viernes, 30 de marzo de 2012

-Relato2 Fernando Morago

                                                                 

                                                                 D/s
                    
-¿Qué, te gusta?
-Pues sí, está muy bien. Buen culo, resistente. –Bruno sorbe golosamente el descafeinado-. Tiene un no sé qué...
-Una buena monta sí que tiene, te lo garantizo yo. –La vanidad de Paco se impone, quiere dejar claro que él ya la ha probado.
-Así que tú ya te la has revoleado ¿O ella a ti? –intenta estar a tono con la chabacanería de Paco.
-Vamos, no jodas.
Bruno se incomoda cuando habla con otros hombres sobre mujeres. El tono jocoso y despreciativo con el que se desarrollan las conversaciones de barra sobre ellas y la cómplice falta de respeto que se desprende de esos comentarios le exasperan porque ponen de manifiesto la lucha de todo hombre por demostrar que él, precisamente él, es inmune a la certeza interior de la necesidad de su existencia para que su mundo tenga sentido y no se tambalee. Bruno tiene su propia manera de ver el universo femenino, de relacionarse con las mujeres y con el sexo. Las admira, las respeta, y es formal, considerado, compasivo y benevolente con ellas.
-Pero me la tuve que quitar de encima.
-Ya veo-. Bruno no acaba de creerlo. Sospecha que ella se dio cuenta pronto de lo equivocado que había sido dejarse follar por un tipo así.
-¿Quieres una cervecita, reina?
Eso de reina también le desagrada profundamente. Que algunas lo sean no es razón suficiente para decírselo. Ni bonita, ni maja, ni corazón ni ninguna de esas majaderías con que algunos mamarrachos se dirigen a las mujeres.
-No gracias, Paco. –La mujer, al final de la barra, vuelve a concentrarse en el periódico que está leyendo.
La edad ha pasado ya el recibo de la presbicia pero, si su vista se va cansando lentamente de lo que hay que ver en esta vida, la frescura de Alicia desmiente a las gafas. Bruno tiene razón. Aquella tarde y antes del primer arreón púbico de Paco, cuando él pasó de los besos al manoseo, se dio cuenta del error cometido al dejarse caer en brazos de aquel individuo. Pero el alcohol, el hachís, la debilidad y la falta un señor como Dios manda, se aliaron para el triunfo de la labor de zapa desplegada por Paco. Alicia daría lo que fuera por conocer lo que pasa por la cabeza de ese hombre cuando la mira tan serio. Pero si no sabe lo que piensa, esos ojos le están diciendo algo que Alicia reconoce claramente. Tienen un enorme ascendiente, un predominio moral sobre ella. Dan vida a una mirada serena, poderosa, acariciadora, decidida, y clara. Se introduce por las pupilas de Alicia de tal modo que se apodera de todo su ser hasta que, con un breve e intenso escalofrío previo en el perineo, llega ya fresca hasta las puntas de las uñas de sus pies. En contraste, la mirada de Paco, encuadrada por la incipiente y notoria papada, se le antoja la de un sapo con barba desaliñada. No es que Paco sea feo del todo pero, indiscutiblemente, mirar no es lo suyo.
-Es una gatita complaciente. –Paco sigue con su cantinela.
-No está mal eso, no.
-Ahí donde la ves, tan chulita e insolente… Pues es de lo más manejable y obediente.
Bruno ya lo ha leído en el gesto de Alicia. Paco es un pobre ingenuo, ambos lo saben. Ella se lo ha dicho todo al bajar los ojos.
-Te la presento.
-Déjala en paz, ya te he dejado bien claro que no quiere tomarse nada con nosotros.
-Tú tranquilo, verás cómo la engatuso y viene. Si te apetece le endosamos un par de whiskies, nos fumamos unos canutos y nos la tiramos los dos.
Bruno le sujeta por el brazo firmemente cuando hace ademán de levantarse con intención de ir hacia Alicia.
 -Siéntate, me pones enfermo cuando estás en este plan. No quiero que te la traigas. Déjala.
Paco vuelve a sentarse. Está molesto con la actitud de Bruno. No sabe por qué admira a este hombre tan seco y amable a la vez. Pero se siente influido por su personalidad, como hipnotizado. Y no se puede decir que sean amigos. Paco piensa que Bruno no tiene cabida para la amistad. Sin embargo desea su compañía, disfruta con la sensación de ser humillado por él. Es algo instintivo, visceral, inverosímil. No es más listo, ni más alto, quizás un poco más guapo. Ni siquiera es mejor arquitecto que él, y lo tiene contratado en el estudio. En este momento está tan abochornado que sólo se le ocurre alejarse de Bruno.
-Joder, Bruno, eres un pejiguera de cojones. Voy a mear-. Vuelve a levantarse y se aleja con jactancia. El porte bravucón se lo brinda a Alicia y a Bruno.
Con Paco momentáneamente fuera de juego, Bruno la sorprende observándole. Ella vuelve a humillar la mirada. Alicia sí sabe cuál es el don divino de Bruno. Porque Bruno tiene ángel. Es algo que escapa a lo físico, a la personalidad, algo más profundo que provoca una irresistible atracción hacia él, desata la humildad, la entrega absoluta a su persona, a sus deseos, a su protección y su cuidado. Veneración, acatamiento, devoción.
A su vuelta, Paco se detiene un momento para decirle alguna tontería a Alicia que no le hace demasiado caso.
-¿Basilio, qué te debo? –Bruno hace una seña al camarero.
-Ni se te ocurra cobrarle, apúntamelo, Basilio.
-De eso nada. Pago yo. –Instantáneamente Paco deja de porfiar y guarda silencio. El camarero coge el billete que le ofrece Bruno.
En la calle las nubes comienzan a engullir la luz de lo que ha sido un día espléndido. A unos metros del bar, Bruno se detiene.
-Espera aquí un momento, Paco. Tengo que volver al bar.
Bruno entra en la cafetería, se dirige al lugar que ocupaba mientras estuvo allí con Paco y recoge una agenda de piel de la repisa inferior de la barra. Escribe algo, arranca la hoja, la dobla, se acerca a Alicia que se pone de pie cuando llega hasta ella y alarga el brazo para recibir reverencialmente la nota. Bruno se dirige hacia la puerta, se vuelve.
-Ya puedes levantar la vista – la acaricia con la mirada.
 Cuando Bruno ha salido ella lee: “Mañana, a la caída del sol, te quiero aquí, en el mismo sitio, leyendo el periódico. Con falda.”


