La
barba
Isabel
no para de repetírselo a la joven histérica que hay al otro lado
del teléfono.
-
Perdone señorita, pero esto no es una barbería - vuelve los ojos
cansada por la insistencia. Busca otra razón para no cumplir con lo
que se le pide. - Por la barba tan larga y cuidada se ve que lleva
tiempo dejándosela a propósito. ¿No cree que sería buena idea que
en la ceremonia de mañana se muestre con ella? - Isabel espera a que
la joven suelte tres gritos a los que no presta mucha atención. -
Pero, ¿quién sabe? Quizás ni siquiera sus familiares lo reconozcan
sin barba. ¿No será mejor dejársela?
Siente
una incómoda presión en el pecho. Despreocupada por lo que la chica
alterada tiene que decir se toca el pecho por encima de la bata, pero
no consigue encontrar la molestia. Así que se pasa la mano por el
cuello y la intenta meter por la ropa. Lleva un chaleco muy ajustado
y al verse en la dificultad de llegar al sujetador se encorva y
levanta un poco la pierna. Al fin encuentra el problema. Un aro se ha
salido y lleva un buen rato clavándoselo. Intenta hacer que vuelva
adentro, pero se ve en la necesidad de utilizar la otra mano que
sujeta el auricular. Para ello decide terminar la conversación.
-
Está bien. Intentaré hacer lo que pueda con la barba de su novio.
La espero mañana antes de que usted vaya a la iglesia. A esa hora no
creo haya clientes. Buenas tardes.
Libera
su mano del teléfono y la pasa por debajo del chaleco para ajustar
el aro a la costura. Ya no puede hacer nada más. Acaba de usar todo
tipo de argumentos para evitar tener que afeitarle la barba. No tiene
ni idea de cómo lo va a hacer. Sabe de cortes, de algunos químicos,
de arreglos, de maquillaje, pero no de afeitar una barba. No recuerda
que enseñaran durante su formación a afeitar una barba y por
supuesto nunca ha tenido que hacerlo puesto que las mujeres no lo
necesitan. A excepción de algunas, claro, pero en ella desde luego
no se da el caso.
Al
reunirse con el hombre de la barba el primer vistazo que echa es al
carrito. Se pregunta qué tiene que usar. Algo afilado, está claro.
Observa que apenas tiene instrumentos afilados con los que afeitar.
Pueden cortar, sí, pero no los ve lo suficientemente manejables para
esta tarea. Poco ergonómicos. Además necesita espuma de afeitar,
con lo que la necesidad aumenta y decide ir al supermercado a hacer
la compra.
-
Vas a tener que esperar un rato. Necesito ir un momento al
supermercado. No te vayas a mover de aquí, ¿vale? - Isabel se quita
la bata, la cuelga en el perchero y sale por la puerta trasera.
Se
encuentra en un callejón en el que, por falta de sol, la iluminación
es bastante pobre. El callejón da a una calle. Los edificios son muy
altos por aquí y las calles muy estrechas, por lo que también se
ven bastante oscuras. Una vez en la avenida se da cuenta de lo fuerte
que da el sol a pesar de estar atardeciendo. Echa en falta sus gafas
de sol. Las sacaría de su bolso si no fuese porque se ha olvidado el
bolso también. ¿Cómo va a pagar si no? Pues nada, a hacer el
camino de vuelta para luego volver al mismo sitio. Isabel camina a
desgana. Parece que todo se vuelve en contra para que no tenga que
afeitar la barba. Por mucho que la histérica esa diga, está mucho
mejor con la barba. Al llegar a la puerta trasera la cruza y ve al
hombre de la barba aún allí, tan impasible.
-
He tenido que volver a por el bolso. Vuelvo enseguida - levanta la
bata del perchero y descuelga su bolso. Vuelve a dejar la bata en su
sitio.
Tras
hacer el mismo paseo se encuentra en la avenida. Se para. Busca sus
gafas de sol en el bolso y se las coloca. Prosigue la marcha. Sólo
tiene que cruzar y ya está en el supermercado. De nuevo esa molesta
punzada. Volvería a colocarse el aro si no fuera porque está
rodeada de gente. Da unas vueltas por el supermercado hasta llegar a
la sección de comida para mascotas. Agarra un saco de comida de
perros lo suficientemente grande para taparse el tronco. Se lo pasa
al otro brazo y se lo pega al cuerpo apoyándolo sobre la cadera.
