Cándido
La brisa fresca de ese amanecer sería lo único digno de recordar
de una noche para matar en el olvido. El aplastante calor, el bullicio de la
calle, el estrépito de los vehículos y los mosquitos que penetraban por la
ventana de la habitación ansiosa de frescor, habían colaborado lo suyo para que
no hubiera podido pegar un ojo. Eso y los oscuros pensamientos de Cándido. Otra
vez había sido castigado a dormir solo por una estúpida discusión y, durante la
vigilia, había estado dándole vueltas a lo que estaba ocurriendo y a su absurdo
papel en todo ello. Menos mal que a él siempre le tocaba la cama, con su tamaño
es un calvario intentar dormir en un sofá.
La relación de Cándido con Sofía se remontaba a cuatro años
de tersura chispeante. Mientras se fueron conociendo y convenciéndose de que
podía existir en el mundo algo como el otro, sintieron un hueco en el estómago
como el del vertiginoso descenso de una montaña rusa. «¿Dónde te has metido
todos estos años?», le dijo a Sofía cuando la tenía ensartada a horcajadas
sobre él una de las primeras tardes, apesadumbrado por el tiempo perdido,
sumergido aún en el escepticismo y el empacho sexual. Pero anoche, dando
vueltas en la cama, en lucha desigual con la comezón de las picaduras y mientras
maldecía a los camiones de la basura y a los trasnochadores, pensó que si antes
el amor los llevaba en volandas, ahora se encontraban trepando lenta y afanosamente
por una rampa sin fin en el carricoche de la atracción de feria de la vida. O
arriesgando en una ruleta rusa, en lugar de en una montaña.
--¿Por qué siempre
hay ceniza alrededor de tu cenicero? –Sofía intentaba asir con los dedos alguna
de las cuatro o cinco virutillas, casi imperceptibles, que descansaban plácidamente
sobre la mesita.
--Ya ves –Cándido sintió de nuevo la punzada--, aposta que
lo hago. Para molestar.
Así había recomenzaba todo. La semana anterior un
enfrentamiento semejante había acarreado cuatro días de separación. Esta noche era
la segunda que pasaban juntos después de reconciliarse.
--Hoy voy a dormir en el sofá. –Sofía ni miró a Cándido
cuando se cruzaron en el pasillo mientras él iba hacia la cocina a vaciar los
ceniceros. Llevaba unas chanclas y un viejo vestidito corto de algodón que
podría haber sido azul, de andar por casa, que la hacía mayor de lo que era y
no la favorecía en absoluto. La vulgaridad hacía tiempo que se venía imponiendo
en sus vidas.
A Cándido le resulta curioso comprobar cómo el tiempo va
deformando imperceptiblemente todo lo extraordinario y atractivo que, al
principio, teníamos para el otro. La desfiguración se apodera de uno hasta
convertirlo en un proyecto de adefesio de lo que era. Hace años, a ninguno de
los dos se le hubiera ocurrido presentarse ante el otro de una guisa parecida a
la que lucían cuando estaban en la intimidad. Ahora sí. Habían perdido el
decoro mutuo y ese respeto estético con uno mismo y con el otro que se sostiene
cuando todavía se impone el deseo, el ardor, el amor y el coqueteo. Antes, no
hace tanto, mantenían el prurito de la seducción y la sensualidad incluso
cuando andaban de trapillo por la casa. Un escote llamativo, una falda sexy
pero cómoda, siempre tanga, un pantalón informal pero medianamente elegante, calzado
confortable y en buen uso. Ropa que venía de ser de diario desde su estreno triunfal
como ropa de vestir, y se había adentrado, casi sin pasar de moda, en el mundo
del trapito para ser lucida en casa. Esa misma ropa perduraba todavía, pero en
el estado de inminente transformación en harapos, paños y bayetas. Es la
comodidad y no la rutina la asesina del anhelo.
Todo había vuelto a empezar con el comentario de la ceniza.
Pero no quedó ahí la cosa. En la cocina, por lo visto, un trapo no estaba en su
sitio.
--Otra vez que no está el paño aquí –dice Sofía con las
manos goteando sobre el fregadero y un tono de reprimenda que saca de quicio a Cándido.
--Toma, toma, por Dios. –Cándido está preparando la cena.
--Es que siempre pasa lo mismo. Te llevas los trapos por
todas partes y nunca están donde deben.
--Si los necesito, los cojo. Como casi no entras en la
cocina, no los utilizas. Tampoco pasa nada si, antes de ponerte a hacer algo de
lo poco que haces por aquí, mirases a ver si tienes alguno a mano. Es una
costumbre más sana que abroncar al vecino. –Con rabia, Cándido va colocando los
trapos en los lugares que Sofía se figura como los más adecuados. Aunque cada
uno conservaba su vivienda y conviven alternándolas, Cándido lleva meses
viviendo casi continuamente en casa de Sofía y aún ni puede siquiera cambiar
los paños de sitio. Como trabaja en casa él se encarga de cocinar mientras ella
está fuera, «bueno, cuando pueda y tenga tiempo…, haré algo de comer.» Cuando ella
vuelve la comida está preparada porque Cándido deja todo a las dos, vaya por
donde vaya, para preparar el almuerzo--. ¿Así están bien? ¿Los doblo? ¡Joder!,
parece que nunca hago nada a derechas.
En las ocasiones en que se siente como un invitado o un niño
más en casa de Sofía, repunta en su memoria cómo se instaló ella en la suya y
cuánto le agradó a él esa soltura. Sin consultar, un día de los que ella iba a
pasar la tarde y la noche con él, apareció con una gran bolsa, se dirigió al
dormitorio, comenzó a colocar vestidos, blusas y pantalones en las perchas; bragas
y sujetadores, en un cajón que habilitó para este fin; sus chanclas y un par de
pares de zapatos fueron a parar junto a los de Cándido. Se desnudó, se abalanzó
sobre él, le tumbó en la cama y no paró de hacerle el amor hasta la madrugada.
Y ella se hizo dueña de la casa, sin desmerecer la autoridad de Cándido, pero
sin cortapisa de ninguna especie. Y a Cándido le encantaba que eso fuera así.
