viernes, 23 de marzo de 2012

Relato 1 - Ricardo Martínez Cantudo

Sopa de sobre

Son las cuatro de la madrugada, hace un frío de narices y las musas parecen haber abandonado para siempre a Alejandro. Agotado, se quita sus gafas de pasta negras, las deja sobre la mesa y se masajea los párpados. No puede más por hoy. Después de tantas horas pegado a la pantalla de su portátil, cualquier mínimo sonido le saca de su escasa concentración: El chasquido de la barra alógena del techo, el zumbido del motor del frigorífico... incluso el casi inaudible murmullo del ventilador del ordenador le resulta ensordecedor como si del mismísimo galope de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis se tratase. De pronto se da cuenta de lo hambriento que está: lleva horas sin probar bocado. No es que haya estado trabajando duramente en su nuevo encargo, ni mucho menos: Sin saber cómo, la tarde se ha evaporado entre actualizaciones de Facebook, tweets cargados de sarcasmo y alguna que otra visita a su perfil en Badoo. “Tengo que borrarme de esta mierda, es deprimente”... Mientras lo piensa, sabe que no lo hará: ¿Cómo si no iba a echar un polvo de vez en cuando?
Tan cansado como aburrido, Alejandro se levanta y se dirige a la cocina. Quizás “dirigirse” no sea la palabra adecuada, ya que apenas distan dos metros desde la mesa del comedor hasta la diminuta esquina a la que la sonriente señorita de la agencia de alquiler llamó en su momento “cocina americana”. Aquel diminuto reducto era un auténtico milagro del diseño made in Ikea, con un fregadero, una hornilla, un microondas y un pequeño frigorífico sobre poco más de cuatro baldosas. El día en el que visitó por primera vez aquel estudio no se detuvo demasiado en apreciar los detalles más allá de la luminosidad, el nivel de ruido y, por supuesto, el precio. Es por ello que el mes siguiente a su mudanza su vida en casa fue una sucesión de sorpresas: La cocina tamaño pigmeo, los olores de las cañerías del baño, las operetas que organizaba el matrimonio de arriba exactamente a las once y cuarto de la noche... Los comienzos fueron duros, pero finalmente Alejandro se hizo a aquel agujerito en el centro de Madrid, y hasta le cogió cierto cariño.
Aún aturdido por las improductivas horas de ordenador, abre la puerta del frigorífico e inmediatamente después se mira los pies descalzos: “¿No dicen que hacer esto es peligroso?”. El contenido de la nevera es sencillamente lamentable: Medio limón reseco, ocho latas de coca-cola, una litrona de cerveza y cuatro yogures de fresa caducados que no sabe ni por qué compró. Agotado de sí mismo, Alejandro cierra el frigorífico maldiciéndose por haber olvidado nuevamente ir a hacer la compra. De pronto, una idea cruza su mente: “Sopa de sobre”. Con ánimos renovados, Alejandro rebusca entre los muebles superiores de la cocina en busca de un sobrecito de sopa instantánea, la triste piedra angular de su alimentación: Un manjar aguado con un ligero y artificial sabor a verduras y pollo, barato y listo para comer tras un minuto de microondas. Con una ansiedad creciente, Alejandro continúa rebuscando entre sus muebles, hasta que finalmente da con la caja de sobres. “¡Con pollo de verdad!”, reza la caja. “Si fuera de verdad no se verían obligados a recalcarlo...”. Ilusionado, agarra la caja de sopas para descubrir que está vacía. Por qué hará eso. Por qué no tirará las cajas. Por qué se pone trampas a sí mismo. Abatido, Alejandro coge un paquete de palomitas y lo lanza al fondo del microondas. “Sólo dos minutos y medio... Esta semana repito cena”. Entre explosiones de maíz, Alejandro vuelve a su mesa, derrotado en una batalla contra su propia ineptitud. Mientras las palomitas terminan de hacerse, ojea con vergüenza su trabajo de toda la tarde: apenas tres líneas de coqueteo estúpido entre una ama de casa y un panadero. Al igual que su vida, su trabajo le asqueaba. Alejandro se ganaba más o menos la vida escribiendo relatos eróticos para un portal web femenino sudamericano. Si bien siempre había soñado ser escritor, desde luego entre sus metas no estaba relatar como Horacio, el panadero, amasaba los pechos turgentes de Eva mientras ella acariciaba su miembro enhiesto. Sin duda, un auténtico coñazo de trabajo, pero al menos le permite pagarse las facturas, comprarse algunos cómics y no depender de sus padres, lo que al fin y al cabo es el auténtico nuevo sueño del siglo veintiuno tras la extinción del mileurista.
