viernes, 23 de marzo de 2012

Relato 1 - Julio Trino Blanca Vergara


                                                   GULAG GÁSTRICO

                                                                          Ningún pájaro sobrevive a la eternidad de su canto”
                                                                                                                                                    Proverbio rumano

Despierta.

Su vida sigue aquí.

-“Me llamo Piotr Grznadov y tengo que ir a trabajar”-. Este sonsonete tintineante repica en la taza del retrete de su mente. Pero todavía es imposible. “Cinco minutos más”- afirma y titubea. Cambia de postura. Durmió de lado toda la noche, con los brazos cruzados sobre el pecho. Ahora el derecho le hormiguea y lo siente como de prestado. Trapo prestado. Odia esa sensación.

También odia despertarse, ese momento en que tiene que reencontrarse con la serie de certezas amargas y con todas el compendio de sus limitaciones. “Son tiempos difíciles para despertarse, sobre todo si vives en Tula, una gélida escombrera rusa más”- estima. “Añádele a eso que los panzers existen y avanzan por la faz de la tierra con la disposición de liquidar a todo aquel que no se encuentre en su vientre de metal, a los que no tengan un antepasado llamado Fritz”

Sí. Ha llegado la mañana, con todo lo que eso conlleva.”- grazna Piotr para sí mismo. Sabe que ya pasaron los cinco minutos de auto concesión, los únicos del día en los que se permite apiadarse de sí mismo. Pero hoy necesita más. Gira de nuevo en su mísero jergón y mueve la lengua por primera vez desde que abrió los ojos.

- “Oh, me cago en los popes”- susurra para sus afueras.

Sí. Está en su segunda patria. La resaca.

La cabeza es un campo de algodón el año de la mejor cosecha de la historia. Pero los negros han sido perdonados por dios, quién es el único que sabe que pecados cometieron en algún momento para ser dignos de la gran putada esclavista. No hay nadie que recoja la espesura alba dentro de la cabeza de Piotr.

Los dientes son porcelana quebradiza cómo el juego de té chino que la pobre Masha dejó caer sobre la gruesa alfombra que adornaba gran parte del salón de la baba Stoya y que, aún así, reventó en mil pedazos, ante la mirada atónita de sus gordas y viejas amigas. Jamás olvidaré cómo se levanto mi parienta y, cómo una campesina brutal, ella que se las daba de señora, cayó sobre mi Mashenka, moliéndomela a palos con el atizador de la chimenea hasta que se le canso el brazo y le comenzó a sudar el bigote. Cuando esa noche fui a follarme a mi pequeña, como acostumbraba a hacer desde que tenía catorce años siempre que dormía en casa de los abuelos, casi que desisto ante su excusa de estar demasiado dolorida para combarse como ella sabía que me gustaba a mí. Piotr pasa la lengua por los dientes, notando una textura que le produce gran grima (“el lavado bucal de la semana toca hoy”), con cuidado, ya que tiene la sensación de que pueden desplazarse irremisiblemente.

La vodka. Bendita puta que viene a poner orden en el tugurio de mi alma con el vaho violeta del desorden.

Ahora toca la reconstrucción de la noche, pero Piotr prefiere darse los últimos cinco minutos antes de enfrentarse a ello. No suele ser agradable.

Finalmente, de un salto se levanta y sabe al instante que fue larga y dura, básicamente por dos razones: su equilibrio es penoso (casi cae de bruces sobre su ropa arrugada y sucia tras su atlética vuelta al mundo de la verticalidad). Dos: hay picazón, hematomas del mañana, que ayer no existían.

Vuelve a congelar la maquinaría de la memoria. Antes necesita dirige hacía la desconchada habitación colindante, dispuesto a realizar cuantas abluciones sean necesarias ante el caldero herrumbroso amariverde. Primero lo hace con una mano, luego con la otra. Finalmente usa las dos. Sea cómo sea tiene que devolverle la sensibilidad a su piel para que deje de ser ese plástico barato y pesado que ahora parece recubrir el resto de su ser. Tal trajín provoca toses y secrecciones. Las arcadas arcaicas habituales lo dejan in extremis ante su bilis. Pero, finalmente, hoy no vomita.