Disponía, cambiaba el orden de las cosas, salvo la mesa de Cándido, que respetó
como un altar, e introdujo sus costumbres domésticas junto a las de él. Sintió Cándido
alguna vez envidia por esa facilidad de Sofía para hacerse con las situaciones,
de la naturalidad que mostraba en todo su nueva pareja. Pero él no podía hacer
así las cosas, necesitaba tiempo y permiso, sentir que no invadía nada ni a
nadie, y cualquier obstáculo en la colonización del nuevo territorio, le hacía
sentirse non grato y debía volver a
empezar. «Quizás debería tomar yo la iniciativa, ir adueñándome del terreno en
lugar de parecer una especie de inválido o un preso que transita tan sólo sobre
las líneas dibujadas en el suelo del penal, indicando el trayecto autorizado.»
Cándido odia cenar con una bandeja sobre las piernas, viendo
siempre la televisión. Ya ni se acuerda cuándo comió por última vez como las
personas, sentado ante una mesa cubierta por un mantel y con los servicios
ordenados convenientemente. En casa de Sofía todo tiene un orden singular: los
trapos deben estar en su lugar y, sin embargo, en la sala, todas las mesas, las
sillas, los picaportes de las ventana y de las puertas, las estanterías, están
llenas de ropa por planchar, o colgada de perchas, o amontonada sin orden…; la
plancha sobre su tabla, como un faro de la civilización moderna, es un mueble
más, el más visible por encontrarse situado en medio de la estancia: la muestra
fehaciente de la personalidad de la vivienda. En el cuarto de baño, las bragas
sanguinolentas se enseñorean del cóncavo paisaje del bidet.
--Cuando vuelvas de recoger tu bandeja, pasa el aspirador y limpia
las miguitas que has tirado. –Otra vez como si se dirigiese a un niño de trece
años.Como no quiere más enfrentamientos, Cándido se traga la
respuesta que le sale del alma con el último trozo de una pera.
--Coño, como Hansell y Gretel. Si las quito no voy a saber
dónde sentarme.
--Si no las quitas ahora, mañana pasas el aspirador por la
sala entera.
Cándido ya no aguanta más, ya es demasiada carga. Mientras
cenaban en el sofá, Sofía, que nunca suelta el mando de la televisión, le había
amenazado sutilmente con irse a la cama si no veían el programa que ella
quería. Otro telefilme insufrible. La amenaza sobraba, siempre se sale con la
suya. Cándido siente que se está embruteciendo por días con tanta televisión y tanto
policía científico.
--Si no comiéramos siempre como cerdos en un pesebre, lo
mismo no saltaba ninguna miga ¡Joder! Que no se puede uno sentar en una mesa
porque está llena de ropa. Y las sillas igual.
--Ayúdame a quitarla, que no haces nada.
--Cuando quieras, pero quiere de una vez porque yo ya te he
dicho mil que te ayudaba. Yo no haré nada, pero la comida siempre la tenéis a
mediodía y por la noche. Y si llego más tarde que tú alguna noche y lleváis
aquí las dos un buen rato jugando en el ordenador, también tengo yo que
preparar la cena. –Cándido pasa rápidamente el aspirador de mano que se traga
dos o tres miguitas de pan--. Y a ti no te veo yo moverte, sólo quejarte. La
ropa la pones en cualquier parte y ahí se queda, que nos va a comer cualquier
día. Y mía, poca hay. Como tampoco tengo sitio en esta casa donde se supone que
vivimos juntos.
--Estoy agotada. Llego agotada de trabajar y me encuentro
que tú no haces nada en mi casa…
--Vaya en tu casa,
claro ¿Y qué pasa, que yo no me canso? Sólo se cansa la señora, nadie más en el
mundo.
--Y no tienes por qué hacer la comida, yo no te lo he pedido.
--Tampoco tengo que levantarme a desayunar contigo y
preparar el desayuno mientras te duchas. Lo hago porque quiero, por cariño,
porque vivo contigo. Si tuvieras que hacerlo tú, aquí no se comía otra cosa que
pizza y bocadillos. –Cándido ya lo suelta todo--. Soy como la chacha
Sebastiana. Te lo preparo todo. Estoy aquí para ir a hacer la compra y haceros
de comer, para que a Rita nunca le guste o no lo apetezca nada de lo que
preparo, sólo porque lo preparo yo. Todo te parece poco. Eso sí, para follar,
cada día cuento menos. Hay más noes que noches.
--Vale, vale, lo que tú digas. No quiero discutir.
Si las palabras impresas sobre las páginas del libro
hubieran sido animales salvajes, Cándido habría sido devorado al poco de abrirlo.
Leía sin prestar atención, mecánicamente, mientras su mente deambulaba, más
bien se arrastraba, por lugares no muy lejanos ni acogedores. «Joder esta tía.
Por un roce de mierda la que monta. Así no hay quien viva. Sabe lo que me jode
eso de los castiguitos de dormir solo, y venga. Cada dos por tres, por la
mínima, a darme duro. Igual que la otra.» Pero también recordaba momentos en
los que nada de lo que estaba ocurriendo era imaginable.
--¿Dónde te has metido todos estos años? –Cándido había
sobrepasado de largo la cuarentena, aunque conservaba el porte seductor, la
mirada franca y, las escasas veces en que era posible verla, la sonrisa
luminosa. Estaba convencido de haber perdido el tiempo en la cama y fuera de
ella con una multitud de mujeres, espléndidas la mayoría que, ni con una larga
escalera, podrían alcanzar la suela del zapato de Sofía--. Si te hubiera
conocido a los veinte, no te digo nada.
--Puede que nos hayamos cruzado alguna vez. No hubiera sido
igual. No éramos los mismos. –Originarios de una gran ciudad, habían crecido en
el mismo barrio y transitado por las mismas zonas. Ahora coincidían en otro
lugar, lejano y distinto.
Hasta no hace demasiado tiempo todo era jovial, chispeante, festivo
y ligero. Una promesa implícita de que nada de lo pasado volvería a repetirse
embriagaba su alma, ya seca por el uso. La suspicacia yacía moribunda en algún
rincón del interior de Cándido con la certeza de que ahora, sí: ésta era la
buena. Porque cuando Cándido conoció a Sofía llevaba sobre sí un resquemor de
meses, que le había obligado a apartar todo tipo de emociones en la relación
con sus semejantes.
