jueves, 22 de marzo de 2012

Relato 1 de Hugo Mazón

De acero

No cree que deba reconocerse excesivamente vanidoso y sin embargo se encuentra frente a ese espejo. Flanqueado por dos botellas de bourbon encuentra su gesto desfigurado por las curvas cóncavas del fondo de la estantería. Es el bar, su bar de siempre, al menos el mismo donde ha pasado un fin de semana tras otro de los quince a los cuarenta y tantos que ya peina, mejor no saber el pico. Hace bailar su cerveza sobre la madera mientras recuerda viejos tiempos con Tono, el camarero del peor garito de la zona, su garito.

Tono se ha ido haciendo viejo en cada uno de los tragos que le ha ido dando a sus bebidas. Desde que comenzara bebiendo "kalimotxo" y escuchando punk hasta el día de hoy ha ido pasando por la cerveza, el tequila y el whisky para acabar nuevamente con una cerveza. Eso sí, más cara y en vaso de cristal. Un blues desgarra las tripas de una guitarra por debajo de una conversación que se va repitiendo sábado a sábado durante los últimos años. Ninguno de los dos recuerda exactamente que día comenzaron a hablar del pasado, pero los dos saben sin decirlo que la primera vez que buscaron una anécdota para justificar un nuevo trago comenzó su vejez. Recordar lo vivido es como morir un poco.

Tono siempre pregunta por “los de tu banda” en un lenguaje algo “cheli” que le delata como un trasnochado. A Alberto le toca explicarle uno por uno como todos sus amigos han ido plantándose en adosados con piscina que hay que llenar con el dinero de las cervezas del fin de semana. Puestos a plantar algunos incluso han plantado una “semillita en mamá”, lo que ha condenado su existencia hasta que el retoño tenga edad para entrar a un bar y quizás entonces sea demasiado tarde. Algunas nocheviejas se juntan todos, sin embargo a Tono y a él les toca luchar para que nadie se vaya antes de las tres de la mañana. Todo para que alguno acabe pasándose, teniendo que escuchar la pelea de turno una hora después  de la que se despiden llamándoles desfasados justo antes de coger un taxi que les lleve a su adosado de las afueras.

Sigue bailando la cerveza mientras reflexiona manteniendo un diálogo automatizado con Tono. A día de hoy no sabría decir cuando comenzó a quedarse solo en el bar. El día en que todo el mundo sacó sus raíces de esa sucia barra comenzó su decadencia, o la de los demás, quién sabe. ¿Es mejor pasar los fines de semana bebiendo como un quinceañero o hacer un curso intensivo de bricolaje casero? De momento Alberto sólo tiene una respuesta para esa pregunta.

Cada vez que levanta la vista vuelve a ver su cara en el espejo. ¿Desde cuándo tiene esas arrugas bajo los ojos? El reflejo en el espejo cóncavo de publicidad de Guinness es el único recuerdo seguro que le queda entre esas cuatro paredes. Desde la primera vez que entró ha tenido presente el paso del tiempo gracias a lo que ha podido ver en él. Un niñato insolente, un crío pueril, un adolescente inmaduro, un universitario inmaduro, un pequeño funcionario inmaduro y un solitario “lobo estepario” inmaduro.

Tono interrumpe su ausencia de la conversación preguntando en seco “¿una birra?”. Alberto le mira con los ojos cansados y expresión hiriente. Cree que llega a asustarle, aunque consigue congelar el momento con una sonrisa. “Estás fundido” replica a la vez que coloca un botellín de Alambra 1925 en la barra. Tono le dice que estoy invitado con un gesto automatizado de camarero con tablas. Continúa preguntando por Pablo, “ese colega tuyo al que le gustaban los Ramones y que llevo tanto tiempo sin ver”. Alberto coge la cerveza y empieza a bailar este nuevo botellín.
Pablo es un cretino- balbucea bajando la mirada al botellín y con los dientes apretados prosigue- si ella no se hubiera ido con ese hijo de puta yo hoy no estaría aquí- Tono se ha dado cuenta de que ha metido la pata con la pregunta. Durante un segundo se paraliza. Parece perdido, durante un segundo parece que no va a contestar, aunque abre la boca cuando cree que ha encontrado la respuesta perfecta.
- Si no estuvieras aquí no estarías conmigo- le mira fijamente a lo ojos y prosigue- entonces ¿qué haría yo? ¿contratar un niñato como camarero para ver si engancho al "kalimotxo" a una nueva generación y pagarme así un adosado en las afueras?- Con una sonrisa se lanza al otro lado de la barra, donde una pareja acaba de pedirle una copa.


