domingo, 4 de marzo de 2012

-Relato 1 de José Ignacio Ramírez Pino

Despertar

Ricardo se siente metido en un túnel. La oscuridad de las paredes contrasta con la luminosidad que aparece por momentos, bien desde los lados, bien al fondo. Camina, pero no avanza. Flota. A lo lejos, la imagen de la Virgen de la Esperanza se le acerca ralentizada. Silencio. Las voces de Lola, su hija, y María, la amiga de la infancia de esta, comienzan a serle perceptibles. Las dos visten de blanco nupcial. Hablan con el timbre de la niñez, aunque hace tiempo que pasaron la veintena. Ricardo no acierta a comprender qué es lo que están diciendo, pero sí sabe que son felices. Ríen. Dibuja una sonrisa, reconfortado con una imagen que indica que todo vuelve a ser como antes… Dos sotanas negras pasan delante de él a gran velocidad y escucha el estridente sonido de la sirena de una ambulancia. Los oídos le van a reventar. Ricardo se acerca rápido a las chicas. Se giran lentamente y descubre el rostro de la muerte dibujados en ellas.

Acaba de gritar. No lo ha oído, pero lo sabe. Al despegar los párpados, justo a su lado, en el lecho marital, encuentra la cara angustiada de una mujer. Repara en su pelo, cortado a la altura de los hombros, que le cae a un lado hasta flotar las puntas en el vacío. Abiertos de par en par, descubre esos ojos negros que custodian una fina nariz, antesala de los carnosos labios.
-Lourdes… –Lourdes es la segunda esposa de Ricardo, con la que pasó por la vicaria recientemente después de un prolongado noviazgo surgido tres años más tarde de la muerte de su mujer.
-Has vuelto a tener esa pesadilla, ¿verdad? –Lourdes le pasa la mano por la sudorosa frente-. ¿Otra vez tu hija Lola y María?
-Ya pasó. Estoy bien. –Ricardo trata de quitarle importancia a la sobresaltada siesta. Ambos llevan varios días sin pegar ojo por la noche y esta tarde, tras visitar a Lola en el hospital –aunque ninguno de los dos se atrevió a verla-, cayeron rendidos.
-No puedes mortificarte más. –Lourdes se sienta en la cama. Le da la espalda a su marido. Este se gira y adopta inconscientemente una posición fetal. Ricardo percibe que ella le está mirando. Siente clavados sus ojos en el cuello. El corazón aún cabalga desbocado y la respiración no acaba de encontrar el equilibrio. El dolor, quizá la angustia, le oprime el pecho. Con la mente, vuelve a trasladarse a la oscura habitación del hospital. Allí se encuentra Roberto al pie de la cama de su hermana. Apenas un año separa el nacimiento de ambos.
-Tienes que levantarte, cariño. Te prepararé un baño caliente. Te sentirás mejor.
–Lourdes entra en el aseo del dormitorio. Ricardo oye que abre el grifo. El agua comienza a caer y la vista vuelve a nublarse. Suena el tapón. Poco a poco desaparece el ruido del líquido que rebota sobre la loza y pasa a oír los ecos que produce el agua sobre el agua.
Ricardo lucha con el vacío de estómago y le duele la cabeza. Apenas ha probado bocado desde las seis de la mañana. Se incorpora a duras penas. Primero se sienta en la cama, la cabeza gacha; después apoya ambas manos sobre el colchón y busca con la punta de los pies las zapatillas. La humedad del vapor sale desde el cuarto de baño. Un par de estornudos alérgicos le vienen a la nariz… Uno. Dos. De la mesilla vuela la estampa de la Virgen de la Esperanza. Con movimientos extremadamente lentos, recoge del suelo la reproducción de la Madre de Dios y, tras observarla unos segundos, la vuelve a depositar en la mesilla, junto al reloj de oro que marca las seis de la tarde.
-Ricardo, el baño está listo. Cariño, si quieres te ayudo a…
-Deja de tratarme así. –Ricardo corta brusco a su esposa y se levanta de la cama como un resorte-. No me lo merezco. –Camina con paso enérgico hacia la puerta del aseo y en su trayectoria choca involuntariamente con Lourdes, quien pierde ligeramente el equilibrio.