Después de la traición se sintió libre e hizo la falsa
promesa de no volver a dejarse joder de ninguna manera. «Ahora me toca a mí
usar a los demás. Si se enamoran allá película», se decía cada mañana durante
los primeros tiempos. Y así lo hizo, sin pena ni gloria, eso sí, porque a nadie
llegó a defraudar profundamente, ni esa era su verdadera intención. Se trataba
sólo de una pírrica venganza. Cándido se convencía cada día más de que era un simple,
un ingenuo. Siempre había creído que lo suyo era bonhomía, honestidad, lealtad
y honradez pero, a su edad, el desengaño había tomado carta de naturaleza a la
vista de las experiencias vividas en sus relaciones con las mujeres, los demás
y el propio mundo. Así que ahora, de nuevo, el escepticismo asomaba con ímpetu
su cabeza de hidra entre las nubes de ternura que se deshacían y desaparecían
tan rápido como los fatuos algodones de azúcar ensartados por el culo en las
verbenas, que se transforman en nada en el aire y en la boca.
Porque nada de lo dicho, lo imaginado y lo prometido se
estaba cumpliendo, o había dejado de cumplirse, y muchos de aquellos propósitos
empedraban definitivamente el camino del infierno.
--Las cosas no hay que encabronarlas y hay que dejarlas
fuera de la cama. –Cándido estaba convencido de ello. Conseguía olvidar
cualquier agravio al instante, al día siguiente, o poco más. El alivio era
evidente--. En el trastero de lo inútil o durmiendo el sueño de lo injusto.
--Yo, lo que no entiendo es cómo has podido soportar tantos
años con una mujer como esa, siendo como eres. –Sofía fumaba mirando al techo
de la habitación, mientras acariciaba el sexo satisfecho de Cándido con su mano
de larguísimos dedos, estrecha, suave; tierna o firme según se terciara.
Todavía se vestía con lencería sexy para acostarse con él. Eran aquellos
tiempos que Cándido se negaba a dar por muertos--. Chantajeándote con el sexo y
las rabietas.
--Ya está acostada otra vez con nosotros. –Los pies del
metro noventa de Cándido golpeaban en la madera del piecero de la vieja cama de
sus padres muertos. Era tan antigua que de largo medía tan sólo un metro
ochenta. Esquilmado por la separación, tuvo que arramblar con algunos muebles
olvidados de la familia para poder dormir y sentarse--. Es como El Cid
Campeador, da por culo aunque esté muerta.
--De muerta nada, que bien que sigue jodiéndote la vida. Y a
tu hijo. –Apaga el cigarrillo en el cenicero apoyado en el pecho de Cándido--.
Pero que sepas que yo nunca he hecho ese tipo de jugarretas, no castigo ni
chantajeo con la cama. Ni con nada.
Cuántas cosas no haría nunca y las que nunca dejaría de
hacer, y todas las que haría. Mientras las palabras de Tristam Shandy revoloteaban en su mente, recordó Cándido la frase
que se le quedó grabada ojeando un libro de autoayuda de esos de a treinta el
lote de una amiga mezcla de orientalista, esotérica y neurótica sabihonda, que
revestía un simple revolcón de tantas pátinas distintas que un día pareciera
que era cosa de estados de conciencia superiores; otro, la expresión de la
necesidad de comunión con el prójimo y con el universo; y, cualquier viernes,
la solicitud de una subvención: «las parejas fracasan porque ella piensa que él
cambiará con el tiempo; y él cree que ella nunca lo hará.» Y la más sabia que
siempre repetía su madre en tono de broma: «hijo mío, búscatela delgadita y
limpia, que gorda y guarra ya se pondrá, ya.»
Pero Sofía seguía con un cuerpazo de asustar: piel
blanquísima; el pecho bien formado, de modelo, firme, exacto; los pezones
enhiestos; de caderas poderosas, cabales; nalgas apretadas, sobresalientes; talle
perfecto, sin asomo de vientre pese a sus cumplidos cuarenta; y, aunque
desordenada, desorganizada, desbarajustada, caótica, sucia sólo lo era en el
sexo, y mucho. O lo había sido, que es lo que a Cándido le estaba arrastrando a
ese estado de zozobra y desasosiego. Pero él la adoraba. Fue el descubrimiento
de su vida. Su mirada diáfana desprendía alegría y sentimiento y, en la
profundidad de sus ojos verdes, se descubría, sin embargo, la tenacidad de
carácter. El rostro elegante, la nariz perfecta, los labios estrechos, los
magníficos dientes y el cabello gris la revestían de un no se sabe qué de extraordinario
animal salvaje. A Cándido le seguía deslumbrado por su forma de ser y de
amarle, por aquella sonrisa que le convenció la primera vez que la vio de que
iba a ser para él algo fundamental. Y así fue. No sólo se enamoró perdidamente
de Cándido, sino que mostró un gran arrojo al comprometerse con un hombre bajo
sospecha, casi acabado, que no podría acarrear más que problemas y sinsabores, y
que arrastraba consigo profundas heridas por una infamia reciente y una lucha
descarnada para seguir de pie en la vida y mantener a toda costa la relación
con un hijo que pretendían arrebatarle. Y allí estaba ella, de juicio en
juicio, de abogado en abogado, de acusación en acusación, de tropiezo en
tropiezo; leal, rebosante de fe en Cándido, firme, a su lado en los momentos de
desesperación y de júbilo, siempre alegre, inconsciente e insensata. Y con la
sonrisa perenne.
Así que Cándido, fiel a su doctrina, intentó un
acercamiento.
Sofía estaba despierta en el sofá, con la televisión encendida
y el sonido en un susurro, porque la niña estaba acostada y, daba igual cuál
fuera el volumen al que la pareja intentase adivinar lo que se decía en la tele,
hasta que no se dormía berreaba periódicamente quejándose del ruido, de manera
que los dos adultos vivían en perpetuo temor a sus gritos y rabietas. Hacía un
par de meses, Rita, después de una discusión con su madre, decidió ir a vivir con
el padre. Pero había resuelto ahora pasar unos días allí, no se sabía cuántos,
o por lo menos a Cándido nadie le había dicho nada. Sin pedir disculpas ni
hacer declaración alguna de aceptar las reglas que su madre había intentado
imponer.