Que tiene que ponerse una falda está claro pero, ¿debe pintarse, llevar medias o pantis, tacones…? La nota sólo dice con falda. Sería demasiado insolente arreglarse más sin que se lo haya indicado, tomar alegremente iniciativas. A la peluquería irá a retocarse un poco, sin cambiar de peinado hasta que él no se lo diga, si se lo dice. Que esté en el bar mañana por la tarde, con una falda, y no mirarle directamente, es lo único que sabe que desea el señor del bar. A Alicia le encantaría conocer qué más quiere él pero, sin su permiso, no se atreverá a preguntar. Ella no marca los tiempos, sólo cumple deseos. Ni siquiera puede estar segura de si quiere lo que ella puede ofrecerle ni si le parecerá adecuado que lo haga. Como la caída del sol es un momento tan indefinido, Alicia está desconcertada. “¿Qué hora es exactamente a la caída del sol? El sol cae durante un buen rato. Desde mediodía.” Piensa que el atardecer, en esta época del año, puede comenzar sobre la seis. Espera que no sea antes.
Está muy nerviosa, necesita contarlo, así que enciende el ordenador y entra en el chat de costumbre. Mucho amo a la caza. Le ofrece un privado a Celina.
-¿Y qué vas a hacer?
-Iré. Tú no le has visto ¡Qué poderío!
-Mujer, si es así como dices... Pero como siempre ten cuidado, no sabes nada de él
-Tampoco sé nada de los pajilleros que conozco por internet, que no saben cómo tratarnos. Sólo les va darnos unos fustazos, atarnos, humillarnos, usarnos por todos los huecos y de todas formas, y largarse a casa a seguir dejándose manejar por sus mujercitas. Son unos frustrados que se desahogan con nosotras –sentencia Alicia-. Eso sí, que los tratemos con respeto. Que si amo esto, que si amo lo otro, que encendamos la cam y nos pongamos unas pinzas en los pezones, tócate aquí o allí, ponte esto, quítate lo otro…, para salir por patas en cuanto oyen el menor ruido y piensan que su maruja los puede pillar. No tienen idea de lo que significa todo esto
-Mujer, hay de todo.
-Poco, muy poco, yo no he tenido el gusto. Y no lo dirás por el tuyo que ha pasado ya por unas pocas de la comunidad –Alicia piensa en el desconocido de la cafetería-. Ya no hay amos que sepan de verdad llenar nuestro vacío, si es que los ha habido. Un mirlo blanco quiero yo.
-¿Y éste sí?
-¿Cuántos llevas tú este año? ¿Cuatro, cinco?- Alicia no conoce a esta mujer. Sólo ha visto su foto en el perfil.
-Cuatro, cuatro. Ya sabes que a mí unos buenos azotes me dejan nueva y dispuesta a todo.
- Sí, claro. La parafernalia está muy bien. Pero yo necesito algo más –no sabe cómo expresar que ella está dispuesta a entregar su cuerpo y su voluntad a un hombre que la domine de verás, que no se escude en numeritos eróticos ni falsa disciplina. Que cuide de ella, la oriente, la dome a su placer, la corrija con cariño e inteligencia, la eduque, le descubra cosas nuevas, explore sus límites y la impulse a crecer para él, para los dos-. Ya sabes, nada de amitos al uso ni aficionados al cuero solamente.
-No pides tú poco.
-Pido lo que de verdad quiero, lo que necesito. Yo ya no estoy para poner el culo al primero que se haga el dominante.
-Ya. Ya lo sé-. Celina insiste -¿y éste te lo va a dar?
-­Una corazonada. Todo ha sido distinto. No me ha estado tanteando por el messenger, ni en un chat. Simplemente, con toda naturalidad, me ha dado una orden. Sin pose ni aspavientos.
-Y la vas a cumplir.
-Por supuesto. A las seis estoy allí.

