jueves, 22 de marzo de 2012

Relato: Rosa Estrada

CURRO TROTA, UN HOMBRE IMPASIBLE

No sé exactamente cuándo llegó Curro a nuestras vidas, pero debía ser yo muy pequeña,

pues lo recuerdo siempre viviendo con nosotros, y para mí sería imposible acordarme de

la parcela y olvidarme de él. Se llamaba Francisco Hernández, y del segundo apellido no

me acuerdo, pero sí de su apodo, lo llamaban “Curro Trota”

En los primeros años de vivir en la parcela, mi padre se iba por quincenas al Valle

del Pomagón, que aunque estaba relativamente cerca, hoy con los medios de

desplazamiento se llega en quince minutos. Se tenía que quedar allí. Unas veces iba para

la siembra del maíz y otras para la cosecha.Por ese motivo tuvo que buscar un hombre de

confianza para que se quedara con nosotros en el campo, pues no le gustaba dejar a mi

madre sola conmigo y mis hermanos que aún éramos unos bebés. Preguntó en Llaucán

y lo llevaron hasta él, y no había podido encontrar a una persona mejor. Era conocido de

todo el mundo y acostumbrado a trabajar por los cortijos. Mi padre lo empleó por un

sueldo mínimo y la comida y mi madre se encargaba de cuidarle la ropa.

Pero, lo que pasó después, fue, que como a mis padres no les “alcanzaba nunca la soga

al pozo”, creo que Curro Trota percibió muy pocas veces su paga, sin embargo, él en vez

de irse se quedó con nosotros. Lo cierto es que nos cogió mucho cariño, y nosotros a él

también, y formó parte de nuestra familia por más de quince años.

Yo no podría acordarme de mi infancia y olvidar a Curro. Era soltero y de cierta edad, y

tenía una estatura baja, con unas gafas redondas, con mucho aumento que parecían

culos de botellas. Cuando se las quitaba para limpiarlas, nosotros nos reíamos de él, sin

ninguna clases de disimulos, pues estaba feísimo sin ellas. Mi madre nos solìa reñir, pues

éramos unos diablos, por lo que estábamos siempre alerta esperando que se las quitara.

A veces cuando se echaba la siesta, se las quitaba uno de mis hermanos, en seguida se

despertaba y se enfadaba mucho.

Otra cosa, que mis padres no querían era la de no tutearlo, pero en nosotros no había

lugar para formalismos, y lo mismo pasó con nuestros padres, pues aquella era una

época en que todos los hijos trataban a sus padres de usted, pero en nuestro caso no

fue así, es más a mi padre no le gustaba. Sin embargo, ellos sí trataban a Curro de usted

y con mucho respeto por cierto, ya que así era él. Tenía mucha educación y era un

hombre de pocas palabras, pues hablaba lo preciso, como si le costara trabajo y nunca le

escuchamos decir una palabra mal sonante mientras vivió con nosotros.

Tenía un aspecto tranquilo y yo no sé a qué venía el mote que tenía, pues yo nunca lo vi

trotar ni siquiera andar ligero. Seguramente se lo pondrían a modo de paradoja. Hasta

cuando se enfadaba con alguno de mis hermanos, él no se movía, si los tenía a mano les

daba un tirón de orejas y otras veces una repelusa, pero si no les tiraba un pitillo, o algo

que tuviera a mano. Tenía más paciencia que un santo. A los niños les gustaban sus

cigarros, se los quitaban y se los fumaban a escondidas. Fumaba Ducales y siempre tenía

un paquete encima. Yo recuerdo que algunas veces canturreaba una cancioncilla que

decía:

-
“ Unos fuman los ducales , otros fuman calderilla, los que no fuman los ducales es

que no tienen cartilla”.

No sabíamos lo que quería decir exactamente con esa canción, a lo mejor ni él mismo lo

sabía, aunque de haberlo sabido, hubiera sido igual pues nunca nos explicaba nada.

A mí, al igual que a mis hermanas ( Olga y María) nos quería mucho, será porque al ser

niñas, no le parecíamos tan traviesas como los demás, y también porque nosotras no le

quitábamos el tabaco.