--¿Va a durar mucho esta vez? –Cándido se acercó y se sentó
en el otro sofá.
--¿El qué?
--El castiguito de no dormir conmigo, no hablarme… El
cabreo, vamos.
--No es un castigo, es que no me apetece dormir esta noche
en la cama. –Sofía mantenía fija la mirada en la pantalla. Cándido adivinaba el
verde de sus ojos a la luz fantasmal de las imágenes.
--Ya. Venga, mujer, que no ha pasado nada. Si no vamos a
poder tener un roce de vez en cuando…
--Es que a ti todo se te olvida enseguida. A los diez
minutos, aquí no ha pasado nada y a echar un polvo.
--Es que aquí no ha pasado nada. Y follar contigo me enloquece.
Pero eso ya lo sabes. –Cándido hizo una pausa para encender un par de
cigarrillos. Intentaba contemporizar. Le pasó uno a ella--. Mira, Sofía, a mí
como me vienen los cabreos se me van, y si no se me van, los echo yo. No pienso
agrandar una historia sin importancia. Un pronto es un pronto, y nada más. Como
llega, se larga.
--Pero es que me tratas muy mal, Cándido. Te pones como un
energúmeno porque te digo que recojas unas migas del suelo.
-- No te hagas la loca, no se trata sólo de las miguitas de
marras. Y no te he tratado mal, eso no es tratarte mal.
--¿Ah, no? Pasar el aspirador de malos modos como si te
hubieran insultado… Hablarme como me hablas.
--¿Cómo te hablo? Peor que tú a mí, no creo. Pero, claro, lo
tuyo siempre está justificado.
--Porque me provocas, y no me queda más remedio.
--Pues, lo siento, perdona, no volveré a tratarme así a mí
mismo. Al final verás cómo voy a tener yo la culpa de que me hables como hace
un rato en la cocina…
--Pues sí, me sacas de quicio…
--…Como si fuera un crío. Si vivimos juntos, ésta también es
mi casa, según no paras de decir. Y no puedo ni dejar los paños de la cocina en
un lugar diferente al que tú has decidido. Tengo que mirar cómo está todo, no
dejar una brizna de ceniza… Pero tú sí puedes dejar botellas de agua vacías,
Rita las bragas por el suelo… Joder, y la ropa amontonada hace meses, la mesa
de la plancha en medio de la sala desde el primer día que pisé esta casa…
--Pues si no te gusta, ya sabes…
--Claro, claro. En este mundo hay tres tipos de normas: las
que se aplican sólo a Rita y a ti, que podéis hacer de todo, todo os está
permitido; las que se aplican al resto de los mortales, bastante más
restrictivas; y las que se aplican a Cándido, que para eso está, para tragar.
--Pues, si te parece así, no sé qué haces aquí.
--Hala, lo tomas o lo dejas ¿no?
--No. Y no empieces.
--No me das mi sitio, Sofía, y, además, y escucha bien lo
que te digo, cada vez que tienes una agarrada con Rita, acabo pagándolo yo. Te
pones a observarme y perseguirme, más si cabe.
--Eso no es verdad…
--Sí, lo es, sí. Y no hay nada que más me cargue que el que descargues
tu impotencia y tu rabia sobre mí.
--Y yo no soporto vivir con esta tensión siempre. Si esto va
a ser así, lo siento mucho pero…
--¿Qué? A la mierda todo ¿no? ¿Y si hacemos algo para
solucionarlo?
--Siempre estás de mal humor, con mala cara y malos modos
conmigo y con Rita; y llevo aguantando ya mucho tiempo… –Sofía parecía vomitar
las palabras--. Prefiero estar sola, que vivir así.
--¿Vivir Cómo? Hace tres horas, antes de la tontería de hace
un rato; ayer, el fin de semana, decías que eras feliz, que estabas muy a gusto
conmigo. Y de golpe, no puedes soportarme.
--No puedo con los dos.
--¿Y eso a qué viene ahora?
--No tratas bien a Rita…
«No tratas bien a mi hija, nunca has dicho nada bueno ni
bonito de ella.» Era la leyenda que, desde hacía un año, en los momentos de
tensión, salía a relucir periódicamente. Pese a lo injusto de la acusación y
todas las razones que había esgrimido Cándido, no acababa de morir la cantinela.
La niña no le tragaba, no aceptaba que nadie acaparara ni un milímetro de su
madre y menos convivir con ella, porque suponía un cambio de estatus que no estaba
dispuesta a permitir; incluso acarrearía algún límite y alguna norma, conceptos
que no conocía. Parecía sentirse como una princesita destronada.
--¿Cómo que no? Ella pasa de mí… tampoco es un dechado de
simpatía, pero tendrá que madurar y aceptar las cosas. Nos respetamos y nos
llevamos mejor de lo que tú te crees. Le cuesta dejar de no hacer nada.
--Y yo estoy en medio…
--Tú deberías ponerte en tu lugar y dejar claros los
límites. Pero, joder, ya nos hemos salido del tema…
--¿Sólo se puede hablar de lo que tú quieres? Nunca tienes
en cuenta lo que siento…, vas a lo tuyo y te da igual cómo esté yo. Y ése no es
el hombre que quiero a mi lado…
Incluso en medio de las angustias de la desgracia y la
humillación que le infligía, Cándido advertía una premura que nada tenía que
ver con él. Porque la crueldad carecía de pasión, habría sido más soportable de
haberla habido. La presencia de Cándido no pasaba de ser una simple e irritante
intromisión, como si todo ya estuviera previsto al milímetro, como si lo que
estaba ocurriendo hubiera sido provocado con una intención precisa, como si
todo se circunscribiese a un plan con un objetivo concreto Y Cándido estaba
reaccionando de acuerdo a lo dispuesto de antemano.
