martes, 6 de marzo de 2012

Relato 1 de Enrique Morales F




ÚLTIMO FUTURO

El silencio mortecino de la vivienda lo quiebra el estruendoso ruido metálico de la cerradura al abrirse. Alejandro rompe la oscuridad inerte de la casa al abrir la puerta. La cansada sombra de Alejandro se proyecta dura sobre el suelo. El cansancio hace que deje sobre la mesa lo que llevaba: las llaves y su álbum de fotografías. Al cerrar la puerta tras de sí la estancia volvió a quedar a oscuras. Sobre la penumbra palpita la tenue luz roja del contestador automático. Miró alrededor, sin ver. Frente a él, su enmarcada orla de la Escuela de Arte Dramático, promoción del noventa y uno; algunas instantáneas de diversas actuaciones; una caricatura suya, con varita mágica y un sombrero de mago, en carboncillo, con varias firmas y un escueto encabezado: “para un brujito muy especial”. La mirada perdida encontró la centelleante luz del contestador.

Alejandro busca amargamente la botella de whisky. Luego de tener su bebida preparada la toma distraídamente en tragos cortos.

Pulsa el botón del contestador, y éste comenza a reproducir los mensajes guardados.
—Cariño, voy a llegar un poco más tarde de lo previsto, hay muchas pacientes en la consulta, a lo mejor me dicen hoy si es niño o niña. Hay comida en el frigorífico, caliéntala. Hasta luego... papá. Espero que hayas tenido suerte con tu representante. —La voz quedó rematada por un agudo pitido que anunciaba el final de un mensaje y el comienzo de otro nuevo.
—Hola, Alejandro y Luisa, soy Eva; ¡qué pena que nunca te cojo en casa, Alejandro! Tengo una buena noticia... ¡ah, otra cosa, mira, tengo un nuevo “amiguito” y me gustaría que me dijeras qué te parece, qué ves... si crees que podemos llegar a algo... joder, es que estoy muy colada por éste, estoy enamorada hasta los huesos. Ah, hemos pensado en ti para una nuevo papel, llámame y te contaré de qué va. Besitos para Luisa y el bebé.

El contestador concluye con un tono que Alejandro ya no oye. Sonríe irónicamente pensando en que Eva siempre le pregunta sobre sus líos con los hombres y después hace justamente lo contrario de lo que él le aconseja. Toma aire, cierra los ojos y busca en su mente las visiones. El Don. Comenzó a perder la noción de todo lo que le rodeaba. Unas imágenes difusas e incoherentes empezaron a sucederse ante sí, sus oídos empezaron a zumbar, su cuerpo se tambaleó y perdió ligeramente el equilibrio. Todas estas sensaciones son las conocidas. Se dejó llevar, tenía curiosidad.

Las visiones ganaron en viveza y coherencia, quizás demasiada, los sonidos se hicieron ecos. Aparece todo como una sucesión de imágenes en las que él es un simple espectador. Siempre sucedía así.

Un niño de unos nueve años mira asustado y farfulla nervioso.
—Papá, papá, ¿qué te sucede?—.
Alejandro se ve a sí mismo: sostiene una botella de whisky que bebe ansiosamente a tragos. Los dos están sentados alrededor de una mesa, el niño mira temeroso a Alejandro, que sostiene un papel en la mano. Alejandro lee histriónicamente.
—Doña Amadora Castelo Minz Magistrado juez de familia... bla, bla, bla... por lo que resuelvo, teniendo en cuenta los antecedentes de violencia doméstica y alcoholismo, negarle al padre del menor antes citado, hijo único, el derecho de custodia y visita...bla, bla, bla... —al terminar de leer, bebe otro sorbo de whisky y prosigue mientras el rostro se le va cargando de rabia y de odio. —¡Nadie nos va separar nunca, nunca, porque tú me perteneces. Vamos a hacer un maravilloso viaje, juntos, padre e hijo, juntos por siempre!—
Tras decir estas palabras saca torpemente un revolver de su sucia chaqueta.
—¡No te preocupes, adónde vamos ya está mamá, la he llevado yo, allí seremos felices eternamente los tres, Luis!—
Alejandro se ve a sí mismo que apunta el arma al pecho del niño, que se mantiene paralizado, y sin titubear dispara. Un sonoro estruendo lo invade todo. El niño cayó pesadamente sobre la mesa. Alejandro le dedica una mirada llena de ternura y después se encañona la cabeza con el arma y dispara. Se oye nuevamente un fuerte estallido, después de eso, no percibe otra cosa que oscuridad, oscuridad cerrada y silente.

