viernes, 30 de marzo de 2012

Relato 2 - Carlos Castro Rincón

El coñazo (o Aquí nunca se sabe)

A Elías Jiménez, 
mi Laurence Sterne carupanero

Los autobuses de Caracas —arrastrando la convulsión, el incesante jadeo— son casi todos unas bestias moribundas. Hay uno en particular, en el que desde luego no estamos nosotros (porque estamos trajinando con los ojos de frase en frase en un cuento y no en el pleno e impresionante acontecimiento de la vida, que es inescrutable), que marcha ahora mismo por la Autopista Caracas-La Guaira, y en el que solamente van dos mujeres sentadas frente a dos hombres.
—¿Y el chofer? ¿O se maneja solo?
—Cierto. Y el chofer. Perdón.
Digamos que es de tarde. En un buen rato es que va a caer la noche.
—¿Caer la noche?
—Sí, y nadie la recogerá del suelo. ¿Puedo seguir?
—Dale.
Una de las mujeres, pongamos que se llama Gertrudis (aunque también podría llamarse Ramona, o Emeregilda) es… desoladoramente fea.
—¿Una soberana mamarracha?
—Exactamente.
La otra, que seguramente lleva por nombre Helena, o Beatriz, o Laura, o Andrea (quedémonos con Helena), tiene una belleza que es —siendo ridículos pero también descaradamente precisos— un caudaloso río sin orillas. Tiene un cuerpo ondulante, de palidez fogosa, mezcla de rojo y nácar, con unos ojos infinitos.
—Un hembrón, pues, sin tanta palabrería.
—Ajá.
Los dos hombres no ameritan tanto detenimiento: son par de lugares comunes. Pero como esta historia necesita diferenciarlos, imaginemos que uno parece andino (responde al nombre de Anastacio) y el otro parece oriental (y responde demasiao al nombre de Elías).
Ninguno de los cuatro pasajeros se conoce, aparentemente.
El autobús va entonces acercándose a Boquerón 1, un túnel de casi dos mil metros de oscuridad absoluta (sólo por hoy, generalmente esto no pasa; no se sabe si es una falla, un descuido o un corte eléctrico inesperado: aquí nunca se sabe).
—Y a nadie le importa.
—O así parece.
Total que penetran en un abismo (construido por el gobierno del dictador Marcos Pérez Jiménez) que se sentiría más o menos como si pasáramos a través de esto (el de la derecha):


La costumbre, desde luego, y no él, hace que de repente el chofer encienda el par de faros. Con esto empieza a brotar en su plano visual la fila de ojos de gato pegados al asfalto, ojitos que se va tragando por debajo uno a uno el autobús, y también surge en su garganta (la del chofer, no la del autobús, por si acaso) un potente y nicotínico…
—La palabra nicotínico no está en el Diccionario de la Real Academia Española.
Un potente y nicotínico gargajo verde y marrón que escupe por su ventanilla.
—¿Belmont?
—No, Cónsul.
—¿Estaba abierta?
—¿Qué?
—La ventanilla.
—Sí.
—Menos mal. Qué asco.
Entretanto, el chofer no enciende las luces de adentro para aprovechar y rascarse discreto y sabroso las bolas. Y como era uno de esos hombres que hacen todo a la machimberra, como dice mi abuela Ana, y no pueden atender dos cosas a la vez (escroto y vía), tuvo varios reveses con el volante, lo que sacudía peligrosamente en zigzag al autobús de vez en cuando.
—Benditos sean los ojos de gato.
—Sí, señor.
Los cuatro pasajeros quedaron entonces por unos minutos inmersos en una negra circunstancia derramada así:


 Y de pronto, se oye un golpe durísimo y seco, lo que equivaldría, si esto lo estuviera contando mi querida Martha, a un “rolitranco de coñazo enooorme”.
—¿Cómo sonó?
—¡PACÁN!
El peso insostenible de las cosas invisibles. Entonces el autobús termina de pasar por el túnel y la luz crepuscular recobra en un dos por tres su potencia e invade completamente este insólito momento: Anastacio tiene un cachete ardiendo de rojo y de dolor (con la bonita marca definitiva de una mano).
—¿”Bonita marca definitiva”?
—Sí. Déjame en paz.
Se ven los cuatro las caras (se escrutan, mejor dicho). Se quedan callados, como cuando uno está en un ascensor con un gentío y se huele de pronto un silencioso y mortífero peo, y nadie dice nada y simplemente se limita uno a apurar su piso con la frente sudorosa.
Y se ponen a pensar.
Gertrudis: “Seguro que el gocho* este le metió mano a la buenota pretenciosa. Ella por supuesto se arrechó y le dio su coñazo por abusador”.
Helena (Uf, Helena): “Segurito que este gocho desgraciado intentó meterme mano, y como estaba oscuro y este perol se movía mucho, se equivocó y tocó a la loca zarrapastrosa esta y ella le dio su tremendo coñazo. Bien hecho. Falta de respeto”.
El pobre Anastacio, sobándose disimuladamente: “Ahí está, seguramente que el hijoeputa este con cara e’ diablo le metió mano al mujerón. Uy, claro, y ella creyó que jui yo y le clavó el coñazo al más pendejo”.
Y el avión de Elías: “Ja ja ja… si en Boquerón 2 tampoco hay luz le vuelo otro coñazo a este gocho hueleverga”.
Pero en Boquerón 2 (¿afortunadamente?, ¿desafortunadamente?) había una iluminación perfecta.
—¿Ya?
—Sí. ¿Qué esperabas, un cuento policial que girara alrededor del misterioso coñazo?
—Pues sí.
—No. Las grandes hazañas me deprimen.

* Gocho es un término con el que se suele identificar a las personas nacidas en los de los Andes venezolanos, y existe la apreciación entre una parte de quienes lo reciben de tener una connotación despectiva, entendiéndose con él que las personas son torpes, fáciles de engañar y carentes de cultura.

Carlos Castro Rincón

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