Mirarse en el espejo siempre le es astillante. No está de acuerdo con su cara ni con su cuerpo, por lo que evita hacerlo siempre que puede. Eso hace que tenga una imagen idealizada de sí mismo, que se le cae por completo cuando vuelve a observar a su doppelgänger en el cristal reflectante. Entonces no vuelve a a mirarse en un tiempo. Este es simplemente otro de los círculos de la existencia dantesca de Piotr.

Enclenque, rubicalvo, rubicundo, de barbas con frecuencia mesadas, rusas, inconmensurables.

Pero todo puede ser peor.

De repente se acerca al espejo, como hace tiempo que no ocurría. Realiza una pequeña incursión en su memoria para rescatar ese momento: la última vez que pasó fue para acabar con un resiliente forúnculo que parecía decidido a convertirse en habitante estable de su entrecejo. Aún recuerda el dolor, la sangre y la escoria que manaba sobre el puente de su nariz tras los rabiosos apretones. Pega su rostro al espejo y descubre que entre su sauvage barba hay algo atrapado, sea lo que sea, repugnante. Sus dedos desentrañan la sucia, aún recién lavada, maleza facial y agarran con la punta una asquerosidad alargada, blanquecina y fofa.

Fideo”- se apresura a reconocer. Una sonrisa cetrina ilumina la estancia desconchada. Por un momento había pensado que era un gusano:“¡Aún no estoy podrido!”- exclama para sus adentros.

Fideos.”- Bucle ensimismado de su pensamiento deshidratado etílicamente. Viste aceleradamente el traje con el que algún día lo enterraran.

Fideos.”- Posa las manos sobre ortigas en un prado precioso, imagina, a la vez que coloca en sus pies pálidos unos calcetines oscuros tiesos cómo negro pescado seco.

Fideos”.- Clama su estomago, a sabiendas de que en la planta de abajo se cuece la diarrea y que no habrá recepción de sólido en su oficina espasmódica hasta quién sabe.

La magdalena de Proust son los fideos de Piotr.

En la noche que antecedió a este día, como tantas otras, ante la comprensión torácica que sentí nada más entrar en mi apartamento, digno de todo perteneciente al lumpemproletariado, tras una jornada laboral más que extenuante, decidí coger del solitario interior de la alacena media botella de vodka y buscar otro tipo de comprensión, una incognoscible...la de Chernaya Suca, la amante profesional que vive a tan solo dos puertas de la mía.

Inenarrable mujer de nariz bulbosa y espongiforme, había dejado de ser joven hacía mucho tiempo, aún con sus 21 años. La sucesión de abortos, palizas e ingestas masivas de alcohol habían profanado su feminidad hasta conformar una criatura amoratada, desgreñada, cicatrizada e imbécil que, cuando había dinero, gruñía sodomizada por el miembro enclenque, rubicalvo y rubicundo de Piotr que, mientras, rechinaba los dientes y encogía los dedos de los pies, sin placer alguno.

Recordó haberla observado recostado tras el ayuntamiento mientras lanzaba leños mojados al fuego para calentar el agua del samovar, agachada, con su mirada bovina clavada en las llamas estáticas. Contempló en silencio el espectáculo que le ofrecía ver su coño grande cómo una escupidera desde detrás, un coño que humeaba debido al frío, un coño ahíto de semen del que, de repente, rezumó toda la escoria seminal acumulada, la suya y la del resto de miembros de la comunidad. Ella le acercó un tazón de sopa cuando estuvo lista, con fideos... también humeante.... no fue la pena lo que quebró su resistencia a llorar: la combustión de los leños producía un tufo que los asfixiaba lenta y dulcemente”.

Por último coloca sus botas sin lustre para siempre,. Descubre que la suela derecha está despegada. Fogonazo e imagen: cuando salió de la habitación de Chernaya tras arrojar unos rublos sobre su poblado pubis, se cruzó por el pasillo lóbrego pasillo con su archienemigo, el cerdo de Razumikin Chejov, magnífico ejemplar de la baja estofa con el que tenía el acuerdo tácito no verbal de zurrarse mutuamente cuando ambos estaban borrachos. Eran patéticas aquellas luchas, como un ballet de tarados; he ahí el motivo de la inconsistencia de la suela y de los dolores que sentía en su geografía corporal; anoche había vuelto a caer, a perder.

