lunes, 19 de marzo de 2012

Relato 1-Carlos Castro Rincón


La pérdida de la señora McBird

Cuando la policía derribó la puerta de su departamento en U District, allí, pegado al sofá, rodeado de oscuridad e iluminado solamente por una televisión parpadeante, junto a un reguero de basura por el suelo y no muy lejos de un espejo, una hojilla, una cucharilla y dos pequeñas bolsas de cocaína y heroína puestas sobre la mesa de la sala, con la jeringa todavía clavada en el brazo, dieron con el cadáver de mi hijo.
–Mejor es que no lo vea, señora McBird –me dijo uno de los policías. Y no lo vi.
Me lo imaginé como un maniquí.

Era el afónico cantante de una banda de grunge (ese ruido repugnante de Seattle). ¿Cómo se llamaban…? Ah, en fin.
Fue el 20 de abril de 1998. Murió con 27 años.

El 19 recibí una llamada, pero estaba un poquito borracha:
–¿Señora McBird?
–¿Sí?
–¿Es usted la madre de Lewis, cierto?
–Sí, dígame. ¿Le pasó algo a mi estrellita?
–No sé. Lo mismo le iba a preguntar yo. Fíjese: no se sabe nada de él desde hace un tiempo. Estuvo bastante mal últimamente.
–¿Y quién coño es usted?
Entonces el teléfono se me cayó al suelo. ¿O fui yo?

No sé cuántas horas pasaron, pero sabía que no era un sueño. Mi cabeza estaba licuada. Marqué los tres números.
–Novecientos once, ¿cuál es su emergencia?
–Señorita, escuche, llamo porque no sé nada de mi hijo. Nadie lo ha visto en varias semanas. Tampoco contesta las llamadas. Estoy preocupada, supongo –dije.
–Aguarde un momento, por favor. No se retire.
Odio esperar. Debí llamar primero a su abogado, ver cuánto le dejó, si es que estaba muerto, a su pobre madre, pensé.
–Bien, disculpe la tardanza, me da por favor sus datos y los de su hijo... y bla, bla, bla.

Sabía que moriría joven. Por fin consiguió el modo. Mejor no lo hubiera traído al mundo, la verdad. Tenerlo fue un dolor de estómago. Desde pequeño tenía esas ráfagas de euforia, de depresión inexplicable. Vivía aturdido, confuso. Después vino esa música inmunda. Yo soy más de jazz. Soy una romántica.

–¿Por qué actúas así, como un loco? –le dije una vez. Tenía once años.
–No estoy actuando, mamá.
–Eres débil, como tu padre.
Pero no lloraba, o lloraba seco, y corría a su cuarto, tiraba la puerta. Varias madrugadas lo pillé viendo ese frasco asqueroso donde guardaba moscas vivas. El idiota de mi hijo sólo era bueno para cazar moscas. Es dificilísimo atraparlas. También decía que tenía alucinaciones. Necedades. Sólo quería llamar la atención. Algunas veces le escupí la cara, jugando. Él odiaba el olor de la cerveza. Pero me amaba, estoy segura.

Su cuerpo estaba descompuesto.
–Yo diría que desde que nació.
–¿Cómo dice? –me preguntó el policía.
–Nada. Olvídelo. ¿Dónde firmo?
Se le reconoció tras comprobar el registro de su dentadura. El forense dijo que murió después de inyectarse una mezcla de esa porquería llamada speedball. No le gustaba el alcohol. Como a su padre. En el informe de la autopsia también se estimó que Lewis murió el 5 de abril, el mismo día que, según dicen, se mató aquél otro musiquito guapísimo, amigo suyo, Kurt. Una pérdida. Quería tirármelo: estaba delicioso ese chico. Pero eso fue hace mucho tiempo. Todo el mundo conoce su historia.

Estarán juntos en el cielo, aunque seguramente con sus infiernos privados.

Y ya, así está bien. Denme el dinero, déjenme sola y vayan a escribir su mierda de reportaje. Necesito un trago.

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