. Y no hay nada que más me cargue que el que descargues tu impotencia y tu rabia sobre mí.
   --Y yo no soporto vivir con esta tensión siempre. Si esto va a ser así, lo siento mucho pero…
   --¿Qué? A la mierda todo ¿no? ¿Y si hacemos algo para solucionarlo?
   --Siempre estás de mal humor, con mala cara y malos modos conmigo y con Rita; y llevo aguantando ya mucho tiempo… –Sofía parecía vomitar las palabras--. Prefiero estar sola, que vivir así.
   --¿Vivir Cómo? Hace tres horas, antes de la tontería de hace un rato; ayer, el fin de semana, decías que eras feliz, que estabas muy a gusto conmigo. Y de golpe, no puedes soportarme.
   --No puedo con los dos.
   --¿Y eso a qué viene ahora?
   --No tratas bien a Rita…
   «No tratas bien a mi hija, nunca has dicho nada bueno ni bonito de ella.» Era la leyenda que, desde hacía un año, en los momentos de tensión, salía a relucir periódicamente. Pese a lo injusto de la acusación y todas las razones que había esgrimido Cándido, no acababa de morir la cantinela. La niña no le tragaba, no aceptaba que nadie acaparara ni un milímetro de su madre y menos convivir con ella, porque suponía un cambio de estatus que no estaba dispuesta a permitir; incluso acarrearía algún límite y alguna norma, conceptos que no conocía. Parecía sentirse como una princesita destronada.
   --¿Cómo que no? Ella pasa de mí… tampoco es un dechado de simpatía, pero tendrá que madurar y aceptar las cosas. Nos respetamos y nos llevamos mejor de lo que tú te crees. Le cuesta dejar de no hacer nada.
   --Y yo estoy en medio…
   --Tú deberías ponerte en tu lugar y dejar claros los límites. Pero, joder, ya nos hemos salido del tema…
   --¿Sólo se puede hablar de lo que tú quieres? Nunca tienes en cuenta lo que siento…, vas a lo tuyo y te da igual cómo esté yo. Y ése no es el hombre que quiero a mi lado…
   Incluso en medio de las angustias de la desgracia y la humillación que le infligía, Cándido advertía una premura que nada tenía que ver con él. Porque la crueldad carecía de pasión, habría sido más soportable de haberla habido. La presencia de Cándido no pasaba de ser una simple e irritante intromisión, como si todo ya estuviera previsto al milímetro, como si lo que estaba ocurriendo hubiera sido provocado con una intención precisa, como si todo se circunscribiese a un plan con un objetivo concreto Y Cándido estaba reaccionando de acuerdo a lo dispuesto de antemano.
   --Pues haber dicho antes que no te gusto, porque llevamos cuatro años y tú pasándolo mal…, no entiendo. –Cándido no pudo controlar el sarcasmo--. cuatro años sufriendo en silencio. Bueno no tan en silencio que buenos alaridos has pegado follando conmigo y eso que estabas soportando tan larga tortura. Con los que te gusten de verdad, será como para alquilar balcones.
   --Mira, esto se acabó…
   --Sí, mejor…
   Lentamente Cándido apagó el cigarro, beso suavemente la frente de Sofía mientras ella la retiraba con violencia y se fue seguro de que ninguno de los dos habría podido soportar estar juntos, porque el aire estaba excesivamente cargado de pensamientos no formulados con palabras. Un nudo en el estómago presionaba a Cándido, que se sorprendió, a pesar de todo, tan libre de tristeza como de esperanza.


   El calor ya apretaba cuando abría la cancela del jardín de su casa y Lola, la vecina, llamaba su atención.
   --Buenos días, Cándido ¿Cómo va la cosa? –Lola llevaba un bañador que resaltaba sus redondeces. Sesentona y simpática, junto a su marido, era el sostén de Cándido en la urbanización y su sola existencia hacia un poco más llevadera su vida actual.
