miércoles, 21 de marzo de 2012

-Relato 1 Fernando Morago

-Relato 1 Fernando Morago

                            DOÑA TRUHANA

A las cosas çiertas vos comendat
 et las fuizas vanas dexat.
Don Juan Manuel.
“El Conde Lucanor.” Exiemplo VII.

Hace varios minutos que está paralizada, rígida. El corazón detenido, imposible hilar un pensamiento. A través del cristal mira alternativamente el cupón y la lista de resultados. Siete, uno, cuatro, uno, siete. Y aquí…, siete, uno, cuatro, uno, siete. Serie ciento veintitrés, ¡joder! la ciento veintitrés. Aún no aprecia con claridad lo que ocurre pero tiene que hacer algo, alejarse. Clavada ahí como una estúpida, con ese careto de pava, la minifalda roja, las gafas de sol sobre la frente y el fastidioso temblor de piernas sobre los tacones de aguja. Siente que va a orinarse encima, como cuando era sorprendida o se asustaba siendo niña. En sus treinta y ocho años de vida, Esperanza no se ha librado de esa sensación de descontrol de su esfínter frente a la ansiedad, la sorpresa, la incertidumbre o el temor. Tuvo que ir corriendo al baño durante la última discusión con Raúl; y cuando le ofrecieron la Secretaría de Organización. El perro está en casa. ¿Por qué se acuerda de Barrabás? No puede reprimir una sonrisa. Venga, muévete, que se van a dar cuenta. Se aparta del kiosco, da unos pasos sin una dirección concreta. Varios hombres la observan al pasar. Hoy resulta preocupante algo tan normal. Es muy atractiva y a la hora de vestirse no escatima la oferta de su cuerpo a la mirada ajena. Quizás lo sepan, es posible que su actitud les haya puesto sobre aviso. Disimula, mira hacia arriba como quien busca piso en alquiler, lástima no saber silbar. Con la mano derecha aferra el cupón. Nueve millones, son muchos euros. Introduce tranquilamente el boleto en el bolsillo de la ajustadísima blusa, con la presión del busto no se perderá, que los millares de ojos que siente sobre ella no reparen en ese pedazo de papel. Ahí guardado creerán que como mucho, el reintegro.
Satisfecha de su astucia, avanza hacia el restaurante donde la esperan sus compañeros del sindicato. No dirá nada. Comida de Navidad. A gastos pagados. A partir de ahora se le dará una higa que le paguen o no las comidas. Ya puestos hasta se pueden ir metiendo por el culo el sueldo completo y las dietas y las pagas y a la madre que los parió. Y los parias de la tierra no la echarán mucho de menos.
 Un corto escalofrío recorre el espinazo de Esperanza ¿De qué fecha es el cupón? Ha comprobado nueve distintos por lo menos. Está en un tris de echar a correr, pero se reprime, más por discreta costumbre que por prudencia: se le bambolean los pechos que es una cosa mala. Sería fatal que la lascivia llamara la atención hacia su fortuna. Circunspecta, como si hubiera olvidado algo en el coche o arrepentida de haber tomado ese camino, gira sobre sus talones y se dirige de nuevo a la casetilla de los ciegos.