Alicia siente un inmenso vacío, un hueco infinito en sus entrañas. Tiene tanto miedo como ilusión. Está inquieta, tensa, insegura. Está convencida de que esto es otra cosa, que aquí puede encontrar algo más de lo que hasta ahora ha podido conocer. No entiende cómo hay gente que todavía califica su forma de enfrentarse a las relaciones sexuales y personales como una aberración. Ella sabe que no es frivolidad. Cada uno es como es y le gusta lo que le gusta. En realidad no es por gusto, es algo íntimo, una forma de ser y de vivir. No trata de convertirse en la chacha, el capricho ni la puta de nadie. No lo necesita, ha triunfado en la vida, es atractiva, tiene su propio bufete, es independiente y toma sus decisiones libremente. Sólo pretende llegar a ser la esclava de quien sepa someterla. Con todo lo bueno y profundo que tiene la servidumbre, el sentimiento de la entrega total. Conocer a alguien a quien serle fiel como un perro, desvivirse por él como un perro. Servir a otro es la más alta manifestación de amor, no es algo indigno ni aberrante. Muchas santas lo han sido por su vocación de servicio. “A mí santa, santa, no me hacen.” Tiene mucho que ofrecer, desde su voluntad hasta su inteligencia. Y su cariño, la entrega, la humildad, el deseo, la valentía, la confianza ciega que lucha por surgir de su alma. Quiere colocarlo todo en una bandeja de plata y ofrecerlo como la cabeza del Bautista. Según ella, todos necesitaríamos un buen amo. “Claro que eso no sería bueno, no quedaría ninguno. Y a mí quién me acogería. Quita, quita.” A medida que se acerca al lugar de la cita un indescriptible vértigo que aumenta a cada paso se apodera de ella. Quizás tenga razón Celina, no sabe lo que se va a encontrar. El anhelo puede jugarle una mala pasada, crear una quimera, un espejismo, de lo que bien pudiera ser sólo una broma de ejecutivos de barra.
La cafetería está en la acera de enfrente. Distraída cruza la calle sin advertir que un coche se acerca rápidamente. El conductor frena a tiempo. A través del parabrisas Alicia ve como Bruno observa su reloj. Ella sigue su camino. Ni una palabra, ni una seña. Menos cinco. Llega a tiempo, según su propio horario. Cuando él entre en el bar estará leyendo el diario que ha comprado en previsión de que algún cliente esté hojeando el del bar. No quiere defraudarle, lo poco que tiene que hacer lo hará bien.


