Sopa de sobre
Son las cuatro de la madrugada, hace un frío de narices y las musas
parecen haber abandonado para siempre a Alejandro. Agotado, se quita
sus gafas de pasta negras, las deja sobre la mesa y se masajea los
párpados. No puede más por hoy. Después de tantas horas pegado a
la pantalla de su portátil, cualquier mínimo sonido le saca de su
escasa concentración: El chasquido de la barra alógena del techo,
el zumbido del motor del frigorífico... incluso el casi inaudible
murmullo del ventilador del ordenador le resulta ensordecedor como si
del mismísimo galope de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis se
tratase. De pronto se da cuenta de lo hambriento que está: lleva
horas sin probar bocado. No es que haya estado trabajando duramente
en su nuevo encargo, ni mucho menos: Sin saber cómo, la tarde se ha
evaporado entre actualizaciones de Facebook, tweets cargados de
sarcasmo y alguna que otra visita a su perfil en Badoo. “Tengo
que borrarme de esta mierda, es deprimente”... Mientras lo
piensa, sabe que no lo hará: ¿Cómo si no iba a echar un polvo de
vez en cuando?
Tan cansado como aburrido, Alejandro se levanta y se dirige a la
cocina. Quizás “dirigirse” no sea la palabra adecuada, ya que
apenas distan dos metros desde la mesa del comedor hasta la diminuta
esquina a la que la sonriente señorita de la agencia de alquiler
llamó en su momento “cocina americana”. Aquel diminuto reducto
era un auténtico milagro del diseño made in Ikea, con un
fregadero, una hornilla, un microondas y un pequeño frigorífico
sobre poco más de cuatro baldosas. El día en el que visitó por
primera vez aquel estudio no se detuvo demasiado en apreciar los
detalles más allá de la luminosidad, el nivel de ruido y, por
supuesto, el precio. Es por ello que el mes siguiente a su mudanza su
vida en casa fue una sucesión de sorpresas: La cocina tamaño
pigmeo, los olores de las cañerías del baño, las operetas que
organizaba el matrimonio de arriba exactamente a las once y cuarto de
la noche... Los comienzos fueron duros, pero finalmente Alejandro se
hizo a aquel agujerito en el centro de Madrid, y hasta le cogió
cierto cariño.
Aún aturdido por las improductivas horas de ordenador, abre la
puerta del frigorífico e inmediatamente después se mira los pies
descalzos: “¿No dicen que hacer esto es peligroso?”. El
contenido de la nevera es sencillamente lamentable: Medio limón
reseco, ocho latas de coca-cola, una litrona de cerveza y cuatro
yogures de fresa caducados que no sabe ni por qué compró. Agotado
de sí mismo, Alejandro cierra el frigorífico maldiciéndose por
haber olvidado nuevamente ir a hacer la compra. De pronto, una idea
cruza su mente: “Sopa de sobre”. Con ánimos renovados,
Alejandro rebusca entre los muebles superiores de la cocina en busca
de un sobrecito de sopa instantánea, la triste piedra angular de su
alimentación: Un manjar aguado con un ligero y artificial sabor a
verduras y pollo, barato y listo para comer tras un minuto de
microondas. Con una ansiedad creciente, Alejandro continúa
rebuscando entre sus muebles, hasta que finalmente da con la caja de
sobres. “¡Con pollo de verdad!”, reza la caja. “Si fuera de
verdad no se verían obligados a recalcarlo...”. Ilusionado,
agarra la caja de sopas para descubrir que está vacía. Por qué
hará eso. Por qué no tirará las cajas. Por qué se pone trampas a
sí mismo. Abatido, Alejandro coge un paquete de palomitas y lo lanza
al fondo del microondas. “Sólo dos minutos y medio... Esta
semana repito cena”. Entre explosiones de maíz, Alejandro
vuelve a su mesa, derrotado en una batalla contra su propia
ineptitud. Mientras las palomitas terminan de hacerse, ojea con
vergüenza su trabajo de toda la tarde: apenas tres líneas de
coqueteo estúpido entre una ama de casa y un panadero. Al igual que
su vida, su trabajo le asqueaba. Alejandro se ganaba más o menos la
vida escribiendo relatos eróticos para un portal web femenino
sudamericano. Si bien siempre había soñado ser escritor, desde
luego entre sus metas no estaba relatar como Horacio, el panadero,
amasaba los pechos turgentes de Eva mientras ella acariciaba su
miembro enhiesto. Sin duda, un auténtico coñazo de trabajo, pero al
menos le permite pagarse las facturas, comprarse algunos cómics y no
depender de sus padres, lo que al fin y al cabo es el auténtico
nuevo sueño del siglo veintiuno tras la extinción del mileurista.
