Viaje a Berlín
Cada mañana, a las siete y ocho minutos Daniela
tiene la extraña y gran necesidad de acudir al baño. Callada, deambula media
dormida con su pijama a rayas por el largo, estrecho e interminable pasillo de
la casa de sus padres. A esas horas sus pies siempre caminan descalzos, sin zapatillas
engorrosas ni calcetines de lunares, y disfrutan del placentero frío de las
baldosas. Antes de regresar a los calurosos treinta y dos grados de su cama se toma un vaso de leche
fría desnatada con calcio. Leche fría y cruda. Después vuelve a meterse en su cueva
para dormir tres horas más.
A las diez y ocho minutos suena la alarma del
móvil. Daniela, acostumbrada y encantada con la canción, deja que suene más de
lo habitual, poco después la apaga. La escasa luz deja ver su pelo enmarañado y
revuelto. Sus misteriosos ojos negros parecen seguir guardando el mismo
secreto. Sentada sobre su cama se estira hasta alcanzar sus grandes gafas rojas
y un libro. Aprovecha para encender la lámpara, la luz es buena compañía cuando
uno se siente solo. Bajo una bombilla opaca de sesenta vatios continúa leyendo
el libro de la noche anterior.
Recostada bajo su nórdico blanco deja entrever
una sonrisa melancólica y misteriosa. Sus rojos labios son carnosos y su piel del
color de la nieve. Cuando lee Daniela desprende inconscientemente una ternura
solitaria.
Diez y media. Daniela se levanta, es hora de
desayunar dos yogures cremosos con fresas, muesli y chocolate. El ritual
matutino se repite cada mañana cuando visita a sus padres, la taza violeta sin
asa y la cuchara redondeada blanca. Su taza y su cuchara. Sus dos pequeños tesoros.
Al sentarse un olor familiar; en la mesa descubre un plato redondo cubierto con
una servilleta blanca, lo destapa y encuentra bizcocho de limón con azúcar glas
espolvoreado por encima. Una inocente sonrisa alumbra su cara. Su
postre-comida-merienda-desayuno preferido desde los cuatro años. Bizcocho de
limón. Mamá no lo ha olvidado piensa. Corta un pequeño pedazo y mordisquea la
punta izquierda de la rebanada. Lo prueba y un cuadro de su infancia empaña su
mente. Daniela está en el huerto columpiándose y su madre grita desde la
ventana – ¡Danaaaa, ven a merendar. Hay pastel del limóoooon!-.
Han pasado veinte años. Ahora Dana tiene veinticuatro
y ya no se columpia. En cambio ayer por la tarde, entre postura y postura, su
amante le enseñó a hacer aviones de papel de colores.
Dana lava su taza violeta, la cuchara blanca
llena de restos de muesli y jugo de fresa y el cuchillo. Se va a su lluvia
privada, la ducha. Bajo el agua ardiente permanece trece minutos, trece largos
minutos que aprovecha para pensar qué ropa ponerse. Mezclados con el agua se
diluyen las huellas de los besos de la pasada tarde. Ochenta y siete. Era curioso
y a la vez fascinante lo mucho que disfrutabA Dana del sexo con su fiel amante
y compañero. Álex tenía una habilidad especial para enlazar sus largos dedos
con el cálido cuerpo de Dana, igual que una sinalefa pensaba ella. Habían
aprendido el uno del otro y habían conseguido crear un original y especial mapa de sentidos en los
últimos años.
Decidido, jersey de lana verde esmeralda con
pantalón azul marino. Braga de encaje negra con sujetador a juego y calcetines tobilleros
grises. Hace frío así que su larga boa negra de lana acompañará a su gorro de
león y a sus guantes azules.