Absorto en sus lamentaciones, Alejandro descubre que el microondas ha dejado de hacer ruido. Su cena está lista. En una auténtica catarsis de la dejadez, Alejandro se tira en el sofá, enciende la tele y se pone a comer palomitas directamente de la bolsa. Aún queman, pero poco le importa... al menos así consigue quitarse el frío de las manos. No es que Alejandro viva en la indigencia: si quisiera, podría encender la calefacción central, pero ese aparato le adormece los sentidos y le deja los pies helados. Su propio cuerpo le pide soportar el frío... un organismo concebido para pasarlas canutas. Su vieja televisión le saluda con el canal local de turno. En este momento, una pitonisa de aspecto desaliñado grita a los espectadores para que llamen y paguen por conocer su porvenir. A Alejandro no le hace falta clarividencia para saber lo que vendrá: Se hará viejo en aquel minúsculo apartamento, aliviando la menopausia de miles de féminas colombianas a través de sus textos mediocres. De vez en cuando se tomará una caña con algún amigo, puede que quede con alguna tía desesperada que encuentre por Internet y, al final de cada mes, cogerá un bus hacia su pueblo para visitar a sus padres. Y poco más. Con deprimente apatía, Alejandro devora la bolsa de palomitas mientras mira a la sobre actuada pitonisa sin prestarle mayor atención. Cuando termina su festín, siente la resaca propia de un atracón de palomitas: los labios hinchados por la sal, la garganta seca y un trozo de maíz que se ha instalado, para quedarse, entre una muela y la encía. Comienza a hurgarse con la lengua desesperadamente, sabiendo de antemano que lo único que va a conseguir es hacerse más daño: el maíz se irá como entró: cuando le apetezca. De mal humor, se tumba en el sofá y, con la mirada perdida en el techo, se zambulle en sus pensamientos: “Menuda mierda... ni una sopa me he podido tomar”. Alejandro está muy enfadado consigo mismo. Por muy baja que sea la meta que se ponga en su vida, finalmente acaba fracasando. En un día mediocre, poco productivo y tremendamente aburrido, lo único que Alejandro quiere es un insípido sobre de sopa instantánea, y ni con eso puede contar. De algún modo, aquella absurda cena a base de palomitas le ha hecho tocar fondo en su vida, y en un arranque de rabia decide que todo debe cambiar. Hoy cenará sopa de sobre, aunque tenga que ir a buscarla en medio de la noche por todo Madrid. Sin pensarlo ni un segundo más, Alejandro se calza sus zapatillas, se pone su chaqueta y con un portazo abandona su apartamento. Sin dejar de buscar con su lengua el trozo de maíz extraviado en su boca, sale del bloque en el que vive y camina apresuradamente calle abajo: hace un frío polar a esa hora de la madrugada, pero ya le da igual... al fin y al cabo, esta noche cenará sopa y conseguirá entrar en calor antes de irse a la cama.
Si mal no lo recuerda, al final de su calle hay un locutorio 24 horas regentado por paquistaníes que cuenta con una especie de pequeño supermercado. Somnoliento y aterido, Alejandro piensa que si no encuentra en ese lugar la maldita sopa de sobre volverá a su casa y se acostará de una vez. La determinación es más bien un aliado débil a esas horas de la madrugada.