El sonido del móvil la sobresalta. Instintivamente se lleva la mano al bolsillo donde atesora el billete Busca y rebusca el teléfono en el bolso, nerviosa. No da con él. El artefacto deja de sonar, otra vez lo mismo, tendrá que llamar ella si es algo importante. Y, de una vez por todas, llevará el teléfono más a mano. El colegio de su hijo, tenía que ser ahora. Qué extraño, el niño ya no está allí, hace más de una hora que han terminado las clases. Ya les vale a estos de Educación, hacer ir a los niños hasta las doce el último día de colegio, el día de la Lotería. Seguro que el cabronazo ha vuelto a fostiar a un compañero. Marca y espera. Pero esto se va a arreglar a la voz de ya. Lo enviarán al mejor colegio de pago. Como se ponga tonto, interno con los jesuitas. Para haberlo matado hace tiempo, no se puede ser tan granuja siendo tan pequeño, abultando tan poco. A Esperanza se le cae la baba con su hijo. Íntimamente le complace que sea tan pillastre. Mejor así que gilipollas como son los niños ahora. Necesitan un psicólogo, dos maestros, los padres y algún que otro educador social para solucionar cualquier disputa en un partidito de fútbol y explicar a los críos cuán erróneo es conducirse de manera natural. Aunque no le vendría mal atemperarse un poco, no. Cinco, seis tonos y contestan de la escuela. Que todavía está allí Raulito. No, no ha venido su padre a recogerlo. Desde que se quedó en paro Raúl está cada vez peor, no está a lo que está, y si sólo fuera eso... Esperanza asegura que irán e recogerlo en seguida, sí, antes de las tres, antes de que cierren y se vayan todos, claro. Este Raúl. Pero ahora todo será distinto, muy distinto. El móvil de su marido está apagado. Estará en casa y sin batería. El fijo no lo coge nadie, se habrá dormido. O estará buscando trabajo. Más de una vez se le ha hecho tarde en algún proceso de selección y ha tenido que desconectarse, pero siempre avisa. Cuando está a punto de alcanzar la lista de premios, recibe la llamada de Raúl. Se le había olvidado decírselo anoche, que lo siente mucho, pero que no puede acercarse a por el niño, que está esperando para reunirse con el mandamás de una empresa, sí, una reunión con el jefe, que ya ha pasado dos entrevistas y que el director quiere conocerlo personalmente. Cree que es el único candidato que queda. Esperanza enviará a su cuñada a recogerlo. No te preocupes. Sí, suerte, claro que te deseo suerte, aunque a lo mejor no la necesitas... Esta noche se va a enterar Raúl de quién es ella.
No le dice nada, quiere darle una sorpresa. Pensaría que se trata de una broma. A Raúl no le gustan las bromas. Huy qué tonta, podía comprobar la fecha en el propio boleto, no hacía falta que volviera. Esta vez sí, cualquiera que la haya visto tiene motivo para sospechar. El cupón es del día veintidós de noviembre. En el reverso del boleto se especifican los plazos, treinta días naturales. Esperanza cuenta disimuladamente con los dedos, veintidós, veintitrés, veinticuatro, veinticinco… Casi pierde el conocimiento, ahora sí que se va a mear. Un mes, ha pasado un mes. Un transeúnte se acerca. Está pálida, demudada, a punto de desvanecerse. No, gracias, no me pasa nada, de verdad. Sí, me sentaré aquí, en este banco, no se preocupe, estoy bien, un pequeño mareo. Esperanza quiere quedarse sola con su catástrofe, que se vaya el atento de turno. Y luego dicen que se están perdiendo las formas. Lo que joden cuando no hacen falta ¡por Dios! Sí, sí, no se inquiete, en cuanto me dé un poco el aire se me pasa. Váyase, por favor, tendrá muchas cosas que hacer, me sabe mal que pierda usted el tiempo, me encuentro perfectamente. El sentido del deber impide al señor del tirolés abandonar a una dama en apuros. Será pesado el viejo este. Le he dicho que se vaya, qué es lo que no entiende. Haga el favor de dejarme en paz. El sombrero se aleja cabizbajo, arrastrando los pies, murmurando.