Absorto en sus lamentaciones, Alejandro descubre que el microondas ha
dejado de hacer ruido. Su cena está lista. En una auténtica
catarsis de la dejadez, Alejandro se tira en el sofá, enciende la
tele y se pone a comer palomitas directamente de la bolsa. Aún
queman, pero poco le importa... al menos así consigue quitarse el
frío de las manos. No es que Alejandro viva en la indigencia: si
quisiera, podría encender la calefacción central, pero ese aparato
le adormece los sentidos y le deja los pies helados. Su propio cuerpo
le pide soportar el frío... un organismo concebido para pasarlas
canutas. Su vieja televisión le saluda con el canal local de turno.
En este momento, una pitonisa de aspecto desaliñado grita a los
espectadores para que llamen y paguen por conocer su porvenir. A
Alejandro no le hace falta clarividencia para saber lo que vendrá:
Se hará viejo en aquel minúsculo apartamento, aliviando la
menopausia de miles de féminas colombianas a través de sus textos
mediocres. De vez en cuando se tomará una caña con algún amigo,
puede que quede con alguna tía desesperada que encuentre por
Internet y, al final de cada mes, cogerá un bus hacia su pueblo para
visitar a sus padres. Y poco más. Con deprimente apatía, Alejandro
devora la bolsa de palomitas mientras mira a la sobre actuada
pitonisa sin prestarle mayor atención. Cuando termina su festín,
siente la resaca propia de un atracón de palomitas: los labios
hinchados por la sal, la garganta seca y un trozo de maíz que se ha
instalado, para quedarse, entre una muela y la encía. Comienza a
hurgarse con la lengua desesperadamente, sabiendo de antemano que lo
único que va a conseguir es hacerse más daño: el maíz se irá
como entró: cuando le apetezca. De mal humor, se tumba en el sofá
y, con la mirada perdida en el techo, se zambulle en sus
pensamientos: “Menuda mierda... ni una sopa me he podido tomar”.
Alejandro está muy enfadado consigo mismo. Por muy baja que sea la
meta que se ponga en su vida, finalmente acaba fracasando. En un día
mediocre, poco productivo y tremendamente aburrido, lo único que
Alejandro quiere es un insípido sobre de sopa instantánea, y ni con
eso puede contar. De algún modo, aquella absurda cena a base de
palomitas le ha hecho tocar fondo en su vida, y en un arranque de
rabia decide que todo debe cambiar. Hoy cenará sopa de sobre, aunque
tenga que ir a buscarla en medio de la noche por todo Madrid. Sin
pensarlo ni un segundo más, Alejandro se calza sus zapatillas, se
pone su chaqueta y con un portazo abandona su apartamento. Sin dejar
de buscar con su lengua el trozo de maíz extraviado en su boca, sale
del bloque en el que vive y camina apresuradamente calle abajo: hace
un frío polar a esa hora de la madrugada, pero ya le da igual... al
fin y al cabo, esta noche cenará sopa y conseguirá entrar en calor
antes de irse a la cama.
Si mal no lo recuerda, al final de su calle hay un locutorio 24
horas regentado por paquistaníes que cuenta con una especie de
pequeño supermercado. Somnoliento y aterido, Alejandro piensa que si
no encuentra en ese lugar la maldita sopa de sobre volverá a su casa
y se acostará de una vez. La determinación es más bien un aliado
débil a esas horas de la madrugada.
Unas letras de neón parpadeantes coronan la puerta de cristal del
local, a través de la cual puede verse que el establecimiento sigue
abierto. Alejandro entra, y el dependiente le saluda con un gesto de
cabeza mientras le observa con el gesto tenso. Seguramente esté
preocupado de que un hombre con cara de pocos amigos, despeinado y
con barba de tres días, entre a las cuatro de la mañana a un
establecimiento generalmente visitado por extranjeros. “Pensará
que soy un yonki... Y en parte no se equivoca. Estoy aquí porque me
he quedado sin mi mierda”. Comienza a pasear por el local,
sorprendido de su tamaño y de la cantidad de gente que hay por allí.