Al perder el contacto con sus ojos Alberto queda vagando un rato por el bar. Divaga con la mirada por la barra de madera carcomida por los años, repasa las luces hipnóticas de la máquina tragaperras, el cajón del dinero con la pegatina de los “AC DC” a modo de un San Pancracio particular, la estantería de la bebida, la botella de bourbon, el espejo de Guinness, ese maldito espejo que refleja la cara de un perdedor. “¿Realmente se me notan tanto las canas?

Tono había dicho una tontería como un piano, propio de él. Sin embargo tenía razón. Una hornada de orgullo le sube desde el corazón a la boca. Una luz recorre su cabeza, le atraviesa la sien y encuentra un lugar fijo justo donde debe de tener el encéfalo. El paradigma es sencillo, “ellos son los que han cambiado, yo sigo siendo el mismo”. Esta frase juega el papel que necesita para encajar todos los pasos que ha dado los últimos años, relaja todas las reflexiones que le estaban atacando esta noche y hace que le invada un sentimiento puro de felicidad. Es posible que el alcohol tenga algo que ver, por lo que decide pedir un tequila a gritos.
- ¡Una ronda de tequila para todos!- Tono sonríe cómplice, coge a “José Cuervo” y empieza a preparar tapones. Hace un recuento al aire de los presentes. La pareja del fondo de la barra declina amablemente la invitación con un ademán, los seis menores que hay en la mesa de enfrente se niegan a acercarse por si acaso les pide el DNI y el tipo que bebía a mi derecha acaba de irse al aseo.


Cuando la soledad comenzaba su reconquista del encéfalo aparece ella. Desde la parte oscura del futbolín pide que le ponga uno. Le da un pequeño sobresalto, Alberto no se había dado cuenta de que estaba ahí. Busca su reflejo en el espejo de la barra, pero la botella de Four Roses se la tapa. Intenta hacerse el duro y la ignora evitando mirar hacia atrás mientras Tono pone los golpes, coloca dos vasos, a lo que Alberto alega un sonoro “¡vengaaa!” invitándole a ponerse uno, aunque sabe de sobra que no bebe chupitos durante el trabajo.
- Parece que nos hemos quedado solos- con tono triste delata su figura en el reflejo desecho de su cara en el espejo. Es morena, parece alta y tiene los ojos pintados de un negro intenso.

Alberto se da la vuelta buscando su rostro. Un suspiro atraviesa su pecho antes siquiera de cruzarse con el gesto expectante de Tono tras la barra. Llega a notar su aliento alcoholizado en el cuello mientras gira en el taburete. Ve sus ojos. Algo le impide separarse de ellos. Tienen el rastro invisible que dejan las lágrimas sobre las ojeras. Ligeramente enrojecidos sobre un negro profundo que invade la retina de Alberto. Coge fuerzas y se lanza a descubrir el resto de su cuerpo. Bordeando sus ojos encuentra una expresión de benevolencia forzada que intenta agradecer mi invitación. Su mentón deja ver una sonrisa que intenta escapar dentro de una nota generalizada de angustia. Su pecho lucido en un escote sencillo da paso a un pantalón vaquero que cubre unas botas de cuero negro. Regresa a sus ojos mientras le ofrece el chupito.