--Pues haber dicho antes que no te gusto, porque llevamos cuatro
años y tú pasándolo mal…, no entiendo. –Cándido no pudo controlar el
sarcasmo--. cuatro años sufriendo en silencio. Bueno no tan en silencio que
buenos alaridos has pegado follando conmigo y eso que estabas soportando tan
larga tortura. Con los que te gusten de verdad, será como para alquilar
balcones.
--Mira, esto se acabó…
--Sí, mejor…
Lentamente Cándido apagó el cigarro, beso suavemente la
frente de Sofía mientras ella la retiraba con violencia y se fue seguro de que ninguno
de los dos habría podido soportar estar juntos, porque el aire estaba
excesivamente cargado de pensamientos no formulados con palabras. Un nudo en el
estómago presionaba a Cándido, que se sorprendió, a pesar de todo, tan libre de
tristeza como de esperanza.
El calor ya apretaba cuando abría la cancela del jardín de
su casa y Lola, la vecina, llamaba su atención.
--Buenos días, Cándido ¿Cómo va la cosa? –Lola llevaba un
bañador que resaltaba sus redondeces. Sesentona y simpática, junto a su marido,
era el sostén de Cándido en la urbanización y su sola existencia hacia un poco
más llevadera su vida actual.
--¿Qué hay, Lola? ¿Y la nieta? –Cándido albergaba un doble
sentimiento con respecto a la nueva criatura. Le enternecía como todos los
niños, pero no podía arrancar de sus entrañas la amargura del recuerdo de su
hijo, al que había criado desde que nació y del que la madre había conseguido
separarlo sin motivo, iba ya para un año--. Hace mucho que no la veo. Estará
enorme.
--Está que va a reventar, tiene unos muslos que ni los míos.
–Lola y Salvador se habían presentado en todas las comparecencias judiciales a
las que Cándido les había llamado. Adoraban a Nacho, el hijo de Cándido.
--Aquí andamos,
esperando. –Siempre que daba el parte de la situación a Lola, recordaba el
principio de la vorágine de la desaparición de su hijo. «Tranquilo, Cándido, ya
aparecerá, y a la madre le van a meter mano en el juzgado. Eso no se puede
hacer. Será cuestión de días» Lola era de suyo optimista y alegre o eso
mostraba ante él para animarle. En realidad, a él también le querían en esa
casa--. Ya va a hacer un año y ni una noticia. Ya sabes, así está el patio en
este país.
--Bueno, tú tranquilo, que todo vuelve a su cauce. Y yo te
veo muy bien, estás cada vez más guapo. El otro día se lo decía al esposo –Lola
siempre llamaba a Salvador el esposo,
incluso en su presencia--: hay que ver lo que está aguantando Cándido y lo bien
que lo lleva. Si me pasa a mí eso, no sé que hubiera hecho.
--La esperanza, que muere la última, como dijo un mejicano
en directo por la tele ante las Torres Gemelas en el momento en que caía la
segunda. Estaba allí aguardando noticias de su mujer que era limpiadora en esa
torre. Aquello se me quedó grabado
--Déjate de tonterías, que a día que pasa estás más
atractivo y con mejor cara. Hasta más alto pareces, que tengo que doblar el
cuello cada vez más para mirarte ¿Y Sofía dónde se mete?
--En su casa y trabajando.
--Últimamente no viene casi por aquí.
--No, está muy cansada. –Le apetecería decir la verdad, lo
que piensa. «No, no le apetece. Yo me paso el tiempo en su casa, casi sin un
rincón para poner mis cosas, al servicio de su hija los dos y, cuando tenemos
que subir aquí, siempre tiene una excusa o su hija no se lo permite. Y yo ya
estoy hasta los huevos», pero no lo hace--. Y muy liada.
--¿Vas a estar por aquí mucho tiempo? Pásate por casa a
tomar algo o a comer o lo que sea.
--Pues no lo sé, Lola, unos días, creo. Vale, lo mismo me
paso, sí. A ver si monto yo una fiesta que desde lo de Nacho, no he hecho nada
en casa.
--Pues sí, anímate, ya sabes que nosotros vamos seguro.
--Vale, cuando limpie la piscina, quedamos para pasar el
día. Bueno, Lola, te dejo que tengo que currar.
Cualquiera que lo conozca aseguraría que lo último que se
podría decir de Cándido es que es un fracasado. Pero él discrepa. Tampoco está
de acuerdo en que es una persona fuerte, aunque las pruebas parecen confirmarlo
sin lugar a dudas. De natural atormentado por el miedo, ha conseguido
camuflarse en un hábitat que le resulta elástico y manejable, y ha sabido
fingir adecuadamente. Jamás se ha sentido seguro y todas las mañanas la
angustia por el «qué ocurrirá hoy» y cómo podrá sobrevivir, le domina de arriba
a abajo. A veces se sincera, pero nadie parece apreciar la intensidad del
sentimiento. Como Cándido nunca se ha consolado con las epidemias, ni con la
estupidez de compartir el sufrimiento, le confunden con eso de que «es normal,
a mí también me pasa.»
Hoy ha tomado la decisión de irse de casa de Sofía, con el
firme propósito de no contactar ni dar señales de vida hasta que ella no
reconozca que ya está bien de ataquitos estúpidos que ponen en tela de juicio
toda su relación y le dejan colgando en el vacío del terror a quedarse solo
inesperadamente. Además, habían acordado que hoy, su cumpleaños, se instalarían
en su casa para pasar unos días y así comenzar a repartir mejor el tiempo entre
las dos viviendas. Pero, como siempre y ya es casualidad, cuando toca cambiar
de sitio ocurre algo que da al traste con los planes. Y suele ser uno de esos
enfrentamientos que se enquistan y duran justamente el tiempo previsto para
pasarlo en casa de Cándido; o que la niña de Sofía, ya con quince años, sufre de
algún capricho impostergable, que conduce a otro rifirrafe de duración
determinada: hasta que pasa el tiempo destinado a vivir en este domicilio o el
periodo que Rita ha decidido que Cándido tiene que estar separado de Sofía. Hablan
por teléfono, ella se muestra refractaria, ha de replantearse si quiere seguir
con Cándido «necesita unos días»; después, paulatinamente más cariñosa y, justo
cuando está previsto que termine el periodo de exilio forzoso, él coge la
mochila con sus trapos, el ordenador…, y aparece como un corderito en la puerta
de Sofía, donde ella asegura que también vive él, convencido de que no volverá
a ocurrir, de que esta vez sí va en serio y que hablarán y que encontrarán una
solución y que por fin se cumplirá… Y vuelta a empezar.
