GULAG
GÁSTRICO
“Ningún
pájaro sobrevive a la eternidad de su canto”
Proverbio rumano
Despierta.
Su
vida sigue aquí.
-“Me
llamo Piotr Grznadov y tengo que ir a trabajar”-. Este sonsonete
tintineante repica en la taza del retrete de su mente. Pero todavía
es imposible. “Cinco minutos más”- afirma y titubea. Cambia de
postura. Durmió de lado toda la noche, con los brazos cruzados sobre
el pecho. Ahora el derecho le hormiguea y lo siente como de prestado.
Trapo prestado. Odia esa sensación.
También
odia despertarse, ese momento en que tiene que reencontrarse con la
serie de certezas amargas y con todas el compendio de sus
limitaciones. “Son tiempos difíciles para despertarse, sobre todo
si vives en Tula, una gélida escombrera rusa más”- estima.
“Añádele a eso que los panzers existen y avanzan por la faz de la
tierra con la disposición de liquidar a todo aquel que no se
encuentre en su vientre de metal, a los que no tengan un antepasado
llamado Fritz”
“Sí.
Ha llegado la mañana, con todo lo que eso conlleva.”- grazna Piotr
para sí mismo. Sabe que ya pasaron los cinco minutos de auto
concesión, los únicos del día en los que se permite apiadarse de
sí mismo. Pero hoy necesita más. Gira de nuevo en su mísero jergón
y mueve la lengua por primera vez desde que abrió los ojos.
-
“Oh, me cago en los popes”-
susurra para sus afueras.
Sí.
Está en su segunda patria. La resaca.
La
cabeza es un campo de algodón el año de la mejor cosecha de la
historia. Pero los negros han sido perdonados por dios, quién es el
único que sabe que pecados cometieron en algún momento para ser
dignos de la gran putada esclavista. No hay nadie que recoja la
espesura alba dentro de la cabeza de Piotr.
Los
dientes son porcelana quebradiza cómo el juego de té chino que la
pobre Masha dejó caer sobre la gruesa alfombra que adornaba gran
parte del salón de la baba
Stoya y que, aún así, reventó en mil pedazos, ante la mirada
atónita de sus gordas y viejas amigas. Jamás olvidaré cómo se
levanto mi parienta y, cómo una campesina brutal, ella que se las
daba de señora, cayó sobre mi Mashenka, moliéndomela a palos con
el atizador de la chimenea hasta que se le canso el brazo y le
comenzó a sudar el bigote. Cuando esa noche fui a follarme a mi
pequeña, como acostumbraba a hacer desde que tenía catorce años
siempre que dormía en casa de los abuelos, casi que desisto ante su
excusa de estar demasiado dolorida para combarse como ella sabía que
me gustaba a mí. Piotr pasa la lengua por los dientes, notando una
textura que le produce gran grima (“el lavado bucal de la semana
toca hoy”), con cuidado, ya que tiene la sensación de que pueden
desplazarse irremisiblemente.
La
vodka. Bendita puta que viene a poner orden en el tugurio de mi alma
con el vaho violeta del desorden.
Ahora
toca la reconstrucción de la noche, pero Piotr prefiere darse los
últimos cinco minutos antes de enfrentarse a ello. No suele ser
agradable.
Finalmente,
de un salto se levanta y sabe al instante que fue larga y dura,
básicamente por dos razones: su equilibrio es penoso (casi cae de
bruces sobre su ropa arrugada y sucia tras su atlética vuelta al
mundo de la verticalidad). Dos: hay picazón, hematomas del mañana,
que ayer no existían.
Vuelve
a congelar la maquinaría de la memoria. Antes necesita dirige hacía
la desconchada habitación colindante, dispuesto a realizar cuantas
abluciones sean necesarias ante el caldero herrumbroso amariverde.
Primero lo hace con una mano, luego con la otra. Finalmente usa las
dos. Sea cómo sea tiene que devolverle la sensibilidad a su piel
para que deje de ser ese plástico barato y pesado que ahora parece
recubrir el resto de su ser. Tal trajín provoca toses y
secrecciones. Las arcadas arcaicas habituales lo dejan in extremis
ante su bilis. Pero, finalmente, hoy no vomita.
Mirarse
en el espejo siempre le es astillante. No está de acuerdo con su
cara ni con su cuerpo, por lo que evita hacerlo siempre que puede.