Aunque también recuerdo un día haber sido compinche de mis hermanos en el robo de un

cigarro y nos lo fumamos alrededor de una candela que encendimos, mientras

apostábamos a quien echaba más humo por la nariz, yo logré hacerlo también, pero me

entró una tos que me quitaron las ganas de fumar en lo sucesivo y volver a realizar

travesuras de esa naturaleza.

Con Curro, nos íbamos a pescar al río, pero cuando llegábamos allí, él se apartaba de

nosotros, porque decía que nosotros espantábamos a los peces con nuestras voces y que

no picaba ninguno.

Nosotros , cogíamos unos cuantos, nos burlábamos un poco de él, quien todavía no se

había estrenado. Pero como él era tan impasible, se quedaba allí solo, nunca tenía prisa,

aunque a lo mejor era eso lo que quería para librarse de nosotros un rato. Después, al

cabo de una hora o dos, aparecía muy contento con un pescado muy grande. Nos

refregaba el pescado por la cara y solía decir:

-Poco pesco , pero el que pesco lo pesco.

Esto era una especie de trabalenguas, y cuando le preguntábamos en qué parte del río lo

había pescado, él siempre decía:

-Allá en el río.

De vez en cuando acostumbraba a ensillar (aparejar) el burro y se llevaba por ahí dos o

tres días , y otros volvía en el mismo día, pero siempre traía algo, como arvejas

( guisantes), naranjas, limones , limas, etc.

Yo creo que era un hombre solitario al que le gustaba la libertad, y de vez en cuando nos

evadía para estar tranquilo. Cuando le veíamos ensillar el animal ( aparejar) siempre le

hacíamos la misma pregunta:

-Curro, ¿a dónde vas?

Y el contestaba siempre lo mismo.

-Voy allá.
.

Cuando regresaba, por decirle algo y también por curiosidad volvíamos a preguntar:

-
Curro, ¿De dónde vienes?

Y la respuesta ya la sabíamos:

-Vengo de allí.

Ni qué decir tiene que cogíamos con él unos mosqueos tremendos, pues no había

manera de sacarle nada..Con este hombre hubiera hecho falta un sacacorchos para

sacarle una palabra, era desesperante. Así que un día decidimos seguirlo. Èl iba subido

en su burro, - que era más lento que él-, y mientras caminaba por el camino, nosotros lo

seguíamos en silencio por la parte de adentro, escondidos detrás de las zarzamoras.

Cuando el camino se terminó, y llegamos al Descansadero, cerca del vado del río,

tuvimos que andar con más cuidado, porque había menos sitio para escondernos, pero

conseguimos seguirlo hasta llegar al Cerro del Mashcón. Una vez allí él desensilló al

burro y se disponía a tenderse debajo de un eucalipto, y de pronto, salimos de nuestro

escondite y le dimos una sorpresa. Le fastidiamos la siesta y tuvo que volverse de vuelta

hasta la casa con nosotros.

El pobre Curro, no podía librarse nunca de aquellos chiquillos pesados que todos éramos.

Hace unos años, y no muchos vi por primera vez la película “Las aventuras y desventuras

de Jeremiah Johnson”, dirigida e interpretada por Robert Redford, y el personaje al que da

vida, es un calco de la personalidad que tenía Curro; sólo que Robert Redford es más

apuesto que él e iba montado en un caballo y no en un burro.

Un día, haciendo un esfuerzo muy grande, nos dijo que nos iba a decir una adivinanza.

Esto era una novedad:

¡ Curro hablando dos o tres palabras seguidas! .Así que mientras lo escuchábamos, nos

dijo: Haber si acertáis esto:

-
Crudo no se come, y guisado se tira.

Nos tuvo todo el día detrás de él. Nosotros le decíamos:

- Anda Curro, dinos ya lo que es, que estamos aburridos de tanto pensar.

Se notaba que aquel día estaba inspirado y de buen humor y tenía ganas de niños. Y

después de mucho apretarle las clavijas, nos dijo que la solución estaba en “el

laurel”.Pero días como ese se repetían muy pocas veces.

Nunca tenía prisa para nada, ni siquiera el día que tocaba comer una tostada. Nosotros,

hacíamos la nuestra en un momento, aunque saliera chamuscada, y empezábamos a

comer y todavía la de él no había empezado ni a dorarse. La pinchaba en una vara de un

metro de longitud por lo menos, la ponía alejada de la ceniza de la candela y tardaba en

tostarla media hora. Luego, nos la enseñaba para chulearnos un poquito y nos decía:

-Esta si que está buena.