Su mano resbala suavemente sobre la de Alberto antes de coger el vaso. “¿Acaso ha sido una caricia?” Dan un trago que aclara el sabor a cerveza guardado en el gaznate. Sacude su cuerpo con la misma fuerza que la hornada de orgullo hace un rato. Recorre su sien y toma el lugar en el que se había puesto la luz. El tequila provoca un escalofrío que fuerza un gesto amargo. Se retuerce con el paso del alcohol, mira hacia atrás intentando disimular la arcada y se encuentra de lleno con el reflejo deformado del espejo en el que ella le mira fijamente. Al volver la vista ella se ha levantado removiéndose mientras maldice el momento en el que se le ocurrió beberse ese veneno. Cuando pasa la tormenta sonríe, dice que le toca invitar a ella y cuando Alberto va a pedir otros dos le para en seco. Le dice que la siga, se da la vuelta y toma camino del aseo.

Durante un segundo debate con el espejo entre las dudas del primer instante. “¿Lo hago?” Él dice que no pero el tipo que le mira desde el otro lado de la barra no lo tiene nada claro. El tequila acaba haciendo su trabajo. Sigue la estela del olor que deja un perfume ácido y frutado. Se queda revoloteando en las fosas nasales poco antes de desaparecer completamente. En la curva que lleva al aseo se fija por primera vez en ella como conjunto. La silueta de una guitarra a contraluz se mece de lado a lado del pasillo, ha bebido demasiado. Abre de golpe la puerta del aseo de chicos y entra, se da la vuelta con una sonrisa que borra el rastro que quedaba del llanto y le invita a pasar. Le mira con el mentón hacia abajo. Sus ojos pintados de negro le provocan sin soltar siquiera una palabra. Empuja tambaleándose la puerta ya cerrada, saca una bolsa de coca y la enseña provocativa. La deja sobre el lavabo y busca su DNI en un bolsillo camuflado en los vaqueros. Se lo ofrece, Alberto lo mira y comienza a marcar dos rayas. 23 años, podría ser su hija si se hubiera dedicado a plantar semillitas.

Se acerca por la espalda, le da un beso en la nuca que le hace perder los papeles. El polvo blanco sale disparado por el todo el baño. Ella sonríe, le dice que se haga otra mientras pasa sus brazos por encima del cuello. Le devuelve el beso, termina de pintarse la que ha tirado, vuelve a besarla. Salen del baño, Tono mira desconfiado. Piden otro tequila y una cerveza. Se besan, ella le dice de irse a un sitio más tranquilo, Alberto propone su casa “¿casa propia? Eres todo un señor”. La inocencia de los “veintipocos” años es preciosa. Ella le dice que va a recoger su bolso, se lo había dejado en la mesa.

Él queda mirándose frente al espejo. El mismo espejo que le ha mirado desde que fuera un niñato. Sabe qué pasará. Saldrán de aquí, como han bebido demasiado tendrán que pedir un taxi que les lleve a su piso, el taxista les mirará mal, ya que no es normal que un cuarentón acabe la noche con una preciosa veinteañera. Les dejará en la puerta del piso, le costará hacer que ella suba las escaleras, tendrá que hacer que guarde silencio para que no se enteren todos sus vecinos. Una vez arriba irán hacia la cama y una vez allí ella se quedará dormida antes siquiera de tocarla. Él, más acostumbrado al alcohol y la coca, se dará la vuelta, mirará hacia el techo y pasará otra noche más pensando en qué momento se le ocurrió a ella irse con Pablo. Mañana por la mañana desayunará sólo ya que la niña se habrá asustado al despertarse y habrá salido corriendo todo lo deprisa que su resaca le haya dejado. Él cogerá el teléfono, marcará su número y esperará. Por fin oye su voz “¿quién es?”, él no contesta, se conforma con tenerla durante un segundo de fondo. Su voz rellena todos los recuerdos que tiene con ella y durante un segundo es feliz. En ese momento recuerda de que tenía que arreglar un enchufe y cambiar una bombilla.





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