Unas letras de neón parpadeantes coronan la puerta de cristal del local, a través de la cual puede verse que el establecimiento sigue abierto. Alejandro entra, y el dependiente le saluda con un gesto de cabeza mientras le observa con el gesto tenso. Seguramente esté preocupado de que un hombre con cara de pocos amigos, despeinado y con barba de tres días, entre a las cuatro de la mañana a un establecimiento generalmente visitado por extranjeros. “Pensará que soy un yonki... Y en parte no se equivoca. Estoy aquí porque me he quedado sin mi mierda”. Comienza a pasear por el local, sorprendido de su tamaño y de la cantidad de gente que hay por allí. Los dos puestos telefónicos están ocupados por dos señores asiáticos. En la parte de los ordenadores conectados a Internet, dos adolescentes marroquíes se divierten leyendo en voz muy alta una chillona página web en árabe. Por el pasillo de la parte en la que están los productos de super mercado, una señora oronda escondida tras un velo, ojea los distintos tipos de arroz disponibles. Alejandro suspira: para una vez que sale a la calle, se siente un absoluto extranjero. Las campanitas sobre la puerta del local anuncian la entrada de un nuevo cliente: Sin dejar de destrozarse la lengua contra las encías, Alejandro observa ensimismado a la chica que acaba de entrar: Morena, guapa, delgada y, según sus cálculos, más o menos de su edad. Venía vestida con unos vaqueros raídos y una sudadera con capucha de color morado. Bajo su brazo portaba un casco de moto integral de llamativos colores. Sin prestar atención a nada ni a nadie, la chica se dirige directamente a la estantería de alimentación. Obnubilado, Alejandro arrastra sus pies en su misma dirección. Advierte cómo ella ojea rápidamente la estantería y sin pensárselo dos veces escoge una pequeña caja y continúa con su compra. Al cruzarse con ella, Alejandro observa lo que ha cogido y el corazón le da un vuelco: una caja de sopa instantánea. ¿Qué clase de broma era aquella? ¿Quién, aparte de él, saldría a la calle a comprar sopa de sobre a aquellas horas de la madrugada? Confundido, se dirige al lugar del que la chica ha sacado la caja, y para su estupor descubre que el fondo de la estantería le anuncia lo peor: era la última. “Imposible...”. Alejandro mira con nerviosismo a su alrededor en busca de la chica. Se encuentra observando un paquete de cereales, a tan solo unos metros de él. Sin pensarlo, se acerca a ella:
  • Hola.
  • Hola -La chica observa su cara con detenimiento- ¿Nos conocemos de algo?
  • N-no. Solo quería saber de dónde has cogido esa caja de sopa.
  • ¿La sopa? -sorprendida, se pone de puntillas para mirar por encima de hombro de Alejandro. Éste se aparta torpemente- Justo allí, junto al avecrem.
  • Ah, bueno... Es que no queda.
  • Ah. Lo siento... ¿Sólo venías a por eso?
  • Bueno... -Alejandro se siente rematadamente estúpido- Sí, más o menos.
  • ¿Más o menos?
  • No, sí, venía a por eso.
  • Vaya, pues lo siento -la chica esboza una sonrisa-. Te daría esta, pero estoy demasiado enganchada a estas sopas... Las necesito para dormir.
  • Joder, a mí me pasa lo mismo... ¿Qué coño le echarán?
    La chica se le queda mirando fijamente unos segundos.
  • ¿Te pasa algo en la boca?
  • ¿A mí? -sin darse cuenta, Alejandro sigue buscando con la lengua el maldito trozo de maíz- Nada, he comido palomitas y...
  • Ah, vale... Oye, ¿Por qué no le preguntas si les queda alguna más en el almacén?
  • Sí, eso haré...
    Sintiéndose un imbécil, Alejandro se dirige a la caja y, tras esperar unos minutos a que acabe con otro cliente, pregunta por la sopa de sobre.
  • Era la última -espeta sin más el dependiente.
  • Qué mala suerte -la voz de la chica sorprende a Alejandro desde su espalda. Ella deja sobre el mostrador la caja de sopa, un brick de leche y una barrita de cereales, y de uno de sus bolsillos saca un billete de cinco euros. Cuando el dependiente le da el cambio y su compra en una bolsa de plástico, Alejandro y ella salen de la tienda.
  • Menuda putada, ¿Eh? - La chica se coloca el casco y levanta el visor-. Volver a casa, solo y sin sopa...
  • Ya ves... -de pronto Alejandro cae en la cuenta- ¡Eh! ¿Y tú que sabes si vivo sólo o no?