Y para oírlo un poco, porque si no, no le escuchábamos la voz, le decíamos:

-Curro, dame un pedacito de la tuya
.

Y él sin inmutarse, con la cabeza nos decía que no. Era un caso el bueno de Curro.

En una ocasión que llegó bebido, después de dos o tres días por ahí, se lastimó la

clavícula al desmontar del burro, y mi padre lo llevó a Bambamarca para curarlo –

También nos llevó mi padre a mis hermanas y a mí en otra ocasión – a casa de una mujer

curandera que arreglaba los huesos, y cuando volvieron, mi padre nos refirió admirado lo

duro que fue mientras aquella mujer le ponía los huesos bien. Todo aquel proceso era

doloroso, con un pañuelo metido en la boca dando un mordisco para aguantar el dolor;

esta experiencia lo conocíamos mi hermana y yo. También se clavó una vez un anzuelo

mientras pescaba, y en esta ocasión, el practicante del pueblo le abrió, le sacó el anzuelo

y le puso puntos de sutura en el dedo. Tampoco esta vez se inmutó. Era un hombre tan

duro, que parecía estar hecho de un material diferente al de las demás personas. Pero

comentó mientras lo curaban:

-Si lo sé, no vengo.

Cuando pasaron los años,llegó a cobrar su pensión de jubilado; y para entonces, él

estaba mejor de dinero que nosotros, ya que mientras mi padre dependía de la

inestabilidad del campo, Curro, cobraba todos los meses y siempre tenía dinerillo, porque

además estaba en casa con ,los gastos cubiertos. Alguna vez, mi padre le pidió un

préstamo, pero había que devolvérselo religiosamente, pues si no, para otra vez no

prestaba nada. Èl solía decir, con su acostumbrada parquedad de palabras:

- Me gusta que me paguen
.

Con lo cual, a primeros de cada mes, ensillaba su burro e iba a Bambamarca para cobrar

y siempre que yo podía, lo acompañaba. Èl solía decirme :

- Si vienes conmigo te compraré algo.

Me subía en el burro detrás de él, como si se tratara del abuelo que nunca conocí y

recuerdo lo contentos que íbamos los dos por el camino de Bambamarca; hasta

canturreaba algo, y mira que eso era difícil en aquel hombre, pero yo sí escuché cantar

alguna que otra vez a Curro. Un día de cobro, me sorprendió con un regalo más

importante que los que me había hecho anteriormente, y compró un transistor de pilas, la

cual fue la primera radio que tuvimos en casa. Como no había electricidad, no tuvimos

ningún aparato de radio hasta ese día, y eso fue una novedad para todos, pues lo

poníamos por las noches encima de la mesa, y allí estábamos toda la familia escuchando

lo que emitían en aquella época..También, cuando cogíamos frijoles, mi madre y yo, la

poníamos en un tronco y podíamos seguir aquellas radionovelas que todo el mundo

escuchaba en ese entonces, las cuales estaban en todo su apogeo, y recuerdo

perfectamente algunos títulos y hasta el nombre de muchos autores y protagonistas de

aquellos seriales radiofónicos. Lo malo era, que acababa con las pilas en un santiamén,

sobretodo cuando lo poníamos al aire libre, en la época de la cosecha de papas.

Cuando Curro, ya tuvo cierta edad, mi madre que le cuidaba su ropa, vio algo que no le

gustó – lo mismo en su cama que en la ropa interior y lo habló con mi padre. A ellos, les

costó bastante trabajo tener que hablar con él, pues sabían de antemano que iban a tener

una negativa por su parte. Lo que ellos le dijeron fue que tenía que ir al médico, y él se

negaba una y otra vez. No hay que olvidar, que ni siquiera nosotros teníamos por aquel

entonces seguridad social, pero él sí, y no quería hacer uso de ella. Costó muchos días

convencerlo, pero al final no tuvo más remedio que hacerlo. Así que un día ensilló su

borrico y cogió sus escasas pertenencias y se fue medio enfadado con todos. Aún parece

que lo estoy viendo, subido en el animal, bajando por la senda que iba desde el pozo

hasta el enganche de la valla que había en el camino, y torció hacia la izquierda para

coger el camino de Bambamarca. Esta vez, todos sabíamos que quizás no volvería más

por allí, pues no era igual que aquellas veces en las que se iba y luego regresaba.