   --¿Qué hay, Lola? ¿Y la nieta? –Cándido albergaba un doble sentimiento con respecto a la nueva criatura. Le enternecía como todos los niños, pero no podía arrancar de sus entrañas la amargura del recuerdo de su hijo, al que había criado desde que nació y del que la madre había conseguido separarlo sin motivo, iba ya para un año--. Hace mucho que no la veo. Estará enorme.
   --Está que va a reventar, tiene unos muslos que ni los míos. –Lola y Salvador se habían presentado en todas las comparecencias judiciales a las que Cándido les había llamado. Adoraban a Nacho, el hijo de Cándido.
    --Aquí andamos, esperando. –Siempre que daba el parte de la situación a Lola, recordaba el principio de la vorágine de la desaparición de su hijo. «Tranquilo, Cándido, ya aparecerá, y a la madre le van a meter mano en el juzgado. Eso no se puede hacer. Será cuestión de días» Lola era de suyo optimista y alegre o eso mostraba ante él para animarle. En realidad, a él también le querían en esa casa--. Ya va a hacer un año y ni una noticia. Ya sabes, así está el patio en este país.
   --Bueno, tú tranquilo, que todo vuelve a su cauce. Y yo te veo muy bien, estás cada vez más guapo. El otro día se lo decía al esposo –Lola siempre llamaba a Salvador el esposo, incluso en su presencia--: hay que ver lo que está aguantando Cándido y lo bien que lo lleva. Si me pasa a mí eso, no sé que hubiera hecho.
   --La esperanza, que muere la última, como dijo un mejicano en directo por la tele ante las Torres Gemelas en el momento en que caía la segunda. Estaba allí aguardando noticias de su mujer que era limpiadora en esa torre. Aquello se me quedó grabado
   --Déjate de tonterías, que a día que pasa estás más atractivo y con mejor cara. Hasta más alto pareces, que tengo que doblar el cuello cada vez más para mirarte ¿Y Sofía dónde se mete?
   --En su casa y trabajando.
   --Últimamente no viene casi por aquí.
   --No, está muy cansada. –Le apetecería decir la verdad, lo que piensa. «No, no le apetece. Yo me paso el tiempo en su casa, casi sin un rincón para poner mis cosas, al servicio de su hija los dos y, cuando tenemos que subir aquí, siempre tiene una excusa o su hija no se lo permite. Y yo ya estoy hasta los huevos», pero no lo hace--. Y muy liada.
   --¿Vas a estar por aquí mucho tiempo? Pásate por casa a tomar algo o a comer o lo que sea.
   --Pues no lo sé, Lola, unos días, creo. Vale, lo mismo me paso, sí. A ver si monto yo una fiesta que desde lo de Nacho, no he hecho nada en casa.
   --Pues sí, anímate, ya sabes que nosotros vamos seguro.
   --Vale, cuando limpie la piscina, quedamos para pasar el día. Bueno, Lola, te dejo que tengo que currar.
   Cualquiera que lo conozca aseguraría que lo último que se podría decir de Cándido es que es un fracasado. Pero él discrepa. Tampoco está de acuerdo en que es una persona fuerte, aunque las pruebas parecen confirmarlo sin lugar a dudas. De natural atormentado por el miedo, ha conseguido camuflarse en un hábitat que le resulta elástico y manejable, y ha sabido fingir adecuadamente. Jamás se ha sentido seguro y todas las mañanas la angustia por el «qué ocurrirá hoy» y cómo podrá sobrevivir, le domina de arriba a abajo. A veces se sincera, pero nadie parece apreciar la intensidad del sentimiento. Como Cándido nunca se ha consolado con las epidemias, ni con la estupidez de compartir el sufrimiento, le confunden con eso de que «es normal, a mí también me pasa.»
