ÚLTIMO FUTURO
El silencio mortecino de
la vivienda lo quiebra el estruendoso ruido metálico de la cerradura
al abrirse. Alejandro rompe la oscuridad inerte de la casa al abrir
la puerta. La cansada sombra de Alejandro se proyecta dura sobre el
suelo. El cansancio hace que deje sobre la mesa lo que llevaba: las
llaves y su álbum de fotografías. Al cerrar la puerta tras de sí
la estancia volvió a quedar a oscuras. Sobre la penumbra palpita la
tenue luz roja del contestador automático. Miró alrededor, sin ver.
Frente a él, su enmarcada orla de la Escuela de Arte Dramático,
promoción del noventa y uno; algunas instantáneas de diversas
actuaciones; una caricatura suya, con varita mágica y un sombrero de
mago, en carboncillo, con varias firmas y un escueto encabezado:
“para un brujito muy especial”. La mirada perdida encontró la
centelleante luz del contestador.
Alejandro
busca amargamente la botella de whisky. Luego de tener su bebida
preparada la toma distraídamente en tragos cortos.
Pulsa el
botón del contestador, y éste comenza a reproducir los mensajes
guardados.
—Cariño, voy a llegar
un poco más tarde de lo previsto, hay muchas pacientes en la
consulta, a lo mejor me dicen hoy si es niño o niña. Hay comida en
el frigorífico, caliéntala. Hasta luego... papá. Espero que hayas
tenido suerte con tu representante. —La voz quedó rematada por un
agudo pitido que anunciaba el final de un mensaje y el comienzo de
otro nuevo.
—Hola, Alejandro y
Luisa, soy Eva; ¡qué pena que nunca te cojo en casa, Alejandro!
Tengo una buena noticia... ¡ah, otra cosa, mira, tengo un nuevo
“amiguito” y me gustaría que me dijeras qué te parece, qué
ves... si crees que podemos llegar a algo... joder, es que estoy muy
colada por éste, estoy enamorada hasta los huesos. Ah, hemos pensado
en ti para una nuevo papel, llámame y te contaré de qué va.
Besitos para Luisa y el bebé.
El contestador
concluye con un tono que Alejandro ya no oye. Sonríe irónicamente
pensando en que Eva siempre le pregunta sobre sus líos con los
hombres y después hace justamente lo contrario de lo que él le
aconseja. Toma aire, cierra los ojos y busca en su mente las
visiones. El Don. Comenzó a perder la noción de todo lo que le
rodeaba. Unas imágenes difusas e incoherentes empezaron a sucederse
ante sí, sus oídos empezaron a zumbar, su cuerpo se tambaleó y
perdió ligeramente el equilibrio. Todas estas sensaciones son las
conocidas. Se dejó llevar, tenía curiosidad.
Las visiones
ganaron en viveza y coherencia, quizás demasiada, los sonidos se
hicieron ecos. Aparece todo como una sucesión de imágenes en las
que él es un simple espectador. Siempre sucedía así.
Un niño de
unos nueve años mira asustado y farfulla nervioso.
—Papá, papá, ¿qué
te sucede?—.
Alejandro se ve
a sí mismo: sostiene una botella de whisky que bebe ansiosamente a
tragos. Los dos están sentados alrededor de una mesa, el niño mira
temeroso a Alejandro, que sostiene un papel en la mano. Alejandro lee
histriónicamente.
—Doña Amadora Castelo
Minz Magistrado juez de familia... bla, bla, bla... por lo que
resuelvo, teniendo en cuenta los antecedentes de violencia doméstica
y alcoholismo, negarle al padre del menor antes citado, hijo único,
el derecho de custodia y visita...bla, bla, bla... —al terminar de
leer, bebe otro sorbo de whisky y prosigue mientras el rostro se le
va cargando de rabia y de odio. —¡Nadie nos va separar nunca,
nunca, porque tú me perteneces. Vamos a hacer un maravilloso viaje,
juntos, padre e hijo, juntos por siempre!—
Tras decir estas
palabras saca torpemente un revolver de su sucia chaqueta.