Eso hace que tenga una imagen idealizada de sí mismo, que se le cae
por completo cuando vuelve a observar a su doppelgänger
en el cristal reflectante. Entonces no vuelve a a mirarse en un
tiempo. Este es simplemente otro de los círculos de la existencia
dantesca de Piotr.
Enclenque,
rubicalvo, rubicundo, de barbas con frecuencia mesadas, rusas,
inconmensurables.
Pero
todo puede ser peor.
De
repente se acerca al espejo, como hace tiempo que no ocurría.
Realiza una pequeña incursión en su memoria para rescatar ese
momento: la última vez que pasó fue para acabar con un resiliente
forúnculo que parecía decidido a convertirse en habitante estable
de su entrecejo. Aún recuerda el dolor, la sangre y la escoria que
manaba sobre el puente de su nariz tras los rabiosos apretones. Pega
su rostro al espejo y descubre que entre su sauvage
barba hay algo atrapado, sea lo que sea, repugnante. Sus dedos
desentrañan la sucia, aún recién lavada, maleza facial y agarran
con la punta una asquerosidad alargada, blanquecina y fofa.
“Fideo”-
se apresura a reconocer. Una sonrisa cetrina ilumina la estancia
desconchada. Por un momento había pensado que era un gusano:“¡Aún
no estoy podrido!”- exclama para sus adentros.
“Fideos.”-
Bucle ensimismado de su pensamiento deshidratado etílicamente.
Viste aceleradamente el traje con el que algún día lo enterraran.
“Fideos.”-
Posa las manos sobre ortigas en un prado precioso, imagina, a la vez
que coloca en sus pies pálidos unos calcetines oscuros tiesos cómo
negro pescado seco.
“Fideos”.-
Clama su estomago, a sabiendas de que en la planta de abajo se cuece
la diarrea y que no habrá recepción de sólido en su oficina
espasmódica hasta quién sabe.
La
magdalena de Proust son los fideos de Piotr.
“ En
la noche que antecedió a este día, como tantas otras, ante la
comprensión torácica que sentí nada más entrar en mi apartamento,
digno de todo perteneciente al lumpemproletariado, tras una jornada
laboral más que extenuante, decidí coger del solitario interior de
la alacena media botella de vodka y buscar otro tipo de
comprensión, una incognoscible...la de Chernaya Suca, la amante
profesional que vive a tan solo dos puertas de la mía.
Inenarrable
mujer de nariz bulbosa y espongiforme, había dejado de ser joven
hacía mucho tiempo, aún con sus 21 años. La sucesión de abortos,
palizas e ingestas masivas de alcohol habían profanado su feminidad
hasta conformar una criatura amoratada, desgreñada, cicatrizada e
imbécil que, cuando había dinero, gruñía sodomizada por el
miembro enclenque, rubicalvo y rubicundo de Piotr que, mientras,
rechinaba los dientes y encogía los dedos de los pies, sin placer
alguno.
Recordó
haberla observado recostado tras el ayuntamiento mientras lanzaba
leños mojados al fuego para calentar el agua del samovar,
agachada, con su
mirada bovina clavada en las llamas estáticas. Contempló en
silencio el espectáculo que le ofrecía ver su coño grande cómo
una escupidera desde detrás, un coño que humeaba debido al frío,
un coño ahíto de semen del que, de repente, rezumó toda la escoria
seminal acumulada, la suya y la del resto de miembros de la
comunidad. Ella le acercó un tazón de sopa cuando estuvo lista, con
fideos... también humeante.... no fue la pena lo que quebró su
resistencia a llorar: la combustión de los leños producía un tufo
que los asfixiaba lenta y dulcemente”.
Por
último coloca sus botas sin lustre para siempre,. Descubre que la
suela derecha está despegada. Fogonazo e imagen: cuando salió de
la habitación de Chernaya tras arrojar unos rublos sobre su poblado
pubis, se cruzó por el pasillo lóbrego pasillo con su archienemigo,
el cerdo de Razumikin Chejov, magnífico ejemplar de la baja estofa
con el que tenía el acuerdo tácito no verbal de zurrarse mutuamente
cuando ambos estaban borrachos. Eran patéticas aquellas luchas, como
un ballet de tarados; he ahí el motivo de la inconsistencia de la
suela y de los dolores que sentía en su geografía corporal; anoche
había vuelto a caer, a perder.