Nosotros lo seguíamos todos con la mirada muy triste.

Curro se fue a casa de su hermano, el cual le llevó al médico, y efectivamente, tenía una

enfermedad incurable en la próstata. Mis padres no se equivocaron. Fuimos a verlo a

Bambamarca, varias veces, hasta que por fin tuvo que ser ingresado en el antiguo

Hospital Regional de Cajamarca. Como no volvía a Bambamarca, fui yo la encargada de

visitarlo a dicho hospital, debido a que en aquella época – tenía 16 años- era la más

adecuada para hacerlo porque era la mayor de las mujeres y demás. Debido a las

temporadas que pasaba en la casa de mis tías y primas , yo me desenvolvía muy bien por

todas partes.

Así que cuando llegué al hospital, no se encontraba en su habitación, y tuve que buscarlo

por los diferentes patios de dicho edificio – actualmente – reformado y convertido en La

municipalidad de Cajamarca – y al final lo vi, a lo lejos. Yo le hacía señas con el brazo,

pero como era corto de vista no me vio hasta que estuve a dos o tres pasos de él. Esa

corta distancia que nos separaba, la hizo corriendo y esa, quizás, fue la única vez que lo

vi correr y hacer honor a su apodo. Me dio un abrazo que por poco me parte en dos y

aquello fue para aquel hombre como si hubiera visto al mismísimo Dios. En el corto rato

que estuve allí con él, no me soltó en ningún momento del brazo y nos pasamos todo el

tiempo buscando a sus conocidos y compañeros de habitación a los cuales les decía

cuando los encontraba:

- ¡Esta es mi niña y ha venido a verme!

Todo el mundo me saludaba sin preguntar qué parentesco me unía a él, con lo cual, yo

intuí que él les había hablado de nosotros. Tuve que irme pronto, porque el personal del

hospital dijo que las visitas habían terminado, y que aquella vez fue la última que vi a

Curro Trota. Aquella tarde, yo no podía imaginarme que algún día, viviría a menos de

quinientos metros de allí; ni tampoco pude darme cuenta, en su verdadera dimensión, que

aquella fue la última gran alegría que se llevó el bueno de Curro para el otro mundo. Con

esa edad que yo tenía entonces, cuando la vida te sonríe y te parece que el mundo está a

tus pies, no vemos estas cosas con la claridad que las vemos en la madurez de nuestra

vida. Es como si cuando somos jóvenes, no tuviéramos tiempo para esas “pequeñeces”.

Aunque la verdad, es que Curro fue algo tan nuestro, que mucha gente pensaba que era

nuestro abuelo de verdad, y sé muy bien que él hubiera querido morir con nosotros. Sin

embargo, eso no hubiera podido ser de ninguna manera, ya que en el campo, no había

proporciones para cuidar a un hombre con semejante enfermedad, y a cerca de catorce

kilómetros del pueblo más cercano, y sin medios de desplazamiento rápido ni teléfono.

Después de la desaparición de Curro, nada fue igual, aunque pasaron dos o tres

personas por allí, antes y después de su muerte, y me acuerdo que alguna vez se enceló

con alguno de ellos. Tal fueron las veces que se dejó caer por la parcela un tal “Saleri” del

cual ni siquiera sé su nombre de pila. Lo que sí recuerdo, como si lo tuviera delante, es

cómo era: se trataba de un hombre pequeño y delgado, pero con una voz tan rara, que no

parecía que saliera de aquel ser tan insignificante. La voz de aquel hombre era algo muy

parecido a la bocina de la “Tani”- aquella especie de furgoneta-taxi que teníamos en el

pueblo, y que servía de enlace con Bambamarca y la estación de ferrocarril de

Hualgayoc- y cada vez que hablaba, y hablaba mucho, hacía daño a los oídos. A mi

padre, este hombre le hacía mucha gracia, y a lo mejor por este detalle a Curro le caía

mal, pues yo creo que pensaba que siempre se iba a quedar con nosotros allí, pero la

verdad es que “Saleri” siempre se iba y Curro se quedaba con nosotros, ¡y menos mal

que se iba! Pues era mareante, nada que ver con la persona de Curro, tan reposado y

que transmitía tranquilidad. Recuerdo aquella mirada de Curro, mientras el otro hablaba, y

él comentaba en voz baja:

-
Éste habla más de la cuenta.