—¡No te preocupes,
adónde vamos ya está mamá, la he llevado yo, allí seremos felices
eternamente los tres, Luis!—
Alejandro se ve
a sí mismo que apunta el arma al pecho del niño, que se mantiene
paralizado, y sin titubear dispara. Un sonoro estruendo lo invade
todo. El niño cayó pesadamente sobre la mesa. Alejandro le dedica
una mirada llena de ternura y después se encañona la cabeza con el
arma y dispara. Se oye nuevamente un fuerte estallido, después de
eso, no percibe otra cosa que oscuridad, oscuridad cerrada y
silente.
Alejandro
horrorizado no puede, no quiere percibir nada más, sintió que la
visión continuaba, quizás un poco más, pero se negó a continuar.
Estaba confuso y le temblaba cada fibra de su cuerpo.
Se deja caer sobre el
sofá. Mil ideas recorren su confusa mente. Nunca antes había
sentido una angustia tan opresora como la que pesaba sobre su corazón
y su garganta. Casi no puede respirar. Cada latido del corazón le
martillea la cabeza, cada aliento se lo arranca al aire de un modo
agónico. Piensa en la posibilidad de un error en su percepción. No
solía equivocarse. Es más, aunque no lo reconocía en público,
nunca se ha equivocado, jamás. El Don, así lo llamaba él. Se
esfuerza en recordar las imágenes. Es doloroso. Busca alternativas,
busca trampas, busca soluciones. Durante minutos eternos elucubra
posibilidades. “No volveré a beber, el alcohol es el culpable”,
“me marcharé lejos, al extranjero”, “si no le pongo a mi hijo:
Luis, será imposible que se cumpla mi visión” piensa. Pero siente
miedo de equivocarse. El sino. Los imponderables. El destino. Decide
no arriesgarse a fallar. El fracaso supondría la destrucción de
todo lo que ama. Esta visión es extremadamente clara. El Don. Él
había aprendido cosas sobre el Don: las visiones más claras
ocurrían más prontamente, o bien eran hechos totalmente
invariables, imposibles de modificar, aún con esfuerzos ímprobos.
Lo fatal. Opta por la solución que irremediablemente hace imposible
el cumplimiento de la premonición. Al aceptar esta idea llora un
poco, siente pena y fracaso. Él siempre ha pensado que era una buena
persona. Un inmejorable marido. Y que sería un magnifico padre, aún
guarda su viejo álbum de estampas de la Liga del 72, le faltaba un
solo cromo y pensaba buscarlo por todas partes junto a su hijo y que
terminara su hijo lo que él empezó. Su hijo debía ser su gran
obra, su gran actuación. Su vida pasó ante sus ojos. Hizo balance.
Tembloroso se dirige al escribidor y escribe tembloroso un: “Te amo
Luisa, te quiero pequeño, nunca lo entenderéis pero lo hago por
vosotros”. Sabía que tendría que darse prisa: su esposa no
tardaría en llegar. Aceptada la idea, resignado, actua con
celeridad, para qué alargar el dolor, el sufrimiento. Busca
afanosamente una corbata en el armario coge la primera que ve. Es esa
amarilla con perritos que llevan un cartel en la boca que pone “Still
loving you”. Regalo de Luisa por su futura paternidad. En el último
instante contempla la posibilidad de posponer su suicidio y esperar
por lo menos hasta conocer a su hijo. “Sería mucho más doloroso”
se dice. Sube a la mesa, hace mecánicamente con la corbata un tosco
nudo a la lámpara y la ata a su garganta. Cierra los ojos, suspira,
se limpia con el puño de la camisa los mocos y las lágrimas, y da
un paso. El paso.
Queda su cuerpo colgado,
tambaleándose primero aturdido por el golpe en el cuello, pero
después empieza a agitarse, las manos se dirigen autónomas al
cuello buscando inútilmente deshacer la agónica trabazón, la
respiración se le fue haciendo estertórea. De la garganta salen
gemidos guturales, la boca se abre ansiosa buscando aire. Él siente
ya los vanos esfuerzos del cuerpo de un modo atenuado, casi como
espectador. Pronto dejó de percibir nada más, la oscuridad se
adueñó de su mente. Su cuerpo luchó un poco aún.