Los dos puestos telefónicos están ocupados por dos señores
asiáticos. En la parte de los ordenadores conectados a Internet, dos
adolescentes marroquíes se divierten leyendo en voz muy alta una
chillona página web en árabe. Por el pasillo de la parte en la que
están los productos de super mercado, una señora oronda escondida
tras un velo, ojea los distintos tipos de arroz disponibles.
Alejandro suspira: para una vez que sale a la calle, se siente un
absoluto extranjero. Las campanitas sobre la puerta del local
anuncian la entrada de un nuevo cliente: Sin dejar de destrozarse la
lengua contra las encías, Alejandro observa ensimismado a la chica que
acaba de entrar: Morena, guapa, delgada y, según sus cálculos, más
o menos de su edad. Venía vestida con unos vaqueros raídos y una
sudadera con capucha de color morado. Bajo su brazo portaba un casco
de moto integral de llamativos colores. Sin prestar atención a nada
ni a nadie, la chica se dirige directamente a la estantería de
alimentación. Obnubilado, Alejandro arrastra sus pies en su misma
dirección. Advierte cómo ella ojea rápidamente la estantería y
sin pensárselo dos veces escoge una pequeña caja y continúa con
su compra. Al cruzarse con ella, Alejandro observa lo que ha cogido y
el corazón le da un vuelco: una caja de sopa instantánea. ¿Qué
clase de broma era aquella? ¿Quién, aparte de él, saldría a la
calle a comprar sopa de sobre a aquellas horas de la madrugada?
Confundido, se dirige al lugar del que la chica ha sacado la caja, y
para su estupor descubre que el fondo de la estantería le anuncia lo
peor: era la última. “Imposible...”. Alejandro mira con
nerviosismo a su alrededor en busca de la chica. Se encuentra
observando un paquete de cereales, a tan solo unos metros de él. Sin
pensarlo, se acerca a ella:
- Hola.
- Hola -La chica observa su cara con detenimiento- ¿Nos conocemos de algo?
- N-no. Solo quería saber de dónde has cogido esa caja de sopa.
- ¿La sopa? -sorprendida, se pone de puntillas para mirar por encima de hombro de Alejandro. Éste se aparta torpemente- Justo allí, junto al avecrem.
- Ah, bueno... Es que no queda.
- Ah. Lo siento... ¿Sólo venías a por eso?
- Bueno... -Alejandro se siente rematadamente estúpido- Sí, más o menos.
- ¿Más o menos?
- No, sí, venía a por eso.
- Vaya, pues lo siento -la chica esboza una sonrisa-. Te daría esta, pero estoy demasiado enganchada a estas sopas... Las necesito para dormir.
- Joder, a mí me pasa lo mismo... ¿Qué coño le echarán?La chica se le queda mirando fijamente unos segundos.
- ¿Te pasa algo en la boca?
- ¿A mí? -sin darse cuenta, Alejandro sigue buscando con la lengua el maldito trozo de maíz- Nada, he comido palomitas y...
- Ah, vale... Oye, ¿Por qué no le preguntas si les queda alguna más en el almacén?
- Sí, eso haré...Sintiéndose un imbécil, Alejandro se dirige a la caja y, tras esperar unos minutos a que acabe con otro cliente, pregunta por la sopa de sobre.
- Era la última -espeta sin más el dependiente.
- Qué mala suerte -la voz de la chica sorprende a Alejandro desde su espalda. Ella deja sobre el mostrador la caja de sopa, un brick de leche y una barrita de cereales, y de uno de sus bolsillos saca un billete de cinco euros. Cuando el dependiente le da el cambio y su compra en una bolsa de plástico, Alejandro y ella salen de la tienda.
- Menuda putada, ¿Eh? - La chica se coloca el casco y levanta el visor-. Volver a casa, solo y sin sopa...
- Ya ves... -de pronto Alejandro cae en la cuenta- ¡Eh! ¿Y tú que sabes si vivo sólo o no?