De un portazo, se encierra. Se desviste y arroja con furia la ropa al suelo. Sumerge el pie izquierdo dentro del agua. Apenas llegado a la base de la bañera, Ricardo siente la necesidad de retirarlo. Retiene el instintivo gesto. Introduce el otro pie y rápidamente se sienta. El líquido le llega a la altura del pecho. Se está achicharrando, pero le da igual. Se sumerge un poco más hasta que el agua se para ondulante en su cuello. Tiene la piel completamente roja. Con la cabeza recostada, aprieta fuertemente los dientes y comienza una prueba de resistencia. El dolor es un castigo purificador.
La habitación se encuentra llena de humo. Mira al espejo, pero este ya no refleja nada, sólo la señal de unos dedos que trazaron un círculo no hace mucho. Lourdes siempre dibuja círculos cuando está preocupada. La calma penetra en el cuerpo de Ricardo. La ira tiende a suavizarse y cierra los ojos en busca de paz. Lo que encuentra es el desconsolado llanto de Lourdes, a la que puede oír perfectamente en el dormitorio mientras trata de ahogar con la almohada su pesar. Ricardo afronta la prueba más difícil que le ha puesto la vida. Ni el repentino fallecimiento de su primera esposa, cuando Lola acababa de cumplir los cinco años, le había exigido tanto. Siempre tuvo el aliento de la fe.
-¡Lourdes! –Ricardo se ha incorporado ligeramente. -¡Lourdes!- Se pone de pie, busca el albornoz y se enfunda en este. –¡Lourdes!- Gira el pomo de la puerta y la abre. La hierática figura de su esposa, con los ojos inyectados en sangre, está plantada a unos centímetros de él. –Lo siento, Lourdes-. Abre el compás de unos brazos que quedan suspendidos en el aire sin encontrar más que la indiferencia y el rechazo. Ella se marcha de la habitación. Le oye bajar precipitadamente las escaleras y un traspié dibujan sonidos de pasos que tratan de recuperar el equilibrio. Teme que Lourdes haya caído. De inmediato, los negativos augurios se disipan. Ella está trasteando en la cocina.
Rufi, la asistenta, no se encuentra en casa. Cuando sucedió lo de María y Lola, Ricardo le dio tres días libres. Desde entonces, no ha vuelto. Cada vez que ha tratado de hablar con ella por teléfono la conversación se convertía en un intercambio de lágrimas. Rufi, muy afectada por lo de las niñas, está siendo tratada de la crisis nerviosa que le ha provocado lo sucedido.
Echa una ojeada a la habitación. Se nota que la asistenta no está. Él y Lourdes tratan de tenerlo todo recogido, pero no es lo mismo. Va hacia el armario en busca de una camisa, la camisa celeste que le regaló Lola. No la encuentra por ningún lado. Enciende la luz. Selecciona al azar la primera prenda que le viene a la mano, coge un pantalón de pinzas y una chaqueta, y lo lanza todo sobre la cama. Se dirige a su mesita de noche y abre el primer cajón para coger unos calcetines negros. Algo hay raro. Cuando se los va a poner, ve la imagen de la Virgen de la Esperanza en el suelo. La recoge con parsimonia e introduce en el bolsillo derecho del pantalón. Vestido y calzado, baja las escaleras.
En el salón, con los brazos cruzados y de cara al ventanal tapado por las cortinas, descubre a Lourdes. Su esposa se ha arreglado. De manera informal, eso sí, pero se encuentra dispuesta para salir. Así lo indica el bolso sobre la mesa y las llaves del Audi a su lado.
-Lourdes, ¿dónde vas? –Las palabras de Ricardo suenan a disculpa. –Por favor, Lourdes-. Se acerca a ella, que sigue dándole la espalda. Se aproxima con temor. –Lourdes, lo siento-. Rodea con los brazos la cintura de su mujer. Desliza la mano derecha por la espalda hasta llegar al cuello, que trata de descubrir tras el fino pelo negro. Un beso viaja a modo de súplica, aunque no llega a su destino, ya que Lourdes se desembaraza bruscamente de la presa. Coge el bolso, las llaves y se encara con Ricardo. Este percibe una mirada desafiante. –Vámonos-. Ella escupe la orden y se dirige hacia la puerta de salida. Ricardo le copia los pasos y cae en la cuenta de que su mujer le ha adivinado el pensamiento. Vuelve a quedarse fascinado con la facilidad con la que Lourdes se anticipa a sus acciones. Está convencido de que sabía desde hacía rato que le iba a pedir que le llevase de nuevo al hospital.