La vivienda quedó en
silencio durante algunos segundos. El teléfono suena. Suena el
teléfono varias veces. Entra en funcionamiento el contestador
automático que suelta su perorata: “Este es el contestador
automático de los Andrade, si desea dejar algún mensaje hágalo
después de la señal acústica. Gracias.” Suena el pitido. “Hola
cariño soy yo”, es Luisa, su voz suena cantarina y feliz “¡Ya
sé lo que es nuestro bebe, ya sé lo que es, me lo han dicho, lo han
visto en la ecografía... y no puedo esperar para decírtelo...
es...es...niña. Es una niña!”
Un niño de
unos nueve años mira asustado y farfulla nervioso
—Papá, papá, ¿qué
te sucede?—.
Un hombre
corpulento sostiene una botella de whisky que bebe ansiosamente a
tragos. Los dos están sentados alrededor de una mesa, el niño miró
temeroso al hombre, que sostiene un papel en la mano. El hombre
comenzó a leer histriónicamente:
—Doña Amadora Castelo
Minz Magistrado juez de familia... bla, bla, bla... por lo que
resuelvo, teniendo en cuenta los antecedentes de violencia doméstica
y alcoholismo, negarle al padre del menor antes citado, hijo único,
el derecho de custodia y visita... bla, bla, bla...— al terminar de
leer, bebe otro sorbo de whisky y prosigue mientras el rostro se le
va cargando de rabia y de odio —¡Nadie nos va separar nunca,
nunca, porque tú me perteneces! ¡Vamos a hacer un maravilloso viaje
juntos, padre e hijo, juntos por siempre!—
Tras decir estas
palabras sacó torpemente un revolver de su sucia chaqueta.
—¡No te preocupes,
adónde vamos ya está mamá, la he llevado yo, allí seremos felices
eternamente los tres, Luis!— Apunta el arma al pecho del chico, que
se mantiene paralizado, y sin titubear dispara. Un sonoro estruendo
lo invade todo. El niño cae pesadamente sobre la mesa. El hombre le
dedicó una mirada llena de ternura y después se encañona la cabeza
con el arma y dispara. Se oye nuevamente un fuerte estallido, después
de eso, no hay otra cosa que oscuridad, oscuridad cerrada y silente.
Transcurridos algunos
segundos algunos aplausos lejanos rompieron el silencio, después
fueron muchos más. Las candilejas se volvieron a encender y en el
escenario apareció saludando al público el reparto junto a la
directora y al dramaturgo. Cuando los aplausos y los vítores se
habían acallado entre el público, la directora se adelantó un
poco.
—¡En esta primera
representación de la obra no queremos dejar de recordar a nuestro
querido amigo y compañero Alejandro Andrade. Para él pensé en el
papel de protagonista que no pudo hacer porque nos quiso dejar hace
algún tiempo. Nunca sabremos por qué decidió marcharse pero aún
continúa en nuestros corazones. Su viuda y su pequeña hijita tienen
todo nuestro apoyo! —Eva, la renombrada directora de teatro, no
pudo reprimir una lágrima al dirigir su dedicatoria a la butaca que
ocupaba Luisa y su hija.
Todo el público
prorrumpió en un unánime e intenso aplauso. Aún triste y
emocionada, Luisa, se levantó y saludó, llevaba en brazos a su
pequeña hija Alejandra. Ante este estruendo nadie pudo escuchar unos
sollozos que partían de la butaca vacía que estaba junto a la de
Luisa.
FIN
La frase: "El niño cayó pesadamente sobre la mesa" está en pasado.
ResponderEliminarPasa igual en: "Su cuerpo luchó un poco aún.
La vivienda quedó en silencio durante algunos segundos." Y en todo el final.
No es creíble el final con la directora hablando.
Pero los intentos de escena dentro de escena son muy interesantes.