Alejandro horrorizado no puede, no quiere percibir nada más, sintió que la visión continuaba, quizás un poco más, pero se negó a continuar. Estaba confuso y le temblaba cada fibra de su cuerpo.

Se deja caer sobre el sofá. Mil ideas recorren su confusa mente. Nunca antes había sentido una angustia tan opresora como la que pesaba sobre su corazón y su garganta. Casi no puede respirar. Cada latido del corazón le martillea la cabeza, cada aliento se lo arranca al aire de un modo agónico. Piensa en la posibilidad de un error en su percepción. No solía equivocarse. Es más, aunque no lo reconocía en público, nunca se ha equivocado, jamás. El Don, así lo llamaba él. Se esfuerza en recordar las imágenes. Es doloroso. Busca alternativas, busca trampas, busca soluciones. Durante minutos eternos elucubra posibilidades. “No volveré a beber, el alcohol es el culpable”, “me marcharé lejos, al extranjero”, “si no le pongo a mi hijo: Luis, será imposible que se cumpla mi visión” piensa. Pero siente miedo de equivocarse. El sino. Los imponderables. El destino. Decide no arriesgarse a fallar. El fracaso supondría la destrucción de todo lo que ama. Esta visión es extremadamente clara. El Don. Él había aprendido cosas sobre el Don: las visiones más claras ocurrían más prontamente, o bien eran hechos totalmente invariables, imposibles de modificar, aún con esfuerzos ímprobos. Lo fatal. Opta por la solución que irremediablemente hace imposible el cumplimiento de la premonición. Al aceptar esta idea llora un poco, siente pena y fracaso. Él siempre ha pensado que era una buena persona. Un inmejorable marido. Y que sería un magnifico padre, aún guarda su viejo álbum de estampas de la Liga del 72, le faltaba un solo cromo y pensaba buscarlo por todas partes junto a su hijo y que terminara su hijo lo que él empezó. Su hijo debía ser su gran obra, su gran actuación. Su vida pasó ante sus ojos. Hizo balance. Tembloroso se dirige al escribidor y escribe tembloroso un: “Te amo Luisa, te quiero pequeño, nunca lo entenderéis pero lo hago por vosotros”. Sabía que tendría que darse prisa: su esposa no tardaría en llegar. Aceptada la idea, resignado, actua con celeridad, para qué alargar el dolor, el sufrimiento. Busca afanosamente una corbata en el armario coge la primera que ve. Es esa amarilla con perritos que llevan un cartel en la boca que pone “Still loving you”. Regalo de Luisa por su futura paternidad. En el último instante contempla la posibilidad de posponer su suicidio y esperar por lo menos hasta conocer a su hijo. “Sería mucho más doloroso” se dice. Sube a la mesa, hace mecánicamente con la corbata un tosco nudo a la lámpara y la ata a su garganta. Cierra los ojos, suspira, se limpia con el puño de la camisa los mocos y las lágrimas, y da un paso. El paso.

Queda su cuerpo colgado, tambaleándose primero aturdido por el golpe en el cuello, pero después empieza a agitarse, las manos se dirigen autónomas al cuello buscando inútilmente deshacer la agónica trabazón, la respiración se le fue haciendo estertórea. De la garganta salen gemidos guturales, la boca se abre ansiosa buscando aire. Él siente ya los vanos esfuerzos del cuerpo de un modo atenuado, casi como espectador. Pronto dejó de percibir nada más, la oscuridad se adueñó de su mente. Su cuerpo luchó un poco aún.