Se seca su salvaje y lisa mata de pelo negro y
la deja caer sobre su espalda. Una gota de perfume, vaselina en los labios y
una discreta línea negra bajo sus pestañas. Falta el bolso, se asegura de que
todo esté dentro. Los dos estuches, uno con bolígrafos de colores, el
portaminas verde, el bic azul de tapa mordida y su pluma Parker que le regaló
su padre cuando tenía quince años. En el otro estuche, más discreto, tiene cartuchos
de tinta negra, la medicación, el protector del estómago, las llaves de casa, dos
tiritas, el reproductor de música y el espejito redondo con la pinza de las
cejas. Además de los dos estuches mete también una botella de agua, el libro,
la agenda, el cuaderno, el resguardo de la cita médica, un paquete de pañuelos,
su cartera y un yogur con una cuchara de plástico. Se asegura de su bolsillo
secreto. Todo bajo control, hay una chocolatina. Se pone su abrigo azul marino
con el capuchón de Caperucita Roja y coge las llaves de su gran pequeño Renault
cinco. Su fiel acompañante, su coche rojo. Lo enciende y espera un poco hasta
arrancar, enciende el radio casete y suena Doce Cascabeles de Joselito. Esa
cinta lógicamente no es suya. Cuando Dana visita a sus padres siempre deja el
coche aparcado delante de casa. En el garaje solo hay espacio para uno, el de
sus padres. Por las mañanas su padre utiliza el coche de Dana para llevar a su
madre al trabajo.
Todavía quedan cuarenta y ocho minutos. Hoy no
va a complicarse demasiado buscando un sitio, directa al aparcamiento. Con el
frío que hace, su coche rojo también se merece un poco de consideración (aunque
haya pasado toda la noche a la intemperie). En realidad Dana no tiene ganas de
caminar. Sabe que será breve. Simplemente son unos resultados y hoy es jueves.
¿Será hombre o mujer? Poco importa eso. Tacto.
Dana únicamente pide eso. Sea lo que sea pero con tacto. En el último año más
de veinte pruebas, cuatro médicos y tres médicas. Todos iguales: profesionales,
directos y fríos. ¿El tacto? El tacto estaba en Pensilvania. ¿Que las mujeres
eran más tiernas? ¡Mentira! Aún hoy, dos años después, Daniela recuerda a la
perfección a aquella amargada cuarentona. Un minuto y dieciocho segundos. Ese fue
el tiempo que le llevó a aquella profesional decirle a la joven Daniela que
jamás podría concebir un hijo. Y después remató el resultado añadiendo –No
pierda el tiempo esforzándose en ello, usted jamás será apta-. No era apta.
Aquello era igual de ridículo que real. Como un casting; con una pequeña
diferencia, aquí no se evaluaban cinturas de avispa ni caras bonitas. Después
de esos setenta y ocho segundos vinieron unos largos ocho minutos donde la
médica, amablemente y en un tono muy diferente, le explicó por qué su cuerpo no
era apto. Este era su secreto, el secreto mejor guardado de Daniela. Aquella
confesión jamás salió de la consulta. Nadie lo sabía, absolutamente nadie.
Los resultados de hoy nada tienen que ver con
ser o no ser apto. Desde hace seis meses unos extraños dolores invaden el
cuerpo de Daniela. Ha acudido a dos especialistas y ambos han coincidido en
pedirle las tres mismas pruebas. No había por qué preocuparse, le habían asegurado.
Intenta aparcar. Primera maniobra, segunda,
tercera. Frena. Primer intento fallido. Apaga al Pequeño Ruiseñor de Joselito.
La culpa es del ruido que no la deja ver. Ahora sí, sin Joselito todo es más
sencillo.
Planta octava, puerta dos. Todavía faltan
quince minutos. En una sala más pequeña que un sello de correos una señora
mayor acompañada de un hombre mucho más joven. La anciana repite en voz baja y
apresuradamente algo ininteligible. Aquella mujer es especialmente graciosa y
tierna.
Daniela aprovecha los minutos de espera para
mirar en su agenda fechas posibles para ir a Berlín con Álex. Quieren irse a
finales de verano un par de semanas. Ayer estuvieron mirando albergues y esta
tarde probablemente compren los billetes, han visto unos vuelos por quince
euros ida y vuelta y una oportunidad así no se puede desaprovechar piensan
ellos.
-
Daniela Suárez –
una voz femenina y especialmente cálida susurra su nombre.
En ese preciso instante Daniela se pregunta
por qué ha ido sola al médico. Y a la vez se contesta –a sí mismo-, porque
llevas haciéndolo años Dana. Decidida coge su pesado bolso y su abrigo azul
marino de Caperucita. Durante un eterno segundo piensa en salir disimuladamente
pero no lo hace. Se levanta sigilosamente y finalmente entra en la consulta. Huele
a plátano y a galleta tostada. En la sala una médica pelirroja muy joven con la
típica bata blanca y un broche en forma de magdalena. Es bonito, piensa Dana, y
de repente recuerda el pastel de limón de su madre. Si ella estuviera aquí no
estaría tan nerviosa, piensa Dana. Al lado de la médica otra chica joven,
probablemente sea una estudiante en prácticas. Daniela se sienta en la única
silla que hay.