  • Por favor: un tipo desaliñado, comprando sopa de sobre en un locutorio paquistaní a las cuatro de la mañana. Si tuvieras novia, o mujer, o lo que sea, tu vida sería muy distinta. Llevarías horas dormido, habrías cenado sopa casera y, desde luego, no vendrías a comprar a comida barata a un locutorio.
  • ¡Mira quién habla! -aquella intromisión en su vida había herido el orgullo de Alejandro- Por lo que dices, tú deberías estar igual de acabada, ¿No?
  • ¡Por supuesto! -dice la chica entre risas.
  • Pues muy bien... No son horas para que nadie me juzgue -Alejandro se da la vuelta- ¡Qué aproveche la sopa!
  • Espera -con gesto conciliador, la chica coge la caja de sopa de su bolsa, la abre, y saca los seis sobres que contenía en su interior. Separa tres y se los ofrece a Alejandro.- Toma. Es demasiado tarde para que te vayas a la cama enfadado. Y no te preocupes, hombre... Algún día encontraremos a alguien que nos haga una buena sopa casera.
  • G-gracias -Alejandro coge los sobres y se queda mirándolos fijamente. Mientras tanto, la chica se baja el visor de su casco integral, se dirige hacia una moto aparcada frente a la tienda y se monta.
  • ¡Espera! - Grita Alejandro sin saber muy bien por qué- Te invito a un plato de sopa. Vivo justo arriba...
  • ¡Mejor a la próxima! -Dicho esto, la chica arranca la moto y sale despedida por las oscuras calles de Madrid.
Con tres sobre de sopa en la mano, un trozo de maíz destruyéndole la lengua y tan helado como cansado, Alejandro camina de vuelta a casa. El encuentro con esa chica le hace sonreír, preguntándose cuánta gente puede haber en Madrid a estas horas comprando sopa de sobre. “Solo ella y yo”. Se maldice mil y una veces por su estúpida invitación final, por haberle hablado con tanta torpeza, por no haberle pedido su correo, o su teléfono... “¡Imbécil! Te ha dicho que estaba sola...”. En un impulso absurdo, Alejandro mira hacia atrás. Obviamente, la chica ya debe estar a kilómetros de allí.
Alejandro vuelve a su apartamento, diminuto, sórdido, su agujero de perdedor. Técnicamente todo ha salido bien, finalmente cenará su sopa instantánea favorita... pero hay algo que le impide disfrutar del momento, algo parecido al trozo de maíz en la muela y que, sin embargo, no puede buscar con la lengua. Tras introducir la taza con el agua y el contenido del sobre en el microondas (un minuto es suficiente) Alejandro observa como ésta da vueltas hipnóticamente, y en el sepulcral silencio de la madruga aguarda al “clin” que le anuncia que, por fin, la cena está servida. Con la taza humeante calentándole las manos, vuelve a su mesa en un vano intento por adelantar algo más su relato. Le es imposible: mientras da largos sorbos a su sopa, no puede dejar de pensar en la misteriosa chica del casco. Aquel encuentro casi místico ha erradicado definitivamente la poca fuerza de voluntad que le quedaba para seguir delante de su ordenador, por lo que, con el estómago y el cerebro llenos de sopa de sobre, Alejandro se desnuda y se mete bajo los edredones de su cama. Mientras intenta dormir, su lengua ataca una y otra vez de forma instintiva al trozo de maíz enemigo. Por otro lado, su cerebro parece no querer dejarse vencer, enviándole imágenes sin orden ni concierto, confundiendo sus sentidos, mostrándole a la chica del casco, al paquistaní del 24 horas... al gallo sonriente de los sobre de sopa. Alejandro empieza a sentir un gran calor, sensación que achaca al efecto de la sopa humeante en su cuerpo. Violentamente, tira una de las colchas al suelo, pero eso no le alivia. El sudor comienza a empapar las sábanas de su cama, y cada vez se rebulle más inquieto. La segunda colcha cae al suelo. “Esto no puede ser de la sopa...”. De pronto Alejandro cae en la cuenta de que seguramente haya accionado la calefacción sin querer. Al fin y al cabo, no es la primera vez que al lanzarse en picado al sofá ha encendido por accidente cualquier aparato cuyo mando hubiera acabado bajo su culo. En un mar de sudor, se levanta de su cama y vuelve al salón, y lo que allí encuentra hace que le dé un vuelco el corazón: resguardados por la penumbra que reina en su apartamento, dos figuras irreconocibles se han acomodado en el sofá. Parecen estar muy juntos, amándose o peleándose, sin hacer apenas ruido. Muerto de miedo, Alejandro vuelve a su habitación y, a tientas, agarra su teléfono móvil. 112. Llamar. Llamando...