La secuencia del sonido emitido por las puertas del coche al cerrarse precede al encendido del motor. Ricardo ve que Lourdes gira la llave con seguridad, mete la primera y suelta con decisión el embrague. Ella mira al frente, indiferente a la compañía. Él lidia con los pensamientos que van desde la cama del hospital al deseo de compensar a su esposa por todo lo que está haciendo por él. Lourdes y Lola nunca se llevaron bien, pero eso ahora no importa. No habían hablado de ello. No obstante, sabía que su mujer estaba sufriendo la situación casi tanto como él. Lourdes quiere a Lola.
-Esta vez entrarás a ver a tu hija ¿verdad? –Lourdes suelta la andanada sin avisar.
-¿Qué? –Ricardo trata de ganar tiempo en busca de una buena respuesta. Desde que Lola fue ingresada en el hospital, ha sido incapaz de plantarse cara a cara con su hija. “Está en coma, no servirá de nada”. “¿Y si despierta y me ve? Yo soy el responsable de todo. Podría recaer”. “Roberto está con ella, no quiero molestar”… Cualquier excusa ha sido buena para eludir ver a su hija en la cama, anclada a aquella máquina, debatiéndose en su prolongado sueño. Todo esto desfila por la cabeza de Ricardo.
-Tienes que pasar y ver a Lola.
-Para un momento, por favor. –Roberto acaba de ver su tabla de salvación, la pastelería de Paqui-. Ahí hay sitio. Aparca ahí. Tomemos un café.
-Pero, verás a Lola.
-¿Me acompañarás?
-Eh… ¿Un café? –Aparca precipitadamente, retira las llaves del contacto y sale del vehículo.
-Lourdes. –Ricardo abandona el coche y muestra el bolso en sus manos-. El bolso.
–Ella le arrebata el complemento de forma violenta y entra en la pastelería. Las voces se van apagando, quedan en un susurro y finalizan en silencio. Lourdes marcha hacia los servicios.
-Dos cafés con leche y un par de palmeras de chocolate. –Ricardo baja el tono de voz casi tanto como cuando se confiesa en la iglesia con don Servando. La pastelería recupera su dinámica habitual, aunque Ricardo no puede desembarazarse de la sensación de que está siendo observado.
-¿Cómo estáis? –Paqui, la dependienta, trae la comanda y se interesa por la salud de sus clientes.
-Bien. Lo vamos llevando.
-¿Y ella? –La dependienta pregunta con un tono que Ricardo percibe al tiempo tímido y temeroso de conocer la respuesta.
-Bien. Aún no ha despertado, pero bien. Gracias.
Se acomoda en un taburete junto a la barra, hace sitio para colocar la merienda de forma más espaciosa y aguarda la llegada de su mujer. Lourdes aparece por el pasillo que lleva a los aseos. Muchas miradas se posan en ella. Es algo a lo que, con el tiempo, Ricardo se ha acostumbrado. Es extraordinariamente atractiva. Pero ahora resulta diferente. Los parroquianos no escrutan el cuerpo de su esposa, sino su alma, al igual que hacen con él.
El café está caliente, por lo que Ricardo se dispone a entretenerse en la tarea de descuartizar la palmera. Trozo a trozo la va introduciendo en la boca, al tiempo que lanza furtivas miradas a una Lourdes que juguetea con la cucharilla y el café. El dulzor del chocolate elimina por un instante el mal sabor de boca. Un repentino apetito hace que devore compulsivamente los trozos de palmera. Con un primer sorbo de café, deja la taza por la mitad. Un segundo acaba con el contenido.
Ricardo ve que su esposa tiene la cabeza puesta en otro lugar. Se encuentra ausente. Casi no ha probado aún la merienda. Toma la taza, se la lleva a los labios y, de golpe, hace trabajar a su apenas perceptible nuez hasta dejar en el continente sólo los posos.
-¿Nos vamos? –La voz de Lourdes suena a pregunta, pero es una orden. Ella coge una servilleta, se limpia los labios y pone rumbo hacia la puerta.
Ricardo rebusca en su bolsillo derecho tratando de encontrar la cartera. Coge un billete de diez euros y lo ponen encima del mostrador.
-Hasta luego, Paqui. Muchas gracias.
-¿Esto es suyo, señor? Se le ha caído. –Un niño de unos seis años le ofrece a Ricardo una estampa -. Estaba en el suelo. –El infante tiende su mano todo lo alto que puede y Ricardo recoge la imagen de la Virgen de la Esperanza.
-Gracias.
Camina hacia la salida. Cuando llega al coche, Lourdes ya lo tiene arrancado, con la marcha puesta y preparada para partir rumbo hacia el hospital. Su rostro sigue crispado, aunque entre tanta acritud Ricardo atisba la dulzura que le enamoró aquella tarde de septiembre.