- Por favor: un tipo desaliñado, comprando sopa de sobre en un locutorio paquistaní a las cuatro de la mañana. Si tuvieras novia, o mujer, o lo que sea, tu vida sería muy distinta. Llevarías horas dormido, habrías cenado sopa casera y, desde luego, no vendrías a comprar a comida barata a un locutorio.
- ¡Mira quién habla! -aquella intromisión en su vida había herido el orgullo de Alejandro- Por lo que dices, tú deberías estar igual de acabada, ¿No?
- ¡Por supuesto! -dice la chica entre risas.
- Pues muy bien... No son horas para que nadie me juzgue -Alejandro se da la vuelta- ¡Qué aproveche la sopa!
- Espera -con gesto conciliador, la chica coge la caja de sopa de su bolsa, la abre, y saca los seis sobres que contenía en su interior. Separa tres y se los ofrece a Alejandro.- Toma. Es demasiado tarde para que te vayas a la cama enfadado. Y no te preocupes, hombre... Algún día encontraremos a alguien que nos haga una buena sopa casera.
- G-gracias -Alejandro coge los sobres y se queda mirándolos fijamente. Mientras tanto, la chica se baja el visor de su casco integral, se dirige hacia una moto aparcada frente a la tienda y se monta.
- ¡Espera! - Grita Alejandro sin saber muy bien por qué- Te invito a un plato de sopa. Vivo justo arriba...
- ¡Mejor a la próxima! -Dicho esto, la chica arranca la moto y sale despedida por las oscuras calles de Madrid.
Con tres sobre de sopa en la mano, un trozo de maíz destruyéndole
la lengua y tan helado como cansado, Alejandro camina de vuelta a
casa. El encuentro con esa chica le hace sonreír, preguntándose
cuánta gente puede haber en Madrid a estas horas comprando sopa de
sobre. “Solo ella y yo”. Se maldice mil y una veces por su
estúpida invitación final, por haberle hablado con tanta torpeza,
por no haberle pedido su correo, o su teléfono... “¡Imbécil!
Te ha dicho que estaba sola...”. En un impulso absurdo,
Alejandro mira hacia atrás. Obviamente, la chica ya debe estar a
kilómetros de allí.
Alejandro vuelve a su apartamento, diminuto, sórdido, su agujero de
perdedor. Técnicamente todo ha salido bien, finalmente cenará su
sopa instantánea favorita... pero hay algo que le impide disfrutar
del momento, algo parecido al trozo de maíz en la muela y que, sin
embargo, no puede buscar con la lengua. Tras introducir la taza con
el agua y el contenido del sobre en el microondas (un minuto es
suficiente) Alejandro observa como ésta da vueltas hipnóticamente,
y en el sepulcral silencio de la madruga aguarda al “clin” que le
anuncia que, por fin, la cena está servida. Con la taza humeante
calentándole las manos, vuelve a su mesa en un vano intento por
adelantar algo más su relato. Le es imposible: mientras da largos
sorbos a su sopa, no puede dejar de pensar en la misteriosa chica del
casco. Aquel encuentro casi místico ha erradicado definitivamente la
poca fuerza de voluntad que le quedaba para seguir delante de su
ordenador, por lo que, con el estómago y el cerebro llenos de sopa
de sobre, Alejandro se desnuda y se mete bajo los edredones de su
cama. Mientras intenta dormir, su lengua ataca una y otra vez de
forma instintiva al trozo de maíz enemigo. Por otro lado, su cerebro
parece no querer dejarse vencer, enviándole imágenes sin orden ni
concierto, confundiendo sus sentidos, mostrándole a la chica del
casco, al paquistaní del 24 horas... al gallo sonriente de los sobre
de sopa. Alejandro empieza a sentir un gran calor, sensación que
achaca al efecto de la sopa humeante en su cuerpo. Violentamente,
tira una de las colchas al suelo, pero eso no le alivia. El sudor
comienza a empapar las sábanas de su cama, y cada vez se rebulle más
inquieto. La segunda colcha cae al suelo. “Esto no puede ser de
la sopa...”. De pronto Alejandro cae en la cuenta de que
seguramente haya accionado la calefacción sin querer. Al fin y al
cabo, no es la primera vez que al lanzarse en picado al sofá ha
encendido por accidente cualquier aparato cuyo mando hubiera acabado
bajo su culo. En un mar de sudor, se levanta de su cama y vuelve al
salón, y lo que allí encuentra hace que le dé un vuelco el
corazón: resguardados por la penumbra que reina en su apartamento,
dos figuras irreconocibles se han acomodado en el sofá. Parecen
estar muy juntos, amándose o peleándose, sin hacer apenas ruido.