Desde que le arrebataron a su hijo el chalet se le viene
encima. Ha pensado en hacer desaparecer las fotos, desbaratar la habitación del
niño, pero no se atreve. Bastante doloroso le resultó darse por vencido,
aceptar que ya era inútil conservarlo instalado, y desmontar del coche el
asiento de seguridad infantil de Nacho. Para evitar un momento como ese se ha
propuesto soportar la mezcla de un intenso asco con el más profundo
desconsuelo, cada vez que pasa por delante de la puerta cerrada del cuarto
callado; cuando su mirada se cruza con algunas de las fotografías o recuerdos
diseminados por la casa; o cuando pierde la consciencia y espera ver al niño aparecer
por una puerta diciendo «papi, he conseguido un nuevo pokemon…» Y allí dentro
todo es gris, marrón, lúgubre; ni el amplio jardín ni el luminoso estudio ni la
piscina han conseguido que Cándido vuelva a ver algo de color en su casa cuando
está solo. Y ahora, Sofía, la otra persona que la iluminaba, ha dejado de
venir.
Un día el hijo de Cándido desapareció. La mañana en que
comenzaban sus vacaciones juntos. Cándido removió Roma con Santiago. Cuando un
mes después una juez dictaminó, ante el asombro de todos, que se suspendían los
contactos entre Nacho y él hasta que se aclarase la sorpresiva denuncia
de la madre, le pareció que ya nunca en la vida nada volvería a ser verdad. No
era sólo su mundo interior el que se había vuelto a hacer pedazos sino también
los objetos que le eran familiares del mundo exterior. Todo había perdido
realidad: el ordenador, los juguetes de Nacho, los libros…; todo había perdido corporeidad
y parecía que desaparecería si lo tocaba.
Era una sensación semejante a cuando se dio cuenta de que
Manuela le había traicionado. Y eso de «necesito unos días para pensar y
tranquilizarme» ahora le sonaba a estafa. Aquella fue la primera de las muchas traiciones
de una mujer en quien nunca quiso ver la perfidia que atesoraba. Esos «días
para pensar» se convirtieron en «no quiero que vuelvas a entrar en esta casa…
Lo que tengas que decirme lo haces a través de mi abogado.» Y comenzaron los
problemas para poder estar con Nacho, las denuncias, las encerronas, las
mentiras, el odio inconcebible… Durante unos meses Cándido pensó que no era
posible que aquello fuera verdad, que no era posible que aquello estuviese
ocurriendo. Había que pensar lo que no era posible pensar, había que creer lo
que no era posible creer. Algunas amigas pretendían que entrase en razón, que
admitiese que no se trataba de un momento de ofuscación, que aquello era
irreversible, que ella lo tenía decidido desde hacía tiempo y que sí, que le
había traicionado; que debía sobreponerse y seguir adelante. Las palabras
seguían significando lo que habían significado siempre. Veía las bocas de ellas
que iban moviéndose, las frases extrañas y desconectadas que se quedaban flotando,
y se preguntaba por qué no se había puesto una camisa azul en lugar de esa
camiseta publicitaria que no le hacía juego con los zapatos. Se había quedado
en el aire sin darse cuenta, todo había sido un artificio, una farsa. El pasado
había dejado de ser cierto, ya no era nadie y no se sentía con fuerzas para
reconstruirse; y el futuro resultaba incomprensible, aterrador. Cercano a la
cincuentena, estaba literalmente sin nada. Y ahora debía aferrarse a algo
inmaterial, incorpóreo.
Ese
terror ya lo había experimentado antes Cándido. La primera vez que se vio
abandonado, de un día para otro, tenía diecinueve años. Vivía con una mujer dos
años mayor, un idilio de novela decimonónica en los alegres años de la movida
madrileña. Una noche ella no apareció por la habitación de la pensión que era
su hogar. Al día siguiente se fue con un hombre ya cuarentón, antes de que Cándido
pudiera reaccionar. Y Cándido había desarrollado un pánico cerval al abandono,
a la inseguridad emocional, al riesgo del precipicio que se abre delante de él
cuando todo se derrumba sin anuncio previo.
Ya había más pedos que besos en el lecho marital. Pero la
cifra de sus relaciones sexuales, aunque muy por debajo en calidad y cantidad a
lo que estaban acostumbrados, aún contribuía a mantener alta la media nacional:
raro, muy raro era el día en que no disfrutaban de sus cuerpos, al menos una
vez. La desidia, la comodidad y la rutina, en contra de todas sus previsiones y
su firme determinación, condicionaban tanto que habían desparecido los juegos
casi por completo, la fantasía estaba agonizante y la imaginación descompuesta.
Y tanto en la cama como de pie, cada vez se dedicaban más cada uno a sí mismo
que el uno al otro. Aun así no se daban por vencidos y, de cuando en cuando, se
proponían recuperar el ritmo y la intensidad anteriores porque así era como de
verdad les gustaba. Y ese ritmo había sido salvaje. Eran dos animales sexuales.
Habían experimentado todo lo que estuvo a su alcance con una pasión y un
entusiasmo envidiables, y aún quedaban horizontes por explorar.
Cándido pensaba que ella podría haber puesto un poco más de
sangre en el polvo que acababan de echar y también que él debería haber hecho
lo mismo. Pero ya no era capaz de hablar libremente con Sofía. Temía sus
reacciones malhumoradas y cortantes y eso estaba haciendo que los polvos fueran
cada vez más silenciosos y el postcoito como la escalera de un gallinero, corto
y lleno de mierda.
--Qué bien se queda uno, joder –mintió Cándido.
--¿Verdad que sí? –mintió ella.
--Echo de menos la lencería ¿sabes? –El rostro de Sofía
delató una mueca de desagrado y hastío.