  • ¿Hola? -su voz es apenas un susurro.
  • Emergencias, ¿Dígame?
  • Dos personas han entrado en mi apartamento. Calle Alférez Moreno 24, segundo derecha.
  • ¿Hay alguien herido?
  • Aún no... ¡Rápido!
Con la boca tan seca como un zapato y el corazón desbocado, Alejandro se dirige a la puerta de su habitación y, a través de una rendija, observa a la pareja de desconocidos. Uno de ello se levanta, se apoya contra la pared junto a la ventana y se enciende un cigarro. Durante unos instantes la luz de mechero ilumina el rostro de aquel desconocido: Se trata de un hombre de tez morena con un espeso bigote. Mirando bien su figura, se da cuenta de que es grande y musculoso. El sudor sigue recorriendo infatigable el cuerpo de Alejandro, y sin embargo tiembla... ¿Será el miedo?
  • Vamos, Alejandro, no seas bobo. Sabemos que estás ahí.
El desconocido suelta una bocanada de humo hacia el techo.
Alejandro ahoga un grito mientras por su mente pasan ideas estúpidas “Me va a apestar el piso con el humo... ¿Por qué no salta la alarma anti incendios?”.
  • ¡He llamado a la policía! -la voz de Alejandro denota terror- ¡Más vale que os vayáis!
  • Ay, papi, no te pongas así... -la figura sentada en el sofá se levanta y se acerca al tipo junto a la ventana. Su voz desvela que se trata de una mujer... con acento sudamericano- ¿Por qué no enciendes la luz? Todo se verá más claro...
Derrotado, asustado y confundido, Alejandro enciende la luz... y cree haberse vuelto loco. Ante él se encuentra un hombre corpulento vestido con un mandil blanco y unos pantalones vaqueros, y manchado por todas partes de algo que parece harina. A su lado se encuentra una mujer de marcadas curvas y mediana edad, ataviada con un sensual vestido rojo de lunares blancos. Alejandro siente cómo el sudor le baña el rostro, consiguiendo llegar a sus ojos. Escuece. Aún así, los reconoce al instante: su aspecto, su acento, su mirada... Se encuentra ante los protagonistas de su inconcluso relato. “Estoy soñando...”.
  • N-no sois reales -Alejandro no puede evitar reírse- ¡Os he creado yo!
  • No nos has terminado de crear -el hombre expulsa el humo por la nariz- ¡Nos has dejado el polvo a medias!
  • ¿Qué? -instintivamente, Alejandro va hacia la ventana y la abre- ¡Aquí no se puede fumar!
  • Qué remilgado... -la mujer le pide con un gesto un cigarro al hombre, y él se lo da- ¿Con esa actitud pretendes enamorar a la chica del casco?
  • ¡Eso no es asunto vuestro! -Alejandro no deja de sudar, pero le reconforma el aire fresco que entra por la ventana.
  • Vaya mierda de día, ¿Eh? -el hombre se dirige a la cocina con el cigarro en la boca, coge un sobre de sopa y lo mete en el microondas. Solamente un minuto- No terminas tu trabajo, dejándonos a nosotros a la mitad, conoces a una mujer que merece la pena y, ¿Qué haces? Te acojonas. Ni siquiera has preguntado su nombre. Qué perdedor...
  • ¡Dejadme en paz! Solo quiero dormir...
  • Si estás soñando, estás durmiendo... -el tono burlón de la mujer irrita a Alejandro. “Si mi personaje se ríe de mí... ¿Me estoy riendo de mí mismo?”.
  • Mira, estás acabando con mi paciencia -con un enfado creciente, el hombre da una última calada a su cigarro, lo tira al suelo y lo apaga con el pie- Quiero que salgas ahora mismo por esa puerta y busques a esa chica. Hasta que no la encuentres no vas a poder acabar nuestra historia... ¡Y estoy muy caliente, joder!