Mira alrededor para ver si pasa alguien. Nadie. Tiene suerte. Se pasa
la mano que queda libre por encima de la ropa e intenta arreglar el
sujetador. Mientras, sigue mirando a la izquierda y a la derecha. Con
tantas prendas se le resbalan los dedos y no puede hacer la maniobra.
No puede más y se rinde. Tendrá que aguantar el fastidioso pinchazo
hasta que llegue a un sitio más discreto. Vuelve a mirar a su
alrededor. Una señora pasa tirando de su cesta con ruedas. Isabel
sacude la cabeza. Deja el saco en su sitio y sigue sacudiendo la
cabeza queriendo que la gente interprete este gesto como “Hoy no me
voy a llevar esto”. Detrás de la señora pasa un reponedor. Para
no perder mucho más tiempo decide preguntarle.
-
Disculpe, ¿las cuchillas de afeitar, por favor?
-
Al lado de caja.
-
Muchas gracias.
Llega
a caja y busca entre los estantes. Lo más barato es la bolsa de
cuchillas desechables y una espuma de marca blanca. La cola para
pagar es bastante larga. Otra eventualidad más. Como siga acumulando
imprevistos va a llegar la hora de cierre y no va a poder cumplir con
la tarea. Isabel cuenta las personas que lleva por delante. Con siete
personas ya podrían plantearse abrir la otra caja. Isabel teme que
vaya a quedarse con el hombre de la barba una vez llegada la hora de
cierre. Después de este follón se merece al menos una tarde libre.
Puede aprovechar los días tan buenos que están haciendo para ir al
parque a correr. No. ¿Para qué pegarse la paliza? Lo que quiere es
una tarde de descanso, es decir, descansar, olvidarse del ejercicio
físico. Quizás podría tirar de la agenda y llamar a algún chico.
No le importaría hacer ese tipo de ejercicio físico. Abstraída en
su fantasía sobre lo que podría hacer si le diesen la tarde del día
siguiente libre llega al fin su turno para pagar. No ha sido tan
larga la espera después de todo. Tras pagar, sale del supermercado y
vuelve al trabajo. Antes de entrar se asegura de colocar el aro del
sujetador de la manera más indiscreta que puede, disfrutando al ver
que no pasa nadie. Al terminar, abre la puerta y entra.
-
Bien. Ya he llegado. Creo que esto del afeitado me va a tomar lo que
me queda de tarde aquí. Ha sido una jornada dura. Menos mal que
mañana será un día más tranquilo. Cuando llegue tu novia me
encargaré del maquillaje. Después de eso, poco más me quedará por
hacer. Va a ser un día muy tranquilo. He pensado en tomarme la tarde
libre. Pero no quiero darte envidia, puesto que tu día será más
movidito.
El
hombre de la barba no se inmuta. De pronto Isabel piensa que tiene un
trabajo muy poco gratificante. Todo el mundo viene a contarle sus
penas, sobre cómo pasó esto o cómo pasó aquello. Ha aguantado el
lamento de más de uno esperando el consuelo de Isabel y esperando
que haga el mejor trabajo para mejorar la imagen de todos los que
pasaban por sus manos. Pero cuando se trata de escucharla a ella, no
consigue ninguna respuesta. Aún así, se siente bien. Se siente que
puede hablar abiertamente sin el temor a ser juzgada o contrariada
como suelen hacer sus familiares y amigos. No importa que el hombre
de la barba le ignore. Piensa en hablar cuando le venga en gana.
-
Bueno, vayamos al lío.
Isabel
se coloca la bata y se lava las manos. Coge el bote de espuma y la
extiende con las manos por la barbilla, el cuello y las mejillas.
Duda de si eso se hace así, cree que los hombres usan una brocha.
¡Qué más da! Ya está hecho. Se lava de nuevo las manos y se las
seca en la bata. Abre la bolsa de las cuchillas y coge una. La mira y
luego mira la barba. Se pregunta cómo ha de hacerlo. ¿A contrapelo
o a favor del pelo? Tiene más sentido a contrapelo. Agobiada, se
pregunta hacia dónde crecen los pelos de una barba. Isabel hunde la
cuchilla. Al dar una pasada se da cuenta de que no ha hecho apenas
nada. Los pelos son demasiado largos y no llegan a la cara. Además
con esa única pasada la cuchilla ya está cubierta. La dichosa barba
no da más que problemas.