La estrategia de Bruno no pasaba por verla en persona esta tarde, sólo quería comprobar si cumplía sus indicaciones, pero sin hacer acto de presencia. Volver mañana y asegurarse de que ella está allí a la misma hora y de la misma manera. Entonces sí entablará conversación. Pero el incidente del coche le obliga a cambiar de planes. Ha visto algo en la actitud, la forma de desenvolverse de ella, como si no le hubiera importado que él la arrollara con el coche, que le convence de que no es necesario mantenerla en vilo un día más. Aparecerá por el bar, no le dirigirá la palabra.
Con medias y falda, imperceptiblemente maquillada, sentada en el mismo taburete, la espalda erguida, zapatos de medio tacón, las piernas juntas y el periódico en las manos, Alicia percibe la presencia de Bruno antes de que éste atraviese la puerta. Se le tensa el ánimo. La excitación se manifiesta en sus pechos, en la vulva. Bruno se instala a su derecha, coloca el bolso y apoya los brazos sobre la barra. Manos distinguidas, sin vello, dedos finos. Con la misma elegancia Bruno pide un descafeinado. No la mira, ella no levanta la vista, no hace el más mínimo gesto. Pausadamente Bruno vierte el contenido del sobre de azúcar sobre el café, lo mueve, coloca la cucharilla en el plato y toma un sorbo. Las palabras del periódico entran por los ojos de Alicia sin que pueda percibir su significado, el tiempo se estira como chicle. Varios minutos después, cree oír un susurro.
-Levántate, quiero verte –Bruno ha decidido hablar con la mujer.
Alicia se incorpora despacio, se yergue, está rígida, tiene que relajarse, mostrarse encantadora para que él pueda tasar su cuerpo, apreciar sus atributos; revelar su repertorio de virtudes, el muestrario de sus posibilidades. Ahora está en el discreto mercado de carne entre los dos. Se ajusta discretamente la ropa. Tiene que exhibirse, bailar sólo para él en veinte centímetros cuadrados. Los brazos como plumas, cierra despacio el diario, guarda las gafas, pierde la mirada sobre las botellas de la estantería de detrás de la barra, se coloca el cabello detrás de las orejas, adelanta una pierna. Como si estuviera aburrida, se gira para poder observar la calle a través de la cristalera. De espaldas a Bruno, sube lentamente los brazos hacia la cabeza, se recoge muy despacio el pelo con las manos y lo deja caer en una flotante onda sobre los hombros. Bruno sigue observándola mientas se acerca a la máquina expendedora, los zapatos semiplanos colaboran con el sugerente movimiento de las firmes nalgas de Alicia. Camina despacio, derecha, decidida. Intuye la mirada de Bruno en su espalda y cómo los pezones se imponen al leve tejido del sujetador. Con el paquete de tabaco en la mano se vuelve, siente el momento culminante, ahora seis pasos de frente hacia él, con la vista en el suelo pero la cabeza alta.
-Siéntate.
-Gracias.
-No sabía que fumaras.
-No fumo.
-Me llamo Bruno ¿y tú?
-Como usted quiera.
-No me trates de usted.
-Perdón, señor. Me llamaré como tú quieras.
-Ya veremos. Dime tu nombre.
-Alicia, me llamo Alicia, señor.
-Me gusta. Alicia.
-Gracias, señor.
-¿No estás tomando nada?
-No. No tenía instrucciones. En la nota no decía nada.
-¿Quieres alguna cosa un café, una cerveza…?
-Un café –Si por ella fuera se tomaba dos whiskies dobles. Pero no sería adecuado comenzar de esa manera. O cerveza o café.