Muerto de miedo, Alejandro vuelve a su habitación y, a tientas,
agarra su teléfono móvil. 112. Llamar. Llamando...
- ¿Hola? -su voz es apenas un susurro.
- Emergencias, ¿Dígame?
- Dos personas han entrado en mi apartamento. Calle Alférez Moreno 24, segundo derecha.
- ¿Hay alguien herido?
- Aún no... ¡Rápido!
Con la boca tan seca como un zapato y el corazón desbocado,
Alejandro se dirige a la puerta de su habitación y, a través de una
rendija, observa a la pareja de desconocidos. Uno de ello se levanta,
se apoya contra la pared junto a la ventana y se enciende un cigarro.
Durante unos instantes la luz de mechero ilumina el rostro de aquel
desconocido: Se trata de un hombre de tez morena con un espeso
bigote. Mirando bien su figura, se da cuenta de que es grande y
musculoso. El sudor sigue recorriendo infatigable el cuerpo de
Alejandro, y sin embargo tiembla... ¿Será el miedo?
- Vamos, Alejandro, no seas bobo. Sabemos que estás ahí.
El desconocido suelta una bocanada de humo hacia el techo.
Alejandro ahoga un grito mientras por su mente pasan ideas estúpidas
“Me va a apestar el piso con el humo... ¿Por qué no salta la
alarma anti incendios?”.
- ¡He llamado a la policía! -la voz de Alejandro denota terror- ¡Más vale que os vayáis!
- Ay, papi, no te pongas así... -la figura sentada en el sofá se levanta y se acerca al tipo junto a la ventana. Su voz desvela que se trata de una mujer... con acento sudamericano- ¿Por qué no enciendes la luz? Todo se verá más claro...
Derrotado, asustado y confundido, Alejandro enciende la luz... y cree
haberse vuelto loco. Ante él se encuentra un hombre corpulento
vestido con un mandil blanco y unos pantalones vaqueros, y manchado
por todas partes de algo que parece harina. A su lado se encuentra
una mujer de marcadas curvas y mediana edad, ataviada con un sensual
vestido rojo de lunares blancos. Alejandro siente cómo el sudor le
baña el rostro, consiguiendo llegar a sus ojos. Escuece. Aún así,
los reconoce al instante: su aspecto, su acento, su mirada... Se
encuentra ante los protagonistas de su inconcluso relato. “Estoy
soñando...”.
- N-no sois reales -Alejandro no puede evitar reírse- ¡Os he creado yo!
- No nos has terminado de crear -el hombre expulsa el humo por la nariz- ¡Nos has dejado el polvo a medias!
- ¿Qué? -instintivamente, Alejandro va hacia la ventana y la abre- ¡Aquí no se puede fumar!
- Qué remilgado... -la mujer le pide con un gesto un cigarro al hombre, y él se lo da- ¿Con esa actitud pretendes enamorar a la chica del casco?
- ¡Eso no es asunto vuestro! -Alejandro no deja de sudar, pero le reconforma el aire fresco que entra por la ventana.
- Vaya mierda de día, ¿Eh? -el hombre se dirige a la cocina con el cigarro en la boca, coge un sobre de sopa y lo mete en el microondas. Solamente un minuto- No terminas tu trabajo, dejándonos a nosotros a la mitad, conoces a una mujer que merece la pena y, ¿Qué haces? Te acojonas. Ni siquiera has preguntado su nombre. Qué perdedor...
- ¡Dejadme en paz! Solo quiero dormir...
- Si estás soñando, estás durmiendo... -el tono burlón de la mujer irrita a Alejandro. “Si mi personaje se ríe de mí... ¿Me estoy riendo de mí mismo?”.
- Mira, estás acabando con mi paciencia -con un enfado creciente, el hombre da una última calada a su cigarro, lo tira al suelo y lo apaga con el pie- Quiero que salgas ahora mismo por esa puerta y busques a esa chica. Hasta que no la encuentres no vas a poder acabar nuestra historia... ¡Y estoy muy caliente, joder!