--Bueno y yo. –Ahora no mintió ella, pero se calló que ganas
de vestirse no le quedaban muchas y que, aunque a veces lo pensaba, nunca se
acordaba de ponérsela--. Es que no sé qué…
--Como está el patio, por mí, cualquier cosa. Con sólo unas
medias hasta me conformo.
--Todo se andará.
--Sí, claro –volvió a rendirse Cándido.
--Ponte tú la tuya, que ya no te veo divina de la muerte. –Cándido
tenía debilidad por la ropa femenina y había encontrado en Sofía la compañera
perfecta. A ella le excitaba mucho poder tratarlo como a una mujer, y le encantaba
acompañarle, de probador en probador, a elegir ropa interior y trapitos, como
si fueran para ella; incluso habían llegado a tener conjuntos iguales de corsés
y picardías. Le maquillaba como a una puta y le había regalado una peluca rubia
y otra pelirroja.
--Cuando quieras. En la mochila tengo las cosas que más te
gustan, pero últimamente tampoco me lo pides. No te veo muy por la labor. Y no
quiero parecerte pesada –dijo Cándido poniendo morritos.
--¡Qué zorra eres!
--Y a ti bien que te gusta –Justo adoptó una pose
provocativa--. Por cierto, ¿cuándo vamos a mi casa? –Allí era dónde más se
habían dejado llevar por sus fantasías--. Hace un huevo que no subes y está muy
abandonada.
--El día de tu cumpleaños, que es fiesta, y nos quedamos
toda la semana.
--Vale.
Los dos cogieron sus libros e hicieron como que leían
tolerablemente.
En los días de separación no dejaba Cándido de darle
vueltas, de buscar un porqué a lo que estaba ocurriendo, una razón que
justificara cómo habían podido cambiar así las cosas. «Nunca me he sentido tan
cómoda con ningún hombre. Eres un muy confortable ¿lo sabías?» le había dicho
Sofía alguna que otra vez. Pero ahora ella no parecía tan relajada y él, creía
estar seguro, no había cambiado mucho. Llegó a especular con que nunca había
llegado a entender a esta mujer, que no sabía nada de su pasión, de su
desesperación manifiestamente oculta. Había sido la hija mayor de una extraña
pareja, normal en apariencia. Mimada y desatendida de manera alternativa, en
abierta competencia con su padre que era, sin embargo, a quien más cercano sentía;
y, quizás por eso, con una madre en franca oposición a ella. Pero eso no era
cosa suya, Cándido no era su padre.
Cándido se sublevaba contra sí mismo, había perdido los
papeles discutiendo con Sofía, se le había calentado la lengua y no todo lo que
dijo había sido con espíritu dialogante. Había estado ofensivo. Y no valía con
hacer responsable a Sofía por sus palabras. «Si he actuado mal, he sido yo.» Quizás
tuviera razón Sofía. Podría ser un poco más cariñoso con ella, menos obstinado,
más comprensivo, pero no sabía cómo hacerlo. Es posible que fuera muy torpe
para desplegar todo el amor con que se dedicaba a ella, que no supiera
mostrarlo. Pero ¡joder!, cómo se hacía. Cándido no se creía del todo inocente,
no era posible. Tal vez no hubiera sido demasiado agradable con Rita teniendo
en cuenta la situación de la niña. Pero es muy difícil llevarte bien con tu
enemigo, con alguien que no quiere verte y que no se oculta para decirlo. Y lo
intentaba, con las dos, bien lo sabía Dios, pero no recibía señales que confirmasen
que su esfuerzo surtía algún efecto, ni reciprocidad en el empeño. Decidió diseñar
una nueva estrategia que permitiera que ellas detectaran su verdadera actitud; estar
más atento a su comportamiento; ser más amable, más tierno. Por lo que a él se
refería, iba a darlo todo.
--¿Sí, diga? –Cándido se hacía el loco, sabía perfectamente
que era Sofía quien llamaba.
--Yo.
--Ah, dime.
--¿Cómo estás?
Cándido no dijo que estaba hasta las narices de aguantar siempre
lo mismo; de no tener sitio en casa de ella; de que le considerase como a un
niño; de que su vida se desarrollase en función de una adolescente caprichosa y
consentida a quien ella trataba como si tuviese siete años, de quien aguantaba
impertinencias y malos modos continuos y ponía al mismo nivel que a él; de no
follar como antes; de no pinchar ni cortar en la convivencia; de no tener un
proyecto; de que en los momentos difíciles tuvieran que separarse en lugar de
afrontarlos juntos; de hablar y hablar para no avanzar ni solucionar nada; de
los ataques de furia. De que al final todos los propósitos y las buenas
intenciones quedasen en agua de borrajas. Pero esa manifestación de soberbia
–él también tenía soberbia, había que reconocerlo-- chocaba frontalmente con su
sincera voluntad de comprender e intentar ser comprendido.
--Bueno, he tenido momentos mejores.
--¿Qué tal tu día? –Ya se habían cruzado varias llamadas y
el enfado inicial había ido dejando paso a las palabras más tiernas.
--Poca cosa, la verdad. No he avanzado mucho en el trabajo,
ni he limpiado ni nada. –Ya era domingo, se acababa la semana--. El otro día vi
a Lola y me preguntó por ti.
--Qué bien ¿Cómo está?
--Como siempre, con el esposo y sus cosas. Tú sabes
--Yo le he comprado a Rita unos pantalones y unas botas. Le
quedan estupendamente.
--Ah, muy bien.
--Y he marujeado un poco en la casa.
--Me alegro. –Pensó que a lo mejor había desaparecido la
ropa de la mesa, pero no se hizo ilusiones--. Aquí hay tanta mierda que hasta
me da miedo ponerme a limpiar.
--¿Por qué no vienes esta noche? –Los dos últimos días Cándido
había intentado que se vieran, pero sin resultado. Ya no había posibilidades de
que fuera ella quien se acercara al chalet, había pasado el fin de semana y
tenía la excusa del trabajo.
--No sé, al final me pasé el cumpleaños solo, no has venido
ni el fin de semana, y yo me paso el tiempo allí. Tenemos que hablar.
--Sí.