Los presagios de Bruno se van cumpliendo. Al igual que Alicia, él también auguró que en ella había madera, que las secretas actividades del destino que los habían hecho coincidir, podían dar lugar a una interesante peripecia. Harto de neuróticas, de gordas descontentas, de insatisfechas, frustradas, desesperadas, marujas aventureras del ciberespacio y entregadas a media pensión, llevaba casi un año sin mantener una relación como las que él sentía como propias. Alguna que otra historia vainilla, nada más profundo que uno o varios revolcones ordinarios, superficiales, sin lograr una mayor vinculación ni entendimiento. Desde sus primeros escarceos de adolescente Bruno había sentido la vehemente llamada de la dominación. Sospechó al principio que eran sólo tendencias sexuales, inclinación al sexo duro, los juegos, las fantasías y, en la medida de lo posible y de sus partenaires, dio rienda suelta a sus instintos. El fracaso de su matrimonio se debió al reconocimiento por parte de Bruno de su verdadera condición. Como salir del armario. No resistió más. Convenció a su mujer de las delicias del sexo de ese tipo y consiguió que ella participase en sus juegos. Su mujer disfrutaba como la que más durante las sesiones, pero Bruno se dio cuenta de que para ella aquello era un simple juego, que no sentía, no le salía del alma y, fuera del dormitorio, la mujer que durante unas horas había sido se desdibujaba, se desintegraba, y él perdía la intimidad, se alejaba. No podía exigir que fuera otra.
Bruno sufrió lo indecible cuando se dio cuenta de que no amaba a su esposa, de que no podría amar a nadie que no se abandonase a él. No era suficiente la ficción, necesitaba la realidad de una entrega total. Alguna hubo después de su separación que le colocó al borde del abismo del amor. Fue un doloroso espejismo, en el fondo aquello fue impostura. Convencido de que debería conformarse con relaciones superficiales y esporádicas se aventuró en las impredecibles e inseguras aguas de la red. Allí conoció a muchas que se decían sumisas. Más de una se hizo fija de su fusta, pero no pasó de ahí. Esperaba algo más que sexo límite, la carne es un aditamento imprescindible, aunque inútil por sí solo. Bruno se sentía desorientado en el desierto. Luchó para convencerse de que era puro egoísmo o de que estaba desquiciado. Cuando descartó la enfermedad y aplastó los conflictos de conciencia, se dio cuenta de que no era vanidoso, ni ruin ni egocéntrico, que lo que él pretendía era un tipo diferente de entrega. Quería dedicar todo su afán, su esfuerzo, su persona a quien quisiera ser guiada, orientada, cuidada, querida, a quien quisiera ponerse en sus manos. A ella se lo haría fácil. La amargura del vacío le obligó a hacer el voto de no volver a quedarse con la miel en los labios. Era mejor no tocar la droga de su inclinación, que saborear la insatisfacción que le producía quedarse en la superficie. Aunque había renunciado, íntimamente sabía que en algún lugar del mundo debía existir una mujer que sintiese lo que el necesitaba para hacerla feliz.
Y ahora tiene delante a su presentimiento con el nombre de Alicia que le insinúa que ahora sí. Imposible concretar qué indicios le llevan a justificar esa conclusión, una nueva aventura, a asumir de nuevo el riesgo de fracaso. Pero algo le dice que debe saltar al vacío. Quizás los ojos de Alicia que adivinó ayer.
-Mírame –La sencillez y la sinceridad de la expresión de Alicia, derrotan al intenso gris verdoso de su iris.
-Eres muy guapa.
-Gracias, señor.
-No me llames señor ¿Qué quieres, Alicia?
-Lo mismo que usted. Perdón, que tú.
-¿Sabes lo que quiero?
-Lo siento, señor. Quería decir que querré lo que usted quiera.
-Veo que tienes tablas, que sabes de qué va esto. Te he dicho que no me llames ni señor ni de usted ahora.
- Sé cómo soy y qué siento, sí.
-Aparte de lo que a mí me apetezca ¿Qué quieres Alicia? Mírame a los ojos.
-Quiero querer lo que tú quieras, deseo desear cumplir tus deseos. Que me ayudes a conseguirlo. Quiero llegar a conocerme, a superarme, llegar al límite de mí, de mi cuerpo, de mis emociones –Alicia está a punto de llorar, escucha su voz repitiendo la retahíla de lugares comunes que ha expresado en muchas ocasiones, pero en este momento siente que por vez primera en toda su vida habla ella, es sincera-. Se me hace muy difícil decir estas cosas hablándote de tú. Me siento ridícula porque puedas pensar que lo que oyes es una cantinela. No sé como demostrar que ahora siento lo que digo.
-Sigue.
-Tengo experiencia, sí. Pero estoy desengañada de tanto fingimiento, de tanta falsedad, tanta superficialidad, de tanto desahogado. Aún no he sido la mujer que deseo ser, no la que creo ser ni la que los demás piensan que soy, sino la que sé que soy. Quiero que alguien me quiera así y quererle como yo puedo hacerlo.
-¿Estás convencida de que podrás pagar el tributo?
-Sí –sólo un hilo de voz sale de su garganta.
-Sssssssssh-. Bruno se levanta, pone su mano en la mejilla de Alicia, la acaricia, la desliza con suavidad hasta la nuca, acerca los labios y la besa delicadamente en los ojos. Los mismos que segundos antes se habían sumergido en la abisal mirada del diablo.