Pero
no hay tiempo de tristes contemplaciones desde el balcón de la
rememoración. La fabrica espera. Diez horas en la cadena de montaje
viendo una sucesión de petacas relucientemente vacías pasar ante
sus ojos. Y eso con tremenda resaca, con la angustia de saber que el
mastuerzo de Vasil Onv, el puto jefe de sección, volverá a
amenazarlo con despedirlo si no las embala rápido, con condenarlo a
la sed a la que un alcohólico nunca está dispuesto a enfrentarse.
Presuroso,
sale a la calle y se siente aplastado por el alma límpida de la
estepa rusa. Apresura el paso, tiene el deber de contribuir a la
dictadura instaurada. Su calcetín derecho aulla cuando la nieve se
cuela dentro de la bota por la suela despegada. Cambia su paso para
intentar evitarlo. Ahora parece un absurdo cojo presuroso.
Enrarecido
en el engranaje de dichos pensamientos y obcecado con el frío, un
relincho gutural y los improperios de un desagradable mujik,
de esos que azotan los ojos de los équidos cuando estos se niegan a
proseguir la marcha, lo arranca y vuelve. Tiene que saltar a la
blanca cuneta para evitar ser descoyuntado. Su calcetín se ahoga en
las lagrimas de un iceberg.
Se
agacha y manipula la suela, estúpidamente. Siente desconsuelo ante
semejante putada que le acompañará todo el día. Casi esboza un
compromiso de cambio, la decisión de terminar con su existencia
misera, la necesidad de una actitud más esperanzadora ante la vida.
Rebusca en su bolsillo y encuentra una poca de picadura de tabaco, la
coloca en una lámina arrugada y perfila un cigarro matutino. El
estomago ruge, la diarrea espera su advenimiento
Es
entonces cuando no puede evitar fijar su mirada accidentalmente en un
pequeño bulto negro que yace a los pies del esqueleto de un abedul.
Instantáneamente reconoce a una cría de chorlito de vientre negro.
Nunca le sirvieron los conocimientos que adquirió de niño por su
afición a la ornitología, cuando veraneaba en aquella dacha
familiar que poseían en tártaras tierras, en los lejanos días en
los que todo aún iba bien. Pero está seguro. Es una cría de
chorlito de vientre negro.
El
minúsculo animal, caído sobre la nieve probablemente por la
debilidad del árbol donde su madre lo trajo al mundo, boquea de
manera casi imperceptible, cubierto de plumas ralas que parecen
escamas. Los diminutos ojos están bien cerrados, como si estuviera
intentando negar el destino cruel para un neonato al que se ve
impelido cada segundo que pasa. Un hilo de brillo compasivo enreda a
Piotr, se le inflama el genuflexo corazón ante el protagonismo que
siente adquirido ante este drama nacional cotidiano.
Su
abotargada vista ahora le hace recaer en obscena gran bosta que el
percherón ucraniano paticorto y de sedosas crines, del mujik
había depositado poco antes cerca del agonizante.
Sabe
que Vasil Onv le espera con su ración de odio chispeante. También
el trac trac de las petacas cayendo sobre la cadena de montaje, el
hedor de las almas muertas de los compañeros, que luchan por
alimentar a hijos que ya tienen plaza en los campos santos que las
guerras implantarán en cada región, en cada casa...El calcetín
necesita movimiento o pronto precisará
cirugía precaria: unas
tenazas para extirpar la gangrena de los dedos.
Entonces,
repleto de amor del que jamas abunda, decide llevar a cabo una acción
pura. ¿Será esta la oportunidad de redención que lleva tiempo
buscando sin continuidad ni fruición alguna?
Piotr
horada excitado las heces con sus manos desnudas, coge al pajarillo
con inaudito mimo y lo entrega al hueco. Después lo tapa con los
restos fecales, dejando su cabecita fuera. Hay que insistir en ello:
tal es el amor por la vida que lo azota que, con las briznas de paja
que el sistema digestivo de la bestia rumiadora no tuvo a bien
digerir, decide construir una patética covacha para evitar, sabe que
de manera fútil, que el filoso viento no corte de raiz el hálito de
vida del que pende la indefensa criatura.