-
A ver cómo resolvemos esto. Menos mal que cuento con tu paciencia.
Isabel
necesita algo con lo que pueda ir despejando la cuchilla por lo que
llena un cuenco con agua y lo deja sobre el carrito. Del mismo
carrito coge unas tijeras. Será mejor contar un poco antes para que
sea más fácil de rasurar. Pero antes le empapa la cara con una
toalla mojada para quitarle la espuma. Es sencillo, unos cortes por
aquí, otros por allá y ya tiene una barba decente. Si por ella
fuera, lo dejaría así. Desgraciadamente no puede ser. La novia del
hombre de la barba decente se enfadaría. De modo que vuelve a
aplicar la espuma, a lavarse las manos y a coger la cuchilla.
-
Espero no cortarte. Como lo haga, la puedo liar bien.
El
hombre de la barba decente no muestra alteración alguna. Con mucho
cuidado le pasa la cuchilla desde la mejilla izquierda hasta la
barbilla haciendo pequeños movimientos, como si estuviese
arrascándole la cara. Todavía quedan bastantes restos por donde
acaba de afeitar. ¡Claro! A contrapelo debe ser al revés. Es un
momento muy delicado. Un corte supondría supondría un contratiempo.
Por suerte Isabel tiene muy buen pulso. Cuando se dispone a
intentarlo de nuevo correctamente, siente una punzada. La molestia
hace que Isabel se menee. El aro se ha vuelto a salir. La mano que
sujeta la hoja se agita, se ha quedado a escasos milímetros de la
cara. Aliviada, deja la cuchilla en el cuenco. Se coloca detrás del
hombre de barba decente y se ajusta el aro. Justo después, Isabel
vuelve a la acción. La siguiente pasada la hace con desconfianza,
con movimientos pausados. Lo repite una vez más y enjuaga la
cuchilla en el cuenco. Ya le va cogiendo el truco. También se ha
dado cuenta de que si pasa la mano, sabrá en qué dirección crece
el vello. En muy poco tiempo ya le ha afeitado media cara.
-
¡Madre de dios! Sí que llevabas tiempo sin afeitarte. ¡Pero qué
blanco estás por aquí! - vuelve a enjuagar la cuchilla en el
cuenco. Al hombre de media barba no parece importarle el comentario
de Isabel. - Acabo de recordar a una chica, la más blanca que jamás
he visto. En ninguna otra persona gasté tantísimo maquillaje.
El
hombre de media barba sigue sin interesarse lo más mínimo en lo que
dice Isabel. A pesar de ello, sigue hablando. Nunca le ha importado
que no le prestaran atención. Le gusta hablar. Podría hablar de
miles de cosas. Ahora sólo le apetece hablar de una. Habla de pedir
la tarde del día siguiente libre. Habla de lo que ha planeado en el
caso en el que se lo den. Habla de lo que finalmente decide hacer si
tiene la tarde libre. Porque puede hablar mientras afeita, se da
cuenta de que no necesita tanta concentración.
-
¡Se acabó! ¡Te dije que no volvieras a hacerlo! - desde la puerta
su jefe tiene la cara encendida y en el labio inferior le brilla un
esputo producto de los gritos. - ¡Que peste por dios!
-
Si usted no hubiese entrado gritando esto no pasaría. Me ha asustado
y he acabado cortándole. - se coloca el tapabocas que llevaba todo
el rato en el cuello desde que descolgó el teléfono. - Ya sabe que
los cortes en la mejilla suelen desprender muchos gases.
-
Te lo avisé, ¿recuerdas? ¡Te dije que no volvieras a hablar con
los cadáveres! - con la mano cubriendo la boca y la nariz busca una
mascarilla.
-
¡Qué más da! Como si les importase - agacha la cabeza hacia el
hombre de media barba. - ¿Verdad que no te importa?
-
¡Es una falta de respeto! Una funeraria es un negocio muy serio. ¡No
voy a tolerar esto más! Mañana por la mañana vuelves, terminas de
prepararlo y me echas unas firmitas. No hace falta que vuelvas por la
tarde. ¡Estás despedida!
Después
de todo, Isabel piensa que al menos tendrá la tarde libre.
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