-
¿Qué tal estás
Daniela?
-
Bien, bueno ahora
un poco nerviosa, pero hasta hace un minuto estaba tranquila.
-
¿Cómo te encuentras?
¿Has tenido dolores estas últimas semanas?
-
Alguno que otro,
pero no tan intensos como al principio.
-
Bueno, y… ¿has
venido sola?
-
Sí.- Un incómodo
silencio acapara la habitación. –¿Por qué?.-
-
A ver…- La voz de
la médica comienza a titubear. Daniela abre un poco más sus ojos.-Tenemos aquí
tus resultados y tienes que hacerte más pruebas.
-
¿Más?
-
Sí. A ver, lo que sucede es que las pruebas
han dado positivo. Tienes que…
Daniela frunce el ceño inconscientemente y
deja de escuchar. Su corazón comienza a latir más rápido. Siente una presión en
el estómago, un nudo. Quiere llorar pero no lo hace. Vuelve a escuchar a la
médica durante otros eternos segundos.
-
… y tu esperanza
de vida es de cuatro meses. Es por eso que…
¿Cuatro meses?, ¿cuatro meses?, ¡cuatro meses!
Eco. Daniela intenta levantarse pero sus piernas no la dejan moverse. Sus ojos
se llenan de lágrimas y comienza a llorar en silencio. La mujer de la magdalena
se levanta y le pide que se tranquilice. Qué va a hacer sino eso. La otra chica
le acerca un vaso de agua y un pañuelo. Daniela no bebe. Después silencio.
A la una y dieciocho Daniela sale de la
consulta con tres volantes médicos y un informe. La señora mayor ya no está. Desde
la puerta de la consulta la sala de espera aún parece más pequeña.
Daniela arrastra inconscientemente los pies
por el largo pasillo gris del hospital. Apenas hay gente. No ve, tampoco oye. Baja
las ocho plantas despacio sin contar los escalones. Cuatro meses había dicho la
médica, ¿y después? Después nada.
Daniela no quiere conducir. Abre su bolso y
saca su teléfono móvil. ¿Llamar a sus padres? Es incapaz, no sabe qué decirles.
¿Y a Álex? Tampoco. Guarda el teléfono en el bolsillo del abrigo. Sabe que esta
batalla únicamente es suya, como otras tantas no dirá nada. Cómo decirles a un
padre y a una madre que a su hija no le quedan más que cuatro meses. ¡¿Cómo?!
Dana se enfada.
A cero grados el sol sigue brillando a la una
y treinta y cinco. Daniela perdida entre la multitud comienza a caminar sin
rumbo. Silenciosa deambula por la calle. Necesita que le dé un poco el aire,
necesita respirar.
Se para delante de un escaparate lleno de
galletas. Las hay de chocolate, de limón, bañadas en azúcar glas, con
arándanos, con ralladuras de coco... Siente debilidad, decide comprar algo muy dulce.
Lo último que quiere es desmayarse en la calle. Empuja la puerta. Es pesada. Al
entrar ve a una señora risueña con un gorro blanco detrás del mostrador sacándole
el corazón a las manzanas y espolvoreándoles azúcar generosamente. Tarta de
manzana, mamá también la hacía cuando era pequeña, era el postre favorito de
papá. Pide un mil hojas, paga y sale sin
despedirse. Las lágrimas saladas empapan su mil hojas. Parece un volcán en
erupción.
A los veinticuatro años no hay trucos, ya no
se puede llamar al Gigante Gigantesco que nunca duerme y te protege del miedo.
Daniela lo sabe.
Su andar es pesado y lento. A poco más de cien
metros encuentra un pequeño banco de madera rojo ácido; se sienta. Minuto y
medio después una nube gris cubre el cielo. Unas gotas son suficientes para
convertir una mañana soleada en una tarde mojada. Comienza a llover. Daniela,
arropada por su abrigo azul marino, permanece inmóvil como una estatua. Con las manos en el bolsillo
deja que sus lágrimas se ahoguen. Piensa en sus padres y en su pareja. Sabe que
no tiene valor para contárselo, por eso ya no pierde el tiempo intentando
autoengañarse. Le duele pensar que en cuatro meses ella y Álex dejarán de darse
y recibir terribles abrazos de osos, que ya no contarán juntos todos los coches
amarillos que desfilan por las carreteras, ni volverá a ser la copiloto
preferida de su padre. Tampoco podrá peinar a su madre los domingos por la
mañana, ni habrá más días de lluvia sin paraguas porque probablemente no esté viva.