A la mierda el colegio privado, Raulito será un inadaptado de por vida. Al carajo Raúl y la ardiente velada. El vestido, el liguero, las medias, el tanga que pensaba comprarse le quemarían la piel. Su relación está tan tocada que se ve impotente para evitar que llegue a estar herida de muerte. Esta aplastante rutina, la ausencia de ilusión, la falta de posibilidades y proyectos. Nueve millones y todo se arregla. Tan seguro como que me llamo Esperanza. Intenta reponerse, consolarse. Qué se le va a hacer. Hace diez minutos no tenía el dinero, ahora tampoco. Nada ha cambiado. Un sueño muy corto o una pesadilla eterna, sólo eso.
De los bares, de los coches, de las casas llega el estribillo pertinaz de los niños de San Ildefonso cantando los premios de la lotería. Es la música de fondo de toda la ciudad. En el restaurante las voces infantiles luchan por remontar el barullo de los compañeros del sindicato que ya han comenzado el rosario de cervezas previas a la comida de Navidad. Algunos todavía conversan sobre reivindicaciones y estrategias en tono administrativo, funcionarial. La lucha de clases, la unión de obreros y estudiantes y el definitivo asalto al capitalismo, requieren más alcohol. Después llegará la emancipación de las compañeras y el amor libre. Esperanza confía en que no afloren las rencillas. La Navidad también es para los luchadores institucionales de la clase trabajadora. No me pasa nada, Alfredo. El secretario provincial no acaba de creérselo. En serio, nada. Sólo que han llamado del cole de Raulito porque Raúl no ha ido a recogerlo. Ya está solucionado.
Desde que le nombraron hace cuatro meses, Alfredo muestra un enorme interés por Esperanza. Fue él quien la propuso para secretaria de organización. Esperanza sabe que ese entusiasmo por su profesionalidad es el artificio de la atracción de Alfredo por sus cachas ¡Joder, no se puede fumar! Un camarero anuncia que está listo el salón. Martínez, hasta ahora absorto en la pantalla del televisor, muge desde la barra y enarbola un papelito. Todos se vuelven. ¡El quinto, el quinto! No tardan en comprender que el número del sindicato ha salido premiado. Alfredo se abraza a Esperanza, y comienza a dibujar con ella unos pasos de baile. Es nuestro día, preciosa. Se aproximan a la melé que se ha formado sobre Martínez. Champán, champán. La botella que agita Alfredo eyacula sobre Esperanza bañándola en lágrimas doradas, con gas. Eva está apoyada en la barra, apartada del grupo. Se miran. Ninguna de las dos llegó a tiempo de comprar una participación. Coño, Alfredo, me has empapado. Es nuestro día, preciosa, es nuestro día, qué importa. Todos están observando sus tetas, parece la ganadora de un concurso de camisetas mojadas. Esto sí que es una fiesta, hay de todo, grita alguien. Está a punto de llorar. Al fin suelta una carcajada, menea los pechos, se abraza a Alfredo y empieza a dar saltos. A tomar por culo todo, alegría, alegría.
Esperanza asoma discretamente por la puerta del baño de señoras, avanza por el pequeño pasillo que comunica los servicios con el restaurante, hace una seña. Alfredo se traslada de puntillas al de caballeros, le sopla un beso y cierra. Ella se compone la ropa y el pelo. Es una locura pero ya está hecho. Y no ha estado mal, qué cojones. Hace mucho tiempo que no se folla a alguien en un servicio. Ni en un coche, ni en una cabina, si nos ponemos así. Y que no está tan borracha. Sentada otra vez a la mesa, en el salón donde ya se han perdido las formas y se cita a Marx entre escabrosos escarceos, sabe que se arrepentirá de haber echado ese polvo. Tiene una carrera en la media. Y con su jefe encima. Bueno con su jefe por detrás. Echa de menos excitarse así. Cuando él le puso la mano en el muslo estaba empapada, pensó que se iba a orinar pero no era eso, y colaboró como la que más.
Piensa en Raúl, en si habrá conseguido el trabajo, si ya estará en casa cuidando de Raulito. No se siente con fuerzas para llamar y preguntar, ahora no, empapada como está de la vanidad de Alfredo. Su jefe disimula o ya no está interesado en ella. Tontea con Ana, con Verónica. Está ocultando el asunto o es un cabronazo. Qué más da. A lo hecho, pecho. Y menudas tetas tengo, sonríe. Al reclamo de sus tetas el jefe regresa a su lado. Chica, ha sido estupendo, no sabía yo que fueras así. Así ¿cómo? Tan… Bueno te he imaginado muchas veces, muchas, el cinco contra uno, ya sabes, pero del sueño a la realidad. Tan… ardiente ¿Quedamos una noche de estas, o una tarde?, si tienes tiempo. Quiero que estemos solos, con calma. Esperanza nota áspera y tiesa la tela de la blusa, se ha secado el champán. Quizás, ya veremos, Alfredo. Comienza a sentirse, incómoda, intranquila, mareada.