Recuerda Alicia los primeros besos de Bruno mientras éste le sirve el azúcar en el café. Hace tres años de aquello, es sábado. El aroma de una mañana espléndida inunda el porche.
-Tres ya. Tres años –dice Alicia.
-Sí, Ela-. Poco después de conocerla, Bruno decidió cambiarle el nombre, aunque a veces, cuando debe corregirla, la llama Alicia.
-Hoy vamos a recoger a mi hijo y a comer donde Basilio.
-Estupendo.
-Termínate el café, voy a leerte un rato.
-Voy, voy –Ela se bebe de un trago el cuarto de taza que aún le queda. No va a perder ni un minuto. Él quiere leer para ella. Sabe que lo hace como recompensa por que se ha portado bien esta semana, porque hoy es su aniversario y, sobre todo, porque sabe que la adora.
Bruno ajusta el mosquetón de la correa a la argolla del collar de cuero de Ela. Esta mañana Bruno quería que se pusiera un collar de lujo, uno ancho y alto como un collarín, con pequeñas tachuelas de acero, que obliga a su cuello a estar totalmente estirado. Ela se quita la bata de seda negra, sólo lleva unas medias sujetas por las ligas a un ajustado corsé también negro.
-Vamos –dice.
-Sí, señor.
Bajo el toldo del jardín Ela se echa en el césped, con las patas traseras recogidas, los antebrazos y las manos apoyadas en la estera. Adora estas mañanas, estos momentos, su vida con Bruno. Hoy, está segura, volverán sobre su libro favorito. Bruno le hace cosquillas en la cabeza con la mano en la que lleva engarzado el lazo de la correa. Sentado en su sillón de mimbre, Bruno lee con voz suave.
-“…Saltó cerca de ella un conejo blanco… Pero cuando el conejo se sacó un reloj del bolsillo del chaleco, lo miró y echó a correr, Alicia se levantó de un salto, porque comprendió de golpe que ella nunca había visto un conejo con chaleco, ni con reloj que sacarse de él y, ardiendo de curiosidad, se puso a correr tras el conejo por la pradera, y llegó justo a tiempo para ver cómo se precipitaba en una madriguera que se abría al pie del seto.”
                                                   Fernando Morago

                              Espartinas, 29 de marzo de 2012



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