Debe
continuar su camino, con urgencia. El calcetín lo agradece, pero la
carne le avisa de que no volverá aceptar parada alguna por el
camino, así encuentren una bolsa de patatas llena de bebés gemelos
que imprecan con llanto al firmamento por un pezón que pueda calmar
el desasosegante instinto de succión. Avanza lentamente, mientras
disfruta de la ya casi olvidada sensación de una sonrisa sincera,
aunque nota como ésta le resquebraja la cara. Hay oleadas de
bonhomía sobre las que se desliza hacia la fábrica. Se pone
nervioso ante el bienestar, tanto que comienza a mordisquearse las
uñas, con desagradable sorpresa.
Mientras
tanto el pajarillo, en el centro del paraíso defecado, comienza a
convulsionarse lentamente; un rayo de sol gélido inconexo atraviesa
la paja y golpea su tierna mollera. Los efluvios que emanan de la
boñiga levemente recalentada y la alegría que otorga sentir la
propia carne tibia hacen que, poseído por una frágil euforia, note
como el reciente
amago de estertor transmuta en su garganta, dando paso al canto que
entona en medio del detrito, pleno en su chamizo cómo el fiel en la
casa del Padre.
Piotr
lo escucha y no puede evitar girar su cabeza para ver el pequeño
milagro tundraniano
que ha ayudado a crear. Mas, ¡ah! En el mundo hay muchas criaturas
desvalidas y los intereses de las mismas suelen ser encontrados: al
trote, a una velocidad de crucero iracunda, tiene tiempo a observar
(que no a intervenir para evitarlo) cómo famélica raposa, en cuyos
ojos adivina que está rasurada todo tipo de clemencia, con costillar
luciendo cómo arpa de ángel caído de la que hace brotar
furiosamente la música del infierno del Hambre, llega hasta el
minúsculo chorlito y entierra sus fauces sin dudarlo en la boñiga,
siendo tal la gusa que traga con avidez y sin mascar, pájaro,
capilla pajillera y excremento, no dejando nada, lamiendo la nieve,
alejándose medianamente saciada, al trote.
Piotr
rebusca en su bolsillo y encuentra otra poca de picadura de tabaco,
la coloca en una lámina arrugada y perfila un segundo cigarro
matutino. Su estomago muge, la diarrea eclosiona. Su estomago
zozobra, la diarrea es un hecho.
No
hace ni una hora que está despierto y ya desea estar muerto. Eso
suele ocurrir en la pausa de mediodía en el trabajo, cuando come pan
de centeno y sopa de fideos en el mugriento comedor de la fabrica,
cuando el ruido de las ajadas cucharas contra los platos
descascarillados le hace experimentarse hiperfragmentado y
soluble.
Pero
hoy no. Hoy no lleva ni una hora despierto y ya le gustaría estar
muerto. Se percata del reguero caliente que corre por su pierna,
aprecia cómo se filtra en su bota y alcanza su calcetín. Se ríe
mientras piensa: “Al menos tengo el pie caliente”.
Comienza
a caminar por donde venía.
“Adiós
fábrica. Adiós vida. Me vuelvo a casa. Necesito misero jergón y un
océano de miles de cinco minutos más y, cuando terminen, querré
otro lustro de sesenta segundos más. Luego quizás, solamente
quizás, me levante y piense en el cuerpo pequeño y suave de mi
Masha y me arrepienta de no haberla cuidado aquella noche en la que
fue atizada. Puede que más tarde caliente agua y me lave, incluso
creo que voy a cortarme la barba. Y comeré algo. Un huevo frito, No,
tres huevos fritos. Si encuentro al cerdo de Razumikin por el
pasillo, lo apuñalaré sin remisión. Llamaré a la puerta de
Chernaya Suca y me sonreirá como una idiota, me tocará la despejada
caray yo besaré la punta de su nariz, bulbosa y espongiforme.
Cuando, sorprendida y agradecida, abra su bata y me muestre sus
carnes fláccidas turgentes de heridas e humillaciones, le diré que
no, que solo quiero sopa de fideos. Después arrojaré leños húmedos
a la chimenea mientras ronca a mi lado. Cerraré la abertura que saca
el humo a la calle y abrazaré a Mashenka. Hoy quiero morir, dulce y
lentamente. ¿Que otra cosas puede uno desear cuando descubre que no
todo el que te entierra en mierda hasta el cuello es tu enemigo, que
no todo el que te saca de la mierda es tu amigo y que, si estás con
la mierda al cuello, lo mejor es que te calles?”
Julio Trino Blanca Vergara
Sevilla, a 23 de marzo de 2012
¡Qué nivel!
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