--Pero para hacer algo de una vez. Cambiar todo esto. Poner
un poco de orden en nuestras vidas, y recuperar…
--Muy bien, sí, claro.
--Porque lo de la otra noche tuvo huevos. Joder, todos estos
días así. Yo es que no lo acabo de entender, Sofía.
--Que sí, vale.
--No sé si mejor mañana, ahora no hay quien aparque por tu
zona.
--Como quieras. Aquí estamos Rita y yo viendo la tele, ya
sabes, si quieres, vente.
--Sofía, en serio, vamos a solucionar algo, y no me digas sí
y ya está, que luego se nos olvida, o no tienes tiempo, o estás cansada…
--Que sí, pesado. Que hablaremos… Te echo de menos.
--Y yo a ti. Está bien, ordeno un poco, cojo las cosas y voy
para allá.
--Mmmmmmm, muy bien te espero ansiosa. Te quiero.
--Bueno, adiós entonces, que tengo que recoger.
--Hasta luego, amor.
Hasta esta última llamada, Cándido había atravesado diversas
fases. Quiso terminar la relación con Sofía en un arranque de irritación
razonable: sería lo mejor. Pero recapacitó y sopesó quién le había dado lo que
ella y a quién encontraría que pudiera parecérsele. Porque tenían muchos
secretos, deseos e inclinaciones íntimas que sólo cuando estuvieron juntos lograron
realizar por fin con toda naturalidad. Y estaba el amor, sensación menos ecuánime,
pero que pesaba y mucho en la balanza. Pero estaba ella, que no decía nada
concreto, que «necesitaba unos días. Tenía que pensar y tranquilizarse», que no
sabía. Cándido pasó de la firmeza en su decisión al desasosiego por el posible
desarrollo de los acontecimientos; de la fe en lo sólido de su relación, al horror
de la incertidumbre, del nuevo abismo. Hasta que llegó a necesitar, a cualquier
precio, que Sofía dejara de ser algo abstracto, se volviera otra vez tangible,
palpable, volver a verla, a sentirla a abrazarla, a tocarla.
Mientras vuela por la autovía, Cándido analiza la situación:
ha sido ella quien ha dicho que vaya, y él se ha rendido muy rápido, debería
haber estado más exigente y arrancado un compromiso de Sofía. Hubiera sido
inútil, ya sabe qué valor tienen esos compromisos. Pero no quiere ser agorero,
es una buena señal y alguna vez tendrá que reaccionar. Y está feliz. Lo
peligroso es que Sofía confunda la paciencia con la falta de decisión o la mansedumbre.
«Como se acostumbre…, y se está acostumbrando.» Y la vida gris no es vida. De
eso está seguro Cándido. Y tiene nuevos planes. «Tampoco vayas muy exigente.
Tómatelo con calma, esta noche, de reconciliación, a disfrutar, y de mañana no
pasa que nos pongamos de una vez.»
Como es habitual, recorre las calles aledañas decenas de
veces buscando un hueco donde dejar el coche. Ni lejos ni cerca ni a media
distancia, no hay sitio. «Tampoco hubiera pasado nada si vengo mañana a otra
hora, joder, que me dejo un potosí en gasoil dando vueltas.» Pero se mentía,
estaba ansioso por verla, y hubiera sido capaz de pasarse la noche dando
vueltas. Por fin un hueco a lo lejos y él está el primero. Observa por el
retrovisor los dos coches que le siguen. Esta noche ya son conocidos, se han
cruzado varias veces en el camino repetitivo de la búsqueda. Disfruta pensando en
lo que se les pasará por la mente a los rivales de estacionamiento cuando,
despacio, con calma, se aproxime, se detenga, dé marcha atrás y maniobre lentamente
ante su vista, regodeándose. En cuanto deja el espacio suficiente los dos
competidores pasan bufando por su derecha. «Hala, a joderse.» Un hueco como
este le hace olvidar la hora larga de desesperación y, mientras saca la mochila
del maletero, piensa que el coche podría quedarse ahí para siempre.
Orgulloso de su hazaña, avanza decidido hacia el portal,
saca las llaves, introduce la correspondiente en la cerradura de la cancela,
abre y se atasca con la mochila y el ordenador y la bolsa con ropa y un libro
que no ha tenido más remedio que llevar en la mano. El mismo problema para
entrar en el ascensor. Presiona el botón. Llega. Otra vez se atasca con los
trastos. Llama a la puerta, a él le gusta que Sofía salga a recibirle.
--Hola, amor. –Le besa en los labios--. Vienes muerto de
calor.
--Sí, hace mucho calor. –Con tanto cachivache como lleva encima,
no puede abrazarla. Mira descuidadamente hacia el interior. La mesa sigue con
el mismo montón de ropa, las sillas inutilizables, la tabla de planchar; la
niña, repanchingada en el sofá que tiene para ella sola, liada con el ordenador
en la barriga; un telefilm de policías graciosos en la tele; y el espacio de
trabajo de la mesa que comparte con Sofía, lleno de bártulos--. Y he estado
dando vueltas una hora para dejar el coche.
Cándido entra y saluda a Rita que, como de costumbre, con
los auriculares como una parte más de su cuerpo, ni se da cuenta. Sobre el
eterno montón de ropa de una mesa deposita el libro.
--No pongas ahí eso, que luego no lo quitas y dejas todo
manga por hombro. –Él lo vuelve a sostener en precario equilibrio con la mano
en la que lleva el ordenador y se dirige, dócilmente y a trompicones, al
dormitorio para dejar ordenado lo que trae. Desde allí se oye la conversación.
--Rita, Ritaaaaaaaaaaa.
--Qué, mamá, no me grites.
--Lo siento, cariño, pero quítate alguna vez los cascos, que
no haces caso a nadie y tengo que dar voces ¿Qué quieres que te haga de cena?
Con el ruido que hace al deshacerse de los bultos, pierde
parte del diálogo.
--… No, eso tampoco me gusta.
--Pero si lo has comido siempre, siempre te ha gustado.
--Pues ya no me gusta y no me apetece –sigue gritando la
niña--. Hazme otra cosa…
Cándido no necesita seguir escuchando. Está otra vez en
casa.
Espartinas,
3 de septiembre de 2012
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