Pero no hay tiempo de tristes contemplaciones desde el balcón de la rememoración. La fabrica espera. Diez horas en la cadena de montaje viendo una sucesión de petacas relucientemente vacías pasar ante sus ojos. Y eso con tremenda resaca, con la angustia de saber que el mastuerzo de Vasil Onv, el puto jefe de sección, volverá a amenazarlo con despedirlo si no las embala rápido, con condenarlo a la sed a la que un alcohólico nunca está dispuesto a enfrentarse.

Presuroso, sale a la calle y se siente aplastado por el alma límpida de la estepa rusa. Apresura el paso, tiene el deber de contribuir a la dictadura instaurada. Su calcetín derecho aulla cuando la nieve se cuela dentro de la bota por la suela despegada. Cambia su paso para intentar evitarlo. Ahora parece un absurdo cojo presuroso.

Enrarecido en el engranaje de dichos pensamientos y obcecado con el frío, un relincho gutural y los improperios de un desagradable mujik, de esos que azotan los ojos de los équidos cuando estos se niegan a proseguir la marcha, lo arranca y vuelve. Tiene que saltar a la blanca cuneta para evitar ser descoyuntado. Su calcetín se ahoga en las lagrimas de un iceberg.

Se agacha y manipula la suela, estúpidamente. Siente desconsuelo ante semejante putada que le acompañará todo el día. Casi esboza un compromiso de cambio, la decisión de terminar con su existencia misera, la necesidad de una actitud más esperanzadora ante la vida. Rebusca en su bolsillo y encuentra una poca de picadura de tabaco, la coloca en una lámina arrugada y perfila un cigarro matutino. El estomago ruge, la diarrea espera su advenimiento

Es entonces cuando no puede evitar fijar su mirada accidentalmente en un pequeño bulto negro que yace a los pies del esqueleto de un abedul. Instantáneamente reconoce a una cría de chorlito de vientre negro. Nunca le sirvieron los conocimientos que adquirió de niño por su afición a la ornitología, cuando veraneaba en aquella dacha familiar que poseían en tártaras tierras, en los lejanos días en los que todo aún iba bien. Pero está seguro. Es una cría de chorlito de vientre negro.

El minúsculo animal, caído sobre la nieve probablemente por la debilidad del árbol donde su madre lo trajo al mundo, boquea de manera casi imperceptible, cubierto de plumas ralas que parecen escamas. Los diminutos ojos están bien cerrados, como si estuviera intentando negar el destino cruel para un neonato al que se ve impelido cada segundo que pasa. Un hilo de brillo compasivo enreda a Piotr, se le inflama el genuflexo corazón ante el protagonismo que siente adquirido ante este drama nacional cotidiano.

Su abotargada vista ahora le hace recaer en obscena gran bosta que el percherón ucraniano paticorto y de sedosas crines, del mujik había depositado poco antes cerca del agonizante.

Sabe que Vasil Onv le espera con su ración de odio chispeante. También el trac trac de las petacas cayendo sobre la cadena de montaje, el hedor de las almas muertas de los compañeros, que luchan por alimentar a hijos que ya tienen plaza en los campos santos que las guerras implantarán en cada región, en cada casa...El calcetín necesita movimiento o pronto precisará cirugía precaria: unas tenazas para extirpar la gangrena de los dedos.

Entonces, repleto de amor del que jamas abunda, decide llevar a cabo una acción pura. ¿Será esta la oportunidad de redención que lleva tiempo buscando sin continuidad ni fruición alguna?

Piotr horada excitado las heces con sus manos desnudas, coge al pajarillo con inaudito mimo y lo entrega al hueco. Después lo tapa con los restos fecales, dejando su cabecita fuera. Hay que insistir en ello: tal es el amor por la vida que lo azota que, con las briznas de paja que el sistema digestivo de la bestia rumiadora no tuvo a bien digerir, decide construir una patética covacha para evitar, sabe que de manera fútil, que el filoso viento no corte de raiz el hálito de vida del que pende la indefensa criatura.

