La pérdida de la señora McBird
Cuando
la policía derribó la puerta de su departamento en U District, allí, pegado al
sofá, rodeado de oscuridad e iluminado solamente por una televisión
parpadeante, junto a un reguero de basura por el suelo y no muy lejos de un
espejo, una hojilla, una cucharilla y dos pequeñas bolsas de cocaína y heroína
puestas sobre la mesa de la sala, con la jeringa todavía clavada en el brazo, dieron
con el cadáver de mi hijo.
–Mejor
es que no lo vea, señora McBird –me dijo uno de los policías. Y no lo vi.
Me lo
imaginé como un maniquí.
Era el
afónico cantante de una banda de grunge (ese ruido repugnante de Seattle).
¿Cómo se llamaban…? Ah, en fin.
Fue el
20 de abril de 1998. Murió con 27 años.
El 19 recibí
una llamada, pero estaba un poquito borracha:
–¿Señora
McBird?
–¿Sí?
–¿Es
usted la madre de Lewis, cierto?
–Sí,
dígame. ¿Le pasó algo a mi estrellita?
–No
sé. Lo mismo le iba a preguntar yo. Fíjese: no se sabe nada de él desde hace un
tiempo. Estuvo bastante mal últimamente.
–¿Y
quién coño es usted?
Entonces
el teléfono se me cayó al suelo. ¿O fui yo?
No sé
cuántas horas pasaron, pero sabía que no era un sueño. Mi cabeza estaba licuada.
Marqué los tres números.
–Novecientos
once, ¿cuál es su emergencia?
–Señorita,
escuche, llamo porque no sé nada de mi hijo. Nadie lo ha visto en varias
semanas. Tampoco contesta las llamadas. Estoy preocupada, supongo –dije.
–Aguarde
un momento, por favor. No se retire.
Odio
esperar. Debí llamar primero a su abogado, ver cuánto le dejó, si es que estaba
muerto, a su pobre madre, pensé.
–Bien,
disculpe la tardanza, me da por favor sus datos y los de su hijo... y bla, bla,
bla.
Sabía
que moriría joven. Por fin consiguió el modo. Mejor no lo hubiera traído al
mundo, la verdad. Tenerlo fue un dolor de estómago. Desde pequeño tenía esas
ráfagas de euforia, de depresión inexplicable. Vivía aturdido, confuso. Después
vino esa música inmunda. Yo soy más de jazz. Soy una romántica.
–¿Por
qué actúas así, como un loco? –le dije una vez. Tenía once años.
–No
estoy actuando, mamá.
–Eres
débil, como tu padre.
Pero
no lloraba, o lloraba seco, y corría a su cuarto, tiraba la puerta. Varias
madrugadas lo pillé viendo ese frasco asqueroso donde guardaba moscas vivas. El
idiota de mi hijo sólo era bueno para cazar moscas. Es dificilísimo atraparlas.
También decía que tenía alucinaciones. Necedades. Sólo quería llamar la
atención. Algunas veces le escupí la cara, jugando. Él odiaba el olor de la
cerveza. Pero me amaba, estoy segura.
Su
cuerpo estaba descompuesto.
–Yo
diría que desde que nació.
–¿Cómo
dice? –me preguntó el policía.
–Nada.
Olvídelo. ¿Dónde firmo?
Se le
reconoció tras comprobar el registro de su dentadura. El forense dijo que murió
después de inyectarse una mezcla de esa porquería llamada speedball. No le gustaba el alcohol. Como a su padre. En el informe
de la autopsia también se estimó que Lewis murió el 5 de abril, el mismo día
que, según dicen, se mató aquél otro musiquito guapísimo, amigo suyo, Kurt. Una
pérdida. Quería tirármelo: estaba delicioso ese chico. Pero eso fue hace mucho
tiempo. Todo el mundo conoce su historia.
Estarán
juntos en el cielo, aunque seguramente con sus infiernos privados.
Y ya,
así está bien. Denme el dinero, déjenme sola y vayan a escribir su mierda de reportaje. Necesito un trago.
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