   Hoy ha tomado la decisión de irse de casa de Sofía, con el firme propósito de no contactar ni dar señales de vida hasta que ella no reconozca que ya está bien de ataquitos estúpidos que ponen en tela de juicio toda su relación y le dejan colgando en el vacío del terror a quedarse solo inesperadamente. Además, habían acordado que hoy, su cumpleaños, se instalarían en su casa para pasar unos días y así comenzar a repartir mejor el tiempo entre las dos viviendas. Pero, como siempre y ya es casualidad, cuando toca cambiar de sitio ocurre algo que da al traste con los planes. Y suele ser uno de esos enfrentamientos que se enquistan y duran justamente el tiempo previsto para pasarlo en casa de Cándido; o que la niña de Sofía, ya con quince años, sufre de algún capricho impostergable, que conduce a otro rifirrafe de duración determinada: hasta que pasa el tiempo destinado a vivir en este domicilio o el periodo que Rita ha decidido que Cándido tiene que estar separado de Sofía. Hablan por teléfono, ella se muestra refractaria, ha de replantearse si quiere seguir con Cándido «necesita unos días»; después, paulatinamente más cariñosa y, justo cuando está previsto que termine el periodo de exilio forzoso, él coge la mochila con sus trapos, el ordenador…, y aparece como un corderito en la puerta de Sofía, donde ella asegura que también vive él, convencido de que no volverá a ocurrir, de que esta vez sí va en serio y que hablarán y que encontrarán una solución y que por fin se cumplirá… Y vuelta a empezar.


   Desde que le arrebataron a su hijo el chalet se le viene encima. Ha pensado en hacer desaparecer las fotos, desbaratar la habitación del niño, pero no se atreve. Bastante doloroso le resultó darse por vencido, aceptar que ya era inútil conservarlo instalado, y desmontar del coche el asiento de seguridad infantil de Nacho. Para evitar un momento como ese se ha propuesto soportar la mezcla de un intenso asco con el más profundo desconsuelo, cada vez que pasa por delante de la puerta cerrada del cuarto callado; cuando su mirada se cruza con algunas de las fotografías o recuerdos diseminados por la casa; o cuando pierde la consciencia y espera ver al niño aparecer por una puerta diciendo «papi, he conseguido un nuevo pokemon…» Y allí dentro todo es gris, marrón, lúgubre; ni el amplio jardín ni el luminoso estudio ni la piscina han conseguido que Cándido vuelva a ver algo de color en su casa cuando está solo. Y ahora, Sofía, la otra persona que la iluminaba, ha dejado de venir.
   Un día el hijo de Cándido desapareció. La mañana en que comenzaban sus vacaciones juntos. Cándido removió Roma con Santiago. Cuando un mes después una juez dictaminó, ante el asombro de todos, que se suspendían los contactos entre Nacho y él hasta que se aclarase la sorpresiva denuncia de la madre, le pareció que ya nunca en la vida nada volvería a ser verdad. No era sólo su mundo interior el que se había vuelto a hacer pedazos sino también los objetos que le eran familiares del mundo exterior. Todo había perdido realidad: el ordenador, los juguetes de Nacho, los libros…; todo había perdido corporeidad y parecía que desaparecería si lo tocaba.