Nuevamente con Lola en el horizonte, se abandona a las expertas manos conductoras de su mujer y deja que la mente fluya. Ve por la ventanilla una figura conocida. Es el cura Javier. Si él no hubiese traicionado la confianza de Lola y María, ahora ambas estarían muertas. La iglesia aparece a la derecha. Allí se bautizó Lola, realizó la primera comunión y soñaba con casarse… como así hizo en la que fue una falta dramatización. Esto alimenta los sentimientos de culpabilidad de Ricardo.
Ha bajado la cabeza. Ya no ve nada, salvo sus pies. Descubre que uno de los calcetines es negro, pero el otro es azul oscuro. Levanta la vista y hace ademán de contarle la anécdota a Lourdes. Esta vuelve a anticiparse. Ricardo encaja como puede la lanzada de su acompañante y desvía la atención para observar por su lado la proximidad del hospital. Un par de lágrimas ruedan rostro abajo. Lourdes imita el sentimiento.

Ricardo llega a la puerta de la habitación. Dentro está Lola. Queda completamente paralizado. Se echa contra la pared y trata de armarse de valor. Su hijo Roberto sale de la 525. No se atreve a mirarlo. Le duele la cara del continuo ejercicio al que ha estado sometiendo los músculos faciales. De nuevo, saborea la salazón que desde hace tiempo se encuentra instalada en sus labios producto del caudal que no cesa proveniente de los ojos. No aparta la vista del suelo y descubre que sus piernas están temblando, quizá desde hace un rato. Los 25 grados primaverales no pueden contener los espasmos. Ricardo tiene la mano izquierda metida en el bolsillo, aunque no sabe desde cuando. Con la derecha, arruga suavemente la estampa de la Virgen de la Esperanza.
-¿Cómo está? –Balbucea-.
-¿No vas a entrar? –Roberto elude la pregunta de su progenitor y formula una cuestión que Ricardo recibe como un latigazo en las entrañas.
-¿Cómo se encuentra?
-Igual.
Silencio. Otra vez silencio. Los oídos le pitan. Siente la necesidad de hablar para acabar con el permanente reencuentro con los recuerdos. El mismo sentimiento que no le ha abandonado en las últimas horas vuelve a aflorar con toda su crudeza.
-No debí haberla forzado a casarse con el primo Lorenzo.
-Eso no importa ahora.
-Sí, sí que importa. No debí.
-La herencia de la tía Dolores nos iba a sacar de todos los apuros económicos. El testamento era claro: si queríamos el dinero, Lola se debía que casar con Lorenzo.
-Ni todo el oro del mundo puede pagar la salud de tu hermana. Ha estado a punto de morir. ¿Te das cuenta, Roberto?
-Afortunadamente llegasteis a tiempo.
Un flash de la pesadilla que tuvo hace casi un par de horas regresa a la cabeza de Ricardo. Otra vez esa luz amarilla. El silencio tortura sus tímpanos. Sabe que su hijo, como de costumbre, no volverá a abrir la boca.
-¿Conocías lo de Lola y María? –Ricardo llena con palabras el vacío, aunque, cuando aún no ha acabado de formular la cuestión, ya se arrepiente de haberlo hecho.
-¿Te refieres a lo que iban a hacer esa noche en la iglesia?
-No, imagino que no tenías ni idea de eso, como nadie. Me refiero a lo otro.
-No sé…
Al fondo del pasillo, una figura femenina se recorta tras la luz de uno de los escasos focos que siguen iluminando. Es Lourdes, la reconocería en cualquier parte, incluso en la más absoluta oscuridad.
-Está muy preocupada, –advierte Ricardo refiriéndose a su esposa.
-Supongo.
Ricardo se gira súbitamente y se funde en un largo abrazo con su hijo. Desanda el camino, pasillo arriba, hasta encontrarse con Lourdes. No hablan. Sabe que no es necesario. Siente la interrogante expresión de ella. Ricardo niega con la cabeza y piensa: “No he podido entrar. No he podido entrar. Soy un cobarde”. Toma el brazo de su pareja y emprende la vuelta a casa pesaroso por no tener el valor suficiente para enfrentarse con la realidad.