La vivienda quedó en silencio durante algunos segundos. El teléfono suena. Suena el teléfono varias veces. Entra en funcionamiento el contestador automático que suelta su perorata: “Este es el contestador automático de los Andrade, si desea dejar algún mensaje hágalo después de la señal acústica. Gracias.” Suena el pitido. “Hola cariño soy yo”, es Luisa, su voz suena cantarina y feliz “¡Ya sé lo que es nuestro bebe, ya sé lo que es, me lo han dicho, lo han visto en la ecografía... y no puedo esperar para decírtelo... es...es...niña. Es una niña!”

Un niño de unos nueve años mira asustado y farfulla nervioso
—Papá, papá, ¿qué te sucede?—.
Un hombre corpulento sostiene una botella de whisky que bebe ansiosamente a tragos. Los dos están sentados alrededor de una mesa, el niño miró temeroso al hombre, que sostiene un papel en la mano. El hombre comenzó a leer histriónicamente:
—Doña Amadora Castelo Minz Magistrado juez de familia... bla, bla, bla... por lo que resuelvo, teniendo en cuenta los antecedentes de violencia doméstica y alcoholismo, negarle al padre del menor antes citado, hijo único, el derecho de custodia y visita... bla, bla, bla...— al terminar de leer, bebe otro sorbo de whisky y prosigue mientras el rostro se le va cargando de rabia y de odio —¡Nadie nos va separar nunca, nunca, porque tú me perteneces! ¡Vamos a hacer un maravilloso viaje juntos, padre e hijo, juntos por siempre!—
Tras decir estas palabras sacó torpemente un revolver de su sucia chaqueta.
—¡No te preocupes, adónde vamos ya está mamá, la he llevado yo, allí seremos felices eternamente los tres, Luis!— Apunta el arma al pecho del chico, que se mantiene paralizado, y sin titubear dispara. Un sonoro estruendo lo invade todo. El niño cae pesadamente sobre la mesa. El hombre le dedicó una mirada llena de ternura y después se encañona la cabeza con el arma y dispara. Se oye nuevamente un fuerte estallido, después de eso, no hay otra cosa que oscuridad, oscuridad cerrada y silente.

Transcurridos algunos segundos algunos aplausos lejanos rompieron el silencio, después fueron muchos más. Las candilejas se volvieron a encender y en el escenario apareció saludando al público el reparto junto a la directora y al dramaturgo. Cuando los aplausos y los vítores se habían acallado entre el público, la directora se adelantó un poco.
—¡En esta primera representación de la obra no queremos dejar de recordar a nuestro querido amigo y compañero Alejandro Andrade. Para él pensé en el papel de protagonista que no pudo hacer porque nos quiso dejar hace algún tiempo. Nunca sabremos por qué decidió marcharse pero aún continúa en nuestros corazones. Su viuda y su pequeña hijita tienen todo nuestro apoyo! —Eva, la renombrada directora de teatro, no pudo reprimir una lágrima al dirigir su dedicatoria a la butaca que ocupaba Luisa y su hija.

Todo el público prorrumpió en un unánime e intenso aplauso. Aún triste y emocionada, Luisa, se levantó y saludó, llevaba en brazos a su pequeña hija Alejandra. Ante este estruendo nadie pudo escuchar unos sollozos que partían de la butaca vacía que estaba junto a la de Luisa.




FIN



1 comentario:

  1. La frase: "El niño cayó pesadamente sobre la mesa" está en pasado.

    Pasa igual en: "Su cuerpo luchó un poco aún.
    La vivienda quedó en silencio durante algunos segundos." Y en todo el final.
    No es creíble el final con la directora hablando.

    Pero los intentos de escena dentro de escena son muy interesantes.

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