    Era una sensación semejante a cuando se dio cuenta de que Manuela le había traicionado. Y eso de «necesito unos días para pensar y tranquilizarme» ahora le sonaba a estafa. Aquella fue la primera de las muchas traiciones de una mujer en quien nunca quiso ver la perfidia que atesoraba. Esos «días para pensar» se convirtieron en «no quiero que vuelvas a entrar en esta casa… Lo que tengas que decirme lo haces a través de mi abogado.» Y comenzaron los problemas para poder estar con Nacho, las denuncias, las encerronas, las mentiras, el odio inconcebible… Durante unos meses Cándido pensó que no era posible que aquello fuera verdad, que no era posible que aquello estuviese ocurriendo. Había que pensar lo que no era posible pensar, había que creer lo que no era posible creer. Algunas amigas pretendían que entrase en razón, que admitiese que no se trataba de un momento de ofuscación, que aquello era irreversible, que ella lo tenía decidido desde hacía tiempo y que sí, que le había traicionado; que debía sobreponerse y seguir adelante. Las palabras seguían significando lo que habían significado siempre. Veía las bocas de ellas que iban moviéndose, las frases extrañas y desconectadas que se quedaban flotando, y se preguntaba por qué no se había puesto una camisa azul en lugar de esa camiseta publicitaria que no le hacía juego con los zapatos. Se había quedado en el aire sin darse cuenta, todo había sido un artificio, una farsa. El pasado había dejado de ser cierto, ya no era nadie y no se sentía con fuerzas para reconstruirse; y el futuro resultaba incomprensible, aterrador. Cercano a la cincuentena, estaba literalmente sin nada. Y ahora debía aferrarse a algo inmaterial, incorpóreo.
   Ese terror ya lo había experimentado antes Cándido. La primera vez que se vio abandonado, de un día para otro, tenía diecinueve años. Vivía con una mujer dos años mayor, un idilio de novela decimonónica en los alegres años de la movida madrileña. Una noche ella no apareció por la habitación de la pensión que era su hogar. Al día siguiente se fue con un hombre ya cuarentón, antes de que Cándido pudiera reaccionar. Y Cándido había desarrollado un pánico cerval al abandono, a la inseguridad emocional, al riesgo del precipicio que se abre delante de él cuando todo se derrumba sin anuncio previo.


   Ya había más pedos que besos en el lecho marital. Pero la cifra de sus relaciones sexuales, aunque muy por debajo en calidad y cantidad a lo que estaban acostumbrados, aún contribuía a mantener alta la media nacional: raro, muy raro era el día en que no disfrutaban de sus cuerpos, al menos una vez. La desidia, la comodidad y la rutina, en contra de todas sus previsiones y su firme determinación, condicionaban tanto que habían desparecido los juegos casi por completo, la fantasía estaba agonizante y la imaginación descompuesta. Y tanto en la cama como de pie, cada vez se dedicaban más cada uno a sí mismo que el uno al otro. Aun así no se daban por vencidos y, de cuando en cuando, se proponían recuperar el ritmo y la intensidad anteriores porque así era como de verdad les gustaba. Y ese ritmo había sido salvaje. Eran dos animales sexuales. Habían experimentado todo lo que estuvo a su alcance con una pasión y un entusiasmo envidiables, y aún quedaban horizontes por explorar.
   Cándido pensaba que ella podría haber puesto un poco más de sangre en el polvo que acababan de echar y también que él debería haber hecho lo mismo. Pero ya no era capaz de hablar libremente con Sofía. Temía sus reacciones malhumoradas y cortantes y eso estaba haciendo que los polvos fueran cada vez más silenciosos y el postcoito como la escalera de un gallinero, corto y lleno de mierda.
   --Qué bien se queda uno, joder –mintió Cándido.
   --¿Verdad que sí? –mintió ella.
   --Echo de menos la lencería ¿sabes? –El rostro de Sofía delató una mueca de desagrado y hastío.
   --Bueno y yo. –Ahora no mintió ella, pero se calló que ganas de vestirse no le quedaban muchas y que, aunque a veces lo pensaba, nunca se acordaba de ponérsela--. Es que no sé qué…
   --Como está el patio, por mí, cualquier cosa. Con sólo unas medias hasta me conformo.
   --Todo se andará.
   --Sí, claro –volvió a rendirse Cándido.
  --Ponte tú la tuya, que ya no te veo divina de la muerte. –Cándido tenía debilidad por la ropa femenina y había encontrado en Sofía la compañera perfecta. A ella le excitaba mucho poder tratarlo como a una mujer, y le encantaba acompañarle, de probador en probador, a elegir ropa interior y trapitos, como si fueran para ella; incluso habían llegado a tener conjuntos iguales de corsés y picardías. Le maquillaba como a una puta y le había regalado una peluca rubia y otra pelirroja.
   --Cuando quieras. En la mochila tengo las cosas que más te gustan, pero últimamente tampoco me lo pides. No te veo muy por la labor. Y no quiero parecerte pesada –dijo Cándido poniendo morritos.
   --¡Qué zorra eres!
   --Y a ti bien que te gusta –Justo adoptó una pose provocativa--. Por cierto, ¿cuándo vamos a mi casa? –Allí era dónde más se habían dejado llevar por sus fantasías--. Hace un huevo que no subes y está muy abandonada.
   --El día de tu cumpleaños, que es fiesta, y nos quedamos toda la semana.
   --Vale.
   Los dos cogieron sus libros e hicieron como que leían tolerablemente.
   En los días de separación no dejaba Cándido de darle vueltas, de buscar un porqué a lo que estaba ocurriendo, una razón que justificara cómo habían podido cambiar así las cosas. «Nunca me he sentido tan cómoda con ningún hombre. Eres un muy confortable ¿lo sabías?» le había dicho Sofía alguna que otra vez. Pero ahora ella no parecía tan relajada y él, creía estar seguro, no había cambiado mucho. Llegó a especular con que nunca había llegado a entender a esta mujer, que no sabía nada de su pasión, de su desesperación manifiestamente oculta. Había sido la hija mayor de una extraña pareja, normal en apariencia. Mimada y desatendida de manera alternativa, en abierta competencia con su padre que era, sin embargo, a quien más cercano sentía; y, quizás por eso, con una madre en franca oposición a ella. Pero eso no era cosa suya, Cándido no era su padre.
   Cándido se sublevaba contra sí mismo, había perdido los papeles discutiendo con Sofía, se le había calentado la lengua y no todo lo que dijo había sido con espíritu dialogante. Había estado ofensivo. Y no valía con hacer responsable a Sofía por sus palabras. «Si he actuado mal, he sido yo.» Quizás tuviera razón Sofía. Podría ser un poco más cariñoso con ella, menos obstinado, más comprensivo, pero no sabía cómo hacerlo. Es posible que fuera muy torpe para desplegar todo el amor con que se dedicaba a ella, que no supiera mostrarlo. Pero ¡joder!, cómo se hacía. Cándido no se creía del todo inocente, no era posible. Tal vez no hubiera sido demasiado agradable con Rita teniendo en cuenta la situación de la niña. Pero es muy difícil llevarte bien con tu enemigo, con alguien que no quiere verte y que no se oculta para decirlo. Y lo intentaba, con las dos, bien lo sabía Dios, pero no recibía señales que confirmasen que su esfuerzo surtía algún efecto, ni reciprocidad en el empeño. Decidió diseñar una nueva estrategia que permitiera que ellas detectaran su verdadera actitud; estar más atento a su comportamiento; ser más amable, más tierno. Por lo que a él se refería, iba a darlo todo.


   --¿Sí, diga? –Cándido se hacía el loco, sabía perfectamente que era Sofía quien llamaba.
   --Yo.
   --Ah, dime.
   --¿Cómo estás?
   Cándido no dijo que estaba hasta las narices de aguantar siempre lo mismo; de no tener sitio en casa de ella; de que le considerase como a un niño; de que su vida se desarrollase en función de una adolescente caprichosa y consentida a quien ella trataba como si tuviese siete años, de quien aguantaba impertinencias y malos modos continuos y ponía al mismo nivel que a él; de no follar como antes; de no pinchar ni cortar en la convivencia; de no tener un proyecto; de que en los momentos difíciles tuvieran que separarse en lugar de afrontarlos juntos; de hablar y hablar para no avanzar ni solucionar nada; de los ataques de furia. De que al final todos los propósitos y las buenas intenciones quedasen en agua de borrajas. Pero esa manifestación de soberbia –él también tenía soberbia, había que reconocerlo-- chocaba frontalmente con su sincera voluntad de comprender e intentar ser comprendido.