  • ¿¿Y dónde quieres que vaya?? -Alejandro no puede creer que esté discutiendo con su personaje- ¡¡No sé dónde buscarla!! Dejadme dormir... Mañana terminaré el relato.
  • Ay, no, papi, sabes que no lo harás -la luz del cigarro ilumina los labios rojos y carnosos de la mujer.
El sudor sigue emanando por los poros de Alejandro, se siente agotado y muy enfadado.
  • ¿Y qué? ¿Qué vais a hacerme si no lo hago? ¡Solo sois un sueño!
El “¡Clin!” del microondas llama la atención del hombre, que pone su mano sobre la tapa. Antes de abrirla, dirige su mirada a Alejandro y le dedica una sonrisa que le hace estremecer.
  • ¡Muévete!
Alejandro estalla en carcajadas ante lo que allí acontece. Un sin fin de gallos y gallinas comienzan a salir en estampida del microondas. Los animales revolotean por todo el apartamento, llenan el ambiente de plumas, pelean entre ellos, todo ante la divertida mirada de los personajes de ficción. Aterrorizado y mareado por las plumas y el ruido, Alejandro se precipita hacia la puerta de su apartamento, la abre, y al otro lado descubre, para su sorpresa, a la chica de la sopa de sobre, con el casco puesto, observando la escena. Alejandro siente como el mundo da vueltas a su alrededor y, en medio de un torrente de plumas, cae al suelo agotado.


Una mecánica sinfonía de sonidos despierta a Alejandro. Cuando consigue abrir los ojos, todo está borroso a su alrededor. El sonido de un goteo constante, un pitido débil pero molesto, el murmullo en el exterior... no reconoce nada de aquello. Y desde luego, no se encuentra en su apartamento: demasiada luz, demasiado ruido... y olor a desinfectante. Tras parpadear un par de veces, por fin reconoce el lugar. Se encuentra en una habitación de hospital, pero no consigue recordar por qué durante unos segundos. De pronto, la imagen de sus dos personajes besándose en el sofá de su apartamento le hace sonreír.
  • ¿Qué tal estás?
Una chica joven y guapa se encuentra frente a su cama. La enfermera. ¿Quién si no?
  • No lo sé... algo mareado. ¿Quién me trajo aquí?
  • La policía. Tú mismo los llamaste... ¿No te acuerdas?
De pronto Alejandro se siente muy estúpido. Había llamado a Emergencias para defenderse de sus propios personajes... Algo no había ido bien aquella noche.
  • Sí, más o menos... ¿Qué me ha pasado?
  • Te encontraron en la puerta de tu apartamento bañado en sudor. Llegaste aquí con más de 40 de fiebre. Tienes suerte de que la policía acudiese tan rápidamente...
  • Pero... -a Alejandro casi le da vergüenza preguntarlo... mejor no lo hace- ¿Cómo llegue hasta allí?
  • Seguramente tú mismo salieses de la cama. A una temperatura tan alta es normal sufrir alucinaciones de un realismo sorprendente.
  • Pero, tanta fiebre...
  • Has sufrido de un caso grave de intoxicación debido a un alimento en mal estado.
  • La sopa...
  • Seguramente, aunque aún tenemos que hacerte algunas pruebas. No eres el primer paciente que llega con estos síntomas en el día de hoy. ¿Cómo podéis comer esas porquerías?
  • Qué casualidad -Alejandro escucha una voz familiar que se esconde tras la cortina verde de la cama contigua. Cuando la descorre, encuentra a la chica del casco. Está despeinada y demacrada, con uno de esos feos pijamas de hospital que parecen de papel.
  • Increíble -Alejandro no es capaz de decir nada mínimamente inteligente. Con la lengua busca el trozo de maíz extraviado. No sabe cómo, pero ha desaparecido.
  • Supongo que te debo una disculpa -dijo la chica-. Por hacer que te intoxiques, y eso...
  • No te preocupes...
  • A partir de ahora, se acabaron las sopas de sobre, ¿Vale?
  • Vale -Alejandro sonríe, por primera vez en mucho tiempo- La comida casera es mucho mejor, dónde va a parar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario