miércoles, 21 de marzo de 2012

-Relato 1 de Carmen Rodríguez Pérez

La barba

Isabel no para de repetírselo a la joven histérica que hay al otro lado del teléfono.

- Perdone señorita, pero esto no es una barbería - vuelve los ojos cansada por la insistencia. Busca otra razón para no cumplir con lo que se le pide. - Por la barba tan larga y cuidada se ve que lleva tiempo dejándosela a propósito. ¿No cree que sería buena idea que en la ceremonia de mañana se muestre con ella? - Isabel espera a que la joven suelte tres gritos a los que no presta mucha atención. - Pero, ¿quién sabe? Quizás ni siquiera sus familiares lo reconozcan sin barba. ¿No será mejor dejársela?

Siente una incómoda presión en el pecho. Despreocupada por lo que la chica alterada tiene que decir se toca el pecho por encima de la bata, pero no consigue encontrar la molestia. Así que se pasa la mano por el cuello y la intenta meter por la ropa. Lleva un chaleco muy ajustado y al verse en la dificultad de llegar al sujetador se encorva y levanta un poco la pierna. Al fin encuentra el problema. Un aro se ha salido y lleva un buen rato clavándoselo. Intenta hacer que vuelva adentro, pero se ve en la necesidad de utilizar la otra mano que sujeta el auricular. Para ello decide terminar la conversación.

- Está bien. Intentaré hacer lo que pueda con la barba de su novio. La espero mañana antes de que usted vaya a la iglesia. A esa hora no creo haya clientes. Buenas tardes.

Libera su mano del teléfono y la pasa por debajo del chaleco para ajustar el aro a la costura. Ya no puede hacer nada más. Acaba de usar todo tipo de argumentos para evitar tener que afeitarle la barba. No tiene ni idea de cómo lo va a hacer. Sabe de cortes, de algunos químicos, de arreglos, de maquillaje, pero no de afeitar una barba. No recuerda que enseñaran durante su formación a afeitar una barba y por supuesto nunca ha tenido que hacerlo puesto que las mujeres no lo necesitan. A excepción de algunas, claro, pero en ella desde luego no se da el caso.

Al reunirse con el hombre de la barba el primer vistazo que echa es al carrito. Se pregunta qué tiene que usar. Algo afilado, está claro. Observa que apenas tiene instrumentos afilados con los que afeitar. Pueden cortar, sí, pero no los ve lo suficientemente manejables para esta tarea. Poco ergonómicos. Además necesita espuma de afeitar, con lo que la necesidad aumenta y decide ir al supermercado a hacer la compra.

- Vas a tener que esperar un rato. Necesito ir un momento al supermercado. No te vayas a mover de aquí, ¿vale? - Isabel se quita la bata, la cuelga en el perchero y sale por la puerta trasera.

Se encuentra en un callejón en el que, por falta de sol, la iluminación es bastante pobre. El callejón da a una calle. Los edificios son muy altos por aquí y las calles muy estrechas, por lo que también se ven bastante oscuras. Una vez en la avenida se da cuenta de lo fuerte que da el sol a pesar de estar atardeciendo. Echa en falta sus gafas de sol. Las sacaría de su bolso si no fuese porque se ha olvidado el bolso también. ¿Cómo va a pagar si no? Pues nada, a hacer el camino de vuelta para luego volver al mismo sitio. Isabel camina a desgana. Parece que todo se vuelve en contra para que no tenga que afeitar la barba. Por mucho que la histérica esa diga, está mucho mejor con la barba. Al llegar a la puerta trasera la cruza y ve al hombre de la barba aún allí, tan impasible.

- He tenido que volver a por el bolso. Vuelvo enseguida - levanta la bata del perchero y descuelga su bolso. Vuelve a dejar la bata en su sitio.