El motor del Audi vuelve a rugir. Abre la puerta del coche y se sienta en el puesto del copiloto. Nada se mueve. Observa como el viento está calmado. No hay pájaros en el cielo. Las hojas de los árboles, paralizadas. El monótono ralentí desaparece de su conciencia. Ricardo ve a su hija tumbada en la cama, enchufada a las máquinas que cuidan de sus constantes y de su salud a la espera de que despierte. Lourdes se le ha acercado. Gira el rostro y siente unos carnosos labios estamparse con los suyos. Es un beso prolongado, sincero.
-Perdóname, Lourdes.
Ella sonríe. Mete la primera velocidad y sale con destreza del ‘parking’. El rutinario regreso le sume en el sopor. Le deslumbran las primeras luces de los coches con los que se cruzan. Huele el perfume de Lourdes. En la calle, el crepúsculo anuncia la noche venidera. Ella desacelera en el momento que se aproxima a un paso de cebra. Un señor, de unos 80 años, lucha para cruzar la calle acompañado por una mujer de unos 55. Son padre e hija. Así lo piensa Ricardo. El olor a azahar se mezcla con el aroma de su esposa y le acelera el corazón. Por la acera, a unos cien metros de la iglesia, camina Carlos, el nuevo vecino. De la mano lleva a su Andrea, quien acaba de cumplir nueve primaveras. El semáforo está en rojo. Los peatones pasan. Parpadea el muñeco verde y su muda. Lourdes suelta el embrague y continúa el camino. En medio del cruce, Ricardo oye el claxon de una furgoneta que, por su lado, se le viene encima. Instintivamente se recoge sobre su costado izquierdo, se aproxima a su mujer y deja un espacio inútil para amortiguar el golpe. Lourdes acelera milagrosamente y salva el impacto por unos centímetros. La imagen de Lola, feliz, risueña, amable, visita su cabeza fugazmente.
Llegan a casa. Ricardo apenas atina a meter la llave en la cerradura. A duras penas abre. Cortésmente deja pasar a Lourdes. Cierra tras de sí y se encara frente al espejo. Este le devuelve la imagen del miedo.

Sentado en el salón, con el sonido de la televisión de fondo, trata de armarse de valor. Reúne fuerzas de donde cree que no las tiene. Mete la mano en el bolsillo derecho del pantalón y saca la imagen de la Virgen de la Esperanza. Ricardo busca un último empujó… Trata de convencerse a sí mismo. Está decidido. Llamará a Lourdes –seguro que ella le entiende- y le pedirá que conduzca de nuevo el Audi negro en dirección al hospital. Pasará junto a la iglesia y tocará la puerta de la sacristía. “A don Servando no le importará que rece unos minutos”, piensa. Cargado de fe, regresará al coche y le dirá a Lourdes que dé un pequeño rodeo hasta llegar a la calle Don Pelayo. Allí hay una tienda que abre las 24 horas. Comprará unas flores para Lola. Serán de plástico, sí, pero su hija le disculpará por ello. Recorrerá las casi desiertas carreteras. Parará en el semáforo de la esquina con la calle Fernando III. Siempre está en rojo. En quince años, jamás llegó a este punto y lo vio verde. Bajará la ventanilla para que la fragancia del Parque Nuevo penetre. A Lola siempre le gusta pasear por allí. Doblegará a la culpa y le dirá a su hija que lo siente, que lo siente mucho. Le confesará su arrepentimiento. Se sentará junto a la cama y buscará su comprensión. “No debí haberte presionado para que te casases con el primo Lorenzo”. Ella le perdonará y, en dos días, saldrán juntos de esa lúgubre habitación. Volverán a ir al cine, como aquella vez hace diez años. Pasearán agarrados del brazo y recibirá un beso de Lola, quien recurrirá a su latiguillo favorito: “Ha sido genial, papá”. Como entonces, su hija le regalará unos cariñosos versos. ¿Cómo decían…?