Debe continuar su camino, con urgencia. El calcetín lo agradece, pero la carne le avisa de que no volverá aceptar parada alguna por el camino, así encuentren una bolsa de patatas llena de bebés gemelos que imprecan con llanto al firmamento por un pezón que pueda calmar el desasosegante instinto de succión. Avanza lentamente, mientras disfruta de la ya casi olvidada sensación de una sonrisa sincera, aunque nota como ésta le resquebraja la cara. Hay oleadas de bonhomía sobre las que se desliza hacia la fábrica. Se pone nervioso ante el bienestar, tanto que comienza a mordisquearse las uñas, con desagradable sorpresa.

Mientras tanto el pajarillo, en el centro del paraíso defecado, comienza a convulsionarse lentamente; un rayo de sol gélido inconexo atraviesa la paja y golpea su tierna mollera. Los efluvios que emanan de la boñiga levemente recalentada y la alegría que otorga sentir la propia carne tibia hacen que, poseído por una frágil euforia, note como el reciente amago de estertor transmuta en su garganta, dando paso al canto que entona en medio del detrito, pleno en su chamizo cómo el fiel en la casa del Padre.

Piotr lo escucha y no puede evitar girar su cabeza para ver el pequeño milagro tundraniano que ha ayudado a crear. Mas, ¡ah! En el mundo hay muchas criaturas desvalidas y los intereses de las mismas suelen ser encontrados: al trote, a una velocidad de crucero iracunda, tiene tiempo a observar (que no a intervenir para evitarlo) cómo famélica raposa, en cuyos ojos adivina que está rasurada todo tipo de clemencia, con costillar luciendo cómo arpa de ángel caído de la que hace brotar furiosamente la música del infierno del Hambre, llega hasta el minúsculo chorlito y entierra sus fauces sin dudarlo en la boñiga, siendo tal la gusa que traga con avidez y sin mascar, pájaro, capilla pajillera y excremento, no dejando nada, lamiendo la nieve, alejándose medianamente saciada, al trote.

Piotr rebusca en su bolsillo y encuentra otra poca de picadura de tabaco, la coloca en una lámina arrugada y perfila un segundo cigarro matutino. Su estomago muge, la diarrea eclosiona. Su estomago zozobra, la diarrea es un hecho.

No hace ni una hora que está despierto y ya desea estar muerto. Eso suele ocurrir en la pausa de mediodía en el trabajo, cuando come pan de centeno y sopa de fideos en el mugriento comedor de la fabrica, cuando el ruido de las ajadas cucharas contra los platos descascarillados le hace experimentarse hiperfragmentado y soluble.

Pero hoy no. Hoy no lleva ni una hora despierto y ya le gustaría estar muerto. Se percata del reguero caliente que corre por su pierna, aprecia cómo se filtra en su bota y alcanza su calcetín. Se ríe mientras piensa: “Al menos tengo el pie caliente”.

Comienza a caminar por donde venía.

Adiós fábrica. Adiós vida. Me vuelvo a casa. Necesito misero jergón y un océano de miles de cinco minutos más y, cuando terminen, querré otro lustro de sesenta segundos más. Luego quizás, solamente quizás, me levante y piense en el cuerpo pequeño y suave de mi Masha y me arrepienta de no haberla cuidado aquella noche en la que fue atizada. Puede que más tarde caliente agua y me lave, incluso creo que voy a cortarme la barba. Y comeré algo. Un huevo frito, No, tres huevos fritos. Si encuentro al cerdo de Razumikin por el pasillo, lo apuñalaré sin remisión. Llamaré a la puerta de Chernaya Suca y me sonreirá como una idiota, me tocará la despejada caray yo besaré la punta de su nariz, bulbosa y espongiforme. Cuando, sorprendida y agradecida, abra su bata y me muestre sus carnes fláccidas turgentes de heridas e humillaciones, le diré que no, que solo quiero sopa de fideos. Después arrojaré leños húmedos a la chimenea mientras ronca a mi lado. Cerraré la abertura que saca el humo a la calle y abrazaré a Mashenka. Hoy quiero morir, dulce y lentamente. ¿Que otra cosas puede uno desear cuando descubre que no todo el que te entierra en mierda hasta el cuello es tu enemigo, que no todo el que te saca de la mierda es tu amigo y que, si estás con la mierda al cuello, lo mejor es que te calles?”



                                                                                    Julio Trino Blanca Vergara

                                                                                Sevilla, a 23 de marzo de 2012





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