- ¿¿Y dónde quieres que vaya?? -Alejandro no puede creer que esté discutiendo con su personaje- ¡¡No sé dónde buscarla!! Dejadme dormir... Mañana terminaré el relato.
- Ay, no, papi, sabes que no lo harás -la luz del cigarro ilumina los labios rojos y carnosos de la mujer.
El sudor sigue emanando por los poros de Alejandro, se siente agotado
y muy enfadado.
- ¿Y qué? ¿Qué vais a hacerme si no lo hago? ¡Solo sois un sueño!
El “¡Clin!” del microondas llama la atención del hombre, que
pone su mano sobre la tapa. Antes de abrirla, dirige su mirada a
Alejandro y le dedica una sonrisa que le hace estremecer.
- ¡Muévete!
Alejandro estalla en carcajadas ante lo que allí acontece. Un sin
fin de gallos y gallinas comienzan a salir en estampida del
microondas. Los animales revolotean por todo el apartamento, llenan
el ambiente de plumas, pelean entre ellos, todo ante la divertida
mirada de los personajes de ficción. Aterrorizado y mareado por las
plumas y el ruido, Alejandro se precipita hacia la puerta de su
apartamento, la abre, y al otro lado descubre, para su sorpresa, a la
chica de la sopa de sobre, con el casco puesto, observando la escena.
Alejandro siente como el mundo da vueltas a su alrededor y, en medio
de un torrente de plumas, cae al suelo agotado.
Una mecánica sinfonía de sonidos despierta a Alejandro. Cuando
consigue abrir los ojos, todo está borroso a su alrededor. El sonido
de un goteo constante, un pitido débil pero molesto, el murmullo en
el exterior... no reconoce nada de aquello. Y desde luego, no se
encuentra en su apartamento: demasiada luz, demasiado ruido... y olor
a desinfectante. Tras parpadear un par de veces, por fin reconoce el
lugar. Se encuentra en una habitación de hospital, pero no consigue
recordar por qué durante unos segundos. De pronto, la imagen de sus
dos personajes besándose en el sofá de su apartamento le hace
sonreír.
- ¿Qué tal estás?
Una chica joven y guapa se encuentra frente a su cama. La enfermera.
¿Quién si no?
- No lo sé... algo mareado. ¿Quién me trajo aquí?
- La policía. Tú mismo los llamaste... ¿No te acuerdas?
De pronto Alejandro se siente muy estúpido. Había llamado a
Emergencias para defenderse de sus propios personajes... Algo no
había ido bien aquella noche.
- Sí, más o menos... ¿Qué me ha pasado?
- Te encontraron en la puerta de tu apartamento bañado en sudor. Llegaste aquí con más de 40 de fiebre. Tienes suerte de que la policía acudiese tan rápidamente...
- Pero... -a Alejandro casi le da vergüenza preguntarlo... mejor no lo hace- ¿Cómo llegue hasta allí?
- Seguramente tú mismo salieses de la cama. A una temperatura tan alta es normal sufrir alucinaciones de un realismo sorprendente.
- Pero, tanta fiebre...
- Has sufrido de un caso grave de intoxicación debido a un alimento en mal estado.
- La sopa...
- Seguramente, aunque aún tenemos que hacerte algunas pruebas. No eres el primer paciente que llega con estos síntomas en el día de hoy. ¿Cómo podéis comer esas porquerías?
- Qué casualidad -Alejandro escucha una voz familiar que se esconde tras la cortina verde de la cama contigua. Cuando la descorre, encuentra a la chica del casco. Está despeinada y demacrada, con uno de esos feos pijamas de hospital que parecen de papel.
- Increíble -Alejandro no es capaz de decir nada mínimamente inteligente. Con la lengua busca el trozo de maíz extraviado. No sabe cómo, pero ha desaparecido.
- Supongo que te debo una disculpa -dijo la chica-. Por hacer que te intoxiques, y eso...
- No te preocupes...
- A partir de ahora, se acabaron las sopas de sobre, ¿Vale?
- Vale -Alejandro sonríe, por primera vez en mucho tiempo- La comida casera es mucho mejor, dónde va a parar.
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