La imagen de la barrera de entrada al ‘parking’ del hospital hace que se rompa la magia. Sin dejar que Lourdes acabe de aparcar, sale del coche y con paso firme se dirige al recibidor del edificio. No hay nadie. Toca el pulsador del ascensor y la puerta se abre de inmediato. Selecciona la quinta planta. Ricardo se mete las manos en los bolsillos. En el derecho, palpa la presencia de un papel, casi una cartulina. Lo saca. Es la estampa de la Virgen de la Esperanza. El ascensor se detiene y siente dispararse el corazón. Sale del cubículo. En una papelera que encuentra en el pasillo, camino de la habitación de su hija, arroja el papel. "Juraría que esa papelera no estaba ahí esta tarde", piensa.
Ricardo está nervioso. Todo volverá a ser como antes… Al menos, casi todo, porque María ya no le arrancará más sonrisas con sus divertidas ocurrencias. No quiso darse cuenta de que ella y su hija estaban enamoradas hasta que las vio aquella fatídica noche, vestidas de blanco, en pleno altar, dramatizando una unión que pretendían sellar con la muerte. Afortunadamente, llegaron a tiempo para salvar a Lola.
Ahí se encuentra la puerta. El miedo acaba de paralizar su decida resolución. ¿Y si Lola no le perdona? Las dudas vuelven a jugarle una mala pasada, pero se convence de que está vez no se marchará para atrás de vacío. Gira el pomo de la puerta y la abre. Casi flotando sobre sus pasos, avanza lentamente. Se detiene. Oye los ‘bips’ de la máquina a la que Lola lleva conectada desde hace una semana. Advierte que Roberto no está sentado en el sillón donde celosamente custodia el descanso de su hermana. Anda hasta que ve los pies de la cama en la que dormita Lola. Cuando acomoda la vista a la oscuridad, advierte que es Roberto el yace postrado. Una descarga de adrenalina le acelera de inmediato el ritmo cardíaco y hace que regrese la tembladera a las piernas. Oye a su espalda unos pasos precipitados que se acercan. Se gira y ve plantado ante sí al doctor Martínez.
- Lo siento mucho, señor Urdaneta.

1 comentario:

  1. El narrador dice: "el lecho marital", los términos no son acordes con el entorno semántico.

    La mujer dice: "Tienes que levantarte, cariño. Te prepararé un baño caliente". La manera de hablar del personaje es un poco forzado, parece texto de cine.

    Problemas con los guiones (lo hablaremos en clase)

    Dice que toman un café con "palmeras de chocolate". Esto necesita estar más contextualizado: ¿Son muy jóvenes, es la especialidad del pueblo? De lo contrario "saca" mucho al lector de la escena.

    El tiempo histórico en el que se desarrolla la historia no se sitúa demasiado hasta que se dice: "se confiesa en la iglesia con don Servando". Y esto, de pronto, nos traslada a una época anterior.

    Muy bien el ritmo que imprimen las frases cortas. Crea sensación de acción y agobia.

    Cuando el personaje dice: "La herencia de la tía Dolores nos iba a sacar de todos los apuros económicos. El testamento era claro: si queríamos el dinero, Lola se debía que casar con Lorenzo" se lo está contando a un personaje que ya tiene esa información, por lo que el lector se da cuenta de que se la está contando a él (el lector). Y esto "saca" de la historia.

    Cuando aparece el Audi uno (que no sabe de coches) piensa que estamos en un tiempo presente, lejos del país donde pueda habitar un cura llamado dos Servando. Esto descoloca al lector.

    Cuando estamos muy avanzados en el texto se habla de Carlos, el nuevo vecino, que, de la mano lleva a su Andrea. La introducción de nuesvos personajes tan avanzado el texto es un error, y más si no tienen especial significación (y si la tuviera, también).

    El párrafo de futuro estaba muy bien, pero ¿para qué sirvió?

    En la frase: "No quiso darse cuenta de que ella", no sabemos quién no quiso darse cuenta. ¿Él?

    El final: "Cuando acomoda la vista a la oscuridad, advierte que es Roberto el yace postrado. Una descarga de adrenalina le acelera de inmediato el ritmo cardíaco y hace que regrese la tembladera a las piernas. Oye a su espalda unos pasos precipitados que se acercan. Se gira y ve plantado ante sí al doctor Martínez.
    - Lo siento mucho, señor Urdaneta", no se entiende mucho. ¿Por qué está postrado Roberto? Sí sabemos que ella ha muerto, pero, ¿no lo esperábamos desde el principio? Es muy arriesgado este tipo de juegos. (Hablaremos de esto en clase).

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