Después de terminarse el mil hojas, Daniela
abre el bolsillo secreto de su bolso y coge la chocolatina que esconde para los
momentos de ansiedad. Le quita el envoltorio cuidadosamente, como si fuera la
chocolatina más preciada del mundo y se la come poco a poco; el sabor agridulce
del chocolate negro con naranja se mezcla con sus lágrimas saladas.
Lleva una hora en la calle y sabe que Álex no
tardará mucho en llamarla. Han quedado para comer juntos en su piso. Daniela
mira su móvil y efectivamente tiene un mensaje de Álex: Dame un toque cuando salgas de casa y así ya calculo yo para terminar
de preparar la comida. No tardes mucho, tengo hambre. Un beso. Daniela le
contesta: Estoy saliendo de casa. Un
beso.
Es hora de irse. Se levanta y se dirige al
aparcamiento. Tarda diez minutos escasos en llegar hasta su coche, se sube. De
camino a casa de Álex no pone música. Está de suerte, justo delante del portal
hay un sitio. Aparca y entra. Se para justo delante del espejo. Se mira durante
unos largos segundos. Vuelve a perfilar sus negros ojos con el carbón, se echa
un poco de vaselina en los labios y coloca el mechón indomable detrás de su
oreja izquierda. Mientras sube cuenta los ya conocidos setenta y siete
escalones. Llega sofocada. Saca la copia de llaves que Álex le dio hace meses,
respira profundamente y entra. Lo primero que percibe es un rico olor a pastel
de carne con queso.
Álex, con la misma sonrisa de siempre, se
dirige hacia ella limpiándose las manos a un trapo de rayas. La besa, primero
en la frente y luego en los labios. Es una costumbre, su costumbre.
-Pensé que no llegabas.- Finge enfado, pero se
le escapa una sonrisa.
-¡Ba! Ya sabes cómo soy, siempre llego tarde.
Me entretuve en casa jugando con los perros y poniéndoles la comida y agua
fresca.
- ¿Tienes hambre?
- Desayuné hace poco, es que me levanté muy
tarde, pero bueno ese rico pastel de carne lo voy a probar, aunque solo sea un
pedazo-. Una triste sonrisa se desprende de Dana.
- ¿Todo bien?
- Sí, ¿por?
- No sé, te veo un poco seria, y tienes los
párpados un poco hinchados. ¿Es la alergia?
- ¡Qué va! Esto es de no dormir, es lo que
tiene acostarse tarde.
- ¿¡Pero si has dormido hasta las doce por lo
menos!?
Dana no dice nada, después de un breve
instante rompe el silencio. - ¿Comemos?
Durante la comida Álex habla de los sitios que
le gustaría visitar en Berlín y le cuenta a Dana que ha descubierto dos
librerías muy bonitas y que la llevará allí.
De postre fresas con chocolate derretido y
después, ya en el salón, compran los billetes de avión –Álex ha insistido tanto
en que una oportunidad así no se debe dejar escapar que Dana no ha podido
negarse-. ¿Dónde iban a encontrar unos billetes tan baratos? En ningún sitio.
Simplemente que...
Mientras Álex va marcando las opciones Dana le
dicta la fecha de expedición de cada DNI Media hora después los billetes
están comprados. Dana, acostada sobre su regazo, se da cuenta de que Álex
percibe su tristeza, pero la tranquiliza saber que no la va a agobiar
preguntándole qué le sucede. No es esa clase de personas. Cuatro años no lo son
todo, cierto, pero son suficientes para tener la certeza de algunas cosas. Álex
vuelve a besarla pero no en la frente.
Las propuestas del tipo: "Cada mañana..." son muy ambiguas y no crean interés (Hablaré de esto en clase).
ResponderEliminarLa historia no comienza hasta: "Decidido..."
Aunque en realidad la historia comienza en: "Simplemente son unos resultados y hoy es jueves". Hay que calcular cuándo se produce el conflicto.
El final me ha gustado.
Pero la temática es muy extrema y se nota forzada.
Y creo que como escritora (y por tanto intelectual) tienes que proponer algo al mundo mejor que viajar.