Tras hacer el mismo paseo se encuentra en la avenida. Se para. Busca sus gafas de sol en el bolso y se las coloca. Prosigue la marcha. Sólo tiene que cruzar y ya está en el supermercado. De nuevo esa molesta punzada. Volvería a colocarse el aro si no fuera porque está rodeada de gente. Da unas vueltas por el supermercado hasta llegar a la sección de comida para mascotas. Agarra un saco de comida de perros lo suficientemente grande para taparse el tronco. Se lo pasa al otro brazo y se lo pega al cuerpo apoyándolo sobre la cadera. Mira alrededor para ver si pasa alguien. Nadie. Tiene suerte. Se pasa la mano que queda libre por encima de la ropa e intenta arreglar el sujetador. Mientras, sigue mirando a la izquierda y a la derecha. Con tantas prendas se le resbalan los dedos y no puede hacer la maniobra. No puede más y se rinde. Tendrá que aguantar el fastidioso pinchazo hasta que llegue a un sitio más discreto. Vuelve a mirar a su alrededor. Una señora pasa tirando de su cesta con ruedas. Isabel sacude la cabeza. Deja el saco en su sitio y sigue sacudiendo la cabeza queriendo que la gente interprete este gesto como “Hoy no me voy a llevar esto”. Detrás de la señora pasa un reponedor. Para no perder mucho más tiempo decide preguntarle.

- Disculpe, ¿las cuchillas de afeitar, por favor?

- Al lado de caja.

- Muchas gracias.

Llega a caja y busca entre los estantes. Lo más barato es la bolsa de cuchillas desechables y una espuma de marca blanca. La cola para pagar es bastante larga. Otra eventualidad más. Como siga acumulando imprevistos va a llegar la hora de cierre y no va a poder cumplir con la tarea. Isabel cuenta las personas que lleva por delante. Con siete personas ya podrían plantearse abrir la otra caja. Isabel teme que vaya a quedarse con el hombre de la barba una vez llegada la hora de cierre. Después de este follón se merece al menos una tarde libre. Puede aprovechar los días tan buenos que están haciendo para ir al parque a correr. No. ¿Para qué pegarse la paliza? Lo que quiere es una tarde de descanso, es decir, descansar, olvidarse del ejercicio físico. Quizás podría tirar de la agenda y llamar a algún chico. No le importaría hacer ese tipo de ejercicio físico. Abstraída en su fantasía sobre lo que podría hacer si le diesen la tarde del día siguiente libre llega al fin su turno para pagar. No ha sido tan larga la espera después de todo. Tras pagar, sale del supermercado y vuelve al trabajo. Antes de entrar se asegura de colocar el aro del sujetador de la manera más indiscreta que puede, disfrutando al ver que no pasa nadie. Al terminar, abre la puerta y entra.

- Bien. Ya he llegado. Creo que esto del afeitado me va a tomar lo que me queda de tarde aquí. Ha sido una jornada dura. Menos mal que mañana será un día más tranquilo. Cuando llegue tu novia me encargaré del maquillaje. Después de eso, poco más me quedará por hacer. Va a ser un día muy tranquilo. He pensado en tomarme la tarde libre. Pero no quiero darte envidia, puesto que tu día será más movidito.

El hombre de la barba no se inmuta. De pronto Isabel piensa que tiene un trabajo muy poco gratificante. Todo el mundo viene a contarle sus penas, sobre cómo pasó esto o cómo pasó aquello. Ha aguantado el lamento de más de uno esperando el consuelo de Isabel y esperando que haga el mejor trabajo para mejorar la imagen de todos los que pasaban por sus manos. Pero cuando se trata de escucharla a ella, no consigue ninguna respuesta. Aún así, se siente bien. Se siente que puede hablar abiertamente sin el temor a ser juzgada o contrariada como suelen hacer sus familiares y amigos. No importa que el hombre de la barba le ignore. Piensa en hablar cuando le venga en gana.

- Bueno, vayamos al lío.

Isabel se coloca la bata y se lava las manos. Coge el bote de espuma y la extiende con las manos por la barbilla, el cuello y las mejillas. Duda de si eso se hace así, cree que los hombres usan una brocha. ¡Qué más da! Ya está hecho. Se lava de nuevo las manos y se las seca en la bata. Abre la bolsa de las cuchillas y coge una. La mira y luego mira la barba. Se pregunta cómo ha de hacerlo. ¿A contrapelo o a favor del pelo? Tiene más sentido a contrapelo. Agobiada, se pregunta hacia dónde crecen los pelos de una barba. Isabel hunde la cuchilla. Al dar una pasada se da cuenta de que no ha hecho apenas nada. Los pelos son demasiado largos y no llegan a la cara. Además con esa única pasada la cuchilla ya está cubierta. La dichosa barba no da más que problemas.