Los compañeros están bailando la conga. Menuda panda de gilipollas. Ahí los tienes, los igualitarios tocando el culo de las compañeras y ellas poniéndolo como perritas. Claro que ella no es que sea muy diferente ¿Cuántos habrán pasado por el baño? Quiere irse. Detesta que Alfredo imagine que se larga después de obtener el botín, pero no lo soporta más. Mañana tendrá que volver a verle con la mezcla de resaca y bochorno, y ya es bastante. Mira el reloj, se levanta, se ordena la ropa, recoge el tabaco, el bolso y el abrigo. No te irás tan pronto, verdad preciosa, esto no ha hecho más que empezar. Estamos pensando en ir a una disco. Alfredo le coge las manos. Hay que celebrarlo. Ella se suelta. Yo ya he terminado. Huuy qué cambio. Vale, chica, te llevo a casa, no puedes conducir así. Ni tú tampoco, a mí ni Dios me monta en tu coche. Cogeré un taxi. Yo te lo encargo, el jefe marca un número en el móvil, ahora puede tardar un huevo en pasar uno. El coche llega justo cuando Esperanza termina de despedirse de los últimos babosos. Alfredo la acompaña a la calle, le abre la portezuela. Antes de que pueda entrar en el taxi, la abraza con fuerza y arrima su vientre al de ella. Está abultado. Por cierto, cuánto te ha tocado. No lo sé, tengo que mirarlo. Se retira con frialdad y rechaza el beso de su jefe.
Los agraciados vomitan su contento a través de la radio del coche. Para tapar agujeros y hacer un viaje. Yo lo repartiré con la familia, tengo dos chicos en el paro. A Esperanza le invade el resentimiento. Envidia la alegría de esas gentes enriquecidas de golpe. No es el dinero. Todos parecen ser afortunados antes de que les haya besado la suerte con su magia, como si tuvieran méritos suficientes, derechos adquiridos de ventura. Ella, no. No merece ese beso. Tiene mal sabor de alma. Por primera vez siente asco cuando engaña a Raúl. Lo de esta tarde es la señal definitiva ¿Ahora qué? No se preocupe, señora, todo se pasa. Lo importante es la salud ¿Qué dice este hombre? Sí, tiene usted razón ¿Pienso en voz alta? La mano del taxista reduce una marcha. Pues claro, mujer ¿Sabe que aquí ha caído parte del segundo y casi todo el quinto? A mí nada, como siempre ¿Ah sí? No lo sabía. Menudo aspecto debo tener. Para qué contarle nada a este charlatán. ¿Por qué se siente tan sola, tan podrida, tan desolada? Se le escapa una lágrima. Su vida se está yendo al garete, alguien tira de la cadena y sus manos se escurren sobre los mugrientos bordes de la taza de un inmenso retrete. Raúl no está insoportable desde que le despidieron, ni Raulito se ha vuelto fastidioso porque sí. Su trabajo no es una mierda. Es ella la que no se acerca, la que está molesta con su hijo. Ella quien ha dejado de disfrutar del sexo, la que aniquila el deseo, no quiere jugar, no quiere sonreír. La que odia a sus compañeros, la que se amarga, la que se deja montar por su jefe para vengarse ¿De quién? Vaya por Dios, a usted también le afectan estas fiestas. La cabeza del chófer se gira levemente. Hay mucha gente como usted, no sabe cuánta. Es como si se les soltaran los sentimientos en el taxi. Esperanza se enjuga la mejilla. No se preocupe. No es eso. El taxista parece no escuchar. Es lo que yo digo siempre, ganas de angustiarse. Mire, yo estoy separado y tengo dos críos pequeños. Esta Nochebuena la pasan con su madre y con el tío que está con ella. Ni se imagina lo que les extraño. Pero ya llegará Nochevieja. Parado en el semáforo el conductor del coche de al lado observa a Esperanza. Claro, hombre, claro. Seguro que le adoran sus hijos. Arrancan. Es lo que yo digo siempre, hay que hacer que lo malo sea medio qué, y lo bueno vivirlo cojonudamente, con perdón. Y aprovechar lo mucho bueno que acompaña a lo malo. Esperanza no sabe qué hace hablando con este hombre. Si fuera tan fácil, a veces no se encuentra nada que cuidar. Porque somos muy perros para buscar, señora, y el lamento no nos deja ver el bosque. Es lo que yo digo siempre, las cosas pequeñas. Esta Navidad si no ceno con algún familiar me busco un amiguete que esté como yo, y a vivir. Que mis niños no están, pues estoy yo, siempre estoy yo en todas partes ¿Tiene usted hijos, señora? Sí, un niño precioso, cinco añitos. Pues a disfrutarlo con su marido. Perdóneme usted si me estoy metiendo donde no me llaman. De ninguna manera, no se preocupe, hombre. Y también tengo un perro, se anima Esperanza. Mire usted qué suerte, marido, crío y perro. Yo no puedo tener perro, y eso que cuando vivía en el pueblo… Galgos, una maravilla. A mis chavales les encantaría pero ahora imposible, no tengo sitio. Con la pensión de mi ex tengo que compartir piso. Lo siento de veras. Nada señora. Los dos callan. Bueno, pues usted dirá dónde la dejo.