   --Bueno, he tenido momentos mejores.
   --¿Qué tal tu día? –Ya se habían cruzado varias llamadas y el enfado inicial había ido dejando paso a las palabras más tiernas.
   --Poca cosa, la verdad. No he avanzado mucho en el trabajo, ni he limpiado ni nada. –Ya era domingo, se acababa la semana--. El otro día vi a Lola y me preguntó por ti.
   --Qué bien ¿Cómo está?
   --Como siempre, con el esposo y sus cosas. Tú sabes
   --Yo le he comprado a Rita unos pantalones y unas botas. Le quedan estupendamente.
   --Ah, muy bien.
   --Y he marujeado un poco en la casa.
   --Me alegro. –Pensó que a lo mejor había desaparecido la ropa de la mesa, pero no se hizo ilusiones--. Aquí hay tanta mierda que hasta me da miedo ponerme a limpiar.
   --¿Por qué no vienes esta noche? –Los dos últimos días Cándido había intentado que se vieran, pero sin resultado. Ya no había posibilidades de que fuera ella quien se acercara al chalet, había pasado el fin de semana y tenía la excusa del trabajo.
   --No sé, al final me pasé el cumpleaños solo, no has venido ni el fin de semana, y yo me paso el tiempo allí. Tenemos que hablar.
   --Sí.
   --Pero para hacer algo de una vez. Cambiar todo esto. Poner un poco de orden en nuestras vidas, y    recuperar…
   --Muy bien, sí, claro.
   --Porque lo de la otra noche tuvo huevos. Joder, todos estos días así. Yo es que no lo acabo de entender, Sofía.
   --Que sí, vale.
   --No sé si mejor mañana, ahora no hay quien aparque por tu zona.
   --Como quieras. Aquí estamos Rita y yo viendo la tele, ya sabes, si quieres, vente.
   --Sofía, en serio, vamos a solucionar algo, y no me digas sí y ya está, que luego se nos olvida, o no tienes tiempo, o estás cansada…
   --Que sí, pesado. Que hablaremos… Te echo de menos.
   --Y yo a ti. Está bien, ordeno un poco, cojo las cosas y voy para allá.
   --Mmmmmmm, muy bien te espero ansiosa. Te quiero.
   --Bueno, adiós entonces, que tengo que recoger.
   --Hasta luego, amor.
   Hasta esta última llamada, Cándido había atravesado diversas fases. Quiso terminar la relación con Sofía en un arranque de irritación razonable: sería lo mejor. Pero recapacitó y sopesó quién le había dado lo que ella y a quién encontraría que pudiera parecérsele. Porque tenían muchos secretos, deseos e inclinaciones íntimas que sólo cuando estuvieron juntos lograron realizar por fin con toda naturalidad. Y estaba el amor, sensación menos ecuánime, pero que pesaba y mucho en la balanza. Pero estaba ella, que no decía nada concreto, que «necesitaba unos días. Tenía que pensar y tranquilizarse», que no sabía. Cándido pasó de la firmeza en su decisión al desasosiego por el posible desarrollo de los acontecimientos; de la fe en lo sólido de su relación, al horror de la incertidumbre, del nuevo abismo. Hasta que llegó a necesitar, a cualquier precio, que Sofía dejara de ser algo abstracto, se volviera otra vez tangible, palpable, volver a verla, a sentirla a abrazarla, a tocarla.