- A ver cómo resolvemos esto. Menos mal que cuento con tu paciencia.

Isabel necesita algo con lo que pueda ir despejando la cuchilla por lo que llena un cuenco con agua y lo deja sobre el carrito. Del mismo carrito coge unas tijeras. Será mejor contar un poco antes para que sea más fácil de rasurar. Pero antes le empapa la cara con una toalla mojada para quitarle la espuma. Es sencillo, unos cortes por aquí, otros por allá y ya tiene una barba decente. Si por ella fuera, lo dejaría así. Desgraciadamente no puede ser. La novia del hombre de la barba decente se enfadaría. De modo que vuelve a aplicar la espuma, a lavarse las manos y a coger la cuchilla.

- Espero no cortarte. Como lo haga, la puedo liar bien.

El hombre de la barba decente no muestra alteración alguna. Con mucho cuidado le pasa la cuchilla desde la mejilla izquierda hasta la barbilla haciendo pequeños movimientos, como si estuviese arrascándole la cara. Todavía quedan bastantes restos por donde acaba de afeitar. ¡Claro! A contrapelo debe ser al revés. Es un momento muy delicado. Un corte supondría supondría un contratiempo. Por suerte Isabel tiene muy buen pulso. Cuando se dispone a intentarlo de nuevo correctamente, siente una punzada. La molestia hace que Isabel se menee. El aro se ha vuelto a salir. La mano que sujeta la hoja se agita, se ha quedado a escasos milímetros de la cara. Aliviada, deja la cuchilla en el cuenco. Se coloca detrás del hombre de barba decente y se ajusta el aro. Justo después, Isabel vuelve a la acción. La siguiente pasada la hace con desconfianza, con movimientos pausados. Lo repite una vez más y enjuaga la cuchilla en el cuenco. Ya le va cogiendo el truco. También se ha dado cuenta de que si pasa la mano, sabrá en qué dirección crece el vello. En muy poco tiempo ya le ha afeitado media cara.

- ¡Madre de dios! Sí que llevabas tiempo sin afeitarte. ¡Pero qué blanco estás por aquí! - vuelve a enjuagar la cuchilla en el cuenco. Al hombre de media barba no parece importarle el comentario de Isabel. - Acabo de recordar a una chica, la más blanca que jamás he visto. En ninguna otra persona gasté tantísimo maquillaje.

El hombre de media barba sigue sin interesarse lo más mínimo en lo que dice Isabel. A pesar de ello, sigue hablando. Nunca le ha importado que no le prestaran atención. Le gusta hablar. Podría hablar de miles de cosas. Ahora sólo le apetece hablar de una. Habla de pedir la tarde del día siguiente libre. Habla de lo que ha planeado en el caso en el que se lo den. Habla de lo que finalmente decide hacer si tiene la tarde libre. Porque puede hablar mientras afeita, se da cuenta de que no necesita tanta concentración.

- ¡Se acabó! ¡Te dije que no volvieras a hacerlo! - desde la puerta su jefe tiene la cara encendida y en el labio inferior le brilla un esputo producto de los gritos. - ¡Que peste por dios!

- Si usted no hubiese entrado gritando esto no pasaría. Me ha asustado y he acabado cortándole. - se coloca el tapabocas que llevaba todo el rato en el cuello desde que descolgó el teléfono. - Ya sabe que los cortes en la mejilla suelen desprender muchos gases.

- Te lo avisé, ¿recuerdas? ¡Te dije que no volvieras a hablar con los cadáveres! - con la mano cubriendo la boca y la nariz busca una mascarilla.

- ¡Qué más da! Como si les importase - agacha la cabeza hacia el hombre de media barba. - ¿Verdad que no te importa?

- ¡Es una falta de respeto! Una funeraria es un negocio muy serio. ¡No voy a tolerar esto más! Mañana por la mañana vuelves, terminas de prepararlo y me echas unas firmitas. No hace falta que vuelvas por la tarde. ¡Estás despedida!

Después de todo, Isabel piensa que al menos tendrá la tarde libre.

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