En la próxima casa, no. La Siguiente, si hace el favor. Bonito chalet, sí señora. Alégrese usted, mujer, que lo tiene todo. Y feliz Navidad. Adiós, buenas noches. Esperanza se despide con la mano levantada y el taxi se sumerge en la penumbra. Lo que hay que oír. Hace frío, se ve luz a través de las tuyas. Imposible irse de allí, Barrabás está ladrando desde que el coche se detuvo, saben que ha llegado. Es incapaz de atravesar el jardín y llegar hasta la casa, de enfrentarse así con Raúl y con su hijo. El fracaso escupe a la cara. El niño se acerca en pijama a la puerta del jardín. Pero hijo, ponte algo, vas a coger frío. Esperanza deja el bolso y las llaves sobre la consola del recibidor. Raúl le sale al paso y la ayuda a quitarse el abrigo. La levanta en un abrazo y giran los dos en un beso. Tenemos curro nuevo, empiezo el dos de enero. Indefinido. Ella finge entusiasmo. Jefe de ventas en el extranjero, así, de golpe. Tendré que viajar mucho. Se acabaron los sinsabores. Estaremos más tranquilos y todo se va a arreglar, ya lo verás. Esperanza se siente culpable. Puede que el taxista tenga razón. No puede seguir con todo eso dentro. Necesita desahogarse, redimirse. Raulito juega con el perro. Le va a contar todo a Raúl. Tienes que perdonarme, cariño mío. Ya te veo borrachita, ya. No he sido consciente hasta ahora, he perdido la cabeza, pero no importa, yo te quiero mucho, sólo se trata de… el trabajo, la soledad, la mala racha. Cree que se hace pis. No pretendo que lo comprendas, sólo es que no puedo ocultártelo, no sería honesta contigo.
Raúl se levanta indignado e incrédulo. Cómo has podido hacer eso ¿Es una broma? Cómo ha podido ocurrir. Hoy que encuentro trabajo, que las cosas cambian. ¡Joder! Íbamos a ser felices, el destino nos había recompensado. Eres una inconsciente. En el último momento Esperanza se ha echado atrás. De su boca no sale Alfredo ni cómo se siente hace meses. Nos ha tocado el cuponazo, pero ha pasado el plazo para cobrarlo. Ayer era el último día. Raúl pasea crispado por el salón. Ella se frota las manos. ¿Qué sentido tiene decirle lo otro? Ni una palabra de la lotería. ¡Joder, joder, joder! Y el cupón ¿dónde está? Esperanza lo saca arrugado del bolsillo de la blusa y se lo entrega. Raúl tiene toda la razón para estar enfadado. Ya pasará la tormenta. O tal vez no. Puede que lo de Alfredo sólo fuese la penúltima señal. ¿Estás segura? Y tanto, Raúl, es del día veintidós, lo siento. Raúl lee el reverso y le cambia el semblante. Aquí dice que caduca a los treinta días naturales contados desde el siguiente al del sorteo. Esto sigue valiendo nueve millones. A partir del día siguiente, hoy es el último, faltan dos horas para las doce. Cámbiate que nos vamos a la ONCE.
Esperanza corre hacia el dormitorio. Vuelven los propósitos de esa mañana. Ahora sí comprará ese conjunto. Muchos conjuntos. Lencería fina para Raúl. Enviará a Raulito a un colegio con clase. Ningún internado, ella cambiará, todo será nuevo y distinto. Dirá adiós a la náusea. A tomar viento el sindicato, los parias de la tierra y el baboso de Alfredo. Pondrá su propio bufete. Volverán a ser felices. Se fundirá con su marido, morirá con él dentro. Sentirá, sentirá. Si es necesario irá al médico, al psicólogo, al psiquiatra. A un curandero si hace falta. Terminará con esta espantosa pesadilla. Raúl habla por teléfono excitado, cuelga el auricular. Recuerda cómo le quiere, esta noche se lo comerá enterito. La ONCE está cerrada, a las ocho echan la llave. ¡No por Dios! No puede ser. Está todo arreglado, preciosa, hoy es nuestro día. He llamado a Héctor, nos espera en la puerta del banco. Se ponen los abrigos, a Raulito su bufanda y el gorro. Ayyyss, mi Raulito. El cupón no está sobre la mesa. Esperanza mira en el bolso, maquinalmente se palpa la blusa; Raulito juega con Barrabás que ladra sin parar; Raúl se tienta los bolsillos. De repente se hace el silencio. Un charco comienza a formarse a los pies de Esperanza. El tiempo se detiene. Los dos observan atónitos cómo el enorme mastín se traga de un bocado la bolita de papel que le ha lanzado Raulito.

Fernando Morago
                                         Sevilla a 13 de marzo de 2012

1 comentario:

  1. Estos temas son muy arriesgados porque ofrecen muy pocas soluciones: o sí o no. Realmente tienen la esencia del cuento infantil: algo excepcional y su resolución. Es un juego que a mí, personalmente, no me gusta. No hay verdad en la historia. No me la creo desde el principio. El autor se oculta tras una impostura. (Hablaremos de esto en clase). [¡Pero es sólo mi opinión!, la literatura está llena de estos juegos].

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