   Mientras vuela por la autovía, Cándido analiza la situación: ha sido ella quien ha dicho que vaya, y él se ha rendido muy rápido, debería haber estado más exigente y arrancado un compromiso de Sofía. Hubiera sido inútil, ya sabe qué valor tienen esos compromisos. Pero no quiere ser agorero, es una buena señal y alguna vez tendrá que reaccionar. Y está feliz. Lo peligroso es que Sofía confunda la paciencia con la falta de decisión o la mansedumbre. «Como se acostumbre…, y se está acostumbrando.» Y la vida gris no es vida. De eso está seguro Cándido. Y tiene nuevos planes. «Tampoco vayas muy exigente. Tómatelo con calma, esta noche, de reconciliación, a disfrutar, y de mañana no pasa que nos pongamos de una vez.»
   Como es habitual, recorre las calles aledañas decenas de veces buscando un hueco donde dejar el coche. Ni lejos ni cerca ni a media distancia, no hay sitio. «Tampoco hubiera pasado nada si vengo mañana a otra hora, joder, que me dejo un potosí en gasoil dando vueltas.» Pero se mentía, estaba ansioso por verla, y hubiera sido capaz de pasarse la noche dando vueltas. Por fin un hueco a lo lejos y él está el primero. Observa por el retrovisor los dos coches que le siguen. Esta noche ya son conocidos, se han cruzado varias veces en el camino repetitivo de la búsqueda. Disfruta pensando en lo que se les pasará por la mente a los rivales de estacionamiento cuando, despacio, con calma, se aproxime, se detenga, dé marcha atrás y maniobre lentamente ante su vista, regodeándose. En cuanto deja el espacio suficiente los dos competidores pasan bufando por su derecha. «Hala, a joderse.» Un hueco como este le hace olvidar la hora larga de desesperación y, mientras saca la mochila del maletero, piensa que el coche podría quedarse ahí para siempre.
   Orgulloso de su hazaña, avanza decidido hacia el portal, saca las llaves, introduce la correspondiente en la cerradura de la cancela, abre y se atasca con la mochila y el ordenador y la bolsa con ropa y un libro que no ha tenido más remedio que llevar en la mano. El mismo problema para entrar en el ascensor. Presiona el botón. Llega. Otra vez se atasca con los trastos. Llama a la puerta, a él le gusta que Sofía salga a recibirle.
   --Hola, amor. –Le besa en los labios--. Vienes muerto de calor.
   --Sí, hace mucho calor. –Con tanto cachivache como lleva encima, no puede abrazarla. Mira descuidadamente hacia el interior. La mesa sigue con el mismo montón de ropa, las sillas inutilizables, la tabla de planchar; la niña, repanchingada en el sofá que tiene para ella sola, liada con el ordenador en la barriga; un telefilm de policías graciosos en la tele; y el espacio de trabajo de la mesa que comparte con Sofía, lleno de bártulos--. Y he estado dando vueltas una hora para dejar el coche.
   Cándido entra y saluda a Rita que, como de costumbre, con los auriculares como una parte más de su cuerpo, ni se da cuenta. Sobre el eterno montón de ropa de una mesa deposita el libro.
   --No pongas ahí eso, que luego no lo quitas y dejas todo manga por hombro. –Él lo vuelve a sostener en precario equilibrio con la mano en la que lleva el ordenador y se dirige, dócilmente y a trompicones, al dormitorio para dejar ordenado lo que trae. Desde allí se oye la conversación.
   --Rita, Ritaaaaaaaaaaa.
   --Qué, mamá, no me grites.
   --Lo siento, cariño, pero quítate alguna vez los cascos, que no haces caso a nadie y tengo que dar voces ¿Qué quieres que te haga de cena?
   Con el ruido que hace al deshacerse de los bultos, pierde parte del diálogo.
   --… No, eso tampoco me gusta.
   --Pero si lo has comido siempre, siempre te ha gustado.
   --Pues ya no me gusta y no me apetece –sigue gritando la niña--. Hazme otra cosa…
   Cándido no necesita seguir escuchando. Está otra vez en casa.

                     
                                Espartinas, 3 de septiembre de 2012

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