Mi madre decía que a “Saleri”le sobraban las palabras y que a Curro le faltaban.En una de

aquellas visitas que Saleri nos hizo, se presentó con una mujer delgada como él, y según

nos dijo, se acababan de casar en el pueblo e iban por las casas y cortijos en viaje de novios.

En la parcela estuvieron una semana, él ayudaba en lo que podía del campo y ella le

ayudaba a mi madre en las tareas de la casa. En aquella época, era yo todavía pequeña,

pero recuerdo cómo le ayudaba a remendar calcetines a mi madre, aunque lo hacía tan

mal, que ella la obligaba a hacerlo de nuevo, pues no le daba bien la forma al talón.

Después de una semana, el día de su marcha, se les preparó algo de comida para que

pudieran aguantar hasta llegar a otra casa o cortijo.

Recuerdo muy bien la cara que ponía la pobre de mi madre cuando mi padre se

presentaba allí con alguien. Como sucedió aquel día que regresó por la tarde, después de

vender en la Isla. Mientras mi padre daba la vuelta para entrar por el enganche, entró un

hombre en la parcela por un portillo que estaba enfrente de la choza, por la cual todos

salíamos y entrábamos y por el que había que agacharse. Pues por dicho portillo, entró

aquel hombre que no conocíamos y que venía descalzo, con un pantalón cortado por las

rodillas y desnudo de cintura para arriba. Mi madre se llevó un sobresalto al verlo, y

aguantó como pudo hasta que llegó mi padre y le preguntó:

-
José, ¿quién es ese hombre?

Mi padre le dijo:

-
Este es Villlaba. Estaba en el Sinchao sin trabajo y como todos los días que voy allí me

ayuda a descargar, hoy lo he traído para acá, para que coma. Donde comen diez, pueden

comer once.
Mi madre se callaba, pero parece que estoy viendo la mirada que le echaba

a mi padre, cada vez que aparecía por allí con alguien. El tal Villalba-se llamaba Juan,

pero como era de ese pueblo de Hualgayoc, le llamaban así en la Isla- se quedó en la

parcela dos o tres meses y volvió en otras ocasiones. Ayudaba el pobre en todo, se

notaba que el hombre tenía voluntad y ganas de trabajar.

Recuerdo que, el día que llegó, lo primero que hizo mi madre, antes de sentarlo a la mesa

a comer con nosotros, fue a buscarle unos pantalones y una camisa de mi padre, pues en

aquella época no era muy normal ver a un hombre en paños menores. El día que se fue,

le buscó una maleta vieja que había por allí y le metió dentro alguna ropa, y mi padre le

dio algún dinero. Juan Villalba volvió muchas veces por la parcela, y siempre se quedaba

una temporada, hasta que dejó de venir en mucho tiempo y mi padre preguntó por él, y le

contaron que había muerto. Recuerdo que eraba buena persona, pero llevaba muy mala

vida y no se cuidaba nada. Pero para estas fechas, ya había muerto Curro y me parece

que nunca coincidió con él; si así hubiera sido, seguramente se hubiera encelado, aunque

pienso que no tenía motivos, pues él fue el único con el que nosotros nos sentíamos a

gusto y relajados, y sobre todo mi madre, pues al ser un hombre tan prudente y callado,

se identificaba con él y además era conocido de Llaucán, su pueblo. Ella, como

mujer era más desconfiada que mi padre y siempre que alguien se marchaba decía:

-
José, a ver si te dejas ya de traer por aquí a todo desamparado que encuentres por

ahí,que nosotros tenemos que dar de comer a ocho niños.

Pero con mi padre, en ese aspecto no se podía hacer nada y volvía a caer siempre en lo

mismo, pues él era así y se acordaba de todas las personas que tenían las “ollas boca

abajo”. Esta frase era típica de él.

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